—¿Qué puedo hacer para ayudarlo?
Se había atado un trapo a la cintura.
—¿Ya se han ido a la cama Lucie y Marion?
—Sí.
—¿No tendrán frío?
—No, no, están muy bien. Pero dígame qué puedo hacer…
—Podrías llorar sin que ello me mortifique por una vez… Me sentaría bien verte llorar sin motivo. Anda, toma, córtame esto —añadió tendiéndome tres cebollas.
—¿Le parece que lloro demasiado?
—Sí.
Silencio.
Cogí la tabla de madera que había junto al fregadero y me senté delante de él. Su rostro estaba otra vez tenso. Sólo se oía el crepitar del fuego.
—No es eso lo que he querido decir…
—¿Perdón?
—No es eso lo que he querido decir, no pienso que llores demasiado, es sólo que estoy abrumado. Estás tan guapa cuando sonríes…
—¿Quieres beber algo?
Asentí con la cabeza.
—Vamos a esperar a que se caliente un poco, sería una pena… ¿Quieres un Bushmill, mientras tanto?
—No, gracias.
—¿Y por qué no?
—No me gusta el whisky.
—¡Insensata! ¡No tiene nada que ver! Tú prueba esto…
Me llevé la copa a los labios y me pareció infame. No había comido nada en varios días, estaba borracha. Mi cuchillo resbalaba sobre la piel de las cebollas y mi nuca se había volatilizado. Iba a cortarme un dedo. Me sentía bien.
—¿Es bueno, eh? Me lo regaló Patrick Frendall cuando cumplí sesenta años. ¿Te acuerdas de Patrick Frendall?
—Eh… no.
—Sí, sí, creo que lo has visto aquí alguna vez, ¿no te acuerdas? Un tipo enorme con unos brazos gigantescos…
—¿El que lanzó a Lucie por los aires hasta que casi vomita?
—Exacto —contestó Pierre sirviéndome otra copa.
—Sí, me acuerdo de él…
—Lo aprecio mucho, pienso en él muy a menudo… Es extraño, lo considero uno de mis mejores amigos y eso que apenas lo conozco…
—¿Usted tiene mejores amigos?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Por nada. O sea… No sé. Nunca le he oído hablar de ellos.
Mi suegro cortaba con esmero sus rodajas de zanahorias. Siempre es divertido mirar a un hombre que cocina por primera vez en su vida. Esa manera de seguir la receta al pie de la letra como si Ginette Mathiot fuese una diosa muy susceptible.
—Aquí pone «cortar las zanahorias en rodajas de tamaño medio», ¿tú crees que estará bien así?
—¡Perfecto!
Me reía. Sin nuca, no hacía más que dar cabezadas.
—Gracias… ¿De qué estaba hablando? Ah, sí, de mis amigos… A decir verdad, he tenido tres… Patrick, al que conocí en un viaje a Roma. Una santurronería de mi parroquia… Mi primer viaje sin mis padres… Tenía quince años. No entendía nada de lo que me soltaba aquel irlandés que me sacaba dos cabezas, pero enseguida nos conchabamos. Se había educado con la gente más católica del mundo, y yo acababa de salir de la asfixia familiar… Dos cachorros sueltos en la Ciudad eterna… ¡Qué peregrinación!
Todavía le daban escalofríos al recordarlo.
Salteaba las cebollas y las zanahorias en una olla con costillas ahumadas. Olía muy bien.
—Y luego, Jean Théron, al que tú conoces, y mi hermano, Paul, al que nunca has visto porque murió en el año 56…
—¿Consideraba a su hermano como su mejor amigo?
—Era más que eso incluso… Tú, Chloé, tal y como te conozco, lo habrías adorado. Era un chico fino, divertido, pendiente de unos y otros, siempre alegre. Pintaba… Mañana te enseñaré sus acuarelas, están en mi despacho. Conocía el trino de todos los pájaros. Era guasón, pero sin llegar nunca a herir a nadie. Era un chico encantador. Verdaderamente encantador. De hecho todos lo adoraban…
—¿De qué murió?
Mi suegro se dio la vuelta.
—Se fue a Indochina. Volvió de allí enfermo y medio loco. Murió de tuberculosis el 14 de julio de 1956.
—…
—Huelga decirte que después de eso, mis padres ya nunca volvieron a ver un solo desfile en su vida. También las fiestas y los fuegos artificiales se acabaron para ellos.
Añadía los trozos de carne y les daba vueltas y vueltas para que se doraran bien.
—Pero sabes, lo peor era que se había alistado voluntario… Por aquel entonces era estudiante. Era brillante. Quería trabajar en el Instituto Nacional de Bosques. Le gustaban los árboles y los pájaros. No debería haberse marchado a Indochina. No tenía ningún motivo para ir. Ninguno. Era un hombre dulce, pacifista, que citaba a Giono y que…
—¿Entonces por qué?
—Por una chica. Un mal de amores de lo más tonto. Una estupidez, de hecho ni siquiera era una chica, era casi una niña. Una historia absurda. Al mismo tiempo que te digo esto, y cada vez que pienso en ello, me abruma la inanidad de nuestras vidas. Un buen chico que se va a la guerra por culpa de una chica enfurruñada es algo grotesco. La típica historia de novelita rosa. ¡Estas cosas sólo pasan en los melodramas!
—¿Ella no lo amaba?
—No. Pero Paul estaba loco por ella. La adoraba. Se conocían desde que ella tenía doce años, le escribía cartas que seguro que ni siquiera comprendía. Se fue a la guerra para darse importancia. ¡Para que viera lo hombre que era! La víspera de su partida, todavía el muy tonto fanfarroneaba: «Cuando os la pida, no le deis enseguida mi dirección, quiero ser yo el primero en escribirle…». Y tres meses más tarde, se prometía con el hijo del carnicero de la calle Passy.
Echó un montón de especias distintas, todas las que pudo encontrar en los armarios.
No sé qué hubiera opinado Ginette de esto…
—Un mozarrón de lo más soso que se pasaba el día deshuesando trozos de carne en la trastienda de su padre. Qué golpe para nosotros, imagínate. Le había dado calabazas a nuestro Paul por aquel papanatas. Y él estaba allí, en la otra punta del mundo, pensando en ella probablemente, componiéndole versos, el muy tonto, y ella en cambio sólo pensaba en salir los sábados por la noche con aquel zafio que tenía permiso para coger prestado el coche de papá. Un Frégate azul celeste, me acuerdo… Por supuesto, ella era libre de no corresponderle, claro, pero Paul era demasiado exaltado, no podía hacer nada sin bravura, sin… sin brío. Qué desperdicio…
—¿Y después?
—Después, nada. Mi hermano volvió y mi madre cambió de carnicero. Paul pasaba mucho tiempo en esta casa, de la que ya casi no salía. Dibujaba, leía, se quejaba de que ya no podía dormir. Tenía muchos dolores, tosía todo el rato, y luego se murió. A los veintiún años.
—No habla nunca de él…
—No.
—¿Por qué?
—Me gustaba hablar de él con los que lo habían conocido, era más fácil…
Aparté mi silla de la mesa.
—Voy a poner la mesa. ¿Dónde quiere cenar?
—Aquí mismo, en la cocina está muy bien.
Apagó la luz general y nos sentamos uno enfrente del otro.
—Está delicioso.
—¿De verdad te lo parece? Se me ha pasado un poco, ¿no?
—No, no, de verdad, está perfecto.
—Eres demasiado buena.
—Su vino sí que es bueno. Hábleme de Roma.
—¿De la ciudad?
—No, de esa peregrinación… ¿Cómo era usted a los quince años?
—Oh… ¿que cómo era? Era el chico más bobalicón del mundo. Intentaba seguir las grandes zancadas de Frendall. Le hacía burla, le hablaba de París, del Moulin Rouge, afirmaba lo que fuera, mentía descaradamente. Él se reía, contestaba cosas que yo tampoco entendía y que me hacían reír a mi vez. Nos pasábamos el rato robando monedas de las fuentes y riéndonos como dos tontos cada vez que nos cruzábamos con una persona del sexo opuesto. Éramos verdaderamente patéticos, cuando lo pienso… Ya no me acuerdo del motivo de la peregrinación. Seguro que era por alguna buena causa, una intención de oración, como se suele decir… Ya no me acuerdo… Para mí fue una enorme bocanada de oxígeno. Aquellos pocos días cambiaron mi vida. Había descubierto el sabor de la libertad. Era como… ¿Quieres repetir?
—Con gusto, sí.
—También había que ver el contexto… Acabábamos de fingir que habíamos ganado una guerra. Se respiraba mucha acritud en el ambiente. No podíamos mencionar a nadie, ya fuera un vecino, un tendero, o los padres de un compañero de clase, sin que mi padre lo metiera enseguida en un cajoncito: delator o delatado, cobarde o inútil. Era horroroso. No te lo puedes imaginar, pero créeme, para un niño es horroroso… De hecho ya no le dirigíamos la palabra… o casi nada… El mínimo filial, probablemente… Pero con todo, un día le pregunté: «Si tan penosa era vuestra humanidad, ¿entonces por qué habéis luchado por ella?».
—¿Y él qué contestó?
—Nada… desprecio.
—¡Vale, vale, gracias, no me sirva tanto!
—Yo vivía en el primer piso de un edificio muy gris, en un rincón perdido del distrito dieciséis. Era de una tristeza… Mis padres no se podían permitir vivir allí, pero estaba el prestigio del barrio, hazte cargo. ¡El distrito dieciséis! Vivíamos en un apartamento siniestro en el que apenas cabíamos, donde jamás entraba el sol, y mi madre no nos dejaba abrir las ventanas porque justo debajo había unas cocheras. Temía que sus cortinas se ennegreciesen… ¡Caramba, este vinito de Burdeos me suelta la lengua y la memoria! Me aburría mortalmente. Era demasiado joven para que mi padre se interesara por mí y mi madre mariposeaba.
»Salía mucho. “Tiempo dedicado a la parroquia”, solía decir ella, levantando los ojos al cielo. Sobreactuaba, le molestaba la bobería de algunas señoras beatonas que se sacaba totalmente de la manga, se quitaba los guantes, los tiraba sobre la consola del recibidor con el gesto de alguien que está harto de estar al servicio de los demás, suspiraba, revoloteaba, parloteaba, mentía, se contradecía a veces. La dejábamos hablar. Paul la llamaba Sarah Bernhardt, y mi padre retomaba la lectura del Figaro sin hacer comentarios cuando ella salía de la habitación… ¿Quieres patatas?
—No, gracias.
—Iba al colegio Janson-de-Sailly. Yo era tan gris como mi edificio. Leía Corazones intrépidos y las aventuras de Flash Gordon. Todos los jueves jugaba al tenis con los hijos de los Mortellier. Era… era un niño muy bueno y sin pizca de gracia. Soñaba con coger el ascensor y subir al sexto piso para ver… Ya ves tú qué aventura… ¡Subir al sexto piso! Vaya pánfilo estaba yo hecho…
»Esperaba a Patrick Frendall.
»¡Esperaba al Papa!
Se levantó para atizar el fuego.
—En fin… No fue la revolución… Un recreo como mucho. Yo siempre pensé que algún día… ¿cómo te diría yo?… me liberaría. Pero no. Nunca. Nunca dejé de ser ese niño muy bueno y sin gracia. Bueno, ¿y por qué te cuento yo todo esto? ¿Por qué me he puesto de pronto tan charlatán?
—Se lo he preguntado yo…
—Sí, bueno… ¡pero no es razón! ¿No te estoy aburriendo con mi pequeño arranque de nostalgia?
—No, no, qué va, al contrario, me gusta…
A la mañana siguiente, encontré una nota en la mesa de la cocina: «Voy a la oficina y vuelvo».
Había café y un enorme tronco sobre el morillo.
¿Por qué no me había avisado de que se iba?
Qué hombre más extraño… Como un pez… que se zafa y se escabulle entre tus dedos…
Me serví una gran taza de café y me lo tomé de pie, apoyada en la ventana de la cocina. Contemplaba a los petirrojos que se arremolinaban sobre el pedazo de manteca de cerdo que las niñas habían dejado ayer sobre el banco.
El sol estaba apenas por encima del seto.
Esperaba a que se despertaran. La casa estaba demasiado tranquila.
Me apetecía un cigarrillo. Era absurdo, hacía años que ya no fumaba. Sí, pero ¿y qué?, así es la vida… Haces gala de una fuerza de voluntad tremenda, y un buen día, una mañana de invierno decides recorrerte cuatro kilómetros con un frío que pela para comprar una cajetilla, o amas a un hombre, tienes dos hijos con él y una mañana de invierno te enteras de que te deja porque ama a otra. Añade que está confuso, que se ha equivocado.
Como al teléfono: «Perdone, me he equivocado».
No pasa nada, no se preocupe…
Una pompa de jabón.
Hace viento. Salgo para poner a cubierto la manteca.
Veo la tele con las niñas. Estoy abrumada. Los protagonistas de sus dibujos animados me parecen bobos y caprichosos. Lucie se molesta, dice que no con la cabeza, me pide por favor que me calle. Me apetece hablarle de Candy.
Yo, cuando era pequeña, estaba loca por Candy.
Candy no hablaba nunca de dinero. Sólo de amor. Pero me callé. Para lo que me ha servido hacer como la maruja de Candy…
El viento sopla cada vez más fuerte. Abandono la idea de ir al pueblo.
Pasamos la tarde en el desván. Las niñas se disfrazan. Lucie agita un abanico ante la cara de su hermana:
—¿Tiene usted demasiado calor, señora condesa?
La señora condesa no puede ni moverse. Tiene demasiados sombreros en la cabeza.
Bajamos una vieja cuna. Lucie dice que hay que pintarla.
—¿De rosa? —le pregunto.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Soy muy lista.
Suena el teléfono. Contesta Lucie.
Al final, le oigo preguntar:
—¿Quieres hablar ahora con mamá?
Cuelga un momento después. No vuelve con nosotras.
Yo sigo arreglando la cuna con Marion.
Me la encuentro cuando bajo a la cocina. Tiene la barbilla apoyada en la mesa. Me siento a su lado.
Nos miramos.
—¿Algún día tú y papá volveréis a estar enamorados?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
—De todas maneras, ya lo sabía…
Se levanta y añade:
—¿Sabes qué otra cosa te quería decir también?
—No. ¿Qué?
—Pues que los pájaros ya se lo han comido todo…
—¿De verdad? ¿Estás segura?
—Sí, ven a verlo…
Rodea la mesa y me coge de la mano.
Estábamos delante de la ventana. Tenía a mi lado a esa niña rubia. Llevaba una vieja corbata de esmoquin y una enagua carcomida por las polillas. Sus «You’re a Barbie girl!» cabían dentro de los botines de su bisabuela. Mi mano grande de mamá envolvía la suya por completo. Contemplábamos los árboles del jardín que se doblaban por la fuerza del viento y probablemente pensábamos las dos en lo mismo…