Cuando estábamos haciendo cola en la caja, mi suegro me confesó que hacía más de diez años que no pisaba un gran almacén.
Pensé en Suzanne.
Siempre sola detrás del carrito de la compra.
Siempre sola en todas partes.
Después de comerse los Macnuggets, las niñas se fueron a jugar a una especie de jaula llena de pelotas multicolores. Un chico les pidió que se quitaran los zapatos y yo me quedé con las horrorosas zapatillas «You’re a Barbie girl!» de Lucie.
Lo peor era esa especie de talón compensado transparente…
—¿Cómo ha podido usted comprar algo tan horrible?
—Le hace tanta ilusión… Intento no cometer los mismos errores con la nueva generación… Mira, es como este lugar… Yo nunca habría venido aquí con Christine y Adrien si hubiese sido posible hace treinta años. ¡Jamás! ¿Y por qué, me digo hoy a mí mismo, por qué haberles privado de este tipo de ilusión? Después de todo, ¿qué me habría costado? ¿Un mal rato? ¿Qué es un mal rato comparado con las caras resplandecientes de tus niñas?
—Lo he hecho todo mal —añadió negando con la cabeza—, y hasta este puñetero bocadillo lo estoy cogiendo mal, ¿no?
Tenía el pantalón lleno de mayonesa.
—¿Chloé?
—Sí.
—Me gustaría que comieras… Perdona que te hable como Suzanne, pero no has comido nada desde ayer…
—No puedo.
Rectificó.
—De todas maneras, ¡¿cómo quieres comerte esta asquerosidad?! ¿Quién se puede comer esto? ¿Eh? Dime, ¿quién? ¡Nadie!
Yo intentaba sonreír.
—Bueno, te dejo estar a régimen ahora también, pero esta noche, ¡se acabó! Esta noche preparo yo la cena y no tendrás más remedio que hacerle honor, ¿está claro?
—Sí.
—¿Y esto? ¿Este chisme de cosmonauta cómo se come?
Me señalaba una extraña ensalada metida en una coctelera de plástico.
Pasamos el resto de la tarde en el jardín. Las niñas revoloteaban alrededor de su abuelo que se había empeñado en arreglar el viejo columpio. Las miraba de lejos, sentada en los escalones de la terraza. Hacía frío. El sol brillaba entre sus cabellos y yo las veía guapas.
Pensaba en Adrien. ¿Qué estaría haciendo ahora?
¿Dónde estaría en este preciso instante?
¿Y con quién?
Y nuestra vida, ¿cómo iba a ser nuestra vida?
Cada pensamiento me hundía un poco más. Estaba tan cansada… Cerré los ojos. Me imaginé que llegaba. Se oía el ruido de un motor en el patio, se sentaba junto a mí, me besaba y me ponía un dedo en los labios para darles una sorpresa a las niñas. Todavía puedo sentir su dulzura en mi cuello, su voz, su calor, el olor de su piel, todo.
Todo…
Basta pensar en ello.
¿Al cabo de cuánto tiempo se olvida el olor de quien nos ha amado? ¿Y cuándo deja uno de amar a su vez?
Que me den un reloj de arena.
La última vez que nos abrazamos era yo quien le besaba. Era en el ascensor de la calle Flandre.
Él me dejó hacer.
¿Por qué? ¿Por qué se dejó besar por una mujer a la que ya no amaba? ¿Por qué me dio su boca? ¿Y sus brazos?
No tiene sentido.
Ya está arreglado el columpio. Pierre me lanza una mirada. Yo vuelvo la cabeza. No me apetece encontrarme con sus ojos. Tengo frío, los labios llenos de mocos y además he de ir a encender la calefacción en el cuarto de baño.