El día siguiente se me hizo muy largo.

Fuimos a pasear. Fuimos a llevarles pan a los caballos del club de equitación y nos quedamos un buen rato con ellos. Marion se subió a lomos del poni. Lucie no quiso.

Tenía la impresión de cargar con una mochila muy pesada.

Por la noche había función. Tengo suerte, en mi casa hay función todas las noches. Esta vez, el programa era: La niña que iva a bolar como el biento. Se esforzaron mucho por distraerme.

No dormí bien.

A la mañana siguiente, ya no estábamos de humor. Hacía demasiado frío.

Las niñas lloriqueaban sin parar.

Había intentado entretenerlas jugando a los hombres prehistóricos.

—Mirad atentamente cómo hacían los hombres prehistóricos para prepararse sus tazones de Nesquik… Ponían el cazo de leche en el fuego, sí, así exactamente… ¿Y su tostada? Nada más fácil, el trozo de pan en una parrilla, y hala, sobre el fuego… ¡Pero ojo! No mucho rato, ¿eh?, que si no se convierte en carbón. ¿Quién quiere jugar conmigo a los hombres prehistóricos?

Les traía sin cuidado, no tenían hambre. Lo que querían era su porquería de televisión.

Me quemé. Marion lloró al oírme gritar y Lucie derramó su taza de leche sobre el sofá.

Me senté y me llevé las manos a la cabeza.

Soñaba con poder desenroscarla, dejarla en el suelo delante de mí y pegarle un patadón que la mandara rodando lo más lejos posible.

Tan lejos que nadie pudiera encontrarla nunca.

Pero ni siquiera sé chutar.

No atinaría a darle, seguro.

Pierre llegó justo en ese momento.

Lo sentía muchísimo, explicaba que no había podido comunicarse conmigo antes porque no había línea, y agitaba una bolsa de cruasanes calientes delante de las niñas.

Éstas reían. Marion buscaba su mano y Lucie le ofrecía un café prehistórico.

—¿Un café prehistórico? ¡Con mucho gusto, señorita Crobombón!

Se me saltaban las lágrimas.

Apoyó su mano en mi rodilla.

—Chloé… ¿estás bien?

Tenía ganas de decirle que no, que no estaba nada bien, pero me alegraba tanto de volver a verlo que le contesté lo contrario.

—La panadera tiene luz, así que no puede ser una avería de la red. Voy a investigar de qué se trata… ¡Eh, chicas, mirad, hace un tiempo magnífico! Vestíos, vamos a coger champiñones. ¡Con todo lo que llovió ayer, tiene que haber montones!

Lo de «chicas» también iba por mí… Subimos las escaleras soltando risitas agudas.

Qué bien se lo pasa uno con ocho años.

Fuimos caminando hasta el Molino del Diablo. Un caserón siniestro que fascina a los niños desde hace varias generaciones.

Pierre explicó a las niñas los agujeros de las paredes.

—Eso es una cornada… y eso de allí, las marcas de sus pezuñas…

—¿Por qué dio con las pezuñas en las paredes?

—Ah… Ésa es una larga historia… Porque ese día estaba muy enfadado…

—¿Y por qué ese día estaba muy enfadado?

—Porque su prisionera se había escapado.

—¿Y quién era su prisionera?

—La hija de la panadera.

—¿La hija de la señora Pécaut?

—¡No, hombre, no, su hija no! Su tatarabuela, más bien.

—¿En serio?

Enseñé a las niñas a hacer cocinitas con cascabillos de bellota. Encontramos un nido vacío, guijarros, piñas. Cogimos narcisos silvestres y partimos ramas de avellano. Lucie recogió musgo para sus muñecas y Marion no se bajó de los hombros de su abuelo.

Cogimos dos champiñones. ¡Los dos tenían una pinta sospechosa!

En el camino de vuelta se oía el canto del mirlo y la voz intrigada de una niña que preguntaba:

—¿Pero por qué capturó el diablo a la tatarabuela de la señora Pécaut?

—¿No lo adivinas?

—No.

—¡Pues porque era muy goloso!

Lucie pegaba bastonazos a los helechos para ahuyentar al diablo.

Y yo, ¿a qué podía yo pegarle bastonazos?

—¿Chloé?

—Sí.

—Quería decirte… Espero que… Bueno, más bien me gustaría… Sí, eso es, me gustaría… Me gustaría que volvieses a esta casa porque… sé que te gusta mucho… Has hecho tantas cosas aquí… En las habitaciones… En el jardín… Antes de que tú vinieses no había jardín, ¿sabes? Prométeme que volverás. Con o sin las niñas…

Me volví hacia él.

—No, Pierre. Sabe bien que no.

—¿Y tu rosal? ¿Cómo se llamaba, que no me acuerdo? Ese rosal que plantaste allí el año pasado…

—Muslo de ninfa conmovida.

—Sí, eso es. Te gustaba tanto…

—No, lo que me gustaba era el nombre… Mire, las cosas ya son bastante difíciles de por sí…

—Perdón, perdón.

—Pero ¿y usted? ¿Se ocupará usted de él?

—¡Por supuesto! Muslo de ninfa conmovida, imagínate… ¿Cómo no ocuparme de él?

Era un poco forzado.

De vuelta a casa, nos encontramos por el camino con el viejo Marcel que volvía del pueblo. Su bicicleta zigzagueaba peligrosamente. Por qué milagro consiguió detenerse sin caer, jamás lo sabremos. Sentó a Lucie en el sillín y nos ofreció el último chato del día.

La señora Marcel besó a las niñas de los pies a la cabeza y las puso delante de la tele con una bolsa de caramelos en las rodillas. «¡Tiene parabólica, mamá! ¿Te das cuenta? ¡Un canal en el que sólo ponen dibujos animados!».

Aleluya.

¡Ir hasta el quinto pino, saltar setos, vallas, zanjas, taparse la nariz, cruzar el patio del viejo Marcel y ver Teletoon comiendo gominolas!

A veces la vida es maravillosa…

La tormenta, las vacas locas, la Unión Europea, la caza, los muertos y los vivos… En un momento dado, Pierre preguntó:

—Dígame, Marcel, ¿se acuerda usted de mi hermano?

—¿De quién? ¿De Paul? Y tanto que me acuerdo de ese granuja… Me volvía loco con sus silbatitos. ¡Bien que me engañaba cuando íbamos de caza! ¡Me hacía oír pájaros que ni siquiera son de por aquí! ¡El muy cabrito! ¡Los perros sí que se volvían tarumba! ¡Y tanto que me acuerdo de él! Era un buen chaval… Solía ir al bosque con mi padre… Todo había que enseñárselo, todo había que explicárselo… ¡Madre mía! ¡Anda que no hacía preguntas! Decía que quería estudiar para trabajar en los bosques. Me acuerdo que mi padre le contestaba: «¡pero para eso no necesitas estudios, chaval! ¿Qué más te pueden enseñar los maestros que no te enseñe yo?». Y él no contestaba, decía que era para ver todos los bosques del planeta, para ver mundo, para darse una vuelta por África y por Rusia, pero que después, volvería aquí y nos lo contaría todo.

Pierre lo escuchaba moviendo suavemente la cabeza, para animarlo a seguir y a seguir hablando.

La señora Marcel se levantó. Volvió tendiéndonos un bloc de dibujo.

—Esto es lo que el niño, bueno, ya no era tan niño entonces, me regaló un día para darme las gracias por mis buñuelos. Mire, era mi perro.

Conforme iba pasando las páginas, admirábamos las gracias de un pequeño fox con cara de chucho y que tenía toda la pinta de estar mimadísimo.

—¿Cómo se llamaba? —pregunté.

—No tenía nombre, pero siempre decíamos «¿Ande está?» porque se largaba a cada rato… Y de eso se murió, sí… Ah… Qué cariño le teníamos, pero qué cariño le teníamos a ese chucho… Una cosa mala… Es la primera vez en mucho tiempo que vuelvo a ver estos dibujos. Normalmente no me gusta hurgar ahí, me vienen de golpe a la cabeza demasiados muertos…

Los dibujos eran maravillosos. «¿Ande está?» era un fox marrón con largos bigotes negros y cejas pobladas.

—Se llevó una bala… Les robaba las presas a los cazadores furtivos, el muy imbécil…

Me levanté, teníamos que irnos antes de que fuera noche cerrada.

—Mi hermano murió por culpa de la lluvia. Porque lo pusieron de guardia demasiado tiempo bajo la lluvia, ¿te das cuenta?

No contesté nada, estaba demasiado ocupada en mirar dónde ponía los pies para no pisar los charcos.