—¿Estás dormida?
—No.
Fue a servirse una copa y se sentó en el sillón de al lado.
Seguía soplando el viento. Estábamos a oscuras. Contemplábamos el fuego.
De vez en cuando, uno de los dos bebía y el otro lo imitaba.
No estábamos ni bien, ni mal. Estábamos cansados.
Al cabo de mucho rato dijo:
—¿Sabes?, yo no sería la persona en la que dices que me he convertido si hubiese sido más valiente…
—¿Perdón?
Me arrepentía ya de haberle contestado. Ya no quería hablar más de toda esa mierda. Quería que me dejaran en paz.
—Siempre se habla de la tristeza de los que se quedan, ¿pero has pensado alguna vez en la de los que se van?
«Madre mía —me decía yo—, ¿pero qué otro tostón me va a meter ahora este viejo tarado con sus teorías?».
Buscaba mis zapatos con la mirada.
—Ya hablaremos de eso mañana, Pierre, me voy a… Estoy hasta las narices.
—La tristeza de aquellos por los que llega el dolor… A los que se quedan, se les compadece, se les consuela, ¿pero a los que se van?
—¿Pero qué más quieren? —salté—. ¿Una medalla? ¡¿Unas palabritas de ánimo?!
No me oía.
—El valor de los que se miran al espejo una mañana y articulan claramente estas palabras para sí mismos: «¿Tengo derecho a equivocarme?». Sólo esas palabras… El valor de mirar a su vida cara a cara, de no ver en ella nada correcto, nada armonioso. El valor de destrozarlo todo, de arrasarlo todo por… ¿por egoísmo? ¿Por puro egoísmo? No, no es eso… Entonces, ¿qué es? ¿Instinto de supervivencia? ¿Lucidez? ¿Miedo a la muerte?
»El valor de enfrentarse. Al menos una vez en la vida. De enfrentarse a uno mismo. A uno mismo nada más. Por fin.
»“El derecho a equivocarse”, una expresión sin más, una frasecita de nada, ¿pero quién te lo otorgará?
»¿Quién, aparte de ti?
Le temblaban las manos.
—Yo no me lo otorgué… No me otorgué ningún derecho. Sólo deberes. Y he aquí en lo que me he convertido: en un viejo cretino. Un viejo cretino a los ojos de una de las pocas personas a las que aprecio mínimamente. Qué fracaso…
»He tenido muchos enemigos. No me enorgullezco de ello, tampoco me lamento, me trae sin cuidado. Pero amigos… ¿Personas a quienes me haya apetecido gustar? Tan pocas, tan pocas… Tú entre otras. Tú, Chloé, porque se te da tan bien la vida. Porque la agarras con las dos manos. Te mueves, bailas, sabes ser el alma de una casa. Tienes ese don maravilloso de hacer felices a los que te rodean. Estás tan a gusto, tan a gusto en este mundo…
—Me da la impresión de que no hablamos de la misma persona…
No me oyó.
Estaba erguido. Ya no hablaba. No había cruzado las piernas. Sobre ellas había dejado su copa.
No distinguía su rostro.
Estaba oculto en la sombra del sillón.
—Amé a una mujer… No te hablo de Suzanne, te hablo de otra mujer.
Volví a abrir los ojos.
—La amé más que a nada. Más que a nada…
»No sabía que fuera posible amar tanto… Bueno, yo por lo menos creía que no estaba… programado para amar así. Las declaraciones, los insomnios, los estragos de la pasión, yo pensaba que todo eso estaba muy bien para los demás. De hecho, ya solo la palabra “pasión” me daba risa. ¡La pasión, la pasión! Para mí era algo a medio camino entre la hipnosis y la superstición… Era casi una blasfemia en mi boca. Y luego, me cayó encima cuando menos lo esperaba. Yo… Amé a una mujer.
»Me enamoré como quien pilla un resfriado. Sin quererlo, sin creérmelo, a mi pesar y sin poderme defender, y después…
Carraspeó.
—Después la perdí. De la misma manera.
Ya no me movía. Me había quedado de piedra.
—Se llamaba Mathilde. Bueno, y se sigue llamando Mathilde. Mathilde Courbet. Como el pintor…
»Yo tenía cuarenta y dos años y ya me sentía viejo. De todas formas, siempre me he sentido viejo. El joven era Paul. Paul siempre será joven y bello.
»Yo, soy Pierre. El trabajador, el laborioso.
»A los diez años tenía ya la cara que tengo ahora. El mismo corte de pelo, las mismas gafas, los mismos gestos, las mismas pequeñas manías. A los diez años ya cambiaba de plato para tomarme el queso, me imagino…
Yo le sonreía en la oscuridad.
—Cuarenta y dos años… ¿Qué espera uno de la vida a los cuarenta y dos años?
»Yo, nada. No esperaba nada. Trabajaba. Más, y más y siempre más. Era mi uniforme de camuflaje, mi armadura, mi coartada. Mi coartada para no vivir. Porque a mí, eso de vivir, no me gustaba mucho. Pensaba que no se me daba bien.
»Me inventaba dificultades, montañas que escalar. Muy altas. Muy escarpadas. Y entonces me ponía manos a la obra. Las escalaba y luego me inventaba otras. Sin embargo no era ambicioso, no tenía imaginación.
Bebió un sorbo.
—Yo… Yo todo eso no lo sabía, sabes… Me lo hizo ver Mathilde. Oh, Chloé… Cómo la amaba… Cómo la amaba… ¿Sigues ahí?
—Sí.
—¿Me escuchas?
—Sí.
—¿Te aburro?
—No.
—¿Te vas a dormir?
—No.
Se levantó para poner otro tronco. Permaneció en cuclillas delante de la chimenea.
—¿Sabes lo que me reprochaba? Me reprochaba que hablaba demasiado. ¿Te das cuenta? Yo… ¡Hablar demasiado! Es increíble, ¿no? Y sin embargo era verdad… Apoyaba la cabeza en su vientre y hablaba. Hablaba durante horas. Durante días enteros, incluso. Oía el sonido de mi voz que se volvía tan grave sobre su piel, y eso me gustaba. No paraba de hablar… La mareaba. La ahogaba en palabras. Ella se reía. Me decía: «Calla, no hables tanto, ya no te oigo. ¿Pero por qué hablas tanto?».
»Tenía que recuperar cuarenta y dos años de silencio. Cuarenta y dos años callándome, guardándome todo para mí. ¿Qué me decías antes? ¿Que mi mutismo parece desdén, eso has dicho? Me hiere, pero puedo comprenderlo, puedo comprender los reproches que se me hacen. Puedo comprenderlos, pero no tengo ganas de defenderme. Ése es justamente el problema… Pero desdén, no lo creo. Por increíble que pueda parecerte, creo que mi mutismo es más bien timidez. No me aprecio lo bastante como para otorgar importancia alguna a lo que pueda decir. Piensa bien lo que vas a decir antes de hablar, como suele decirse. Yo siempre lo pienso demasiado. Descorazono a la gente… Ya no me apreciaba antes de Mathilde, y me aprecio aún menos desde entonces. Supongo que soy duro por eso…
Se volvió a sentar.
—Soy duro en el trabajo, pero ahí es porque interpreto un papel, ¿entiendes? No tengo más remedio que ser duro. No tengo más remedio que hacerles creer que soy terrible. ¿Te imaginas lo que pasaría si descubrieran mi secreto? ¿Si descubrieran que soy tímido? ¿Que tengo que trabajar tres veces más que los demás para llegar al mismo resultado? ¿Que tengo mala memoria? ¿Que soy un poco corto de entendederas? ¿Te das cuenta? ¡Si supieran todo eso, me comerían vivo!
»Y además no sé hacerme querer… No tengo carisma, como suele decirse. Si anuncio un aumento de sueldo, adopto un tono cortante; si me dan las gracias, no contesto; cuando quiero tener un detalle, me reprimo; y si tengo que dar una buena noticia, le encargo a Françoise que lo haga ella. En el ámbito de la gestión, de los recursos humanos, como dicen también ahora, soy una calamidad. Una verdadera calamidad.
»Fue Françoise justamente la que me inscribió sin yo quererlo en una especie de cursillo para jefes carrozas. Vaya una parida… Dos días encerrados en el hotel Concorde La Fayette de Porte Maillot tragándonos los sermones demagógicos de una psicóloga y un norteamericano exaltado. Al final el tipo ese vendía su libro. Se llamaba Be the Best and Work in Love. Dios santo, qué sarta de tonterías, cuando lo pienso…
»Al final del cursillo, me acuerdo, nos repartieron un diploma de jefe majo y comprensivo. Se lo regalé a Françoise y lo colgó con chinchetas en el armario donde guardábamos los productos de limpieza y los rollos de papel higiénico.
»—¿Le ha gustado? —me preguntó Françoise.
»—Me ha afligido.
»Sonrió.
»—Mire, Françoise —añadí yo—, usted que es aquí como Dios, diga a quien le interese que no soy un tipo simpático pero que nadie perderá nunca su trabajo porque soy muy bueno en cálculo mental.
»—Amén —murmuró ella bajando la cabeza.
»Pero era verdad. En veinticinco años de tiranía, no me han hecho una sola huelga y nunca he despedido a nadie. Ni siquiera cuando las cosas se pusieron tan difíciles a principios de los años noventa, nunca he despedido a nadie. A nadie, ¿me oyes?
—¿Y Suzanne?
—…
—¿Por qué es usted tan duro con ella?
—¿Te parezco duro?
—Sí.
—Duro, ¿en qué sentido?
—Duro.
Volvió a apoyar la cabeza en el sillón.
—Cuando Suzanne se enteró de que la engañaba, hacía mucho tiempo que ya no lo hacía. Había… Eso te lo contaré después… Entonces vivíamos en la calle de la Convention. No me gustaba aquel apartamento. No me gustaba cómo lo había decorado. Me ahogaba allí dentro. Demasiados muebles, demasiados cachivaches, demasiadas fotos nuestras, demasiado de todo. No sé para qué te cuento esto, no tiene ninguna importancia… Yo iba a ese apartamento a dormir, y porque en él vivía mi familia. Y punto. Una noche, me pidió que la llevara a cenar. Fuimos allí, al lado de casa. Una especie de pizzería horrorosa. Las luces de neón le daban un aspecto espantoso. Y encima ella que se había compuesto una cara de esposa ultrajada, pues ya lo que faltaba. Era cruel, pero no lo había hecho a propósito, ¿sabes? Me había metido en el primer garito que había visto… Presintiendo lo que me iba a ocurrir, no tenía ganas de encontrarme muy lejos de mi cama. Y en efecto, no tuve que esperar mucho. En cuanto dejó la carta, se echó a llorar.
»Lo sabía todo. Que era una mujer más joven. Sabía cuándo había empezado todo y ahora comprendía por qué yo estaba siempre fuera. Ya no podía soportarlo. Yo era un monstruo. ¿Se merecía ella tanto desprecio? ¿Se merecía ella que la trataran así? ¿Como a un trapo? Al principio, había hecho la vista gorda. Claro que sospechaba algo, pero confiaba en mí. Pensaba que era un capricho, una venada, ganas de gustar aún. Algo para afirmar mi virilidad. Y luego estaba mi trabajo. Mi trabajo tan absorbente, tan difícil. Y ella, ella estaba totalmente acaparada por la decoración de la nueva casa. No podía estar en todo a la vez. ¡No podía estar en todos los frentes a la vez! ¡Confiaba en mí! Después había pasado lo de mi enfermedad, y ella había hecho la vista gorda. Pero ya no podía soportarlo. No, ya no podía soportarme. Mi egoísmo, mi desprecio, mi manera de… En ese momento la interrumpió el camarero, y, en una décima de segundo, cambió de máscara. Sonriendo, le preguntó qué llevaban los tortellini no sé qué. Yo estaba fascinado. Cuando se volvió hacia mí, balbuceé un “To… tomaré lo mismo” nerviosísimo. No había pensado un solo segundo en esa dichosa carta, por supuesto. Ni un solo segundo…
»Ahí fue cuando me di cuenta de la fuerza de Suzanne. Su inmensa fuerza. La apisonadora es ella. Ahí fue cuando supe que era de lejos la más fuerte y que nada podía afectarle de verdad. De hecho, no era más que una simple cuestión de cómo ocupar el tiempo. Venía a buscarme las cosquillas porque su casa en la playa ya estaba terminada. Una vez colgado el último cuadro, una vez colocada la última cortina, se había vuelto por fin hacia mí y se había quedado horrorizada por lo que acababa de descubrir en mí.
»Yo apenas le contestaba, me defendía sin ganas, ya te lo he dicho, por entonces ya había perdido a Mathilde…
»Miraba a mi mujer hacer aspavientos delante de mí en una pizzería horrorosa del distrito quince de París, pero ningún sonido llegaba a mis oídos.
»Ella gesticulaba, dejaba resbalar gruesas lágrimas por sus mejillas, se sonaba la nariz y rebañaba su plato. Mientras tanto, yo enrollaba una y otra vez dos o tres espaguetis en mi tenedor sin llegar a llevármelos a la boca. Yo también tenía muchas ganas de llorar, pero me reprimía…
—¿Por qué se reprimía?
—Por una cuestión de educación, supongo… Y además me sentía todavía tan frágil… No podía correr el riesgo de dejarme llevar. No allí. No en ese momento. No con ella. No en ese sórdido garito. Yo estaba… cómo decirte… ¡tan hecho polvo!
»Luego me contó que había consultado con una abogada para iniciar un proceso de divorcio. De pronto empecé a prestarle más atención. ¿Una abogada? ¿Que Suzanne me pedía el divorcio? No me imaginaba que las cosas hubieran llegado tan lejos, que se hubiese sentido herida hasta ese punto… Había hablado con esa mujer, la cuñada de una de sus amigas. Lo había dudado mucho, pero a la vuelta de un fin de semana aquí, había tomado una decisión. La había tomado en el coche, en el camino de vuelta, cuando yo sólo le había dirigido la palabra una vez para preguntarle si tenía algo de suelto para el peaje. Se había inventado una especie de ruleta rusa conyugal: si Pierre me habla, me quedo, si no me habla, me divorcio.
»Eso me trastornó un poco. No sabía que le gustara jugar así.
»Había recuperado un poco de color y ahora me miraba con más seguridad. Me lo soltó todo, claro. Mis viajes, siempre más largos, siempre más frecuentes, mi desinterés por la vida familiar, mis hijos invisibles, las notas que nunca había firmado, los años perdidos organizándolo todo a mi alrededor. Por mi bienestar, por la empresa. Empresa que pertenecía a su familia, a ella, entre paréntesis, el sacrificio de sí misma. Cómo se había ocupado de mi pobre madre hasta el final. Todo, vamos, todo lo que había necesitado soltarme, más todo lo que les gusta oír a los abogados para poner precio a los daños.
»Yo también empezaba a recuperarme, llegábamos a terreno conocido. ¿Qué quería? ¿Dinero? ¿Cuánto? Que me dijera una cifra, ya había sacado la chequera.
»Pero no —dijo ella—, muy típico de mí, típico de mí pensar que me iba a librar tan fácilmente… Era verdaderamente lamentable… Se había vuelto a echar a llorar entre cucharada y cucharada de tiramisú. ¿Por qué no comprendía yo nada? En la vida no todo era ver quién era el más fuerte. El dinero no podía comprarlo todo. Resolverlo todo. ¿Acaso fingía yo no comprender nada? ¿No tenía corazón? Era verdaderamente lamentable. Lamentable…
»—¿Pero entonces por qué no me pides el divorcio? —acabé por soltarle, harto—. Me atribuyo todas las culpas. Todas, ¿me oyes? Hasta el horroroso carácter de mi madre, no me importa firmar en algún sitio para reconocerlo si eso te hace feliz, pero no pierdas el tiempo con un abogado, por favor, dime solo cuánto quieres.
»La había herido en carne viva.
»Levantó la cabeza y me miró a los ojos. Era la primera vez en muchos años que nos mirábamos tanto rato. Yo trataba de descubrir algo nuevo en ese rostro. Nuestra juventud, tal vez… Los tiempos en que no la hacía llorar. En que no hacía llorar a ninguna mujer, y en que la sola idea de parlotear del sentimiento amoroso alrededor de una mesa me parecía inconcebible.
»Pero no descubrí nada, sólo la mueca algo triste de una esposa vencida a punto de hacer una confesión. No había vuelto a hablar con su abogada porque no tenía valor para hacerlo. Le gustaba su vida, su casa, sus hijos, sus tenderos… Le avergonzaba confesárselo a sí misma, y sin embargo era la verdad: no tenía el valor de dejarme.
»No tenía el valor.
»Yo podía mariposear si me daba la gana, podía tirarme a otras mujeres si eso me tranquilizaba, pero ella no pensaba dejarme. No quería perder lo que había conquistado. El estatus social. Nuestros amigos, nuestros conocidos, los amigos de nuestros hijos. Y luego estaba esa casa toda nuevecita en la que aún no habíamos dormido nunca… Era un riesgo que no le apetecía correr. Después de todo, ¿qué más le daba? Anda que no había maridos que engañaban a sus mujeres… A montones… Se lo había contado a sus amigas y le había sorprendido lo banal que era su historia. Así eran las cosas. La culpa la tenía lo que nos colgaba entre las piernas. Había que aguantarse y dejar que pasara la tormenta. Había dado el primer paso, pero la idea de no ser ya la señora de Dippel la dejaba exangüe. Así eran las cosas, y qué se le iba a hacer. Sin los hijos, sin mí, no valía gran cosa.
»Yo le tendí mi pañuelo.
»—No importa, no importa —añadió haciendo un esfuerzo por sonreír—, no importa… Me quedo a tu lado porque no se me ha ocurrido nada mejor. Por una vez, me he organizado mal. Yo que siempre lo preveo todo, esto en cambio, he… he dejado que se me fuera de las manos, parece. —Sonreía entre lágrimas.
»Le di palmaditas en la mano. Se había acabado. Yo estaba ahí. No estaba con nadie más. Con nadie. Se había acabado. Se había acabado…
»Nos tomamos el café comentando el mal gusto de la decoración y los bigotes del dueño.
»Dos viejos amigos llenos de cicatrices.
»Acabábamos de levantar una pesada piedra, para volverla a dejar caer inmediatamente.
»Lo que bullía debajo era demasiado horrible.
»Aquella noche, en la oscuridad, tomé castamente a Suzanne entre mis brazos. No podía hacer más.
»Tampoco esa noche conseguí dormir. En vez de tranquilizarme, sus confesiones me habían soliviantado completamente. Hay que decir que yo estaba muy mal en esa época. Muy mal. Muy mal. Todo me hacía daño. Me encontraba de verdad en una situación dolorosa: había perdido a la mujer que amaba y acababa de comprender que también había destrozado a la otra. Vaya cuadro… Había perdido el amor de mi vida para permanecer con una mujer que seguía a mi lado sólo por no tener que cambiar de carnicero y de pescadero. Era increíble. Era puro sabotaje. Ni Mathilde, ni Suzanne se merecían esto. Había fracasado en todo. Nunca me había sentido tan miserable…
»Las medicinas no debían de ayudar mucho tampoco, está claro, pero si yo hubiese sido más valiente, me habría ahorcado esa noche.
Echó la cabeza para atrás para apurar su copa.
—¿Pero Suzanne? No es desgraciada con usted…
—¿Tú crees? ¿Cómo puedes decir algo así? ¿Te ha dicho ella que era feliz?
—No. No con esas palabras. No fue eso lo que me dijo, pero me lo dio a entender… De todas maneras, no es el tipo de mujer que se pare un momento para preguntarse si es feliz…
—No es el tipo de mujer, no, la verdad es que no… Y de hecho, ahí reside su fuerza. Pero ¿sabes?, si me sentía tan triste aquella noche era sobre todo por ella. Cuando veo en lo que se ha convertido… Tan señorona, tan como Dios manda. Y si hubieras visto la maravilla de chica que era cuando la conocí… No estoy orgulloso de mí mismo, no, verdaderamente, no hay de qué alardear. La ahogué. La marchité. Para mí, siempre ha sido la que está ahí. Ahí cerca. Al alcance de la mano. Al otro lado del teléfono. Con los niños. En la cocina. Una especie de vestal que gastaba el dinero que yo ganaba y dirigía nuestra vida desahogadamente y sin una queja. Nunca la he visto más allá de mis narices.
»¿Cuál de sus secretos he intentado descubrir? Ninguno. ¿Le he preguntado alguna vez por ella, por su infancia, sus recuerdos, sus anhelos, su hastío, nuestra vida carnal, sus esperanzas truncadas, sus sueños? No. Nunca. Nada. Nada me interesaba.
—Tampoco exagere, Pierre. No puede cargar con toda la culpa. La autoflagelación tiene su encanto, pero vamos, tampoco… No resulta usted muy creíble en su papel de mártir, ¿sabe…?
—Bien, no me pasas ni una. Eres mi graciosilla preferida. Por eso no quiero perderte. ¿Quién se meterá conmigo cuando tú ya no estés?
—Comeremos juntos de vez en cuando…
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—Dices eso, pero luego no lo harás nunca, estoy seguro…
—Estableceremos un rito, el primer viernes de cada mes, por ejemplo…
—¿Por qué el viernes?
—¡Porque me gusta el pescado de primera! Me llevará a buenos restaurantes, ¿verdad?
—¡A los mejores!
—¡Ah! Qué gusto… Pero dentro de mucho tiempo…
—¿Mucho tiempo?
—Sí.
—¿Cuándo?
—…
—Bien. Tendré paciencia.
Le di la vuelta a un tronco.
—Para volver a Suzanne… Esa faceta suya tan señorona como me decía antes, no ha tenido usted nada que ver con ello, y menos mal. Hay cosas que puede reivindicar sin su sello. Ya sabe, es como esos productos ingleses que alardean de lo de «by appointment to Her Majesty». Suzanne se ha convertido en lo que es sin haber necesitado su «appointment». ¡Es usted un poco pesado, pero no omnipotente, caramba! Esa naturaleza de madrina de obras benéficas, adicta a las rebajas y a las recetas de cocina es cosa suya, no lo ha necesitado a usted para fabricarse todo ese repertorio. Es de nacimiento, como se suele decir. La lleva en la sangre, esa faceta suya «yo limpio, comento, juzgo y perdono». Es agotador, a mí por lo menos me agota, pero es el reverso de sus medallas, y Dios sabe si tiene medallas, ¿eh?
—Sí. Dios lo tiene que saber… ¿Quieres beber algo?
—No, gracias.
—¿Ni siquiera una infusión?
—No, no, prefiero emborracharme despacito…
—Bueno… pues entonces te dejo en paz.
—¿Pierre?
—Sí.
—No doy crédito.
—¿A qué?
—A todo lo que acaba de contarme…
—Yo tampoco.
—¿Y Adrien?
—¿Qué pasa con Adrien?
—¿Se lo va a decir?
—¿Que si le voy a decir qué?
—Pues… todo esto…
—Adrien vino a verme, mira tú por dónde.
—¿Cuándo?
—La semana pasada y… no le dije nada. O sea, no le dije nada de mí, pero lo escuché…
—¿Qué le dijo?
—Lo que te he dicho, lo que yo ya sabía… Que se sentía desgraciado, que se sentía perdido…
—¿¡Vino a confiarse a usted!?
—Sí.
Me eché otra vez a llorar.
—¿Te extraña?
Yo decía que no con la cabeza.
—Me siento traicionada. Hasta usted. Usted… Odio todo esto. Yo no le hago eso a la gente, yo…
—Cálmate. Lo confundes todo. ¿Quién habla de traición? ¿Dónde está la traición? Llegó sin avisar, y en cuanto lo vi, le propuse que saliéramos. Apagué el móvil y bajamos al garaje, justo cuando metía la llave de contacto, me lo soltó: «Voy a dejar a Chloé». Yo no le dije ni una palabra. Subimos al aire libre. No quería hacerle preguntas, esperaba a que me hablara él… Siempre ese problema de hilos que hay que desenmarañar… No quería forzar nada. No sabía adónde ir. Yo mismo estaba un poco aturdido, si quieres que te diga la verdad. Tomé por los bulevares periféricos y abrí el cenicero.
—¿Y entonces? —añadí yo.
—Entonces nada. Está casado. Tiene dos hijas. Ha reflexionado. Piensa que vale la…
—Cállese, cállese… Ya sé lo que viene después.
Me levanté para coger el rollo de papel de cocina.
—Estará orgulloso de él, ¿eh? Hace bien, ¿no? ¡Eso sí que es un hombre! Un tío valiente. ¡Qué bonita revancha le ofrece! Qué bonita revancha…
—No hables en ese tono.
—Hablo en el tono que me da la gana y le voy a decir lo que pienso… Usted es peor que él. Usted es un fracasado. Sí, debajo de esos aires que se da, es un fracasado, y lo utiliza a él, utiliza sus líos de cama para consolarse. Me parece patético. Me asquean los dos.
—No dices más que tonterías. Lo sabes, ¿verdad? ¿Sabes que no dices más que tonterías?
Me hablaba con mucha dulzura.
—Si fuese una historia de líos de cama, como dices, no estaríamos donde estamos, lo sabes muy bien…
—Chloé, háblame.
—Soy la idiota mayor del reino… No. Por una vez no me contradiga. No me contradiga, me haría mucha ilusión.
—¿Puedo hacerte una confesión? ¿Una confesión muy difícil?
—Adelante, total, en el punto en el que estoy…
—Pienso que es una buena cosa.
—¿Qué es una buena cosa?
—Lo que te acaba de pasar…
—¿Ser la idiota mayor del reino?
—No, que Adrien se aleje. Pienso que vales más que eso… Más que esa alegría algo forzada… Más que limarte las uñas en el metro manoseando tu agenda, más que la plaza Firmin-Gédon, más que en lo que os habíais convertido los dos. Choca un poco esto que te digo, ¿verdad? Y además, ¿qué me importa a mí todo eso, eh? Sí, choca un poco, pero qué se le va a hacer. No puedo fingir, te aprecio demasiado. Pienso que Adrien no estaba a la altura. Le venías un poco grande. Eso es lo que pienso…
»Choca porque es mi hijo y no debería hablar así de él… Sí, ya lo sé. Pero bueno, soy un viejo cretino y me traen sin cuidado las conveniencias. Te lo digo porque confío en ti. No… No te amaba tanto. Y si fueras tan sincera como yo en este minuto preciso de tu vida, te harías la ofendida, claro, pero estarías de acuerdo conmigo…
—No dice usted más que tonterías.
—¿Ves? Te estás haciendo la ofendida…
—¿Qué pasa, que ahora va de psicoanalista?
—¿No has oído nunca esa voz en tu fuero interno que te pellizcaba de vez en cuando para recordarte que no te amaba tanto?
—No.
—¿No?
—No.
—Bueno. Entonces debo de estar equivocado…
Se echó para adelante apoyándose en las rodillas.
—Yo pienso que deberías subir algún día…
—¿Subir de dónde?
—Del tercer sótano.
—Siempre tiene que dar su opinión sobre todo, ¿eh?
—No. Sobre todo, no. ¿Qué es eso de que trabajes de currante en los sótanos de un museo cuando se sabe de lo que eres capaz? Es una pérdida de tiempo. ¿Qué es lo que haces? ¿Copias? ¿Vaciados? Tonterías sin importancia. ¡Vaya desperdicio! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que te jubiles? No me digas que eres feliz en ese agujero de funcionarios…
—No, no —ironicé yo—, no se lo voy a decir, no se preocupe.
—Yo, si fuera el amor de tu vida, te cogería por el cuello y te sacaría a la luz. Tienes algo en las manos y lo sabes. Asúmelo. Asume tus dones. Asume esa responsabilidad. Yo te pondría en alguna parte y te diría: «Ahora te toca a ti. Es tu turno, Chloé. Enséñanos lo que llevas dentro».
—¿Y si no llevo nada?
—Pues por lo menos así lo sabrías. Y para de morderte el labio que me pones nervioso.
—¿Por qué tiene tantas buenas ideas para los demás y tan pocas para sí mismo?
—Ya he contestado a esa pregunta.
—¿Qué pasa?
—Me ha parecido oír llorar a Marion…
—Yo no oig…
—Silencio…
—Ya está, se ha vuelto a dormir.
Volví a sentarme tapándome con la manta.
—¿Quieres que vaya a ver?
—No, no. Esperemos un poquito.
—Y, según usted, ¿qué es lo que me merezco, señor Sabelotodo?
—Mereces que se te trate como lo que eres.
—¿Es decir?
—Como una princesa. Una princesa de los tiempos modernos.
—Pff… Las tonterías que tiene una que oír.
—Sí, estoy dispuesto a decir tonterías. Lo que sea con tal de hacerte sonreír… Sonríeme, Chloé.
—Está usted loco.
Se levantó.
—Ah… ¡Perfecto! Esto ya me va gustando más. Empiezas a decir menos bobadas… Sí, estoy loco, ¿y quieres que te diga una cosa? ¡Estoy loco y tengo hambre! ¿Qué me podría tomar de postre?
—Mire en la nevera. Habría que terminar los yogures de las niñas…
—¿Dónde están?
—Abajo del todo.
—¿Esos chismes rosas?
—Sí.
—No está malo esto…
Lamía la cuchara.
—¿Se ha fijado en cómo se llaman?
—No.
—Mírelo, va por usted.
—Los bribones… Qué graciosita eres.
—Sería mejor que nos fuéramos a dormir, ¿no crees?
—Sí.
—¿Tienes sueño?
Estaba desconsolada.
—¿Cómo quiere usted que duerma con todo esto que estamos removiendo? Me da la impresión de estar removiendo una gran olla…
—Yo desmadejo mi ovillo y tú remueves tu olla. Tienen gracia las imágenes que utilizamos…
—Usted el cerebrín y yo la maruja.
—¿La maruja? Qué tontería. Mi princesa, una maruja… ¡Madre mía, la de tonterías que has podido decir esta noche!
—Mire que es usted pesado, ¿eh?
—Mucho.
—¿Por qué?
—No lo sé. A lo mejor porque digo lo que pienso. Eso no es tan frecuente… Ya no me da miedo que no me quieran.
—¿Y que no lo quiera yo?
—¡Oh, tú me quieres, no me preocupa!
—¿Pierre?
—Sí.
—¿Qué pasó con Mathilde?
Me miró. Abrió la boca y la volvió a cerrar. Cruzó las piernas y las descruzó. Se levantó. Atizó el fuego y removió las brasas. Bajó la cabeza y murmuró:
—Nada. No pasó nada. O muy poco. Tan pocos días, tan pocas horas… Casi nada, en realidad.
—¿No le apetece hablar de ello?
—No lo sé.
—¿Ya no la volvió a ver nunca?
—Sí. Una vez. Hace unos años. En los jardines del Palais-Royal…
—¿Y?
—Y nada.
—¿Cómo la conoció?
—Sabes… si empiezo, no sé cuándo me pararé…
—Ya se lo he dicho, no tengo sueño.
Se puso a examinar el dibujo de Paul. Las palabras se le resistían.
—¿Cuándo fue?
—Fue… La vi por primera vez el ocho de junio de 1978 hacia las once de la mañana, hora de Hong-Kong. Estábamos en la planta 29 de la torre Hyatt, en el despacho de un tal Singh que me necesitaba para perforar en algún lugar de Taiwan. ¿Te hace gracia?
—Sí, es usted muy preciso. ¿Trabajaba ella con usted?
—Era mi traductora.
—¿Del chino?
—No, del inglés.
—Pero si usted habla inglés, ¿no?
—No muy bien. No lo bastante bien como para manejarme en este tipo de asuntos, es todo demasiado sutil. A ese nivel, ya no se trata de lenguaje, sino de prestidigitación. Se te escapa un sobreentendido, y enseguida pierdes el norte. Además no conocía los términos exactos para traducir la jerga técnica que necesitábamos aquel día y, por si eso fuera poco, nunca he conseguido acostumbrarme al acento de los chinos. Me da la impresión de oír «ting ting» al final de cada palabra. Hablo de las palabras que no se comen, claro.
—¿Y entonces?
—Entonces estaba desconcertado. Me imaginaba que iba a trabajar con un señor mayor inglés, un traductor versado en la materia con el que Françoise había hablado por teléfono con voz zalamera: «Ya verá usted, un verdadero gentleman…».
»¡Sí, seguro! Ahí me tienes, con una presión tremenda, un desfase horario de una noche entera, angustiado, con un nudo en el estómago, temblando como una hoja, y sin el menor rastro de británico a la vista. Era un negocio enorme, con eso teníamos para que la empresa funcionase durante dos años. No sé si te lo puedes imaginar…
—¿Qué es lo que vendían exactamente?
—Barriles.
—¿Barriles?
—Sí, pero espera… No eran barriles normales y corrientes, eran…
—¡No, no, me trae sin cuidado! ¡Siga!
—Bueno, pues como te iba diciendo, estaba al borde de un ataque de nervios. Llevaba meses trabajando en aquel proyecto, había invertido en él capitales enormes. Había endeudado a la empresa, e incluso me había dejado mis ahorrillos. Podía retrasar el cierre de una fábrica cerca de Nancy. Dieciocho trabajadores. Tenía encima a los hermanos de Suzanne y sabía que estaban a la que saltaban conmigo, que esos inútiles no me iban a perdonar ni una… Encima tenía una diarrea de aquí te espero. Perdona que sea tan prosaico, pero… Total, que entré en aquel despacho como quien sube a un ring y cuando comprendí que estaba poniendo mi vida en manos de… de… de aquella criatura, por poco me desmayo.
—¿Pero por qué?
—Sabes, es un mundo muy machista este del petróleo. Ahora las cosas han cambiado un poco, pero en aquella época, no se veían muchas mujeres…
—Y usted también…
—¿Yo qué?
—Es un poco machista…
No decía que no.
—¡Pero chica, ponte un momento en mi lugar! Me imaginaba que iba a estrecharle la mano a un viejo inglés flemático, un tipo avezado en los usos y costumbres de las colonias, con bigote y un traje arrugado, y heme aquí saludando a una jovencita mirándole el escote de reojo… Uf, no, te lo aseguro, era demasiado para mí. Era lo que me faltaba… El suelo se hundía bajo mis pies. Ella me explicaba que su Mister Magoo se encontraba enfermo, que la habían mandado para allá la víspera por la noche, y me estrechaba la mano muy fuerte para darme ánimos. Bueno, por lo menos eso me dijo luego, que me había sacudido como a una alfombra porque me había encontrado algo paliducho.
—¿Se llamaba de verdad Mister Magoo?
—No. Me lo he inventado.
—¿Y qué pasó después?
—Después le susurré al oído: «Pero, está usted al corriente… Me refiero a los detalles del problema… Es bastante específico… No sé si se lo han advertido…». Y entonces me dedicó una sonrisa maravillosa. Una sonrisa maravillosa que quería decir más o menos: «Calla, calla… No me agobies, encanto».
»Yo estaba aniquilado.
»Me incliné sobre aquel bonito cuello. Olía bien. Olía maravillosamente bien… Todo se confundía en mi cabeza. Era una catástrofe. Estaba sentada frente a mí, a la derecha de un chino vivaracho que me tenía cogido por las partes, si me permites la expresión. Ella había apoyado la barbilla sobre sus dedos cruzados y me lanzaba miradas tranquilizadoras para darme valor. Había algo cruel en aquellas medias sonrisitas, estaba totalmente perdido pero me daba cuenta de ello. Ya no respiraba. Cruzaba los brazos sobre la tripa para sujetármela y rezaba al cielo. Estaba a su merced. Iba a vivir las horas más hermosas de mi vida.
—Qué bien lo cuenta…
—Te estás burlando de mí.
—¡No, no, en absoluto!
—Sí que te estás burlando. Me callo.
—¡No, por favor! De ninguna manera. ¿Y después?
—Me has cortado.
—Ya no digo nada más.
—…
—¿Y después?
—¿Después, qué?
—¿Qué pasó después con el chino?
—Está usted sonriendo. ¿Por qué sonríe? ¡Cuéntemelo!
—Sonrío porque era increíble… Porque ella era increíble… Porque la situación era totalmente increíble…
—¡Pare de reírse usted solo! ¡Cuénteme! ¡Cuénteme, Pierre!
—Bueno, pues… primero sacó una funda de su bolso, una fundita de plástico imitando piel de cocodrilo. Lo hacía con mucha compunción. Luego se colocó sobre la nariz un horrible par de quevedos. Ya sabes, esas gafitas severas con montura metálica. Gafas de maestra jubilada. Y desde ese momento, su rostro se cerró. Ya no me miraba como antes. Sostenía mi mirada y esperaba a que yo empezara a recitar la lección.
»Yo hablaba, ella traducía. Estaba fascinado porque empezaba sus frases antes de que yo terminara las mías. No sé cómo conseguía esa proeza. Escuchaba y lo repetía casi todo al mismo tiempo. Era traducción simultánea. Era fascinante… De verdad… Yo al principio hablaba despacio, y después, cada vez más rápido. Creo que intentaba presionarla un poco. Ella ni se inmutaba. Al contrario, disfrutaba terminando mis frases antes que yo. Ya me hacía ver lo previsible que yo era…
»Luego se levantó para traducir unas curvas en una pizarra. Yo aproveché para mirarle las piernas. Tenía un aire algo anticuado, pasado de moda, totalmente anacrónico. Llevaba una falda escocesa hasta las rodillas, un twin-set verde oscuro, unos… ¿Y ahora por qué te ríes?
—Porque dice usted esta palabra: «twin-set». Me hace gracia.
—¡Pero hombre! ¡Pues no le veo la gracia! ¿Y qué quieres que diga?
—Nada, nada…
—Eres tonta…
—Me callo, me callo.
—Hasta su sujetador estaba pasado de moda… Tenía los pechos subidos de las chicas de mi juventud. Unos pechos bonitos, no muy grandes, un poco separados, de punta… Subidos, vaya. Y me fascinaba su tripa. Aquella tripita rechoncha, redondita como la tripa de un pájaro. Aquella tripita adorable que deformaba los cuadros de su falda y que ya me parecía… a mi alcance… Intentaba verle los pies cuando me di cuenta de su turbación. Se había callado. Estaba toda colorada. Su frente, sus mejillas, su cuello estaban colorados. Colorada como un tomatito. Me miraba estupefacta.
»—¿Qué pasa? —le pregunté.
»—¿No… no ha comprendido lo que ha dicho?
»—N… no, ¿qué ha dicho?
»—¿No lo ha comprendido o no lo ha oído?
»—No… No lo sé… No le estaba escuchando, creo…
»Ella miraba al suelo. Estaba turbada. Me imaginaba lo peor, un desastre, una metedura de pata, una sandez enorme… Yo ya daba por hecho que la empresa se iba a pique, mientras ella se ajustaba el moño.
»—¿Qué pasa? ¿Hay algún problema?
»El chino se estaba riendo y le decía algo que yo seguía sin comprender. Estaba totalmente perdido. No comprendía nada. ¡Estaba quedando como un imbécil!
»—¿Pero qué ha dicho? ¡¡Dígame lo que ha dicho!!
»Ella farfullaba no sé qué cosa.
»—Se ha ido todo al traste, ¿es eso?
»—No, no, no creo…
»—¿Entonces, qué?
»—El señor Singh se pregunta si es buena idea tratar hoy un negocio tan importante con usted…
»—¿Pero por qué? ¿Qué problema hay?
»Me volví hacia él para tranquilizarlo. Asentía con la cabeza como un tonto y trataba de esbozar una sonrisa de french manager conquistador. Debía de parecer ridículo… Y el otro tipejo seguía riéndose… Se estaba divirtiendo tanto que ya no se le veían los ojos.
»—¿He dicho una tontería?
»—No.
»—¿Ha dicho usted una tontería?
»—¿Yo? ¡Pues claro que no! ¡Me limito a repetir su galimatías!
»—¡¿Pues entonces qué pasa?!
»Sentía grandes gotas de sudor resbalar por mis axilas.
»Ella se reía y se abanicaba. Parecía un poco nerviosa.
»—El señor Singh dice que no está usted concentrado.
»—¡Pero claro que estoy concentrado! ¡Estoy muy concentrado! I am very concentrated!
»—No, no —contestaba él, negando con la cabeza.
»—El señor Singh dice que no está concentrado porque se está usted enamorando, y el señor Singh no quiere hacer negocios con un francés que se está enamorando. Dice que es demasiado peligroso.
»El que se puso como un tomate fui yo.
»—No, no… ¡No, no! Estoy bien. I am fine, I mean I am calm… I… I…
»Y volviéndome hacia ella:
»—Dígale que no es verdad. Que estoy bien. Que todo está en orden. Dígale que… I am okay. Yes, yes, I am okay.
»Y yo venga a hacer aspavientos.
»Ella volvió a esbozar la sonrisita de antes.
»—¿No es verdad?
»¿Pero en qué berenjenal me había ido a meter yo?
»—No, bueno sí, bueno no, bueno, no es ése el problema… Quiero decir que no es un problema… Yo… There is NO problem, I am fine!
»Me parece que se estaban descojonando todos de mí. El gordo de Singh, sus acólitos y la señorita.
»Ella no intentó tranquilizarme.
»—¿Es o no es verdad?
»“Qué puñetera. ¿Acaso era el momento?”.
»—No es verdad —mentí yo.
»—¡Ah, bueno! Qué susto me ha dado…
»“Qué puñetera”, volví a pensar yo.
»Acababa de dejarme K. O.
—¿Y luego qué?
—Luego, reanudamos el trabajo. Muy profesional. Como si nada. Yo estaba empapado. Me sentía como si hubiera recibido una descarga de 220 voltios y no me llegaba la camisa al cuerpo. Ya no la miraba. Ya no quería mirarla. Ya no quería que existiera. Ya no podía volverme hacia ella. Quería que desapareciera por un agujero y desaparecer yo con ella. Y cuanto más la ignoraba, más me enamoraba de ella. Era exactamente como lo que te decía antes, como un resfriado. Ya sabes cómo son estas cosas… Estornudas. Una vez. Dos veces. Te da un escalofrío y ya está. Ya es demasiado tarde. El mal está hecho. Ahí era lo mismo: estaba atrapado, la había fastidiado. Ya no había esperanza, y cuando ella me repetía las palabras del viejo Singh, yo me metía de cabeza en mis carpetas. Seguro que se estaba divirtiendo de lo lindo. Ese calvario duró casi tres horas… ¿Qué te pasa? ¿Tienes frío?
—Un poco, pero da igual, da igual… Siga. ¿Qué pasó después?
Se inclinó para ayudarme a subirme la manta.
—Después, nada. Después… Te lo he dicho hace un momento, acababa de vivir lo mejor… Después yo… Era… Después se hizo más triste.
—Pero no inmediatamente, ¿no?
—No. No inmediatamente. Aquello duró todavía un poco… Pero todos los momentos que compartimos después de aquella sesión de trabajo fue como si los hubiera robado…
—¿A quién?
—¿A quién? ¿A qué? Ojalá lo supiera…
»Después guardé mis papeles y le puse el tapón a mi bolígrafo. Me puse de pie, estreché la mano de mis verdugos y salí de aquella habitación. Y en el ascensor, cuando se cerraron las puertas, tuve de verdad la sensación de caer en un agujero. Estaba agotado, vacío, sin fuerzas y al borde del llanto. Los nervios, supongo… Me sentía tan miserable, tan solo… Sobre todo tan solo. Volví a mi habitación de hotel, pedí un whisky y me preparé un baño. Ni siquiera sabía su nombre. No sabía nada de ella. Enumeraba las cosas que sabía: hablaba inglés perfectamente. Era inteligente… Muy inteligente… ¿Demasiado? Sus conocimientos técnicos, científicos y siderúrgicos me dejaban atónito. Era morena. Era muy bonita. Debía de medir… cuánto sería… uno sesenta y seis, tal vez… Se había reído de mí. No llevaba alianza y dejaba adivinar una preciosa tripita. Y… ¿qué más? Iba perdiendo la esperanza conforme se me enfriaba el agua del baño.
»Por la noche fui a cenar con unos tíos de la compañía Comex. No comí nada. Asentía. Contestaba sí o no sin saber. No dejaba de pensar en ella.
»No dejaba de pensar en ella, ¿comprendes?
Se arrodilló delante de la chimenea y accionó despacio el fuelle.
—Cuando regresé al hotel, la recepcionista me dio un mensaje junto con mi llave. Una letrita pequeña me volvía a preguntar:
«¿No era verdad?».
»Estaba sentada en el bar y me miraba, sonriéndome.
»Me acerqué dándome golpecitos en el pecho.
»Le daba palmaditas a mi pobre corazón estropeado para que volviese a latir.
»Me sentía tan feliz… No la había perdido. Aún no.
»Feliz y sorprendido también porque se había cambiado de ropa. Ahora llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta ancha.
»—¿Se ha cambiado?
»—Pues… sí.
»—Pero ¿por qué?
»—Cuando me ha visto antes, estaba disfrazada. Me visto así cuando trabajo con los chinos de la vieja escuela. Me he dado cuenta de que les gusta ese estilo anticuado, les tranquiliza… No sé… Se sienten más seguros… Me disfrazo de vieja solterona y me vuelvo inofensiva.
»—¡Pero no parecía usted una vieja solterona, se lo aseguro! Estaba… estaba muy bien… Estaba… Yo… Vamos, que me parece una lástima…
»—¿Que me haya cambiado?
»—Sí.
»—¿Usted también me prefería más inofensiva?
»Sonreía. Yo me deshacía por dentro.
»—No creo en absoluto que sea usted menos peligrosa vestida con su faldita verde. No lo creo en absoluto, en absoluto.
»Pedimos unas cervezas chinas. Se llamaba Mathilde, tenía treinta años, y si me había impresionado, no tenía ningún mérito: su padre y sus dos hermanos trabajaban para la compañía Shell. Se sabía de memoria toda esa jerga. Había vivido en todos los países petrolíferos del mundo, había estado en cincuenta colegios, y había aprendido miles de palabrotas en todas las lenguas. No podía decir dónde vivía exactamente. No poseía nada más que recuerdos y amigos. Le gustaba su trabajo. Traducir ideas y hacer juegos malabares con las palabras. En ese momento, estaba en Hong-Kong porque bastaba con alargar la mano para encontrar trabajo. Le gustaba esa ciudad donde los rascacielos se construyen en una noche y en la que se puede cenar en un antro de mala muerte con sólo andar cincuenta metros más. Le gustaba la energía de esa ciudad. Había pasado unos años en Francia cuando era niña y volvía de vez en cuando para ver a sus primos. Un día se compraría una casa allí. Lo que fuera, donde fuera. Mientras tuviera vacas y una chimenea. Decía eso riéndose, ¡le daban miedo las vacas! Me robaba cigarrillos y contestaba a todas mis preguntas empezando por levantar los ojos al cielo. Ella me hacía a mí algunas, pero yo las eludía, quería oírla a ella, quería oír el sonido de su voz, su encantador acento, sus expresiones titubeantes o pasadas de moda. No perdía ripio. Quería impregnarme de ella, de su rostro. Ya adoraba su cuello, sus manos, la forma de sus uñas, su frente un poco abombada, su adorable naricita, sus lunares, sus ojeras, sus ojos serios… Estaba totalmente seducido. ¿Otra vez sonríes?
—No le reconozco…
—¿Sigues teniendo frío?
—No, estoy bien.
—Me fascinaba… Me hubiese gustado que el mundo dejase de girar. Que aquella noche no terminara nunca. No quería separarme de ella. Nunca más. Quería permanecer hundido en aquel sillón y escucharla contarme su vida hasta el final de los tiempos. Quería lo imposible. Sin saberlo, inauguraba allí el tenor de nuestra relación… Horas en suspenso, irreales, imposibles de retener, de contener. Imposibles de saborear también. Y entonces se levantó. Trabajaba temprano al día siguiente. Otra vez para Singh and Co. Le caía bien aquel viejo zorro, ¡pero tenía que dormir bien porque era tremendo! Me levanté a la vez que ella. Mi corazón me abandonaba otra vez. Tenía miedo de perderla. Farfullé algo mientras se ponía la chaqueta.
»—¿Perdón?
»—Teeoomieodepeerla.
»—¿Cómo dice?
»—Digo que tengo miedo de perderla.
»Sonrió. No decía nada. Sonreía y se balanceaba ligeramente de atrás hacia adelante sujetándose del cuello de su chaqueta. La besé. Su boca estaba cerrada. Besé su sonrisa. Ella negó con la cabeza y me apartó ligeramente.
»Hubiera podido caerme de espaldas.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—No quiere contarme el resto, ¿es eso? ¿Tiene dos rombos?
—¡En absoluto! En absoluto, hija mía… Se fue y yo volví a sentarme. Pasé el resto de la noche soñando despierto, alisando su mensajito sobre mi muslo. Ya ves que no fue nada muy subido de tono…
—Hombre, tampoco es eso… Era su muslo…
—Mira que eres tonta, hija mía.
Me reí burlonamente.
—Pero entonces, ¿por qué volvió al hotel?
—Es exactamente la pregunta que me hice esa noche y al día siguiente, y al otro, y todos los demás días hasta volver a verla…
—¿Cuándo la volvió a ver?
—Dos meses más tarde. Apareció una tarde en mi despacho en pleno mes de agosto. Yo no esperaba a nadie. Había vuelto de vacaciones un poco antes para trabajar tranquilo. La puerta se abrió y era ella. Se había acercado, así sin más, por si había suerte y me encontraba. Venía de Normandía, estaba de paso en París, y esperaba la llamada de una amiga para volverse a marchar. Me había buscado en la guía y ya está.
»Me traía el bolígrafo que me había dejado en la otra punta del mundo. Ya se le había olvidado devolvérmelo aquella vez en el bar, pero esta vez sí se había acordado y se puso a hurgar en su bolso.
»No había cambiado. Quiero decir que no la había idealizado. Le pregunté:
»—Pero… ¿Sólo viene por eso? ¿Por el bolígrafo?
»—Sí, claro. Es un bolígrafo muy bonito. He pensado que no querría usted perderlo.
»Me lo tendió sonriendo. Era un Bic. Un Bic rojo.
»No sabía qué hacer. Yo… Me abrazó y me dejé sorprender. El mundo me pertenecía.
»Recorrimos París cogidos de la mano. Desde el Trocadero hasta la Île de la Cité, bordeando el Sena. Era una noche magnífica. Hacía calor. La luz era suave. El sol no terminaba nunca de ponerse del todo. Éramos como dos turistas, despreocupados, maravillados, la chaqueta al hombro y los dedos entrelazados. Yo hacía de guía. Hacía años que no caminaba así. Redescubría mi ciudad. Cenamos en la plaza Dauphine y pasamos los días siguientes en su habitación de hotel. Recuerdo la primera noche. Su sabor salado. Debía de haberse bañado justo antes de coger el tren. Me levanté por la noche porque tenía sed. Yo… Era maravilloso.
»Era maravilloso y todo estaba totalmente trucado. Todo era falso. No era la vida. No era París. Era el mes de agosto. Yo no era un turista. No estaba soltero. Mentía. Me mentía. A mí, a ella, a mi familia. Ella no se dejó engañar, y cuando llegó la hora de la resaca, de las llamadas que hacer y las mentiras que asumir, se volvió a marchar.
»Delante de la puerta de embarque me soltó:
»—Voy a tratar de vivir sin usted. Espero conseguirlo…
»No tuve valor para besarla.
»Por la noche me fui a cenar al Drugstore. Me dolía todo. Me dolía como si me faltara algo, como si me hubieran amputado un brazo o una pierna. Era una sensación increíble. No comprendía lo que me pasaba. Recuerdo que había dibujado dos figuras sobre el mantel de papel. La de la izquierda era ella de frente, y la de la derecha, ella de espaldas. Trataba de recordar el lugar exacto de sus lunares, y cuando el camarero se acercó y vio todos esos puntitos, me preguntó si era acupuntor. Yo no comprendía lo que me pasaba, pero con todo, ¡presentía que era algo grave! Durante unos días, había sido yo mismo. Ni más ni menos que yo mismo. Cuando estaba con ella, me daba la impresión de ser un buen tipo… Era tan sencillo como eso. No sabía que pudiera ser un buen tipo.
»Me gustaba aquella mujer. Me gustaba esa Mathilde. Me gustaba su voz, su ingenio, su risa, su mirada sobre el mundo, esa especie de fatalismo de quien ha viajado mucho. Me gustaba su risa, su curiosidad, su discreción, su columna vertebral, sus caderas un poco puntiagudas, sus silencios, su dulzura y… todo lo demás. Todo… Todo. Rezaba por que ya no pudiera vivir sin mí. No pensaba en las consecuencias de nuestra relación. Acababa de descubrir que la vida era mucho más alegre cuando se es feliz. Había necesitado cuarenta y dos años para descubrirlo y estaba tan maravillado que me prohibía a mí mismo estropearlo todo escudriñando el horizonte. Estaba embelesado.
Nos sirvió otra copa.
—Fue también a partir de entonces cuando me convertí en un workoholic, como dicen los norteamericanos. Me pasaba la mayor parte del tiempo en el despacho. Llegaba antes que los demás y me marchaba el último. Trabajaba los sábados, y los domingos me los pasaba enteros muriéndome por volver a la oficina. Ponía cualquier excusa. Por fin había conseguido el contrato con Taiwan y tenía aún más libertad de acción. Aprovechaba para idear otros proyectos. Más o menos razonables. Y todo eso, todos esos días y todas esas horas insensatas por una única razón: porque esperaba su llamada.
»Una mujer estaba en algún lugar de este planeta, tal vez a dos pasos, tal vez a diez mil kilómetros y lo único importante era que pudiese contactar conmigo.
»Estaba confiado. Lleno de energía. Creo que era bastante feliz en ese momento de mi vida porque, aunque no estuviera con ella, sabía que existía. Eso era ya algo inesperado.
»Tuve noticias suyas unos días antes de Navidad. Iba a venir a Francia y me preguntaba si estaba libre para comer algún día de la semana siguiente. Quedamos en la misma tasca, pero claro, ya no era verano, y cuando quiso cogerme la mano, yo la retiré enseguida. “¿Lo conocen aquí a usted?”, me preguntó hecha pedazos.
»Le había hecho daño. Estaba afligido. Le devolví la mano, pero no la cogió. El cielo se ensombrecía y todavía no nos habíamos reencontrado. Me reuní con ella esa misma noche en otra habitación de hotel y cuando, por fin, pude deslizar mis dedos por su cabello, volví a vivir.
»Me… me gustaba hacer el amor con ella.
»Al día siguiente por la tarde nos volvimos a ver en el mismo lugar, y el día después también… Era la víspera de Nochebuena, íbamos a separarnos, quería preguntarle qué planes tenía pero no me atrevía a abrir la boca. El miedo estaba ahí. Esa cosa en el estómago que no me dejaba sonreírle.
»Estaba sentada en la cama. Me senté a su lado y apoyé la cabeza sobre sus muslos.
»—¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó.
»Yo callaba.
»—¿Sabe?, cuando se marchó ayer, dejándome sola en esta habitación en plena tarde, me dije a mí misma que nunca más volvería a vivir algo así. Nunca más, ¿me oye? Nunca más… Me vestí y salí. No sabía adónde ir. No quiero volver a vivir esto, no quiero volver a tumbarme con usted en una habitación y después verlo marchar. Es demasiado duro.
»Le costaba articular.
»—Me había prometido a mí misma no volver a vivir con un hombre que me hiciera daño. Creo que no me lo merezco, ¿comprende? No me lo merezco. Entonces por eso le pregunto: ¿qué va a ser de nosotros?
»Yo no decía nada.
»—¿No dice usted nada? Me lo temía. ¿Y qué puede usted decir, de todas formas? ¿Qué puede usted hacer? Tiene a su mujer y a sus hijos. Y yo, ¿qué soy? No soy casi nada en su vida. Vivo tan lejos… Tan lejos y de una forma tan extraña… No sé hacer nada como los demás. No tengo casa, ni muebles, ni gato, ni libro de cocina, ni proyectos. Yo que creía que era la más lista, que había comprendido la vida mejor que los demás, y me felicitaba por no haber caído en la trampa. Y ahora está usted aquí, y me siento totalmente perdida.
»Ahora me gustaría asentarme un poco porque encuentro que con usted la vida es hermosa. Le dije que intentaría vivir sin usted… Lo intento, lo intento, pero no soy muy valiente, pienso en usted a todas horas. Así que se lo pregunto ahora, y tal vez por última vez, ¿qué piensa hacer conmigo?
»—Amarla.
»—¿Pero qué más?
»—Le prometo que nunca más la abandonaré en una habitación de hotel. Se lo prometo.
»Y me di la vuelta para hundir mi rostro entre sus piernas. Ella me levantó cogiéndome del pelo.
»—¿Pero qué más?
»—La amo. Sólo soy feliz con usted. Sólo la amo a usted. Yo… Yo… Confíe en mí.
»Me soltó la cabeza y nuestra conversación murió ahí. La tomé con ternura, pero ella no se abandonaba, se dejaba hacer. Son dos cosas muy distintas…
—¿Qué pasó luego?
—Luego nos separamos por primera vez… Digo «por primera vez» porque nos separamos tantas veces… Y luego la volví a llamar… Le supliqué… Encontré un pretexto para volver a China. Vi su habitación, conocí a su casera…
»Me quedé allí una semana y, mientras ella trabajaba, hice de fontanero, de electricista, de albañil. Me deslomaba por aquella señorita Li que se pasaba el rato cantando mientras acariciaba a sus pájaros. Me llevó a ver el puerto de Hong-Kong, ¡y a casa de una anciana inglesa que creía que yo era Lord Mountbatten! ¡Yo le seguía la corriente, por supuesto…!
»¿Te das cuenta de todo lo que eso significaba para mí? ¿Para el niño que no se había atrevido a subir al sexto piso? Toda mi vida cabía en dos distritos de París y en una casita de campo. Nunca había visto felices a mis padres, mi único hermano había muerto atragantándose y yo me había casado con mi primera novieta, la hermana de uno de mis amigos, porque no había sabido retirarme a tiempo…
»Sí, eso era mi vida. Eso era…
»¿Te das cuenta? Tenía la impresión de volver a nacer. Me parecía que todo volvía a empezar aquel día, entre sus brazos, en aquellas aguas turbias, en el húmedo cuchitril de la señorita Li…
Se quedó callado.
—¿Era Christine?
—No, fue antes de Christine… Un aborto natural.
—No sabía.
—Nadie lo sabe. ¿Para qué saberlo? Me casé con una chica a la que quería, pero como se quiere a una chica. Un amor romántico y puro. Las primeras emociones… Fue una celebración bastante triste. Tenía la impresión de estar haciendo mi primera comunión por segunda vez.
»Tampoco Suzanne se imaginaba un atajo así… De golpe perdía a la vez su juventud y sus ilusiones. Perdíamos todo eso mientras mi suegro ganaba un yerno perfecto. Yo acababa de salir de la Escuela de Minas y él no soñaba con un mejor partido, puesto que todos sus hijos eran… de letras. Pronunciaba esas dos palabras con una mueca de asco.
»Suzanne y yo no estábamos locamente enamorados, pero éramos dóciles. En aquella época, una cosa compensaba la otra.
»Te cuento todo esto, pero mucho me temo que no puedas entenderlo. Las cosas han cambiado tanto… Fue hace cuarenta años y parece que hubieran pasado dos siglos. Era una época en la que las chicas se casaban cuando no les venía el periodo. Para vosotros, eso es prehistoria.
Se frotó la cara.
—¿Por dónde iba? Ah, sí… Decía que estaba en la otra punta del mundo con una mujer que se ganaba la vida saltando de un continente a otro y que parecía amarme por lo que yo era, por lo que yo tenía dentro. Una mujer que me amaba, casi me dan ganas de decir: tiernamente. Sí, todo eso era muy nuevo para mí. Muy exótico. Una mujer maravillosa que, conteniendo el aliento, me miraba comer sopa de cobra con flores de crisantemo.
—¿Estaba rica?
—Un poco gelatinosa para mi gusto…
Sonreía.
—Y cuando cogí el avión, por primera vez en mi vida, no sentí miedo. Me decía a mí mismo: «Ya puede explotar, ya puede caerse como una piedra y aplastarse contra el suelo, no tiene importancia».
—¿Por qué se decía eso?
—¿Por qué?
—Hombre, pues sí… Yo me hubiera dicho lo contrario… Me hubiera dicho: «¡Ahora sé de verdad por qué tengo miedo, y a este jodido avión más le vale no caerse!».
—Sí, tienes razón. Habría sido más inteligente… Pero ahí está, y llegamos ahora al fondo del problema, yo no me decía eso. Casi esperaba que se estrellara… Eso habría simplificado tanto mi vida…
—¿Acababa de conocer a la mujer de su vida y pensaba usted en morir?
—¡No te he dicho que quisiera morir!
—No, yo tampoco he dicho eso. He dicho que «pensaba» usted en morir…
—Creo que pienso en morir todos los días, ¿tú no?
—No.
—¿Piensas que tu vida vale algo?
—Hombre, pues… sí… algo por lo menos sí… Y luego están las niñas…
—Es una buena razón.
Había vuelto a hundirse en el sillón y su rostro había desaparecido de nuevo.
—Sí. Estoy de acuerdo contigo, era absurdo. Pero ¡acababa de ser tan feliz! Tan feliz… Estaba intrigado, y un poco asustado también. ¿Era normal ser tan feliz? ¿Era justo? ¿Qué precio iba a tener que pagar por todo ello?
»Porque… ¿Es por el peso de mi educación o por lo que me enseñaron los curas? ¿Era por mi carácter? No sabría decirte, pero lo que es seguro es que siempre me he comparado con un animal de tiro. El bocado, la brida, las anteojeras, el varal, la reja, el yugo, la carreta, el surco… Toda esa parafernalia… Desde niño voy por la calle con la cabeza gacha y mirando fijamente el suelo como si fuera una costra que hay que partir, una corteza demasiado seca.
»El matrimonio, la familia, el trabajo, los meandros de la vida social, todo. Todo lo he atravesado con la cabeza gacha y las mandíbulas apretadas. Todo lo he comprendido con recelo. De hecho se me da bien, bueno, se me daba bien, el esquash, y no es ninguna coincidencia; me gustaba sentirme encerrado en una habitación demasiado pequeña y pegarle a una pelota lo más fuerte posible para que volviera a mí como una bala de cañón. Eso me encantaba.
»—A ti te gusta el esquash, y a mí el jokari, eso lo resume todo… —había comentado Mathilde una noche mientras me daba un masaje en un hombro dolorido. Se quedó callada un momento y luego añadió—: Deberías reflexionar sobre lo que te acabo de decir, no es ninguna tontería. Las personas que son rígidas por dentro van dando tumbos por la vida haciéndose daño todo el rato, mientras que las que son blandas… no, blandas no, más bien elásticas, sí, eso es, elásticas por dentro, cuando se llevan golpes, sufren menos… Creo que deberías pasarte al jokari, es mucho más divertido. Le das a la pelota, no sabes por dónde volverá, pero sabes que volverá porque está atada a una cuerda, y es un suspense delicioso. Mira, yo, por ejemplo, tengo a menudo esa impresión… de ser tu pelota de jokari…
»No reaccioné a la indirecta y ella siguió frotándome el hombro en silencio.
—¿Nunca pensó en volver a empezar su vida con ella?
—Sí, claro… Miles de veces.
»Miles de veces he querido hacerlo y miles de veces he renunciado a ello… Avanzaba hasta el borde del abismo, me asomaba, y me marchaba corriendo. Me sentía responsable de Suzanne, de los niños.
»¿Responsable de qué? Otra pregunta inquietante… Me había comprometido. Había firmado, había hecho una promesa, tenía que asumirlo. Adrien tenía dieciséis años y nada marchaba bien. Cambiaba de colegio cada dos por tres, escribía No future en el ascensor y sólo tenía una idea en la cabeza: ir a Londres y volver con una rata en el hombro. Suzanne estaba hundida. Algo se le resistía. ¿Quién le había cambiado a su niño? Por primera vez veía que se tambaleaba y que se pasaba noches enteras sin abrir la boca. No me veía empeorando aún más la situación. Y me decía a mí mismo… Me decía que…
—¿Qué se decía?
—Espera, es tan grotesco… Tendría que recordar las palabras de entonces… Supongo que me decía algo así como: «Soy un modelo para mis hijos. Están empezando sus vidas, pronto estarán entre la espada y la pared, en la edad en que pensarán en comprometerse, qué ejemplo más calamitoso para ellos si abandono a su madre ahora…». Tienes que imaginarme gesticulando con vehemencia como un abogado en un tribunal. «¿Cómo podrán hacer frente luego a la vida? ¿Y qué desórdenes estoy provocando? ¿Qué irreparable ultraje? No he sido un padre perfecto, ni mucho menos, pero sigo siendo el modelo de referencia más evidente, el más cercano, así que… mmm mmm… tengo que comportarme».
Le rechinaban los dientes.
—¿Qué bonito, eh? Reconoce que era sublime, ¿no?
Yo no decía nada.
—Pensaba sobre todo en Adrien… En ser un ejemplo de compromiso para mi hijo Adrien… Tienes derecho a reírte conmigo. No te prives. No son tantas las ocasiones que tiene uno de oír un buen chiste.
Yo negaba con la cabeza.
—Y sin embargo… Oh… bueno, ¿y qué más da? Todo esto está ya tan lejos… Tan lejos…
—Y sin embargo, ¿qué?
—Pues bien… Con todo, en un momento dado, llegué muy cerca del borde del abismo… Muy, muy cerca… Había empezado unas gestiones para buscar un apartamento, pensaba llevar a Christine a algún sitio un fin de semana, reflexionaba sobre lo que iba a decir y ensayaba algunas escenas en el coche. Había concertado incluso una cita con mi contable y una buena mañana, para que veas cómo es la vida, Françoise llegó a mi despacho llorando…
—¿Françoise? ¿Su secretaria?
—Sí.
—Su marido acababa de abandonarla… No la reconocía. Ella, tan impetuosa, tan imperiosa, aquella mujercita dueña de sí misma y de todo el universo, la veía marchitarse día a día. Llorar, adelgazar, y sufrir. ¡Sufrir tanto! Tomar medicinas, adelgazar más, presentarme la primera baja médica de su vida. Llorar. Llorar delante de mí, incluso. Y yo entonces, qué hombre más admirable era, ahora que me acuerdo, me armé de valor y bailé al son que tocaban. «Qué cabrón —convenía yo—, qué cabrón. ¿Cómo se le puede hacer una cosa así a su mujer? ¿Cómo se puede ser tan egoísta? Cerrar la puerta y frotarse las manos. Salir de su vida como quien sale a dar un paseo. ¡Pero bueno, es demasiado fácil! ¡Demasiado fácil!
»“No, francamente, qué cabrón. ¡Qué tío más cabrón! ¡Yo, señor mío, no soy como usted! No señor, yo no dejo a mi mujer. Yo no dejo a mi mujer y le desprecio… ¡Sí, le desprecio con toda mi alma, señor mío!”.
»Eso es lo que pensaba. Estaba encantado de salir del paso así de bien. Encantado de consolarme y de echarme flores, convenciéndome de que había actuado como Dios manda. Oh, sí, apoyé a mi querida Françoise, la mimé. “Oh, sí —asentí muchas veces—, oh, no —le volví a repetir—. No ha tenido usted suerte. No ha tenido suerte, no…”.
»Lo bendecía en secreto, a ese tal Jarmet al que no había visto en mi vida. Lo bendecía en secreto. Me presentaba la solución en bandeja de plata. Gracias a él, gracias a su infamia, yo podía volver a mi insignificante cómoda vida con la cabeza bien alta. Trabajo, Patria y Familia, ése era mi lema. ¡Con la cabeza bien alta y la mano en el pecho! Sacaba de ello cierta vanidad, como te puedes imaginar tú que me conoces bien… Había llegado a esa desagradable conclusión de que… no era como los demás. Estaba un poco por encima. Un poquitín de nada, pero por encima. Yo no dejaba a mi mujer…
—¿Fue entonces cuando rompió con Mathilde?
—¿Y por qué habría de romper? No, en absoluto. Seguí viéndola, sólo que abandoné mis planes de evasión y dejé de perder el tiempo visitando apartamentos cutres. Porque como tú comprenderás, y como te acabo de demostrar tan brillantemente, yo no era de esa calaña, yo no lo ponía todo patas arriba. Eso era cosa de irresponsables. Cosa de maridos de mecanógrafas.
Se había puesto sarcástico y temblaba de rabia.
—No, no rompí, seguí tirándomela dulcemente, prometiéndole siempres y más adelantes.
—¿De verdad?
—Sí.
—¿Le hablaba como se habla en esas historias sórdidas?
—Sí.
—¿Le pedía que tuviera paciencia y le prometía un montón de cosas?
—Sí.
—¿Cómo hacía ella para soportar todo eso?
—No lo sé. De verdad, no lo sé…
—¿Tal vez lo amaba?
—Tal vez.
Se terminó la copa de un trago.
—Tal vez sí… Tal vez…
—¿Y no se fue usted por culpa de Françoise?
—Eso es. Por culpa de Jean-Paul Jarmet para ser más exactos. Bueno, te digo esto ahora, pero si no hubiera sido por él, habría encontrado otra excusa, claro. La gente de mala fe tiene una gran facilidad para encontrar excusas. Una enorme facilidad.
—Es increíble…
—¿El qué?
—Esta historia… Ver de qué depende… Es increíble.
—No, no es increíble, querida… No, no es increíble. Es la vida. Es la vida de casi todo el mundo. Actuamos con doblez, nos las apañamos, tenemos siempre nuestra pequeña cobardía a nuestros pies como un perrito faldero. La acariciamos, la amaestramos, nos encariñamos con ella. Es la vida. Por un lado están los valientes, y por otro los que se acomodan. Es mucho menos cansado acomodarse… Anda, pásame la botella.
—¿Se va a emborrachar?
—No. No sé emborracharme. Nunca lo he conseguido. Cuanto más bebo, más lúcido estoy…
—¡Qué horror!
—Qué horror, y que lo digas… ¿Te sirvo?
—No, gracias.
—¿Te apetece ahora una infusión?
—No, no. Estoy… No sé cómo estoy… Atónita, quizá…
—¿Atónita de qué?
—¡Pues de usted! ¿De qué va a ser? Nunca le había oído decir más de dos frases seguidas, nunca una palabra más alta que otra, nunca le había oído expresar sus estados de ánimo. Con la de años que llevo viéndolo con su uniforme de Gran Inquisidor… Nunca le he sorprendido en delito flagrante de debilidad o de sensiblería, y ahora de pronto, me suelta usted todo esto sin avisar…
—¿Te he escandalizado?
—¡No, no, qué va! ¡En absoluto! ¡Al contrario! Al contrario… Pero… ¿pero cómo ha podido interpretar ese papel todo este tiempo?
—¿Qué papel?
—Pues ese… Ese papel de viejo cretino.
—¡Pero si yo soy un viejo cretino, Chloé! Soy todo un cretino. ¡Pero bueno, si es lo que llevo explicándote desde hace un buen rato!
—¡No, hombre, no! ¡Si se da usted cuenta de ello, entonces justamente no lo es! ¡Los que lo son de verdad no se dan cuenta de nada!
—No, no, no lo creas… Ése es otro de mis truquillos para salir de ésta honorablemente. Soy muy listo…
Me sonreía.
—Es increíble… Increíble…
—¿El qué?
—Pues todo esto… Todo lo que me ha contado…
—No, no es increíble. Al contrario, es muy banal.
»Muy, muy banal… Hablo hoy porque se trata de ti, porque estamos aquí, en esta habitación, en esta casa, porque es de noche y porque Adrien te está haciendo sufrir. Porque su elección me desespera y me tranquiliza también. Porque no me gusta verte triste, yo mismo he hecho sufrir demasiado… Y porque prefiero verte sufrir mucho hoy, mejor que un poco toda tu vida.
»Veo a mucha gente sufrir un poco, sólo un poco, apenas nada, pero lo justo para fracasar en todo, ¿sabes…? Sí, a mi edad veo mucho eso… Personas que siguen juntas porque se han apuntalado en ello, en su miserable e ingrata vida sin brillo. Todos esos apaños, todas esas contradicciones… Y todo para terminar así…
»¡Bravo, bravo! ¡Lo hemos enterrado todo, nuestros amigos, nuestros sueños y nuestros amores, y pronto nos tocará a nosotros! ¡Bravo, amigos míos!
Aplaudía.
—Jubilados… Jubilados de todo. Los odio. Los odio, ¿me oyes? Los odio porque me devuelven mi propia imagen. Están ahí, repantingados en su satisfacción. «¡El barco no se ha hundido, el barco no se ha hundido!», parecen decirnos, sin ayudarse jamás unos a otros. ¿Pero a qué precio, Dios santo? ¡¿A qué precio?! Hay pesares, remordimientos, heridas y renuncias que no cicatrizan, que no cicatrizarán jamás. ¡Jamás, ¿me oyes?! Ni siquiera en las Hespérides. Ni siquiera con todos los bisnietos posando a su alrededor para la foto. Ni siquiera respondiendo exactamente a la vez a una pregunta de un concurso de la televisión.
No sé si era verdad eso de que nunca se emborrachaba…
Dejó de hablar y de gesticular y permanecimos así largo rato. En silencio. Contando los chisporroteos del fuego.
—No he terminado de contarte la historia de Françoise…
Se había calmado, y ahora tenía que aguzar el oído para distinguir sus palabras.
—Hace algunos años, en el 94 creo, estuvo gravemente enferma… Gravemente… Una porquería de cáncer le estaba carcomiendo toda la tripa. Primero le quitaron un ovario, luego el otro, después el útero… bueno, no sé mucho más porque nunca fui su confidente, te puedes imaginar, pero luego resultó que era mucho más grave de lo que se pensó en un principio. Françoise contaba las semanas que le quedaban de vida. Esperaba aguantar hasta Navidad. Semana Santa era ya mucho pedir.
»Un día la llamé al hospital proponiéndole despedirla con una indemnización de lujo para que pudiese dar la vuelta al mundo en cuanto le dieran el alta. Para que se fuera a los mejores modistos a elegir los vestidos más bonitos, y pudiera ir luego a lucirlos en la cubierta de un gran yate tomándose un Pimm’s. A Françoise le encanta el Pimm’s…
»—¡Guárdese su dinero, ya me tomaré uno con los demás el día que se jubile usted!
»Bromeamos. Éramos buenos actores, con la garganta seca pero la réplica fácil. Los últimos pronósticos eran catastróficos. Me había enterado por su hija. Ya ni la Navidad era segura.
»—No crea todo lo que le cuentan, todavía no va a poder sustituirme por una jovencita… —me advirtió con un hilo de voz antes de colgar. Hice como que refunfuñaba, y de pronto me eché a llorar, así, en mitad de la tarde. Acababa de darme cuenta de cuánto la quería a ella también. De cuánto la necesitaba. Llevábamos diecisiete años trabajando juntos. Todo el tiempo. Todos los días. Diecisiete años soportándome, ayudándome… Sabía lo de Mathilde y nunca dijo nada. Ni a mí, ni a nadie. Me sonreía cuando yo estaba triste, y se encogía de hombros cuando me ponía desagradable. Tenía apenas veinte años cuando empezó. No sabía hacer nada. Acababa de salir de la escuela de hostelería, se había ido de allí dando un portazo porque un cocinero le había pellizcado el trasero. No quería que le pellizcaran el trasero. Eso fue lo que me dijo en nuestra primera entrevista. No quería que le pellizcaran el trasero, y no quería volver con sus padres a la Creuse. ¡Volvería cuando fuera dueña de un coche para estar segura de poder volverse a marchar! La contraté por esa frase.
»Ella también era mi princesa…
»La llamaba de vez en cuando para criticar a su sustituta.
»Y fui a visitarla mucho después, cuando por fin me dio permiso para ir. Era primavera. La habían cambiado de hospital. El tratamiento era menos duro y sus progresos habían devuelto la esperanza a los médicos, que iban a felicitarla todos los días por su coraje y su buen humor. Me había dicho por teléfono que volvía a dar su opinión sobre todo y a todos. Tenía ideas para la decoración y estaba montando una labor colectiva de patchwork. Criticaba el mal funcionamiento del hospital, su aberrante organización. Había solicitado ver al jefe del comité de empresa para solucionar con él varios detalles evidentes. Me pitorreaba de ella. Ella se defendía: “¡Pero les hablo de una simple cuestión de sentido común! ¡Nada más que de sentido común!”. Se estaba recuperando y yo conducía hacia la clínica más animado.
»Sin embargo, me llevé una impresión al verla. Ya no era my fair lady, sino un pollito amarillo. Su cuello, sus mejillas, sus manos, sus brazos, todo había desaparecido. Su piel era amarillenta y un poco gruesa, sus ojos parecían el doble de grandes, y lo que más me chocó fue su peluca. Se la debía de haber puesto un poco deprisa, y la raya no estaba en el medio. Yo intentaba darle noticias de la oficina, del bebé de Caroline y de los contratos pendientes, pero estaba obsesionado con aquella peluca, me daba miedo que se le cayera.
»Justo entonces llamó un hombre a la puerta. “Huy”, dijo al verme antes de dar media vuelta. Françoise lo llamó. “Pierre, le presento a Simon, mi amigo. Me parece que no se conocen”. Me levanté. No, no lo había visto nunca. Ni siquiera sabía que existía. Éramos tan púdicos, Françoise y yo… Me estrechó la mano con mucha fuerza y vi en su mirada toda la bondad del mundo. Dos ojillos grises, inteligentes, vivos y dulces. Mientras yo me volvía a sentar, se acercó a Françoise para besarla, ¿y entonces sabes lo que hizo?
—No.
—Tomó entre sus manos esa carita de muñeca rota como si hubiese querido besarla con frenesí y aprovechó para colocarle bien la peluca. Ella se quejó diciéndole que tuviera más cuidado, que al fin y al cabo yo era su jefe, y él se rió antes de desaparecer con el pretexto de ir a comprar el periódico.
»Y cuando cerró la puerta, Françoise se volvió despacio hacia mí. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Murmuró: “Si no llega a ser por él, no hubiera salido de ésta, ¿sabe…? Si lucho es porque todavía tengo tantas cosas que hacer con él… Tantas cosas…”.
»Su sonrisa era pavorosa. Su mandíbula era enorme, casi indecente. Me daba la impresión de que se le iban a caer los dientes. De que se le iba a agrietar la piel de las mejillas. Sentía náuseas. Y luego el olor… Esa mezcla de olor a medicinas, a muerte y a perfume Guerlain. Era difícilmente soportable y hacía un esfuerzo por no taparme la boca con la mano. Sentía que me iba a dar un vahído. Se me nublaba la vista. Oh, casi nada, me frotaba los ojos y me rascaba la nariz, haciendo como que me molestaba el polvo, pero cuando volví a mirarla, esforzándome por devolverle la sonrisa, me preguntó: “¿No se encuentra bien?”. Sí, sí, le contesté. Sentía que mi boca se torcía hacia abajo como los niños cuando están tristes. “Sí, sí, estoy bien… Es sólo que… No la veo a usted muy bien, Françoise…”. Ella cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada. “No se preocupe, voy a salir de esta… Ese hombre me necesita demasiado”.
»Me marché descompuesto. Caminaba apoyándome en las paredes. Tardé muchísimo en recordar dónde había dejado el coche y me perdí en aquel puñetero aparcamiento. ¿Pero qué me pasaba? ¿Qué me pasaba, por Dios? ¿Era por verla así? ¿Era por aquella mezcla de olor a depósito de cadáveres y lejía, o era sólo por el lugar? Toda aquella atmósfera de desgracia. De sufrimiento. Y mi pequeña Françoise con los brazos devastados, mi ángel perdido entre todos aquellos zombis. Perdida en aquella cama minúscula. ¿Qué le habían hecho a mi princesa? ¿Por qué la habían maltratado así?
»Sí, tardé muchísimo en encontrar mi coche, y tardé muchísimo en arrancar, y luego tardé también otros minutos en meter la primera, ¿y sabes por qué? ¿Sabes por qué me tambaleaba así? No era por ella, ni por sus catéteres o por su sufrimiento, claro que no. Era…
Levantó la cabeza.
—Era la desesperación. Sí, era el bumerán que volvía y se estrellaba en mi cara…
Silencio.
Al final dije:
—¿Pierre?
—¿Sí?
—Le va a parecer que soy una pelma, pero pensándolo bien sí que me apetecería una infusión…
Se levantó echando pestes para ocultar su gratitud.
—¡Madre mía! Nunca sabéis lo que queréis, mira que sois pesaditas…
Lo seguí a la cocina y me senté al otro lado de la mesa mientras él ponía a calentar agua. La luz me agredía. Bajé el muelle de la lámpara lo más posible mientras él abría todos los armarios.