8

EL FUEGO PRUEBA EL ORO

Maia nunca había estado mucho rato en Long Island, pero cuando lo pensaba, siempre lo recordaba como muy parecido a Nueva Jersey; sobre todo las urbanizaciones donde vivía la gente que trabajaba en Nueva York o Filadelfia.

Había dejado su bolsa en la parte trasera de la camioneta de Jordan, tan distinta al viejo Toyota rojo que él tenía cuando salían juntos, que siempre había estado lleno de vasos de café usados y bolsas de comida rápida, con el cenicero lleno de cigarrillos consumidos hasta el filtro. En cambio, la cabina de su camioneta estaba comparativamente limpia, la única basura era un montón de papeles en el asiento del pasajero. Él los apartó sin decir nada cuando ella subió.

No habían hablado mientras salían de Manhattan y cruzaban la autovía de Long Island, y finalmente Maia se había dormido, con la mejilla contra el frío vidrio de la ventanilla. Se había despertado al encontrar un bache, que la lanzó hacia delante. Parpadeó, frotándose los ojos.

—Perdón —se disculpó Jordan—. Iba a dejarte dormir hasta que llegáramos allí.

Ella se incorporó en el asiento y miró alrededor. Iban por una carretera de dos carriles, y el cielo comenzaba a iluminarse. Había campos a ambos lados de la carretera, con alguna que otra granja o silo, y casas de madera al fondo, rodeadas de vallas.

—Es bonito —exclamó ella sorprendida.

—Sí. —Jordan cambió de marcha, y carraspeó—. Ya que estás despierta… Antes de llegar a la Casa Praetor, ¿puedo enseñarte algo?

Ella dudó sólo un instante antes de asentir. Y ahí estaban, traqueteando por una carretera sin asfaltar, con árboles a ambos lados. La mayoría carecía de hojas; la carretera estaba embarrada, y Maia bajó la ventanilla para oler el aire. Árbol, agua de mar, hojas medio podridas y animalillos correteando por la hierba alta. Respiró hondo de nuevo justo cuando salían de aquella carreta a un pequeño espacio circular donde podían dar media vuelta. Frente a ellos estaba la playa, que se extendía hasta el agua, de un oscuro color azul acerado. El cielo era casi lila.

Maia miró a Jordan. Él tenía la mirada clavada al frente.

—Solía venir aquí cuando me estaba formando en la Casa Praetor —explicó él—. A veces sólo para mirar el mar y aclararme la cabeza. El amanecer aquí… Cada uno es diferente, pero todos son hermosos.

—Jordan.

Él no la miró.

—¿Sí?

—Lamento lo de antes. Lo de salir corriendo, en el astillero.

—No pasa nada. —Él soltó aire lentamente, pero Maia pudo notar por la rigidez en los hombros y la forma en que agarraba el cambio de marchas que eso no era cierto. Trató de no mirar la forma en que la tensión le acentuaban los músculos del brazo, marcando la curva del bíceps—. Era demasiado para ti; lo entiendo. Sólo que…

—Creo que debemos tomárnoslo con calma. Tratar de ser amigos.

—No quiero que seamos amigos —replicó él.

Ella no pudo ocultar su sorpresa.

—¿No quieres?

Jordan pasó la mano de la palanca de cambios al volante. La calefacción del coche sacaba aire caliente, que se mezclaba con el aire frío que entraba por la ventanilla de Maia.

—No deberíamos hablar de eso ahora.

—Pero quiero hacerlo —insistió ella—. Quiero hablarlo ahora. No quiero estar nerviosa por nosotros mientras estemos en la Casa Praetor.

Jordan se recostó en el asiento y se mordisqueó el labio. Su enredado cabello castaño le cayó sobre la frente.

—Maia…

—Si no quieres que seamos amigos, entonces ¿qué somos? ¿Otra vez enemigos?

Él volvió la cabeza y apoyó la mejilla en el respaldo de su asiento. Sus ojos… eran exactamente como Maia los recordaba, de color avellana con puntitos verdes, azules y dorados.

—No quiero que seamos amigos —explicó él—, porque sigo queriéndote. Maia, ¿sabes que ni siquiera he besado a nadie desde que rompimos?

—Isabelle…

—Quería emborracharse y hablar de Simon. —Apartó las manos del volante y estuvo a punto de cogerla, pero las dejó caer en el regazo, con una mirada de derrota—. Sólo te he amado a ti. Pensaba en ti durante toda mi formación. En la idea de que alguna vez pudiera compensarte por lo que te hice. Y lo haré, de cualquier forma que pueda excepto una.

—No serás mi amigo.

—No seré sólo tu amigo. Te amo, Maia. Estoy enamorado de ti. Siempre lo he estado, y siempre lo estaré. Ser sólo tu amigo me mataría.

Ella miró hacia el océano. El borde del sol comenzaba a surgir de entre las aguas, e iluminaba el mar con colores púrpura, dorado y azul.

—Éste lugar es muy bonito.

—Por eso venía aquí. No podía dormir, y venía a ver salir el sol.

—¿Ahora puedes dormir? —preguntó ella, mirándolo.

Él cerró los ojos.

—Maia… si vas a decirme que no, que sólo quieres ser mi amiga… dilo de una vez. Arranca la tirita de golpe, ¿vale?

Él parecía como preparado para recibir el puñetazo. Las pestañas le proyectaban sombras sobre los pómulos. Tenía pálidas cicatrices en la piel olivácea del cuello, cicatrices que ella le había hecho. Maia soltó su cinturón de seguridad y se inclinó hacia él. Lo oyó tragar aire, pero Jordan no se movió cuando ella le besó en la mejilla. Maia aspiró su aroma. El mismo jabón, el mismo champú, pero ningún resto de olor a cigarrillos. El mismo chico. Lo fue besando por la mejilla, hasta la comisura del labio, y finalmente, acercándose aún más, puso la boca sobre la de él.

Jordan abrió los labios y emitió un gruñido grave. Los licántropos no eran tiernos unos con otros, pero él la cogió con suavidad para colocarla en su regazo, y la rodeó con los brazos mientras se besaban con más pasión. La sensación de él, el calor de sus brazos cubiertos de pana a su alrededor, el latido de su corazón, el sabor de su boca, la presión de sus labios, diente y lengua, la dejaron sin aliento. Le puso las manos en la nuca, y se fundió con él mientras notaba los espesos y suaves rizos de su cabello, iguales que siempre.

Cuando finalmente se apartaron, él tenía los ojos vidriosos.

—Llevo años esperando esto.

Ella le pasó el dedo por la clavícula. Notaba el latido de su propio corazón. Por unos momentos no habían sido dos licántropos con la misión de hablar con una organización secreta y peligrosa; habían sido sólo dos adolescentes besándose en un coche en la playa.

—¿Ha sido como te esperabas?

—Mucho mejor. —Esbozó una medio sonrisa—. ¿Significa esto que…?

—Bueno —contestó ella—. Esto no es exactamente lo que haces con tus amigos, ¿verdad?

—¿No? Se lo tendré que decir a Simon. Se va a quedar muy decepcionado.

—¡Jordan! —Le dio un golpecito en el hombro, pero sonreía. Y él también. Era una sonrisa poco habitual, amplia y tontorrona, que le cubría todo el rosto. Ella se acercó más a él y le puso la cara contra el cuello, aspirando su aroma junto al de la mañana.

Batallaban sobre el lago congelado, con la ciudad helada brillando como una lámpara en la distancia. El ángel de las alas doradas y el ángel con las alas como fuego negro. Clary se hallaba sobre el hielo mientras a su alrededor caían sangre y plumas. Las plumas doradas le quemaban como fuego donde le tocaban la piel, pero las plumas negras eran frías como el hielo.

Clary se despertó con el corazón desbocado, liada entre las mantas. Se sentó y se destapó hasta la cintura. Estaba en una habitación desconocida. Las paredes eran de yeso blanco, y se hallaba en una cama hecha de madera negra, aún vestida con la ropa que llevaba la noche anterior. Bajó de la cama. Sus pies descalzos tocaron el frío suelo de piedra, y ella miró alrededor buscando su mochila.

La encontró en seguida, apoyada contra una silla de cuero negro. La habitación no tenía ventanas; la única luz procedía de una lámpara de cristal colgada en lo alto, hecha de vidrio negro tallado. Pasó la mano por dentro de la mochila y se dio cuenta, molesta pero sin sorprenderse, de que alguien ya había revisado su contenido. Su caja de pinturas había desaparecido, junto con su estela. Lo único que quedaba era el cepillo de pelo, unos vaqueros de recambio y la ropa interior. Al menos, el anillo de oro seguía en su dedo.

Lo tocó con suavidad y pensó «hacia». Simon.

«Estoy dentro».

Nada.

«¿Simon?».

No obtuvo respuesta. Se tragó su inquietud. No tenía ni idea de dónde se hallaba, la hora que era o cuánto tiempo había estado inconsciente. Simon podría estar durmiendo. No podía dejarse llevar por el pánico y suponer que los anillos no funcionaban. Tendría que ponerse el piloto automático. Averiguar dónde se encontraba, enterarse de todo lo que pudiera. Probaría de nuevo a comunicarse con Simon más tarde.

Respiró hondo y trató de concentrarse en lo que la rodeaba. Había dos puertas en el dormitorio. Probó la primera y descubrió que daba a un pequeño cuarto de baño de vidrio y cromo, con una bañera de cobre con patas en forma de garras. Tampoco ahí había ventana. Se duchó rápidamente y se secó con una esponjosa toalla blanca; luego se puso los vaqueros limpios y un jersey, antes de volver al dormitorio, coger los zapatos y probar la segunda puerta.

Bingo. Ahí estaba el resto de… ¿la casa?, ¿el apartamento? Estaba en una sala grande, la mitad de la cual la ocupaba una larga mesa de vidrio. Más lámparas de cristal negro tallado colgaban del techo, y enviaban sombras bailarinas contra las paredes. Todo era muy moderno, desde las sillas de cuero negro hasta la gran chimenea, enmarcada de cromo. En ella ardía un hogar. Así que debía de haber alguien más en casa, o al menos lo habría habido hasta hacía muy poco.

La otra mitad de la habitación contenía una gran pantalla de televisión, una pulida mesa de centro sobre la que había esparcidos varios juegos y mandos, y unos sofás bajos de cuero. Una escalera de vidrio subía en espiral. Después de echar una mirada a la sala, Clary comenzó a subir. El vidrio era perfectamente transparente, y le dio la impresión de estar ascendiendo por una escalera invisible hacia el cielo.

El primer piso era muy parecido al anterior: paredes claras, suelo negro y un largo pasillo con puertas. La primera daba a lo que era sin duda el dormitorio principal. Una enorme cama de palisandro, con un dosel de cortinas de gasa blanca, ocupaba la mayor parte del espacio. Ahí sí había ventanas, tintadas de azul oscuro. Clary cruzó el dormitorio para mirar por ellas.

Por un momento, se preguntó si estaría de vuelta en Alacante. Estaba viendo otro edificio al otro lado de un canal, con las ventanas cerradas con persianas verdes. El cielo era gris; el canal, de un oscuro verde azulado, y se veía un puente a la derecha que lo cruzaba. Dos personas se hallaban sobre el puente. Una de ellas sujetaba una cámara ante el rostro y estaba ocupada en tomar fotos. Entonces, no era Alacante. ¿Ámsterdam? ¿Venecia? Miró por todas partes la forma de abrir la ventana, pero no parecía haber ninguna; golpeó el vidrio y gritó, pero los del puente no le prestaron atención. Pasados unos momentos, siguieron caminando.

Clary se volvió hacia el dormitorio, fue a uno de los armarios y lo abrió. Estaba lleno de ropa, ropa de mujer. Bonitos vestidos de encaje y satén, cuentas y flores. En los cajones había camisolas y ropa interior, blusas de algodón y seda, también faldas, pero ningún pantalón. Incluso había, alineados, zapatos de salón y sandalias y también pares de medias dobladas. Por un momento, se lo quedó mirando, preguntándose si habría otra chica viviendo allí, o si a Sebastian le daba por vestirse de mujer. Pero todas las prendas tenían la etiqueta del precio, y todas eran más o menos de su talla. Y no sólo eso; mientras las examinaba se fue dando cuenta de que también eran del color y las formas que le sentarían bien: azules, verdes y amarillas, de una talla pequeña. Al final, cogió una de las blusas más sencillas, verde oscuro, con mangas casquillo y encaje de seda en el frente. Después de dejar su gastado jersey en el suelo, se puso la otra y se miró en el espejo de la puerta del armario.

Le sentaba a la perfección. Sacaba lo mejor de su pequeña complexión, ajustándosele a la cintura y oscureciendo el verde de sus ojos. Arrancó la etiqueta del precio, sin querer ver cuánto había costado, y se apresuró a salir del dormitorio mientras la recorría un escalofrío.

La siguiente habitación era sin duda la de Jace. Lo supo en cuanto entró. Olía a él, a su colonia, su jabón y a su piel. La cama era de madera lacada de negro con sábanas y mantas blancas, hecha a la perfección. La habitación estaba tan ordenada como la que tenía en el Instituto. Junto a la cama había libros apilados, con títulos en italiano, francés y latín. La daga Herondale, con su grabado de pájaros, estaba clavada en la pared de yeso. Al mirar más de cerca, vio que estaba sujetando una fotografía. Una foto de Jace y ella que les había hecho Izzy. La recordaba; un claro día a principios de octubre, Jace sentado en los escalones delanteros del Instituto con un libro en el regazo. Ella estaba sentada un escalón por encima de él, con la mano en su hombro, inclinada hacia delante para ver qué estaba leyendo. La mano de Jace cubría la suya, casi distraídamente, y él sonreía. Aquél día no le había podido ver la cara, no había sabido que estaba sonriendo de ese modo, no hasta ese momento. Se le hizo un nudo en la garganta, y salió de la habitación, tratando de respirar.

No podía actuar así, se dijo con firmeza. Como si cada visión de Jace como era ahora fuera un puñetazo en el estómago. Tenía que fingir que no le importaba, como si no notara ninguna diferencia. Entró en la siguiente habitación, otro dormitorio muy parecido al anterior, pero éste, desordenado: en la cama, la colcha estaba hecha un revoltijo con las sábanas de seda negra, el escritorio de vidrio y acero estaba cubierto de libros y papeles, y había ropa de chico tirada por todas partes. Vaqueros, chaquetas, camisetas y complementos. Su mirada cayó sobre algo que brillaba como la plata, apoyado en la mesilla de noche junto a la cama. Fue hacia allí, mirando, incapaz de creer lo que veía.

Era la cajita de su madre, la que tenía las iniciales J. C. en la tapa. La que Jocelyn solía sacar una vez al año, todos los años, y llorar sobre ella en silencio, con lágrimas que le caían por el rostro y le salpicaban las manos. Clary sabía lo que había en la caja: un mechón de cabello, tan fino y blanco como un diente de león; trozos de una camisa de niño; un zapatito de bebé tan pequeño como para caberle en la palma de la mano. Cosas de su hermano, un collage del niño que su madre habría querido tener, que había soñado con tener, antes de que Valentine hiciera lo que había hecho para convertir a su propio hijo en un monstruo.

J. C.

Jonathan Christopher.

Se le retorció el estómago, y retrocedió rápidamente para salir de la habitación, y chocó contra una pared de carne viva. Unos brazos la rodearon con fuerza, y ella vio que eran delgados y musculosos, cubiertos de un fino vello pálido, y por un momento pensó que era Jace quien la cogía. Comenzó a relajarse.

—¿Qué estás haciendo en mi habitación? —le preguntó Sebastian al oído.

Isabelle había sido entrenada para despertarse siempre temprano por la mañana, lloviera o hiciera sol, y una ligera resaca no fue suficiente para impedir que eso ocurriera de nuevo. Se incorporó lentamente y parpadeó al ver a Simon.

Nunca había pasado una noche entera en la cama con alguien, a no ser que contara las veces que se había metido en la cama de sus padres a los cuatro años, asustada por alguna tormenta. No pudo evitar mirar a Simon como si perteneciera a alguna especie exótica de animal. Él estaba tumbado de espaldas, con los labios ligeramente entreabiertos y el cabello sobre los ojos. Un cabello castaño corriente y unos ojos marrones corrientes. La camiseta se le había subido un poco. No era musculoso como un cazador de sombras. Tenía un fino vientre plano, pero no abdominales marcados, y aún le quedaba un resto de suavidad en el rostro. ¿Qué tenía él que la fascinara? Era muy mono, pero ella había salido con caballeros hada y despampanantes y sexis cazadores de sombras…

—Isabelle —dijo Simon sin abrir los ojos—. Deja de mirarme.

Ella suspiró irritada y salió de la cama. Revolvió en su mochila buscando sus cosas, las cogió y se fue en busca de un cuarto de baño.

Se hallaba a mitad del pasillo, cuando se abrió una puerta. Alec surgió de una nube de vapor. Llevaba una toalla enrollada en la cintura y otras sobre el hombro, y se frotaba con energía el cabello mojado. Isabelle supuso que no debería sorprenderse de verlo; igual que a ella, también lo habían entrenado para despertarse temprano.

—Hueles a sándalo —dijo ella a modo de saludo. No le gustaba nada el olor a sándalo. Prefería lo olores dulces: vainilla, canela, gardenia.

Alec la miró.

—Nos gusta el sándalo.

Isabelle hizo una mueca.

—O bien es un «nos» mayestático o Magnus y tú os estáis volviendo una de esas parejas que creen ser una sola persona. «Nos gusta el sándalo». «Nos encanta la sinfonía». «Esperamos que te guste nuestro regalo de Navidad», lo que, si me preguntas, me parece una manera muy ruin de evitarse tener que comprar dos regalos.

Alec parpadeó con sus húmedas pestañas.

—Ya lo entenderás…

—Si me dices que ya lo entenderé cuando me enamore, te ahogaré con esa toalla.

—Y si sigues impidiéndome que vuelva a mi cuarto y me vista, haré que Magnus invoque a los duendecillos para que te aten nudos por toda la melena.

—Oh, sal de mi camino —dijo Isabelle dándole una patada en el tobillo a Alec, que éste ignoró siguiendo, sin prisa, por el pasillo. Tuvo la sensación de que si se volvía y lo miraba, él le estaría sacando la lengua, así que no miró. En vez de eso, se encerró en el baño y abrió la ducha al máximo. Luego miró el estante de los productos de ducha y soltó una palabra muy poco femenina.

Champú, suavizante y jabón, todo de sándalo. Agg.

Cuando finalmente salió, vestida de uniforme y con el cabello recogido en lo alto, se encontró a Alec, a Magnus y a Jocelyn esperándola en el salón. Había donuts, que ella no quería, y café, que sí quería. Se puso bastante leche en el café y se sentó, mirando a Jocelyn, que iba vestida, para su sorpresa, con el traje de los cazadores de sombras.

Eso era raro, pensó. La gente a menudo le decía que se parecía a su madre, aunque ella no lo veía, pero en ese momento se preguntó si ella se parecería a su madre de la misma manera que Clary se parecía a Jocelyn. El mismo color de pelo, sí, pero también la misma clase de rasgos, la misma inclinación de cabeza, el mismo mentón obstinado. La misma sensación de que esa persona podía parecer una muñeca de porcelana, pero con acero por debajo. Sin embargo, a Isabelle le habría gustado que, de la misma manera que Clary había sacado los ojos verdes de su madre, ella hubiera heredado los ojos azules de la suya. El azul era mucho más interesante que el negro.

—Al igual que con la Ciudad Silenciosa, sólo hay una Ciudadela Infracta, pero hay muchas puertas que se pueden encontrar —explicó Magnus—. La más cercana está en el viejo Monasterio Agustino de Grymes Hill, en Staten Island. Alec y yo iremos a través del Portal con vosotras hasta allí y esperaremos vuestro regreso, pero no podemos acompañaros a la Ciudadela.

—Lo sé —repuso Isabelle—. Porque sois chicos. Piojos.

Alec apuntó a su hermana con el dedo.

—Tómatelo en serio, Izzy. Las Hermanas de Hierro no son como los Hermanos Silenciosos. Son mucho menos amables y no les gusta que se les moleste.

—Prometo que me comportaré —contestó Isabelle, y dejó la taza vacía sobre la mesa—. Vamos.

Magnus la miró receloso durante un instante, luego se encogió de hombros. Llevaba el pelo engominado en un millón de puntas, y los ojos rodeados de negro, lo que les daba un aspecto más gatuno que nunca. Pasó ante ella yendo hacia la pared, ya murmurando en latín; entonces comenzó a materializarse la conocida silueta de un Portal, con su forma de puerta arcana rodeada de símbolos destellantes. Se alzó un viento, frío y cortante que echó hacia atrás los zarcillos sueltos del cabello de Isabelle.

Jocelyn se adelantó y cruzó el Portal. Era como ver a alguien desaparecer por el costado de una ola de mar: una neblina plateada pareció tragársela; el intenso color rojo de su cabello apagándose mientras se desvanecía tras un tenue resplandor.

Isabelle fue la siguiente. Estaba acostumbrada a la sensación de vértigo que producía viajar por un Portal. Oyó un silencioso rugido y notó la falta de aire en los pulmones. Cerró los ojos, y luego los volvió a abrir cuando el torbellino la soltó y cayó sobre unos matojos secos. Se puso en pie, sacudiéndose los pantalones, y vio a Jocelyn mirándola. La madre de Clary abrió la boca, y la volvió a cerrar al aparecer Alec, que cayó en los arbustos al lado de Isabelle, y por último, Magnus. El tenue brillo del Portal se cerró tras él.

Ni siquiera el viaje a través del Portal había estropeado el punzante peinado de Magnus. Se tiró con orgullo de unos afilados mechones.

—Compruébalo —le dijo a Isabelle.

—¿Magia?

—Gomina. Tres con noventa y nueve en Ricky’s.

Isabelle puso los ojos en blanco y se volvió para ver dónde estaban. Se hallaban en lo alto de una colina, con la cumbre cubierta de matojos secos y hierba marchita. Más abajo se veían árboles ennegrecidos por el otoño, y en la distancia, la chica vio el cielo despejado y el extremo del Puente Verrazano-Narrows, que conectaba Staten Island con Brooklyn. Al volverse, vio el monasterio que se alzaba entre la triste vegetación. Era un edificio grande de ladrillo rojo, con la mayoría de las ventanas rotas o tapiadas. Aquí y allí se veían grafitis. Buitres cabecirrojos, molestos por la llegada de los viajeros, volaban en círculos alrededor del ruinoso campanario.

Isabelle lo miró con los ojos entrecerrados, preguntándose si habría algún glamour. De haberlo, era uno muy potente. Por mucho que lo intentara, no veía nada diferente del edificio en ruinas que tenía delante.

—No hay ningún glamour —dijo Jocelyn, e Isabelle se sobresaltó—. Lo que ves es lo que hay.

Jocelyn comenzó a ir hacia el convento, haciendo que sus botas aplastasen la vegetación seca. Al cabo de un instante, Magnus se encogió de hombros y la siguió. Isabelle y Alec fueron tras él. No había camino; las ramas crecían enmarañadas, oscuras contra el aire claro, y la seca vegetación crujía bajo sus pies. Al acercarse al edificio, Isabelle vio secciones de hierba quemada donde alguien había pintado con esprais pentagramas y círculos rúnicos.

—Mundanos —informó Magnus, mientras apartaba una rama del camino de Isabelle—. Jugando tontamente con la magia, sin entenderla de verdad. A menudo les atraen los sitios así, los centros de poder, sin saber realmente por qué. Se reúnen aquí, beben y pintan las paredes con esprais, como si se pudiera dejar una marca humana en la magia. No se puede. —Habían llegado a la puerta, cerrada con tablas—. Ya estamos aquí.

Isabelle miró fijamente a la puerta. De nuevo no tuvo ninguna sensación de que la cubriera un glamour, aunque si se concentraba mucho, conseguía ver un leve resplandor, como el del sol bailando en el agua. Jocelyn y Magnus se miraron, y luego Jocelyn se volvió hacia la chica.

—¿Estás lista?

Isabelle asintió, y sin más preámbulos, Jocelyn avanzó y desapareció entre las tablas que cubrían la puerta. Magnus miró a Isabelle, expectante.

Alec se acercó a ella, e Isabelle notó el roce de su mano en el hombro.

—No te preocupes —le dijo—. Lo harás muy bien, Izzy.

Ella alzó la barbilla, desafiante.

—Lo sé —replicó, y siguió a Jocelyn a través de la puerta.

Clary tragó aire, pero antes de poder contestar, se oyó un paso en la escalera y Jace apareció al final del pasillo. Al instante, Sebastian la soltó y le hizo dar la vuelta. Con la sonrisa de un lobo, le alborotó el cabello.

—Me alegro de verte, hermanita.

Clary se quedó sin habla. Sin embargo, Jace no; fue hacia ellos sin hacer ruido. Llevaba una chaqueta negra de cuero, una camiseta y vaqueros, e iba descalzo.

—¿Estabas abrazando a Clary? —Miró a Sebastian sorprendido.

El otro se encogió de hombros.

—Es mi hermana. Me alegro de verla.

—Tú no abrazas a la gente —dijo Jace.

—No he tenido tiempo de prepararle un pastel.

—No ha sido nada —repuso Clary, restándole importancia con un gesto—. Me he tropezado. Él sólo me ha cogido para que no me cayera.

Si a Sebastian le sorprendió oír cómo ella lo defendía, no lo demostró. Su expresión era totalmente neutra mientras Clary iba por el pasillo hacia Jace, que la besó en la mejilla, con los dedos fríos sobre la piel de ella.

—¿Qué estabas haciendo aquí? —preguntó Jace.

—Buscándote. —Clary se encogió de hombros—. Me he despertado y no te encontraba. Pensé que tal vez estuvieras durmiendo.

—Ya veo que has descubierto el alijo de ropa. —Sebastian indicó la camisa con un gesto—. ¿Te gusta?

Jace le lanzó una mirada.

—Hemos salido a buscar comida —explicó a la chica—. Nada especial. Pan y queso. ¿Quieres comer?

Y unos minutos después, Clary se encontró instalada delante de la gran mesa de acero y vidrio. Por los comestibles que había sobre la mesa, entendió que su segunda suposición había sido la correcta. Estaban en Venecia. Había pan, quesos italianos, salami y jamón, uvas, mermelada de higos y botellas de vino italiano. Jace estaba sentado frente a ella y Sebastian en la cabecera de la mesa. A Clary todo aquello le trajo el inquietante recuerdo de la noche que había conocido a Valentine, en Renwick’s de Nueva York, en cómo se había puesto entre Jace y ella a la cabecera de la mesa, cómo les había ofrecido vino y les había dicho que eran hermanos.

Entonces lanzó una mirada disimulada a su verdadero hermano. Pensó en cómo se había puesto su madre al verlo. «Valentine». Pero Sebastian no era una copia idéntica de su padre. Clary había visto fotos de Valentine a esa edad. El rostro de Sebastian suavizaba los duros rasgos de su padre con la hermosura de su madre; él era alto pero no tan ancho, y su aspecto resultaba un poco más ágil y felino. Tenía los pómulos y la boca de Jocelyn, los ojos oscuros de Valentine y su cabello rubio casi blanco.

Entonces, él alzó los ojos y la pilló mirándolo.

—¿Vino? —le ofreció.

Ella asintió, aunque nunca le había gustado demasiado el vino, y desde Renwick’s, lo odiaba. Carraspeó mientras Sebastian le llenaba la copa.

—¿Y bien? —comenzó—. ¿Éste sitio es tuyo?

—Era de nuestro padre —contestó Sebastian, mientras volvía a dejar la botella sobre la mesa—. De Valentine. Se traslada, entra y sale de los mundos, del nuestro y de otros. Lo solíamos emplear como un lugar de retiro además de como un medio de transporte. Me trajo aquí unas cuantas veces y me enseñó a entrar y a salir y a hacer que vaya de un sitio a otro.

—No tiene puerta al exterior.

—La hay, si sabes cómo encontrarla —explicó Sebastian—. Papá fue muy listo creando este sitio.

Clary miró a Jace, que negó con la cabeza.

—A mí nunca me lo enseñó. Ni siquiera habría supuesto que existiera.

—Es muy… pisito de soltero —dijo Clary—. Nunca habría pensado en Valentine como alguien con…

—¿Un televisor de pantalla plana? —Jace le sonrió—. Aunque no es que pille los canales, pero puedes ver DVD. En la mansión habíamos tenido una vieja heladera que funcionaba con luz mágica. Aquí se puso una nevera de las más modernas.

—Eso fue por Jocelyn —indicó Sebastian.

—¿Qué? —preguntó Clary, mirándolo.

—Todos los trastos modernos. Los electrodomésticos. Y la ropa. Como la camisa que llevas. Eran para nuestra madre. Por si se decidía a volver. —Los oscuros ojos de Sebastian se encontraron con los suyos. Clary se sintió mareada.

«Éste es mi hermano, y estamos hablando de nuestros padres».

La cabeza le daba vueltas; estaban pasando demasiadas cosas en muy poco tiempo para poder asimilarlas, procesarlas. Nunca había tenido tiempo de pensar en Sebastian como su hermano vivo. Para cuando había descubierto quién era él realmente, Sebastian ya estaba muerto.

—Perdona que todo esto te resulte raro —dijo Jace disculpándose, mientras señalaba la camisa—. Te podemos comprar otra ropa.

Clary tocó la manga. La tela era sedosa, elegante y cara. Bueno, eso lo explicaba todo: la ropa de su talla, los colores que le sentaban bien. Porque ella se parecía mucho a su madre.

Respiró hondo.

—Ya está bien —contestó—. Sólo que… ¿Qué hacéis exactamente? Viajáis por ahí dentro de este apartamento y…

—¿Vemos mundo? —aportó Jace animado—. Hay cosas peores.

—Pero no podéis hacer eso eternamente.

Sebastian no había comido mucho, pero se había bebido dos copas de vino. Estaba en la tercera, y le brillaban los ojos.

—¿Por qué no?

—Bueno, porque… porque la Clave os está buscando, y no podéis estar huyendo y ocultándoos eternamente… —La voz de Clary se fue apagando mientras miraba al uno y luego al otro. Compartían una mirada… la mirada de dos personas que saben algo que nadie más sabe. No era una mirada que Jace hubiera compartido con nadie más delante de ella desde hacía mucho tiempo.

—¿Estás formulando una pregunta o haciendo una observación? —preguntó Sebastian en un tono lento y bajo.

—Tiene derecho a conocer nuestros planes —repuso Jace—. Ha venido conmigo sabiendo que no podría volver.

—Un acto de fe —dijo Sebastian, pasando el dedo por el borde de la copa. Clary había visto hacer lo mismo a Valentine—. En ti. Te ama. Por eso está aquí. ¿No es cierto?

—¿Y qué si lo es? —replicó ella. Supuso que podría fingir que existía alguna otra razón, pero los ojos de Sebastian eran penetrantes y oscuros, y Clary dudó que la creyera—. Confío en Jace.

—Pero no en mí —concluyó Sebastian.

Clary escogió sus siguientes palabras con gran cuidado.

—Si Jace confía en ti, entonces quiero confiar en ti —aseguró—. Y eres mi hermano. Eso cuenta para algo. —La mentira le supo amarga—. Pero lo cierto es que no te conozco.

—Entonces, quizá deberías pasar algún tiempo conociéndome —respondió Sebastian—. Y luego te contaremos nuestros planes.

«Contaremos nuestros» planes. En su mente estaban Jace y él; no había Jace y Clary.

—No me gusta dejarla en ascuas —protestó Jace.

—Se lo diremos dentro de una semana. ¿Qué diferencia puede haber en una semana?

Jace lo miró muy serio.

—Hace dos semanas, tú estabas muerto.

—Bueno, no estaba proponiendo dos semanas —replicó Sebastian—. Eso sería de locos.

Jace hizo una mueca de fastidio con la comisura de la boca.

—Estoy dispuesta a esperar a que confíes en mí —repuso Clary, sabiendo que eso era lo correcto, lo mejor que podía decir. Aunque odiase decirlo—. Por mucho que tardes.

—Una semana —dijo Jace.

—Una semana —aceptó Sebastian—. Y eso significa que se queda aquí, en el apartamento. No se comunicará con nadie. Nada de abrirle la puerta, nada de entrar y salir.

Jace se recostó en la silla.

—¿Y qué pasa si estoy con ella?

Sebastian lo miró durante un largo instante con los ojos entrecerrados. Su mirada era calculadora. Clary se dio cuenta de que estaba decidiendo qué le iba permitir hacer a Jace. Estaba decidiendo cuánta rienda suelta le daba a su «hermano».

—Bien —contestó finalmente, con la voz cargada de condescendencia—. Si tú estás con ella.

Clary miró su copa de vino. Oyó a Jace responder en un murmullo, pero no pudo mirarlo. La idea de un Jace al que se le «permitía» hacer cosas, a Jace, que siempre había hecho lo que había querido, le revolvió el estómago. Tuvo ganas de levantarse y romperle la botella de vino en la cabeza a Sebastian, pero sabía que eso era imposible.

«Hiere a uno, y el otro sangra».

—¿Qué tal el vino? —Era la voz de Sebastian, con un tonillo de diversión evidente.

Ella vació la copa, soportando su amargo sabor.

—Delicioso.

Isabelle emergió en un paisaje extraño. Una llanura de verde intenso se abría ante ella bajo un pesado cielo gris oscuro. Se subió la capucha y miró alrededor, fascinada. Nunca había visto una extensión de cielo tan amplia, o una llanura tan vasta; despedía un resplandor trémulo, del tono del musgo. Cuando Isabelle dio un paso, vio que sí era musgo, que crecía alrededor y por encima de las rocas negras esparcidas sobre la tierra de color del carbón.

—Es una llanura volcánica —explicó Jocelyn. Se hallaba junto a Isabelle, y el viento le estaba sacando mechones de cabello pelirrojo del apretado moño. Resultaba casi inquietante lo mucho que se parecía a Clary—. Hace mucho, esto eran lechos de lava. Seguramente, toda la zona es volcánica hasta cierto punto. Al trabajar con adamas, las Hermanas necesitan un calor increíble para sus forjas.

—Pues pensaba que haría más calor —masculló la chica.

Jocelyn le lanzó una mirada seca, y comenzó a caminar en lo que a Isabelle le pareció una dirección cualquiera. Se apresuró a seguirla.

—A veces te pareces tanto a tu madre que me sorprendes, Isabelle.

—Me tomaré eso como un cumplido. —La chica entrecerró los ojos. Nadie insultaba a su familia.

—No lo he dicho como un insulto.

Isabelle clavó los ojos en el horizonte, donde el oscuro cielo se encontraba con el suelo verde esmeralda.

—¿Conocías bien a mis padres?

Jocelyn la miró de reojo.

—Bastante bien, cuando todos estábamos juntos en Idris. Pero hacía años que no los veía, hasta hace poco.

—¿Los conocías cuando se casaron?

El camino que Jocelyn había tomado comenzaba a subir, así que su respuesta fue un poco jadeante.

—Sí.

—¿Estaban… enamorados?

Jocelyn se detuvo de golpe y miró a la chica.

—Isabelle, ¿de qué va esto?

—¿Del amor? —sugirió la otra después de un corto silencio.

—No sé por qué puedes creer que yo sea una experta en eso.

—Bueno, básicamente has conseguido que Luke se haya pasado toda la vida colgado de ti, antes de acceder a casarte con él. Eso es impresionante. Me gustaría tener tanto poder sobre un tío.

—Lo tienes —repuso Jocelyn—. Sí que lo tienes. Y no es algo que se deba desear. —Se pasó las manos por el cabello, e Isabelle se sobresaltó. Por mucho que Jocelyn se pareciera a su hija, tenía las manos largas, flexibles y delicadas de Sebastian. Izzy recordaba haber cortado una de esas manos, en el valle de Idris; su látigo había penetrado la piel y el hueso—. Tus padres no son perfectos, Isabelle, porque nadie es perfecto. Son gente complicada. Y acaban de perder a un hijo. Así que si esto tiene que ver con que tu padre se quede en Idris…

—Mi padre engañó a mi madre —soltó la chica, y casi se cubrió la boca con la mano. Había guardado ese secreto durante años, y decírselo en voz alta a la madre de Clary le parecía como una traición, a pesar de todo.

El rostro de Jocelyn cambió. Se volvió compasivo.

—Lo sé.

Isabelle inspiró con fuerza.

—¿Lo sabe todo el mundo?

—No. —La mujer negó con la cabeza—. Unos cuantos. Yo estaba… en una situación privilegiada para saberlo. No puedo decirte más.

—¿Con quién fue? —preguntó Isabelle—. ¿Con quién engañó a mi madre?

—Con nadie a quien conozcas, Isabelle…

—¡Tú no sabes a quién conozco! —La chica alzó la voz—. Y deja de decir mi nombre así, como si fuera una niña pequeña.

—No me corresponde a mí decírtelo —replicó Jocelyn tajante, y siguió caminando.

Isabelle corrió tras ella, incluso aunque la pendiente del camino se hizo más pronunciada, como una pared verde alzándose hacia el tormentoso cielo.

—Tengo todo el derecho a saberlo. Son mis padres. Y si no me lo dices, voy…

Se detuvo, ahogando un grito. Habían llegado a lo alto de la colina, y, de alguna manera, ante ellas había surgido una fortaleza del suelo, como una seta. Estaba tallada de adamas de color plata claro, y reflejaba el cielo nuboso. Torres culminadas de electrum se elevaban hacia lo alto. La fortaleza estaba rodeada de una muralla alta, también de adamas, en la que había una única puerta, compuesta por dos grandes hojas clavadas en el suelo formando ángulo, por lo que parecían unas monstruosas tijeras.

—La Ciudadela Infracta —susurró Jocelyn.

—Gracias —replicó la chica—. Ya lo había supuesto.

Jocelyn hizo un chasquido como el que Isabelle había oído tantas veces a sus propios padres. Estaba bastante segura de que significaba «adolescentes» en lenguaje de padres. Cuando Jocelyn comenzó a bajar la colina hacia la fortaleza, Isabelle, cansada de seguirla, se puso delante de ella. Era más alta que la madre de Clary y tenía las piernas más largas, así que no vio ninguna razón para esperar a Jocelyn si ésta iba a insistir en tratarla como a una niña. Bajó la colina con pasos decididos, aplastando el musgo con las botas, y se agachó para cruzar por la puerta en forma de tijeras…

Y se quedó inmóvil. Se hallaba en un pequeño saliente de roca. Ante ella, se abría un gran abismo, en el fondo del cual hervía un río de lava roja y dorada que rodeaba la fortaleza. Al otro lado del abismo, muy lejos para poder saltar incluso para un cazador de sombras, se hallaba la única entrada visible a la fortaleza: un puente levadizo.

—Algunas cosas —dijo Jocelyn, apareciendo a su lado— no son tan sencillas como parecen.

Isabelle pegó un brinco, y luego la miró enfadada.

—¡Vaya sitio para pegarle un susto a alguien!

Jocelyn sólo se cruzó de brazos y arqueó las cejas.

—Sin duda Hodge te enseñó el método adecuado para acercarte a la Ciudadela Infracta —replicó ella—. Después de todo, está abierta a todas las cazadoras de sombras que estén bien consideradas por la Clave.

—Claro que lo hizo —repuso Isabelle en tono altivo, mientras trataba de recordarlo. «Sólo aquellas con sangre de nefilim…». Se llevó la mano a la cabeza y cogió uno de los palillos metálicos que llevaba en el pelo. Cuando giró la base, se abrió, chasqueó y se desdoblo formando una daga con una runa de coraje en la hoja.

La chica alzó las manos sobre el abismo.

Ignis aurum probat —recitó, y con la daga se hizo un corte en la palma; sintió un dolor penetrante y rápido, y la sangre manó del corte, un torrente de rubí que cayó al abismo que se abría ante ella. Se vio un destello de luz azul y se oyó un fuerte crujido. El puente comenzó a bajar lentamente.

Isabelle sonrió y se limpió la hoja de la daga en los pantalones. Con otro giro, la daga volvió a ser un palillo de metal. Se lo metió de nuevo entre el cabello.

—¿Sabes lo que significa eso? —preguntó Jocelyn sin apartar los ojos del puente.

—¿El qué?

—Lo que acabas de decir. El lema de las Hermanas de Hierro.

El puente casi había bajado del todo.

—Significa: «El fuego prueba al oro».

—Correcto —dijo Jocelyn—. No se refiere sólo a las forjas y la metalurgia. Se refiere a que la adversidad prueba la fuerza del carácter. En momentos difíciles, en tiempos oscuros, alguna gente reluce.

—Oh, ¿sí? —replicó Izzy—. Bueno, estoy harta de tiempos difíciles y oscuros. Quizá yo no quiera brillar.

El puente cayó a sus pies.

—Si te pareces en algo a tu madre —advirtió Jocelyn—, no podrás evitarlo.