—¿Qué dices?

—Digo que me las llevo. Les vendrá bien salir un poco de aquí…

—Pero ¿cuándo? —preguntó mi suegra.

—Ahora.

—¿Ahora? Ni se te ocurra…

—Se me ocurre, sí.

—Pero bueno, ¿qué es esto? ¡Pero si son casi las once! Pierre…

—Suzanne, le estoy hablando a Chloé, Chloé, escúchame. Me apetece llevaros lejos de aquí. ¿Quieres?

—…

—¿Te parece mala idea?

—No lo sé.

—Ve a buscar tus cosas. Nos iremos en cuanto vuelvas.

—No me apetece ir a casa.

—Pues entonces no vayas. Ya nos las apañaremos allí.

—Pero no…

—Chloé, Chloé, por favor… Confía en mí.

Mi suegra seguía protestando:

—¡Pero bueno! ¿No iréis a despertar a las niñas ahora, no? ¡La casa ni siquiera está caliente! ¡Allí no hay nada! No hay nada para ellas. No…

Él se levantó.

Marion duerme en su silla de coche, con el pulgar en los labios. Lucie está acurrucada a su lado.

Miro a mi suegro. Está sentado con la espalda erguida. Sus manos aferran el volante. No ha dicho una sola palabra desde que hemos salido. Veo su perfil cuando nos cruzamos con los faros de otro coche. Creo que está tan triste como yo. Que está cansado. Que está decepcionado.

Nota mi mirada.

—¿Por qué no duermes? Deberías dormir, ¿sabes?, deberías bajar el respaldo de tu asiento y dormir. Todavía queda mucho para llegar…

—No puedo —le contesto—, velo por usted.

Me sonríe. Es apenas una sonrisa.

—No… el que vela soy yo.

Y volvemos a nuestros pensamientos.

Y yo lloro detrás de mis manos.