—Por ti, Chloé.

Choqué mi copa contra la suya.

—Sí, por mí —repetí con una sonrisa torcida.

—Eres una chica fantástica.

—Sí, fantástica. Y fuerte, valiente… ¿Qué más?

—Graciosa.

—Ah, sí, se me olvidaba, graciosa.

—Pero injusta.

—…

—Eres injusta, ¿verdad?

—…

—¿Piensas que sólo me quiero a mí mismo?

—Sí.

—Entonces no eres injusta, eres tonta.

Le tendí mi copa.

—Sí, eso ya lo sabía… Sírvame un poco más ese líquido maravilloso.

—¿Piensas que soy un viejo cretino?

—Sí.

Asentí con la cabeza. No es que fuera mala, era desgraciada.

Él suspiró.

—¿Por qué soy un viejo cretino?

—Porque no quiere usted a nadie. Nunca se relaja. Nunca está presente. Nunca está entre nosotros. Nunca está en nuestras conversaciones y en nuestras tonterías, nunca está en nuestra mediocridad de bodorrio. Porque no es usted tierno, porque siempre está callado y su mutismo parece desdén. Porque…

—Vale, vale, con esto ya tengo bastante.

—Lo siento, contesto a su pregunta. Me ha preguntado por qué es un viejo cretino, y yo le contesto. Dicho esto, tampoco lo encuentro tan viejo…

—Muchas gracias, eres muy amable…

—No hay de qué.

Le enseñaba los dientes para sonreírle con ternura.

—Pero si yo fuera como dices tú, ¿entonces por qué te habría traído aquí? Por qué habría pasado todo este tiempo con vosotras y…

—Usted sabe muy bien por qué…

—¿Por qué?

—Por su sentido del honor. Esa coquetería de las buenas familias. Siete años hace que me tiene cerca y ésta es la primera vez que se interesa por mí… Le voy a decir lo que pienso. Usted no me parece ni benévolo, ni caritativo. Soy lúcida. Su hijo ha hecho una tontería, y usted va por detrás, arreglando el desaguisado. Va a intentar tapar las grietas como pueda. Porque a usted, eso de las grietas no le gusta, ¿eh, Pierre? ¡Oh, no! No le gusta nada de nada…

»Le diré más, pienso que me ha traído aquí para salvar las apariencias. El niño ha metido la pata, bueno, ahora hay que apretar los dientes y arreglar las cosas sin hacer comentarios. Antiguamente, lo que se hacía era darle un dinerito al paleto de turno cada vez que el coche del mocoso arrasaba sus sembrados, y hoy en día se saca un poco a la nuera para que le dé el aire. Estoy esperando el momento en que pondrá su tonillo lastimero para decirme que puedo contar con usted. Económicamente, me refiero. Se encuentra usted un poco en un apuro, ¿verdad? Es más complicado resarcir a una chica mayorcita como yo que al paleto del campo de remolachas…

Se levantó.

—Así que sí… era cierto… Eres tonta. Qué descubrimiento más espantoso…

»Anda, dame tu plato.

Estaba detrás de mí.

—Me hieres hasta un punto que ni te imaginas. Más que eso, me sangras. Pero estate tranquila, no te lo tengo en cuenta, lo achaco todo a tu tristeza…

Dejó delante de mí un plato humeante.

—Pero hay una cosa, eso sí, que no puedo dejarte decir impunemente, una sola cosa…

—¿Cuál? —dije levantando los ojos.

—No hables de remolachas, por favor. Te reto a encontrar el más mínimo campo de remolachas en kilómetros a la redonda…

Estaba contento consigo mismo y lleno de malicia.

—Mmm, qué rico… Me va a echar de menos como cocinera, ¿verdad?

—Como cocinera, sí, pero por lo demás, deja, deja… Me has quitado el apetito…

—¡¿En serio?!

—No.

—¡Ah bueno, qué susto me ha dado!

—Algo peor tendría que pasar para que no probara yo estos maravillosos espaguetis…

Plantó el tenedor en su plato y levantó un montón de espaguetis pegados.

—Mmm, ¿cómo es eso que dicen?… Al dente

Yo me reía.

—Me gusta cuando te ríes.

Permanecimos largo rato sin hablar.

—¿Está usted enfadado?

—No, enfadado no, más bien indeciso…

—Lo siento.

—Sabes, tengo la impresión de encontrarme ante algo inextricable. Una especie de nudo… Enorme…

—Yo quer…

—Calla, calla. Déjame hablar. Tengo que desenmarañar todo esto ahora. Es muy importante. No sé si puedes entenderme, pero tienes que escucharme. Tengo que tirar de un hilo, pero ¿de cuál? No lo sé. No sé por qué, ni por dónde empezar. Dios mío, es tan complicado… Si tiro del hilo que no es, o si tiro demasiado fuerte, corro el riesgo de apretar aún más el nudo. Apretarlo tan fuerte o tan mal que ya no se podrá hacer nada y me despediré de ti, abrumado. Porque, ¿sabes, Chloé?, mi vida, toda mi vida es como este puño cerrado. Estoy aquí, delante de ti, en esta cocina. Tengo sesenta y cinco años. No valgo nada. Soy ese viejo cretino al que regañabas hace un momento. No he entendido nada, nunca llegué a subir al sexto piso. He tenido miedo hasta de mi sombra y heme aquí ahora, heme aquí ante la idea de mi muerte y… No, te lo ruego, no me interrumpas… Ahora no. Déjame abrir este puño. Un poquito nada más.

Volví a llenar nuestras copas.

—Voy a empezar por lo más injusto, lo más cruel… Es decir, tú…

Se apoyó en el respaldo de la silla.

—La primera vez que te vi estabas toda azul. Me acuerdo, me impresionó. Todavía te estoy viendo en el marco de esta puerta… Adrien te sostenía y me tendiste una mano totalmente encogida de frío. No podías saludarme, no podías hablar, así que te apreté el brazo en señal de bienvenida y todavía recuerdo las marcas blancas que dejaron mis dedos en tu muñeca. Suzanne ya se estaba poniendo nerviosa, y Adrien le contestó riendo: «¡Os traigo a la pitufita!». Luego te llevó arriba y te metió en un baño hirviendo. ¿Cuánto tiempo te pasaste allí? No me acuerdo, sólo recuerdo que Adrien le repetía a su madre: «Tranquila, mamá, tranquila, en cuanto entre en calor, cenamos». Porque es verdad, teníamos hambre, bueno, yo por lo menos tenía hambre. Y ya me conoces, ya sabes cómo son los viejos cretinos cuando tienen hambre… Iba a ordenar que cenáramos sin esperaros cuando apareciste, con el pelo mojado y una sonrisa tímida, envuelta en un viejo albornoz de Suzanne.

»Esta vez tenías las mejillas rojas, rojas, rojas…

»Durante la cena nos contasteis que habíais quedado en la cola de un cine para ver Un domingo en el campo, que ya no había entradas, y que Adrien, vacilón —le viene de familia—, delante de su moto te había propuesto un domingo en el campo, justamente. O lo tomabas o lo dejabas, y tú lo habías tomado, lo cual explicaba tu avanzado estado de congelación porque te habías ido de París en camiseta y chubasquero nada más. Adrien te comía con los ojos y debía de resultarle difícil, porque seguías sin levantar la cabeza. Cuando hablaba de ti veíamos un hoyuelo, así que nos imaginábamos que nos sonreías… Recuerdo también que llevabas unas zapatillas de deporte que para qué…

—¡Unas Converse amarillas, es verdad!

—Sí, eso es. Así que ya puedes criticar las que le compré a Lucie el otro día… Mira, se lo tengo que decir, oye… No le hagas ni caso, bonita, cuando conocí a tu madre llevaba unas zapatillas amarillas con cordones rojos…

—¿Se acuerda también de los cordones?

—Me acuerdo de todo, Chloé, de todo, ¿me oyes? De los cordones rojos, del libro que leías al día siguiente debajo del cerezo mientras Adrien desmontaba su cacharro…

—¿Qué libro era?

El mundo según Garp, ¿no?

—Exactamente.

—Recuerdo que te habías ofrecido a Suzanne para desbrozar la escalerita que llevaba a la antigua bodega. Recuerdo las miradas de adoración que te lanzaba al verte deslomarte sobre las zarzas. Se leía «¿Nuera? ¿Nuera?» en letras doradas y parpadeantes delante de sus ojos. Os llevé al mercado de Saint-Amand, compraste queso de cabra y nos tomamos un Martini en la plaza del pueblo. Tú leías un artículo sobre Andy Warhol, creo, mientras Adrien y yo jugábamos al pin-ball

—Es alucinante, ¿cómo consigue acordarse de todo eso?

—Pues… no tiene mucho mérito… Era una de las pocas veces que compartíamos algo…

—¿Adrien y usted, quiere decir?

—Sí…

—Sí.

Me levanté para coger el queso.

—No, no, no cambies los platos, no hace falta.

—¡Que sí! Sé que no soporta comerse el queso en el mismo plato.

—¿En serio? Oh… Es verdad… Otra manía de viejo cretino, ¿no?

—Pues… sí, creo que sí…

Me tendió su plato con una mueca.

—Bruja.

Hoyuelos.

—Me acuerdo de vuestra boda, claro… Ibas cogida de mi brazo y estabas tan guapa… Te torcías los tobillos. Estábamos cruzando esa misma plaza de Saint-Amand cuando me susurraste al oído: «Debería usted raptarme, tiraría estos malditos zapatos por la ventana de su coche y nos iríamos a comer marisco donde Yvette…». Esa ocurrencia me dio vértigo. Yo apretujaba mis guantes con la mano. Ten, sírvete tú primero…

—No, no, sírvase usted.

—¿Qué más podría decirte?… Recuerdo que un día habíamos quedado en el café que hay justo debajo de mi oficina para que me devolvieras un cucharón, o no sé qué cosa que Suzanne te había prestado. Te debí de parecer desagradable ese día, tenía prisa, estaba preocupado… Me marché antes de que te diera tiempo a terminarte el té. Te hacía preguntas sobre tu trabajo y probablemente no escuchaba tus respuestas, bueno, en fin… Pues bien, esa misma noche, durante la cena, cuando Suzanne me dijo: «¿Qué hay de nuevo?», así sin más, por preguntar, le contesté:

»—Chloé está embarazada.

»—¿Te lo ha dicho ella?

»—No. De hecho, ni siquiera sé si ella misma lo sabe…

»Suzanne se encogió de hombros y levantó los ojos al cielo, pero yo tenía razón. Unas semanas más tarde nos anunciasteis la buena noticia…

—¿Cómo lo adivinó?

—No lo sé… Me pareció que tu cutis había cambiado, que tu cansancio era por otra cosa…

—…

—Podría seguir hablando así durante mucho rato. ¿Ves?, eres injusta. ¿Qué es lo que habías dicho? Que en todo este tiempo, en todos estos años, nunca me había interesado por ti… Oooh, Chloé, ¿no te da vergüenza?

Me ponía cara de enfado.

—En cambio, sí soy egoísta, en eso tienes razón. Te digo que no quiero que te vayas, porque no quiero que te vayas. Pienso en mí. Me siento más unido a ti que a mi propia hija. Mi propia hija no me dirá jamás que soy un viejo cretino, ¡se contenta con pensar que soy un cretino a secas!

Se levantó para coger el salero.

—Pero… ¿qué te pasa?

—Nada. No me pasa nada.

—Sí, estás llorando.

—Que no, que no estoy llorando. Mire, no estoy llorando.

—¡Sí que estás llorando! ¿Quieres un vaso de agua?

—Sí.

—Oh, Chloé… No quiero que llores. Me pone triste.

—¡Y dale! ¡Siempre usted! Es incorregible…

Intentaba bromear, pero me salían pompas de moco por la nariz, daba pena verme.

Reía. Lloraba. Ese vino no me alegraba en absoluto.

—No debería haberte hablado de todo esto…

—No, no, claro que sí. Son mis recuerdos también… Sólo tengo que hacerme un poco a la idea. No sé si se da usted cuenta, pero la situación es muy nueva para mí… Hace quince días yo era aún una madre de familia por todo lo alto. Hojeaba mi agenda en el metro para organizar cenas y me limaba las uñas pensando en las vacaciones. Me decía a mí misma: «¿Nos llevamos a las niñas o nos vamos los dos solos?». Bueno, ya ve usted en qué consistía el dilema…

»Me decía también: “Tendríamos que buscar otro apartamento, éste está bien, pero es demasiado oscuro…”. Esperaba a que Adrien se encontrara mejor para comentárselo, porque saltaba a la vista que no andaba muy allá últimamente… Irritable, susceptible, cansado… Me preocupaba por él, me decía a mí misma: “Me lo van a matar en esta empresa de locos, pero ¿de qué van con estos horarios absurdos?”.

Se volvió hacia el fuego.

—Por todo lo alto pero no muy lista, ¿eh?

»Lo esperaba para cenar. Esperaba durante horas. A menudo, incluso, me quedaba dormida esperándolo… Volvía por fin, con la cara desencajada y el rabo entre las patas. Yo me iba a la cocina bostezando. Me ponía a preparar cosas. Él no tenía hambre, claro, tenía esa decencia de no tener ya apetito. ¿O quizá es que picaban algo antes? Quizá…

»¡Cómo debía de costarle sentarse frente a mí! Qué pesada debía de resultar yo con mi alegría sosa y mis culebrones sobre la vida de la plaza Firmin-Gédon. Qué suplicio para él cuando lo pienso… A Lucie se le ha caído un diente; mi madre no se encuentra bien; la chica au pair polaca del pequeño Arthur sale con el hijo de la vecina; esta mañana he terminado la escultura de mármol; Marion se ha cortado el pelo, está horrorosa; la profesora quiere cajas de huevos; pareces cansado; tómate un día libre; dame la mano; ¿quieres más espinacas? Pobre… qué suplicio para un hombre infiel pero escrupuloso. Qué suplicio… Pero yo no veía nada. No vi venir nada, ¿comprende? ¿Cómo se puede estar tan ciega? ¿Cómo? Una de dos: o era una estúpida de cuidado o confiaba totalmente en él. Lo cual está visto que viene a ser lo mismo…

Me dejé caer hacia atrás sobre el respaldo.

—Ah, Pierre… Qué asco de vida…

—Es bueno, ¿verdad?

—Mucho. Lástima que cumpla tan poco sus promesas…

—Es la primera vez que lo bebo.

—Yo también.

—Es como tu rosal, lo compré por la etiqueta…

—Sí. Qué asco… Es absurdo.

—Pero aún eres joven…

—No, soy vieja. Me siento vieja. Estoy gastada. Siento que me voy a volver desconfiada. Voy a mirar mi vida a través de una mirilla. Ya no abriré más la puerta. Atrás. Enseñad la patita. Muy bien, ahora la otra. Descalzaos antes de entrar. Quedaos en el vestíbulo. Quietos ahí.

—No, nunca te convertirás en una mujer así. Por mucho que quisieras, no podrías. La gente seguirá entrando y saliendo de tu vida, volverás a sufrir y así está muy bien. No me preocupas.

—No, claro…

—Claro, ¿qué?

—No le preocupo. A usted no le preocupa nadie de todas maneras…

—Es verdad, tienes razón. No sé acercarme.

—¿Por qué?

—No lo sé. Porque los demás no me interesan, supongo…

—… Salvo Adrien.

—¿Qué pasa con Adrien?

—Pienso en él.

—¿Le preocupa a usted Adrien?

—Sí, creo que sí… Sí.

»En todo caso, es el que más me preocupa…

—¿Por qué?

—Porque es desgraciado.

Yo alucinaba.

—¡Lo que hay que oír! No es nada desgraciado… ¡Al contrario, es muy feliz! Ha cambiado una mujer gastada y aburrida por una nuevecita y pizpireta. Su vida es mucho más divertida ahora, ¿sabe usted?

Me remangué.

—A ver, por ejemplo, ¿qué hora es ahora? Las diez menos cuarto. ¿Dónde está el pobrecito mártir? ¿Dónde está? ¿En el cine, o en el teatro, tal vez? O cenando en algún sitio. Ya deben de haber terminado el primer plato… Le manosea la palma de la mano pensando en después. Cuidado, llega el segundo plato, ella recupera su mano y le devuelve la sonrisa. O están en la cama… Que es lo más probable, ¿no? Al principio se hace mucho el amor, si mal no recuerdo…

—Estás siendo cínica.

—Me estoy protegiendo.

—Haga lo que haga, es desgraciado.

—¿Por mi culpa, quiere usted decir? ¿Le estoy aguando la fiesta? Mira que soy ingrata…

—No, por tu culpa, no, por su culpa. Por culpa de esta vida, que no hace nada como uno le pide. Nuestros esfuerzos son irrisorios…

—Tiene usted razón, pobrecito él…

—No me estás escuchando.

—No.

—¿Por qué no me escuchas?

Yo mordisqueaba un pedazo de pan.

—Porque es usted una apisonadora, lo destruye todo a su paso. Mi tristeza le… ¿Qué le hace mi tristeza? Le incomoda y pronto le fastidiará, lo sé perfectamente. Y esta historia de lazos de sangre… Esa idea estúpida… No ha sido usted capaz ni una jodida vez de abrazar a sus hijos, de decirles una sola vez que los quería, pero con todo, sé que los defenderá siempre. Digan lo que digan, hagan lo que hagan, siempre tendrán razón frente a los bárbaros que somos los demás. Nosotros que no llevamos su apellido.

»Parece que sus hijos no le han dado tantos motivos de satisfacción, pero es usted el único que puede criticarlos. ¡El único! Adrien se ha largado dejándome tirada con las niñas. Bueno, eso también lo contraría, pero ya no espero oírle decir alguna palabra de reproche. Alguna palabra de reproche… no cambiaría nada, pero ¡me haría tanta ilusión! Tanta ilusión, si usted supiera… Sí, es lamentable… Soy lamentable. Pero unas pocas palabras bien dichas, bien mordaces, como se le da tan bien a usted… ¿Por qué no para él? Me las merezco, después de todo. Espero la condena del patriarca sentado en el otro extremo de la mesa. Con la de años que llevo escuchándole dividir el mundo. Los buenos y los malos, los que merecen su estima y los que no la merecen. Con la de años que llevo tragándome sus sermones, su autoridad, sus mohines de desagrado, sus silencios… Toda esa afectación. Toda esa afectación… Con la de tiempo que lleva dándonos la tabarra, Pierre…

»Sabe, soy una persona sencilla y necesito oírle decir: “Mi hijo es un cabrón y te pido disculpas”. Lo necesito, ¿comprende?

—No cuentes conmigo.

Recogí los platos.

—No contaba con usted.

—¿Quiere algo de postre?

—No.

—¿No quiere nada?

—Así que se ha ido todo al garete… He debido de tirar del hilo equivocado…

Yo ya no le escuchaba.

—El nudo se ha apretado más y ahora estamos más lejos que nunca el uno del otro. Así que soy un viejo cretino… Un monstruo… ¿Y qué más?

Yo buscaba la bayeta.

—¡¿Y qué más?!

Lo miré a los ojos.

—Mire, Pierre, durante años he vivido con un hombre que no se tenía en pie porque su padre nunca lo había respaldado como es debido. Cuando conocí a Adrien, no se atrevía a dar un paso por miedo a decepcionarlo. Y todo aquello que hacía me deprimía porque no lo hacía nunca por él, sino por usted. Para impresionarle o para fastidiarle. Para provocarle o para agradarle. Era patético. Yo apenas tenía veinte años y renuncié a toda mi vida por él. Para escucharle y para acariciarle la nuca cuando por fin se me confiaba. No me arrepiento de nada, de todas formas no podía hacer las cosas de otra manera. Me ponía enferma que un chico como él se denigrara hasta ese punto. Pasamos noches enteras desenmarañándolo todo y poniendo las cosas en su sitio. Le hice reaccionar. Le dije mil veces que su historia era demasiado fácil. ¡Que era demasiado fácil! Hicimos buenos propósitos y luego los pisoteamos, hicimos otros nuevos, y al final dejé mis estudios para que él pudiese reanudar los suyos. Me puse manos a la obra y, durante tres años, lo llevé todos los días a la universidad antes de ir a perder el tiempo en los sótanos del Louvre. Era un acuerdo entre los dos: yo no me quejaba con la condición de que él no me hablara más de usted. No tengo mérito. Nunca le dije que era el mejor. Sólo lo amé. Lo amé. ¿Sabe de qué le estoy hablando?

—…

—Entonces comprenderá usted que hoy esté un poco de mal café…

Pasaba la bayeta alrededor de sus manos apoyadas en la mesa.

—Se ha recuperado la confianza, el hijo pródigo ha cambiado. Ha vivido su vida como un chico maduro y ahora deja su vieja piel ante la mirada enternecida del malvado papá. Reconocerá usted que es un poco duro, ¿no?

—…

—¿No dice usted nada?

—No. Me voy a la cama.

Puse en marcha el lavaplatos.

—Eso, hala, buenas noches.

Me mordía los puños.

Me guardaba para mí cosas horrorosas.

Cogí mi copa y fui a sentarme en el sofá. Me descalcé y me acurruqué debajo de los cojines. Me levanté otra vez para coger la botella que estaba encima de la mesa. Aticé el fuego, apagué la luz y volví a enterrarme tranquilamente.

Lamentaba no estar aún borracha.

Lamentaba estar ahí.

Lamentaba… ¡Lamentaba tantas cosas!

Tantas cosas…

Apoyé la cabeza en el reposabrazos y cerré los ojos.