—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Si me dices dónde está lo que busco.

—Ahí, delante de usted, en la caja roja.

—¿Ésta? Pero si antes no lo metíamos aquí, me parece que lo… perdona, te escucho.

—¿Durante cuántos años se vieron?

—¿Mathilde y yo?

—Sí.

—Entre Hong-Kong y nuestra última discusión, cinco años y siete meses.

—¿Y pasaron mucho tiempo juntos?

—No, ya te lo he dicho. Unas horas, unos días…

—¿Y eso le bastaba?

—…

—¿Le bastaba?

—No, claro que no. Bueno, sí, puesto que no hice nada por cambiar las cosas. Eso me dije luego a mí mismo. A lo mejor era eso lo que me convenía. «Convenir»… qué fea es esta palabra. A lo mejor me venía bien tener la esposa tranquilizadora por un lado y el gran escalofrío por el otro. Mi cena todas las noches al volver a casa, y la sensación de encanallarme de vez en cuando… La barriga llena y el bajo vientre contento. Era práctico, era cómodo…

—¿La llamaba cuando la necesitaba?

—Sí, era más o menos eso…

Me puso un tazón delante.

—En realidad, no… La cosa no funcionaba así… Un día, muy al principio de todo, me escribió una carta. La única que me mandó, de hecho. Decía:

Lo he pensado, no me hago ilusiones, te quiero pero no confío en ti. Ya que lo que vivimos no es real, entonces es un juego. Y si es un juego, hacen falta unas reglas. No quiero volver a verte en París. Ni en París, ni en ningún otro sitio que te dé miedo. Cuando estoy contigo, quiero poder cogerte la mano en la calle y besarte en los restaurantes, si no, no me interesa. Ya no tengo edad de jugar al escondite. Así que nos veremos lo más lejos posible, en otros países. Cuando sepas dónde vas, me lo escribirás a esta dirección, es la casa de mi hermana en Londres, ella sabrá dónde hacerme llegar el correo. No te esfuerces por escribirme cosas bonitas, simplemente avisa. Dime en qué hotel te alojas, dónde y cuándo. Si puedo ir, iré, y si no, mala suerte. No intentes llamarme, ni saber dónde estoy, ni cómo vivo, creo que eso ya no viene al caso. Lo he pensado, creo que es la mejor solución, hacer como tú, vivir a mi aire queriéndote mucho pero a distancia. No quiero esperar tus llamadas, no quiero quitarme la posibilidad de enamorarme, quiero poder acostarme con quien quiera y cuando quiera, sin escrúpulos. Porque tienes razón tú, la vida sin escrúpulos es… it’s more convenient. Yo no veía las cosas así, ¿pero por qué no? Estoy dispuesta a intentarlo. ¿Qué puedo perder, después de todo? ¿Un hombre cobarde? ¿Y qué puedo ganar? El placer de dormir alguna vez entre tus brazos… Lo he pensado, quiero intentarlo. O lo tomas o lo dejas…

—¿Qué pasa?

—Nada. Me divierte constatar que había encontrado un adversario a su altura.

—Pues no, desgraciadamente, no. Se hacía la fuerte y se las daba de mujer fatal cuando en realidad era todo corazón. Todavía no lo sabía al aceptar sus condiciones, no lo comprendí hasta mucho más tarde… Hasta cinco años y siete meses más tarde…

»Bueno, sí. Miento. Lo adivinaba entre líneas, me imaginaba cuánto debía de costarle escribir ese tipo de frases pero no me iba a parar a pensar en ello, porque a mí esas reglas me venían muy bien. Pero que muy bien. Iba a intensificar la rama de importaciones y exportaciones y a acostumbrarme a los despegues, y listo. Una carta así es algo inesperado para un tío que quiere engañar a su mujer sin problemas. Hombre, eso que decía de acostarse con quien quisiera y de enamorarse me sentaba un poco mal, pero qué se le iba a hacer…

Se sentó en el otro extremo de la mesa, en su sitio de siempre.

—Qué listo, ¿eh? Sí, yo era muy listo por aquel entonces… Sobre todo porque anda que no me hizo ganar dinero esa historia… Siempre había tendido a descuidar un poco la rama internacional…

—¿Por qué tanto cinismo?

—Tú misma, antes, has contestado muy bien a esta pregunta…

Me incliné para coger el colador.

—Además era muy romántico… Al bajar del avión me latía el corazón, me presentaba en el hotel con la esperanza de que mi llave ya no estuviera en recepción, dejaba mis maletas en habitaciones desconocidas mirando por todas partes para ver si ella ya había estado allí, me iba a trabajar, volvía por la noche rogándole a Dios encontrármela en mi cama. A veces estaba, a veces no. Venía en mitad de la noche y nos perdíamos el uno en el otro sin decir una sola palabra. Reíamos bajo las sábanas, maravillados de encontrarnos allí. Por fin. Tan lejos. Tan cercanos. A veces ella llegaba al día siguiente y yo me pasaba la noche sentado en el bar, espiando los ruidos del vestíbulo. A veces, se cogía otra habitación y me ordenaba que fuera a verla al alba. A veces no venía y yo la odiaba. Volvía a París de un humor de perros. Al principio tenía trabajo de verdad y luego, cada vez menos… Me inventaba lo que fuera para poder marcharme. A veces hacía turismo, y otras me quedaba en mi habitación de hotel. Alguna vez incluso no salimos de la terminal del aeropuerto… Era ridículo. No tenía ningún sentido. Algunas veces hablábamos sin parar y otras veces no teníamos nada que decirnos. Fiel a su promesa, Mathilde no hablaba casi nunca de su vida sentimental. O si acaso lo hacía en la cama. Evocaba hombres o situaciones que me volvían loco, pero era como si no me lo dijera a mí… Estaba a merced de aquella mujer, de su cara de pícara cuando fingía equivocarse de nombre en la oscuridad. Me hacía el dolido pero estaba aniquilado. La tomaba con más brutalidad aún, cuando soñaba con abrazarla.

»Cuando uno de los dos jugaba, el otro sufría. Era totalmente absurdo. Soñaba con atraparla y sacudirla hasta que escupiera su veneno. Que me dijera que me amaba. Que me lo dijera, maldita sea. Pero no podía, el cabrón era yo. Todo eso era culpa mía…

Se levantó para coger su copa.

—¿Qué me creía yo? ¿Que eso iba a seguir así durante años? ¿Durante años y años? No, no lo creía. Nos separábamos furtivamente, tristes y sin saber qué decir, sin hablar nunca de la próxima vez. No, era insostenible… Y cuanto más rezongaba, más la amaba, y cuanto más la amaba, menos creía que fuera a durar. Me sentía desbordado, impotente, atrapado en la trampa. Inmóvil, resignado.

—¿Resignado a qué?

—A perderla algún día…

—No le entiendo.

—Sí… Claro que me entiendes… ¿Qué querías que hiciera, eh? ¿No me contestas nada?

—No.

—No, claro que no puedes contestar… Eres la persona menos indicada del mundo para contestar a esta pregunta…

—¿Usted qué le prometía exactamente?

—Ya no me acuerdo… supongo que poca cosa, o si no cosas inimaginables. No, poca cosa… Tenía la honradez de cerrar los ojos cuando me hacía preguntas y de besarla cuando esperaba una respuesta. Tenía casi cincuenta años y me sentía viejo. Pensaba que era el final del trayecto. Un final lleno de sol… Me decía a mí mismo: «No forcemos nada, es tan joven, será ella la primera en marcharse», y cada vez que volvía a verla, me quedaba maravillado, pero también sorprendido. Pero ¿cómo? ¿Todavía está aquí? Pero ¿por qué? Me costaba ver lo que encontraba de amable en mí, me decía: «¿Por qué fastidiarlo todo cuando la que me va a dejar es ella?». Era irremediable, fatal. No había ninguna razón para que estuviera otra vez ahí la vez siguiente, ninguna razón… Al final, casi llegaba a esperar que no estuviera. Hasta ese momento, la Vida se había encargado tan bien de decidirlo todo en mi lugar, ¿por qué tendría que cambiar ahora? ¿Por qué? Al fin y al cabo yo ya había demostrado que no se me daba bien enfrentarme a las cosas… En mi trabajo, sí, era un juego y yo era el mejor, ¿pero en mi vida personal? Prefería sufrir, prefería consolarme recordándome a mí mismo que el que sufría era yo. Prefería soñar o anhelar. Es mucho más fácil así…

»Mi tía abuela paterna, que era rusa, solía decirme:

»—Tú eres como mi padre, tienes nostalgia de las montañas.

»—¿De qué montañas, Mouchka? —le preguntaba yo.

»—¿De cuáles va a ser? ¡De las que no has conocido!

—¿Le decía eso?

—Sí. Me lo repetía cada vez que yo miraba por la ventana…

—¿Y qué es lo que miraba?

—¡Los autobuses!

Se reía.

—Ése es otro personaje que te hubiera gustado… Ya te hablaré de ella algún viernes.

—Entonces iremos a Chez Dominique…

—Iremos donde tú quieras, ya te lo he dicho.

Me llenó el tazón.

—Pero ella, ¿qué hacía ella mientras tanto?

—No lo sé… Trabajaba. Había conseguido un puesto en la Unesco y lo había dejado poco después. No le gustaba traducir sus cortesías. No soportaba estar días enteros encerrada balbuceando las letanías de los políticos. Prefería el mundo de los negocios donde la adrenalina era de mejor calidad. Iba y venía, visitaba a sus hermanos y amigos desperdigados por todo el mundo. Se quedó un tiempo en Noruega, pero tampoco le gustaban esos ayatolás de ojos claros, y además siempre tenía frío… Y cuando se hartaba de los desfases horarios, se quedaba en Londres y traducía textos técnicos. Adoraba a sus sobrinos.

—Pero ¿aparte del trabajo?

—Ah, eso ya… misterio. Y eso que Dios sabe que intenté sonsacarla… Se cerraba en banda, se iba por la tangente, se escurría entre mis preguntas. «Déjame al menos eso —me decía—, déjame al menos esa dignidad. La dignidad de las mujeres que llevan una doble vida. No es mucho pedirte, ¿no te parece?». O si no, me pagaba con la misma moneda y me torturaba riéndose. «Por cierto, ¿no te he dicho que me casé el mes pasado? Mira que soy tonta, quería enseñarte las fotos pero se me han olvidado. Se llama Billy, no es que sea listísimo pero me trata como a una reina, ¿sabes…?».

—¿A usted eso le divertía?

—No. No mucho.

—¿La amaba?

—Sí.

—¿Cómo la amaba?

—La amaba.

—¿Y qué recuerdo conserva de esos años?

—Una vida de líneas de puntos… Nada. Algo. Y otra vez nada. Y otra vez algo. Y luego nada… De repente, el tiempo pasó muy deprisa… Cuando pienso en ello, es como si esta historia sólo hubiera durado unos meses… Ni siquiera unos meses, un abrir y cerrar de ojos. Era una especie de espejismo… Nos faltaba la vida cotidiana. Eso era lo que peor llevaba Mathilde, creo… Lo sospechaba, ojo, pero tuve la prueba de ello una noche, tras una larga jornada de trabajo.

»Cuando volví, estaba sentada delante de un pequeño escritorio y escribía algo en el papel de cartas del hotel. Ya había llenado unas diez páginas con su bonita letra apretada.

»—¿A quién escribes? —le pregunté inclinándome sobre su cuello.

»—A ti.

»—¿A mí?

»“Me deja”, me dio tiempo a pensar, y ya no me sentía tan bien.

»—¿Qué te pasa? Estás muy pálido. ¿No te encuentras bien?

»—¿Por qué me escribes?

»—Oh, bueno, en realidad no te escribo de verdad a ti, escribo lo que me apetece hacer contigo…

»Había hojas por todas partes. A su alrededor, a sus pies, sobre la cama. Cogí una al azar:

… ir de picnic, dormir la siesta a la orilla de un río, comer melocotones, gambas, cruasanes, arroz pegajoso, nadar, bailar, comprarme zapatos, ropa interior, perfume, leer el periódico, mirar escaparates, coger el metro, estar pendiente de la hora que es, empujarte cuando ocupas todo el sitio, tender la ropa, ir a la ópera, a Beirut, a Viena, de compras, al supermercado, hacer barbacoas, refunfuñar porque se te ha olvidado el carbón, lavarme los dientes al mismo tiempo que tú, comprarte calzoncillos, cortar el césped, leer el periódico por encima de tu hombro, no dejarte comer demasiados cacahuetes, visitar las bodegas del Loira, y las de Hunter Valley, hacer el tonto, cotorrear, presentarte a Martha y a Tino, coger moras, cocinar, volver a Vietnam, llevar un sari, cuidar el jardín, despertarte otra vez porque roncas, ir al zoo, a un mercadillo, a París, a Londres, a Melrose, a Piccadilly, cantarte canciones, dejar de fumar, pedirte que me cortes las uñas, comprar vajillas, tonterías, cosas que no sirven para nada, tomar helados, mirar a la gente, ganarte al ajedrez, escuchar jazz, reggae, bailar el mambo y el chachachá, aburrirme, ponerme caprichosa, estar de morros, reír, camelarte, buscar una casa con vistas a las vacas, llenar hasta rebosar carritos de supermercado, volver a pintar un techo, coser cortinas, pasar horas y horas de sobremesa hablando con gente interesante, encandilarte, cortarte el pelo, arrancar las malas hierbas, lavar el coche, ver el mar, ver bodrios de pelis, volverte a llamar, cantarte las cuarenta, aprender a hacer punto, hacerte una bufanda, deshacer ese horror, recoger gatos abandonados, perros, loros, elefantes, alquilar bicicletas, no utilizarlas, quedarnos en una hamaca, releer viejos tebeos de Bicot de mi abuela, volver a ver los vestidos elegantes de la protagonista de los tebeos, beber margaritas a la sombra, hacer trampas, aprender a planchar, tirar la plancha por la ventana, cantar bajo la lluvia, huir de los turistas, emborracharme, decirte toda la verdad, recordar que no es bueno decir toda la verdad, escucharte, darte la mano, recuperar la plancha, escuchar las letras de las canciones, poner el despertador, olvidarnos las maletas, instalarme para siempre en algún lugar, bajar la basura, preguntarte si todavía me quieres, hablar con la vecina, contarte mi infancia en Bahreïn, las sortijas de mi niñera, el olor a henna y las bolitas de ámbar, hacer barquitos, etiquetas para los tarros de mermelada…

—Y así, durante páginas y páginas. Páginas y páginas… Te estoy diciendo lo que se me ocurre, lo que recuerdo. Era increíble.

»—¿Desde cuándo estás escribiendo todo esto?

»—Desde que te fuiste.

»—¿Pero por qué?

»—Porque me aburro —me contestó con tono alegre—, ¡porque me muero de aburrimiento, mira tú por dónde!

»Recogí todos aquellos papeles y me senté en la cama para aclararme un poco. Sonreía, pero en realidad, tanto deseo, tanta energía me paralizaban. Pero sonreía de todas formas. Sabía decir las cosas de una manera tan divertida, con un humor tan fino, y además estaba acechando mi reacción. En una de las páginas, encajonado entre “volver a empezar de cero” y “pegar fotos”, había “un hijo”, así sin más, sin comentarios. Seguí inspeccionando aquella inmensa lista sin decir ni mu mientras ella se mordía las mejillas.

»—¿Y bien? —Ya no respiraba—. ¿Qué piensas de todo esto?

»—¿Quiénes son Martha y Tino? —le pregunté.

»Por la forma de su boca, por la manera en que se hundieron sus hombros, por cómo cayó su mano, supe que iba a perderla. Que al hacer aquella pregunta estúpida, había colocado mi cabeza en el tajo. Se fue al cuarto de baño y contestó “gente maja” antes de cerrar la puerta. Y en lugar de irme tras ella, en lugar de tirarme a sus pies diciéndole que sí, que todo lo que ella quisiera, puesto que yo estaba en este mundo para hacerla feliz, salí al balcón a fumarme un cigarro.

—¿Y?

—Y nada. No me supo bien. Bajamos a cenar. Mathilde estaba guapa. Más guapa que nunca, me parecía a mí. Y vital y alegre. Todo el mundo la miraba. Las mujeres se daban la vuelta y los hombres me sonreían. Estaba… cómo decirte… irradiaba… Su piel, su rostro, su sonrisa, su cabello, sus gestos, todo en ella captaba la luz y la devolvía con gracia. Era una mezcla de vitalidad y de dulzura que no dejaba de sorprenderme.

»—Qué guapa eres —le confesé. Ella se encogió de hombros.

»—A tus ojos.

»—Sí —asentí yo—, a mis ojos…

»Y cuando pienso hoy en ella, después de todos estos años, es la primera imagen que me viene a la mente: ella, su largo cuello, sus ojos oscuros y su precioso vestido marrón, encogiéndose de hombros en aquel comedor austríaco.

»De hecho, era a propósito, toda esa belleza, toda esa gracia. Ella sabía muy bien lo que estaba haciendo aquella noche: se hacía inolvidable. Tal vez me equivoque, pero no creo… Era su canto de cisne, su adiós, su pañuelo agitado al viento. ¡Era tan inteligente!, seguro que se daba cuenta… Hasta su piel era más suave. ¿Era ella consciente de ello? ¿Era generoso por su parte, o sólo cruel? Ambas cosas, supongo… Ambas cosas…

»Y aquella noche, después de las caricias y los gemidos, me dijo:

»—¿Puedo hacerte una pregunta?

»—Sí.

»—¿Me vas a contestar?

»—Sí.

»Yo abrí los ojos.

»—¿No te parece que tú y yo nos llevamos bien?

»Qué decepción, yo que me esperaba una pregunta más… más… brillante.

»—Sí.

»—¿A ti también te lo parece?

»—Sí.

»—A mí me parece que tú y yo nos llevamos bien…

»Me gusta estar contigo porque nunca me aburro. Incluso cuando no nos hablamos, incluso cuando no nos tocamos, incluso cuando no estamos en la misma habitación, no me aburro. No me aburro nunca. Creo que es porque confío en ti, confío en tus ideas. ¿Puedes comprenderlo? Me gusta todo lo que veo de ti, y todo lo que no veo. Sin embargo conozco tus defectos. Pero justamente, me da la impresión de que tus defectos van bien con mis virtudes. No nos asustan las mismas cosas. ¡Hasta nuestros demonios se llevan bien! Tú vales más de lo que dejas ver, y a mí me pasa al revés. Yo necesito tu mirada para tener un poco más de… ¿de materia? ¿Cómo se dice en francés? ¿Constancia? ¿Cuando quieres decir que alguien es interesante por dentro?

»—¿Profundidad?

»—¡Eso! Yo soy como una cometa, si no sostiene alguien el carrete, ¡zas!, salgo volando… Y tú, tiene gracia, a menudo me digo a mí misma que eres lo bastante fuerte como para retenerme y lo bastante inteligente como para dejarme marchar…

»—¿Por qué me cuentas todo esto?

»—Quería que lo supieras.

»—¿Por qué ahora?

»—No lo sé… ¿Acaso no es increíble conocer a alguien y decirse: con esta persona estoy bien?

»—¿Pero por qué me dices esto ahora?

»—Porque a veces me da la impresión de que no te das cuenta de la suerte que tenemos…

»—¿Mathilde?

»—Sí.

»—¿Me vas a dejar?

»—No.

»—¿No eres feliz?

»—No mucho.

»Nos quedamos callados.

»Al día siguiente fuimos a la montaña a hacer alpinismo, y al otro, nos marchamos cada uno por nuestro lado.

Mi infusión se estaba enfriando.

—¿Se acabó?

—Casi.

»Unas semanas más tarde, vino a París y me pidió que le concediera un momento. Yo estaba contento y contrariado a la vez. Caminamos largo rato casi sin hablar y luego la llevé a almorzar a la rotonda de los Campos Elíseos.

»Justo cuando me animaba a tomar sus manos entre las mías, me soltó el mazazo:

»—Pierre, estoy embarazada.

»—¿De quién? —contesté yo palideciendo.

»Ella se levantó, radiante.

»—De nadie.

»Se puso el abrigo y apartó su silla. Una magnífica sonrisa le cruzaba la cara.

»—Muchas gracias, has pronunciado las palabras que esperaba. Sí, he venido hasta aquí sólo para escuchar esas dos palabras. Era un poco arriesgado.

»Yo farfullaba, quería levantarme, pero la pata de la mesa me… Ella me hizo un gesto:

»—No te muevas.

»Le brillaban los ojos.

»—Me has dado lo que necesitaba. No conseguía dejarte. No puedo pasarme la vida esperándote, pero… Nada. Tenía que oír esas dos palabras. Tenía que ver tu cobardía. Tenía que palparla, ¿entiendes? No, no te muevas… ¡no te muevas, te digo! ¡No te muevas! Tengo que irme ya. Estoy tan cansada… Si supieras lo cansada que estoy, Pierre… Ya… ya no puedo más.

»Me levanté.

»—Dime, ¿me vas a dejar marchar? ¿Me vas a dejar? Tienes que dejarme marchar ahora, tienes que dejarme… —Se ahogaba—. Me vas a dejar marchar, ¿verdad?

»Asentí.

»—Pero sabes que te quiero, lo sabes, ¿verdad? —solté por fin.

»Se alejó y se dio la vuelta antes de salir. Me miró fijamente y sacudió la cabeza de lado a lado.

Mi suegro se levantó para matar un bicho que se había posado sobre la lámpara.

Se sirvió el fondo de la botella.

—¿Ahora sí se acabó?

—Sí.

—¿No fue tras ella?

—¿Como en las películas?

—Sí. A cámara lenta…

—No. Me fui a acostar.

—¿A acostarse?

—Sí.

—Pero ¿dónde?

—¡Pues a mi casa! ¿Dónde va a ser?

—¿Por qué?

—Una gran debilidad, un gran cansancio… Desde hacía ya algunos meses estaba obsesionado con un árbol muerto. A cualquier hora del día o de la noche, soñaba que trepaba a un árbol y me dejaba caer dentro de su tronco hueco. Y la caída era dulce, dulce… como si aterrizara rebotando sobre la tela de un paracaídas. Rebotaba, caía más abajo, y volvía a rebotar. Pensaba en ello constantemente. En las reuniones; comiendo; en mi coche; antes de conciliar el sueño. Trepaba a aquel árbol y me dejaba caer rodando.

—¿Depresión?

—Nada de grandes palabras, por favor, nada de grandes palabras… Ya sabes cómo las gastan los Dippel —dijo riendo—, lo has dicho antes. Ni humores, ni secreciones, ni bilis. No, no podía, por decencia, permitirme ese tipo de caprichos. Así que tuve una hepatitis. Era lo más decoroso. Me desperté al día siguiente con el blanco de los ojos color amarillo limón, la orina oscura, y asqueado de todo. Muy bien, lo había conseguido. Una hepatitis de tomo y lomo en alguien que viajaba mucho era de lo más lógico.

»Ese día me desvistió Christine.

»Yo ya no podía ni mover un dedo… Me quedé en la cama un mes, con náuseas y agotado. Cuando tenía sed, esperaba a que entrara alguien y me diera un vaso de agua, y cuando tenía frío, no encontraba ni fuerzas para arroparme. Ya no hablaba. Prohibía que subieran las persianas. Me había convertido en un anciano. La bondad de Suzanne, mi impotencia, los susurros de los niños, todo me agotaba. ¿No podían cerrar la puerta de una vez por todas y dejarme a solas con mi tristeza? ¿Habría venido Mathilde si…? Acaso… Oh… Estaba tan cansado… Y mis recuerdos, mis pesares y mi cobardía me abatían aún más. Con los ojos semicerrados, entre náuseas, pensaba en el desastre que había sido mi vida. La felicidad estaba ahí y la había dejado pasar para no complicarme la vida. Y sin embargo era tan sencillo… Bastaba con alargar la mano. Lo demás habría terminado por arreglarse de una manera o de otra. Todo termina por arreglarse cuando se es feliz, ¿no crees?

—No lo sé.

—Sí, yo sí lo sé. Puedes confiar en mí, Chloé. No sé gran cosa, pero eso sí lo sé. No soy más clarividente que nadie pero te doblo la edad. Te doblo la edad, ¿te das cuenta? La vida, aunque la rechaces, aunque la descuides, aunque no quieras admitirlo, es más fuerte que tú. Más fuerte que nada. La gente regresó de los campos de concentración y volvió a traer hijos al mundo. Hombres y mujeres a quienes se torturó, que vieron morir a los suyos y quemar sus casas volvieron una vez más a correr para coger el autobús, a hablar del tiempo y a casar a sus hijas. Es increíble, pero es así. La Vida es más fuerte que nada. Y además, ¿quiénes somos para concedernos tanta importancia? Gesticulamos, hablamos a voz en grito, ¿y qué? ¿Y por qué? ¿Y después, qué?

»¿Qué fue de la pequeña Sylvie por quien Paul murió en la habitación de al lado? ¿Qué fue de ella?

»El fuego va a morir…

Se levantó para poner otro tronco.

Y yo, pensé: «¿Qué pinto yo en todo esto?

»¿Qué pinto yo?

Pierre estaba de rodillas delante de la chimenea.

—¿Me crees, Chloé? ¿Me crees cuando te digo que la vida es más fuerte que tú?

—Seguramente…

—¿Confías en mí?

—Depende de los días.

—¿Y hoy?

—Sí.

—Entonces será mejor que te vayas ahora a la cama.

—¿No la volvió a ver nunca? ¿Nunca intentó saber de ella? ¿Nunca la llamó?

Suspiró.

—¿No has tenido bastante?

—No.

—Llamé a casa de su hermana, claro, fui allí incluso, pero no sirvió de nada. El pájaro había volado… Para encontrarla, primero tendría que haber sabido en qué hemisferio buscarla… Y además había prometido dejarla en paz. Es una virtud que se me tiene que reconocer, al menos. Respeto las reglas del juego.

—Eso que dice es una idiotez como una casa. No se trata de saber respetar o no las reglas del juego. De ser buen perdedor o no. Es un razonamiento estúpido, estúpido y pueril. Al fin y al cabo, no se trataba de un juego, ¿o sí? ¿Era un juego?

Estaba encantado.

—Decididamente, no tengo que preocuparme por ti, bonita mía. No te imaginas cuánto te aprecio. Eres todo lo que yo no soy, eres mi gigante, y tu sensatez nos salvará a todos…

—¿Está usted borracho, es eso?

—¿Estás de broma? ¡Nunca me había sentido tan bien!

Se puso en pie agarrándose al dintel de la chimenea.

—Vámonos ya a la cama.

—No ha terminado…

—¡¿Todavía quieres escucharme decir tonterías?!

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque me gustan las historias bonitas.

—¿Encuentras que es una historia bonita?

—Sí.

—Yo también…

—La volvió a ver, ¿verdad? ¿En el Palais-Royal?

—¿Cómo lo sabes?

—¡Pero si me lo ha dicho usted!

—¿Ah, sí? ¿Yo he dicho eso?

Asentí con la cabeza.

—Entonces será el último acto…

»Aquel día había invitado a unos clientes al restaurante Grand Véfour. Lo había organizado todo Françoise. Buenos vinos, palmaditas en la espalda y peloteo en general. Yo fingía a lo grande. Con todo el tiempo que llevaba practicando… Fue un almuerzo sin interés. Algo que siempre he odiado. Pasarme horas sentado a una mesa bromeando con tíos que me importan un rábano y tener que tragarme todas sus historias de trabajo… Además yo tenía fama de ser el aguafiestas del grupo por lo de mi hígado. Durante mucho tiempo no bebí ni una gota de alcohol, y le pedía a los camareros que me dijeran exactamente qué llevaba cada plato. Bueno, el típico pelmazo, ya te imaginas… Y además no me gusta demasiado estar en compañía de hombres. Me aburren. No ha cambiado nada desde los años de internado. Los gallitos son siempre los mismos, y los pelotas también…

»En ese momento de mi vida estaba pues, en la puerta de un gran restaurante, un poco cargado, un poco harto de darle palmaditas en la espalda a tíos que fumaban puros, soñando con el momento en que podría por fin aflojarme el cinturón, cuando la vi pasar. Caminaba deprisa, corría casi arrastrando a un niño disgustado. “¿Mathilde?”, murmuré. La vi palidecer. Vi cómo le flaquearon las piernas. No aminoró el paso. “¡Mathilde!”, repetí yo más fuerte, “¡Mathilde!”. Y salí escopetado. “¡Mathiiilde!”. Casi gritaba. El niño se dio la vuelta.

»La invité a tomar un café bajo las arcadas. No tuvo fuerzas para decir que no… Seguía igual de bella. Yo me esforzaba. Era un poco torpe, un poco bobo, un poco jocoso. Era una situación difícil.

»¿Dónde vivía? ¿Por qué estaba aquí? Que me hablara de ella. “¿Dime qué tal te va? ¿Vives aquí? ¿Vives en París?”. Contestaba de mala gana. Se sentía incómoda y mordisqueaba el mango de la cucharita. De todas maneras yo no la escuchaba, ya no. Miraba a aquel niño rubito que había reunido todos los mendrugos de pan de las mesas de alrededor y les tiraba migas a los pájaros. Había hecho dos montoncitos, uno para los gorriones, otro para las palomas, y dirigía todo el asunto con pasión. Las palomas no tenían que venir a comerse las migas de los más pequeños. “Go away you!” gritaba, dándoles patadas, “Go away you stupid bird!”. Cuando me volví hacia su madre, abriendo la boca, me interrumpió:

»—No te esfuerces, Pierre, no te esfuerces. No tiene cinco años… No tiene cinco años, ¿comprendes?

»Yo cerré la boca.

»—¿Cómo se llama?

»—Tom.

»—¿Habla inglés?

»—Inglés y francés.

»—¿Tienes más hijos?

»—No.

»—Estás… estás… Quiero decir… ¿Vives con alguien?

»Rebañó el azúcar del fondo de la taza y me sonrió.

»—Tengo que irme. Nos están esperando.

»—¿Ya?

»Se levantó.

»—Os puedo acercar a algún sitio, yo…

»Cogió su bolso.

»—Pierre, por favor…

»Y en ese momento, me derrumbé. No me lo esperaba en absoluto. Me eché a llorar como una magdalena. Yo… Aquel niño era para mí. Era yo quien tenía que enseñarle cómo ahuyentar a las palomas, era yo quien tenía que recoger su jersey y volverle a poner la gorra. Era yo quien tenía que hacerlo. ¡Además, sabía que me estaba mintiendo! Aquel niño tenía más de cuatro años. ¡Que yo no estaba ciego, caramba! Sabía que me estaba mintiendo. ¡¿Por qué me mentía así?! ¿Por qué me había mentido? ¡No hay derecho a mentir así! No hay… Yo lloraba. Quería decirle que…

»Ella apartó su silla.

»—Te dejo. Yo ya he llorado todas mis lágrimas.

—¿Y después?

—Después rae fui…

—No, quiero decir, ¿qué pasó después con Mathilde?

—Después se acabó.

—¿Del todo?

—Del todo.

Largo silencio.

—¿Mentía?

—No. Luego me fijé bien. Comparé con otros niños, con tus hijas… No, creo que no mentía. Ahora los niños son tan altos… Con todas esas vitaminas que les ponéis en el biberón… Pienso en él alguna vez. Ya tendrá casi quince años… Tiene que ser enorme ese chaval.

—¿No intentó nunca volver a verla?

—No.

—¿Y ahora? A lo mejor…

—Ahora se acabó. Ahora yo… Ni siquiera sé si sería todavía capaz de…

Desplegó el cortafuegos.

—Ya no tengo ganas de hablar de ello.

Se fue a cerrar la puerta con llave y apago todas las luces.

Yo no me movía del sofá.

—Venga, Chloé… ¿Has visto la hora que es? Vete ya a la cama.

Yo no contestaba.

—¿Me oyes?

—¿Entonces el amor es una estupidez? ¿Es eso? ¿Nunca sale bien?

—Sí, sí que sale bien. Pero hay que luchar…

—¿Luchar cómo?

—Luchar un poquito. Un poquito cada día, tener el valor de ser uno mismo, decidir ser fe…

—¡Oh, qué cosas más bonitas dice! Parece Paulo Coelho…

—Tú ríete, tú ríete…

—¿Ser uno mismo quiere decir dejar tirados a su mujer y a sus hijos?

—¿Quién ha hablado de dejar tirados sus hijos?

—¡Oh, ya vale! Entiende perfectamente lo que quiero decir…

—No.

Volví a echarme a llorar.

—¡Vamos! Váyase ya. Déjeme. Ya no aguanto sus buenos sentimientos. Ya no los aguanto. Me tiene usted harta, don Desgarrado, me tiene usted harta…

—Me voy, me voy, ya que me lo pides tan amablemente…

Cuando salía de la habitación dijo:

—Una última historia, ¿puedo?

Yo no quería.

—Un día, hace mucho tiempo, fui a la panadería con mi hija. No era frecuente que yo fuera a la panadería con mi hija. No era frecuente que le diera la mano, y menos frecuente aún era que estuviese a solas con ella. Debía de ser un domingo por la mañana, la panadería estaba abarrotada, la gente compraba tartaletas de fresa o merengues. A la salida, mi hija me pidió que le diera el cuscurro de la baguette. Yo no quise. «No —le contesté—, no, cuando estemos comiendo». Volvimos a casa y nos sentamos todos a la mesa para almorzar. Como una bonita familia unida. Yo corté el pan. Me empeñé en hacerlo yo. Quería cumplir mi promesa. Pero cuando le di el cuscurro a mi hija, ella se lo dio a su hermano.

»—Pero si me has dicho que lo querías…

»—Lo quería antes —contestó desdoblando su servilleta.

»—Pero si sabe igual —insistí yo—, es lo mismo…

»Ella miró para otro lado.

»—No, gracias.

»Me voy a ir a la cama, te voy a dejar a oscuras si es eso lo que quieres, pero antes de apagar la luz, quisiera hacer una pregunta. No te la hago a ti, no me la hago a mí, se la hago a las paredes:

—¿No hubiera preferido esa niña cabezota vivir con un papá más feliz?