5

EL HIJO DE VALENTINE

De nuevo soñaba con paisajes helados. Una áspera tundra que se extendía en todas direcciones, con témpanos de hielo flotando sobre las negras aguas del océano Ártico, montañas nevadas y ciudades talladas en el hielo, cuyas torres relucían como las torres de los demonios de Alacante.

Ante la ciudad helada se hallaba un lago helado. Clary estaba resbalando por una empinada pendiente, tratando de llegar al lago, aunque no estaba segura de por qué. Dos formas negras se encontraban en el centro del agua helada. Al acercarse al lago, deslizándose por la superficie de la pendiente, con las manos ardiendo por el contacto con el hielo y la nieve llenándole los zapatos, vio que uno era un chico con alas negras, que se le abrían desde la espalda como las de un cuervo. Tenía el cabello blanco como el hielo que los rodeaba. Sebastian. Y junto a Sebastian estaba Jace; su cabello dorado era el único color en el helado paisaje que no era ni blanco ni negro.

Cuando Jace se apartó de Sebastian y comenzó a caminar hacia Clary, le surgieron unas alas de la espalda, de un dorado muy blanco y brillante. Clary resbaló los últimos metros hasta llegar a la superficie del lago y se desplomó de rodillas, agotada. Tenía las manos azuladas y sangrantes, los labios cortados, y los pulmones le ardían con cada helada inspiración.

—Jace —susurró.

Y ahí estaba él, poniéndola en pie, rodeándola con sus alas, y ella volvía a notar calor, mientras el cuerpo se le descongelaba desde el corazón a las venas, le devolvía la vida a las manos y los pies en medio de cosquilleos, en parte agradables y en parte dolorosos.

—Clary —dijo él, acariciándole el cabello con ternura—: ¿Me prometes que no gritarás?

Clary abrió los ojos. Por un momento, se sintió tan desorientada que el mundo pareció girar alrededor como si estuviera en un tiovivo. Se encontraba en su dormitorio en casa de Luke, echada en el futón de siempre, el armario con el espejo rajado, la hilera de ventanas que daban al East River, el radiador haciendo ruido. Una tenue luz se colaba por las ventanas, y un brillo rojizo se veía en la alarma de incendios sobre el armario. Clary estaba de costado, bajo un montón de mantas, y notaba la espalda agradablemente caliente. Un brazo le colgaba sobre el costado. Por un momento, en la medio consciencia entre el sueño y la vigila, se preguntó si Simon habría entrado por la ventana mientras ella dormía y se habría tumbado a su lado, como solían hacer de pequeños, durmiendo en la misma cama.

Pero Simon no tenía calor corporal.

El corazón le dio un salto en el pecho. Totalmente despierta, se volvió bajo las mantas. A su lado estaba Jace, tumbado, mirándola con la cabeza apoyada en la mano. La tenue luz de la luna le formaba un halo alrededor del cabello, y los ojos le brillaban dorados como los de un gato. Estaba totalmente vestido, aún con la camiseta blanca de manga corta con la que le había visto antes durante el día, y tenía los brazos desnudos cubiertos de runas como parras trepadoras.

Clary ahogó un grito sobresaltado. Jace, su Jace, nunca la había mirado así. La había mirado con deseo, pero no con esa mirada perezosa, depredadora y absorbente que hizo que el corazón le saltara de forma irregular dentro del pecho.

Abrió la boca, aunque no estaba segura si para decir su nombre o para gritar, nunca lo llegó a descubrir; Jace se movió tan rápido que ni lo vio. En un momento estaba a su lado, y al siguiente estaba sobre ella, tapándole la boca con una mano. Tenía las piernas a horcajadas sobre las caderas de Clary, y ésta pudo notar su musculoso cuerpo contra sí.

—No voy a hacerte daño —dijo él—. Nunca te haría daño. Pero no quiero que grites. Tengo que hablar contigo.

Ella lo miró enfadada.

Para su sorpresa, él se echó a reír. Su conocida risa, apagada en un susurro.

—Puedo interpretar tu expresión, Clary Fray. En cuanto te saque la mano de la boca, vas a gritar. O a emplear tu entrenamiento para romperme la muñeca. Va, prométeme que no lo harás. Júralo por el Ángel.

Ésa vez, ella puso los ojos en blanco.

—Vale, tienes razón —continuó él—. No puedes jurar con mi mano sobre la boca. La voy a sacar. Y si gritas… —Inclinó la cabeza hacia un lado; un mechón rubio pálido le cayó sobre los ojos—. Desapareceré.

Jace apartó la mano. Clary se quedó quieta, respirando pesadamente, con la presión del cuerpo de él sobre el suyo. Sabía que él era más rápido que ella, que no podía hacer ningún movimiento sin que él se le adelantara, pero por el momento, Jace parecía estar tomándose aquella situación como un juego, algo divertido. Él se inclinó más sobre ella, y ella se dio cuenta de que se le había subido el top, y pudo notar los músculos de su abdomen, duro y plano, contra la piel desnuda. Se sonrojó.

A pesar del calor en el rostro, notaba como si tuviera agujas de hielo corriéndole por las venas.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Él se apartó un poco, con cara de decepción.

—Ésa no es exactamente la respuesta a mi pregunta, ¿sabes? Esperaba más bien un «Coro de Aleluyas». Bueno, no todos los días tu novio regresa de los muertos.

—Ya sabía que no estabas muerto —dijo ella con labios adormecidos—. Te vi en la biblioteca. Con…

—¿El coronel Mustard?

—Sebastian.

Él soltó una risita.

—Sabía que estabas allí. Lo notaba.

Ella se tensó.

—Me has dejado creer que te habías ido —dijo—. Antes de eso. Pensaba que… de verdad que pensé que existía la posibilidad de que estuvieras… —Se cortó; no podía decirlo. «Muerto»—. Es imperdonable. Si te lo hubiera hecho yo…

—Clary. —Él se inclinó de nuevo sobre ella; la chica notó el calor de sus manos en las muñecas, su aliento en la oreja. Podía notar todos los puntos en que se tocaban sus pieles desnudas. Le hacía perder la concentración de una manera horrible—. Tuve que hacerlo. Era demasiado peligroso. Si te lo hubiera dicho, tendrías que haber escogido entre explicarle al Consejo que estaba vivo y dejar que me persiguieran, o guardar un secreto que te convertiría en mi cómplice a sus ojos. Luego, cuando me viste en la biblioteca, tuve que esperar. Tenía que saber si aún me amabas, si irías al Consejo a explicarle lo que habías visto o no. No lo has hecho. Tenía que saber que yo te importaba más que la Ley. Y así es, ¿no es cierto?

—No lo sé —susurró ella—. No lo sé. ¿Quién eres?

—Sigo siendo Jace —contestó él—. Y aún te amo.

Los ojos de Clary se llenaron de lágrimas ardientes. Parpadeó, y le cayeron por las mejillas. Con ternura, Jace bajó la cabeza y le besó las mejillas y luego en la boca. Clary notó el sabor de sus propias lágrimas, la sal en los labios de él. Jace le abrió la boca con la suya, con cuidado, despacio. El conocido sabor y la sensación de tenerlo cerca la invadió, y por un segundo se apretó contra él, perdiendo todas sus dudas en la ceguera del cuerpo, con un reconocimiento irracional de la necesidad de tenerlo cerca, de tenerlo allí… y entonces la puerta del dormitorio se abrió.

Jace la soltó. Al instante, Clary se apartó de él, y se apresuró a bajarse el top. Jace se movió hasta sentarse con una gracia lenta y perezosa, y sonrió a la persona que estaba en la puerta.

—Bueno, bueno —dijo—. Has elegido el peor momento de la historia desde que Napoleón decidió que el pleno invierno era el momento adecuado para invadir Rusia.

Era Sebastian.

De cerca, Clary vio claramente las diferencias en él desde que lo había conocido en Idris. Tenía el cabello blanco como el papel y los ojos eran túneles negros rodeados de pestañas tan largas como las patas de una araña. Llevaba una camisa blanca arremangada, y Clary le pudo ver una cicatriz roja en la muñeca derecha, como un brazalete acanalado. También tenía una cicatriz en la palma de la mano, que parecía nueva y rabiosa.

—Es a mi hermana a la que estás deshonrando ahí, lo sabes —dijo Sebastian, y pasó su negra mirada a Jace. Su expresión era diversión.

—Lo lamento. —Jace no parecía lamentarlo. Estaba apoyado sobre las mantas, como un gato—. Nos hemos dejado llevar.

Clary tragó saliva. Le pareció un sonido áspero.

—Sal de aquí —le ordenó a Sebastian.

Éste se apoyó en el marco de la puerta, con el codo y la cadera, y Clary se quedó parada por el parecido entre los movimientos de Jace y los de él. No se parecían, pero se movían igual. Como si…

Como si la misma persona los hubiera enseñado a moverse.

—Vamos —soltó él—. ¿Es ésa la manera de hablar a tu hermano?

—Magnus debería haberte dejado convertido en perchero —soltó ella.

—Oh, lo recuerdas, ¿verdad? Pensaba que ese día nos lo habíamos pasado muy bien.

Sonrió un poco, con suficiencia, y Clary recordó, mientras el estómago le daba un vuelco, cómo le había llevado a ver los restos de la casa de su madre, cómo la había besado entre las ruinas, sabiendo todo el rato qué eran realmente el uno del otro, y disfrutando de que ella no lo supiera.

Miró a Jace de reojo. Él sabía perfectamente que Sebastian la había besado. Sebastian se había mofado de él con eso, y Jace casi lo había matado. Pero en ese momento no parecía enfadado, sino divertido, y un poco molesto por la interrupción.

—Deberíamos repetirlo —se burló Sebastian, mirándose las uñas—. Pasar algún tiempo en familia.

—No me importa lo que pienses. No eres mi hermano —replicó Clary—. Eres un asesino.

—No veo que una cosa anule la otra —repuso Sebastian—. No es lo que pensaba nuestro querido padre. —Su mirada se dirigió lentamente hacia Jace—. Por lo general, no querría entrometerme en la vida amorosa de un amigo, pero lo cierto es que no me apetece quedarme en este pasillo indefinidamente. Sobre todo porque no puedo encender la luz. Resulta muy aburrido.

Jace se sentó y se tiró de la camiseta.

—Danos cinco minutos.

Sebastian exhaló un suspiro exagerado y cerró la puerta.

Clary miró a Jace.

—Pero ¿qué c…?

—Ése lenguaje, Fray. —Los ojos de Jace bailaban—. Relájate.

Clary señaló hacia la puerta.

—Ya has oído lo que ha dicho. Sobre el día que me besó. Sabía que yo era su hermana. Jace…

Algo destelló en los ojos de él, oscureciendo su tono dorado, pero cuando volvió a hablar, fue como si las palabras de Clary hubieran chocado contra un superficie de teflón y hubieran rebotado, sin causar ninguna impresión.

La chica se apartó de él.

—Jace, ¿estás escuchando algo de lo que te digo?

—Mira, entiendo que te sientas incómoda con tu hermano esperando en el pasillo. Yo no había planeado besarte. —Sonrió de una manera que, en otro momento, ella habría encontrado adorable—. Pero me dejé llevar.

Clary salió de la cama a toda prisa, mirándolo enfadada. Cogió la bata que colgaba junto a la cama y se la puso. Jace la observó, sin hacer nada para detenerla, aunque los ojos le brillaban en la oscuridad.

—No… no entiendo nada. Primero desapareces, y ahora vuelves con él, y actúas como si yo no debiera ni notarlo, o no tuviera que importarme, o ni siquiera recordar…

—Ya te lo he dicho —repuso él—. Tenía que estar seguro de ti. No quería ponerte en la tesitura de saber dónde me encontraba mientras la Clave aún te estaba investigando. Pensé que te sería difícil…

—¿Me sería difícil? —Casi no podía respirar de lo furiosa que estaba—. Los exámenes son difíciles. Las carreras de obstáculos son difíciles. Que desaparecieras así casi me mata, Jace. ¿Y qué crees que le has hecho a Alec? ¿O a Isabelle? ¿Maryse? ¿Sabes cómo ha sido? ¿Puedes imaginártelo? Sin saber, buscándote…

Aquélla expresión curiosa volvió a cruzarle el rostro, como si estuviera oyéndola y no oyéndola al mismo tiempo.

—Oh, sí, te lo iba a preguntar. —Sonrió como un ángel—. ¿Todos están buscándome?

—¿Todos están…? —Clary sacudió la cabeza, y se cerró más la bata. De repente, quería estar cubierta ante él, delante de toda esa familiaridad y esa belleza, delante de esa encantadora sonrisa depredadora que decía que él estaba dispuesto a hacer lo que fuera con ella, a ella, sin importar quién estuviera esperando en el pasillo.

—Estaba esperando que pusieran carteles como hacen con los gatos —bromeó él—. «Perdido chico adolescente asombrosamente atractivo. Responde a los nombres de “Jace” o “Tío bueno”».

—Haré como si no acabaras de decir eso.

—¿No te gusta lo de «Tío bueno»? ¿Crees que «Tiernas mejillas» sería mejor? ¿O «Pastelito amoroso»? La verdad, ese último es rizar un poco el rizo. Aunque… bien mirado…

—Cállate —le dijo ella con furia—. Y sal de aquí.

—Pero… —Pareció perplejo, y ella recordó lo sorprendido que se había quedado fuera de la Mansión, cuando ella le había apartado—. De acuerdo, muy bien. Me pondré serio. Clarissa, estoy aquí porque quiero que vengas conmigo.

—¿Adónde?

—Ven conmigo —insistió, y vaciló un instante—, y con Sebastian. Y te lo explicaré todo.

Por un momento, Clary se quedó helada, con los ojos clavados en los de Jace. La luz plateada de la luna le perfilaba las curvas de la boca, la forma de los pómulos, las sombras de las pestañas, el arco del cuello.

—La última vez que fui contigo a alguna parte, acabé inconsciente y en medio de una ceremonia de magia negra.

—Ése no fui yo. Fue Lilith.

—El Jace Lightwood que conozco no estaría en la misma habitación que Jonathan Morgenstern sin matarle.

—Creo que averiguarás que eso sería luchar contra mí mismo —repuso Jace tranquilamente, mientras se ponía las botas—. Él y yo estamos ligados. Córtale a él y sangro yo.

—¿Ligados? ¿A qué te refieres con «ligados»?

Él se retiró el claro cabello hacia atrás, sin prestar atención a la pregunta.

—Esto es más de lo que puedes comprender, Clary. Tiene un plan. Está dispuesto a trabajar, a sacrificarse. Si me dieras la oportunidad de explicártelo…

—Mató a Max, Jace —le recordó ella—. A tu hermano pequeño.

Él hizo una mueca, y por un momento de loca esperanza, Clary pensó que le había hecho reaccionar, pero su expresión se alisó como al estirar una sábana arrugada.

—Eso fue… fue un accidente. Además, Sebastian también es mi hermano.

—No. —Clary negó con la cabeza—. No es tu hermano. Es el mío. Dios sabe que desearía que no lo fuera. No debería haber nacido nunca…

—¿Cómo puedes decir eso? —quiso saber Jace. Pasó las piernas por el borde de la cama—. ¿Te has parado alguna vez a pensar que igual las cosas no son tan en blanco y negro como crees? —Se agachó para coger el cinturón de las armas y se lo ató—. Hubo una guerra, Clary, y hubo gente que murió, pero… entonces las cosas eran diferentes. Ahora sé que Sebastian nunca haría daño intencionadamente a nadie que yo quiera. Está sirviendo a una gran causa. A veces hay daños colaterales…

—¿Acabas de llamar «daño colateral» a tu propio hermano? —Su voz se alzó en un medio grito de incredulidad. Le costaba respirar.

—Clary, no me estás escuchando. Esto es importante…

—¿Igual que Valentine creía estar haciendo algo importante?

—Valentine se equivocaba —contestó Jace—. Tenía razón en lo de que la Clave era corrupta, pero se equivocaba en cómo arreglar las cosas. Pero Sebastian tiene razón. Si quisieras escucharnos…

—«Escucharnos», en plural —replicó ella—. ¡Dios, Jace…!

Él la contemplaba desde la cama, y aunque Clary sentía que se le estaba rompiendo el corazón, la cabeza le iba a toda velocidad, tratando de recordar dónde había dejado su estela, preguntándose si podría coger el cuchillo X-Acto que estaba en el cajón de la mesilla. Y preguntándose si, en tal caso, sería capaz de usarlo.

—¿Clary? —Jace inclinó la cabeza hacia un lado y le observó el rostro—. Aún… aún me amas, ¿verdad?

—Amo a Jace Lightwood —contestó ella—. No sé quién eres tú.

El rostro de Jace cambió, pero antes de que pudiera decir nada, un grito quebró el silencio. Un grito y el sonido de cristal al romperse.

Clary reconoció la voz al instante. Era su madre.

Sin mirar a Jace, abrió la puerta de golpe y corrió por el pasillo hasta el salón. El salón de la casa de Luke era grande y estaba separado de la cocina por una larga barra. Jocelyn, en pantalones de yoga y una gastada camiseta, con el cabello recogido en un descuidado moño, se hallaba junto a la barra. Era evidente que había ido a la cocina a buscar algo de beber. A sus pies había un vaso hecho añicos, y el agua empapaba la alfombra gris.

Todo el color le había desaparecido del rostro, y se había quedado blanca como la cal. Estaba mirando fijamente al otro lado de la sala, e incluso antes de volver la cabeza, Clary ya supo qué estaba viendo.

A su hijo.

Sebastian estaba apoyado en la pared del salón, cerca de la puerta, sin ninguna expresión en su rostro anguloso. Entrecerró los párpados y miró a Jocelyn a través de las pestañas. Algo en su postura, en su aspecto, podría haber salido de la foto de un Valentine de diecisiete años que Hodge había tenido.

—Jonathan —susurró Jocelyn.

Clary se quedó inmóvil; igual que Jace cuando llegó corriendo por el pasillo, y vio la escena que tenía antes sí y se detuvo de golpe. Jace tenía la mano izquierda sobre el cinturón de las armas; sus delgados dedos estaban a varios centímetro del mango de una de sus dagas; Clary sabía que tardaría menos de un segundo en desenvainarla.

—Ahora me llaman Sebastian —respondió—. Decidí que no me interesaba conservar el nombre que me disteis mi padre y tú. Ambos me habéis traicionado, así que preferiría no tener relación con vosotros.

El agua caída del vaso roto iba formando un círculo oscuro a los pies de Jocelyn, que dio un paso adelante, mirando el rostro de Sebastian con ojos escrutadores.

—Creía que estabas muerto —susurró—. Muerto. Vi tus huesos convertirse en cenizas.

Sebastian la miró con los negros ojos entrecerrados.

—Si fueras una madre de verdad —replicó—, una buena madre, habrías sabido que estaba vivo. Una vez hubo un hombre que dijo que las madres llevaban con ellas durante toda la vida la llave de nuestras almas. Pero tú tiraste la mía.

Jocelyn hizo un sonido gutural. Se apoyaba en la barra para sujetarse. Clary quiso correr hacia ella, pero tenía los pies clavados al suelo. Fuera lo que fuese lo que estuviera sucediendo entre su hermano y su madre, era algo que no tenía nada que ver con ella.

—No me digas que no te alegras al menos un poco de verme, madre —dijo Sebastian, y aunque había un ruego en sus palabras, su tono era neutro—. ¿No soy todo lo que podrías desear en un hijo? —Abrió los brazos—. Fuerte, apuesto y parecido al querido papá.

Jocelyn sacudió la cabeza; tenía el rostro grisáceo.

—¿Qué quieres, Jonathan?

—Quiero lo mismo que quiere todo el mundo —contestó Sebastian—. Quiero lo que me corresponde. En este caso, el legado Morgenstern.

—El legado Morgenstern es sangre y devastación —repuso Jocelyn—. Aquí no somos Morgenstern. Ni mi hija ni yo. —Se irguió. Aún se agarraba a la barra, pero Clary pudo ver la fuerza regresar al rostro de su madre—. Si te vas ahora, Jonathan, ni siquiera le diré a la Clave que has estado aquí. —Miró un momento a Jace—. O tú. Si supieran que estás colaborando con él, os matarían a los dos.

Clary se puso ante Jace, instintivamente. Él miró más allá de ella, sobre su hombro, en dirección a su madre.

—¿Te importaría si muriera? —preguntó Jace.

—Me importa lo que le harían a mi hija —contestó Jocelyn—. Y la Ley es dura, demasiado dura. Lo que te ha ocurrido, quizá pueda revertirse. —Volvió a mirar a Sebastian—. Pero para ti, mi Jonathan, es demasiado tarde.

Movió hacia delante la mano con la que había estado agarrando la barra; en ella sujetaba el kindjal de mango largo de Luke. Las lágrimas le brillaban en los ojos, pero sujetaba el cuchillo con firmeza.

—Me parezco mucho a él, ¿verdad? —comentó Sebastian, sin moverse. No parecía ni haberse fijado en el cuchillo—. A Valentine. Por eso me estás mirando así.

Jocelyn negó con la cabeza.

—Te pareces a lo que siempre te has parecido, desde la primera vez que te vi. Te pareces a un demonio. —Su voz era dolorosamente triste—. Lo lamento mucho.

—¿Lamentas qué?

—No haberte matado cuando naciste —contestó ella, y salió de detrás de la barra, blandiendo el kindjal.

Clary se puso tensa, pero Sebastian no se movió. Sus oscuros ojos siguieron a su madre mientras ella iba hacia él.

—¿Es eso lo que quieres? —Abrió los brazos, como si fuera a abrazar a Jocelyn, y dio un paso adelante—. Vamos. Comete un filicidio. No te detendré.

—Sebastian —dijo Jace.

Clary le lanzó una mirada incrédula. ¿De verdad sonaba preocupado?

Jocelyn dio otro paso adelante. El cuchillo era sólo un destello en su mano. Cuando se detuvo, el extremo apuntaba directamente al corazón de Sebastian.

Éste siguió sin moverse.

—Hazlo —la incitó él en voz baja. Inclinó la cabeza hacia un lado—. ¿O no puedes hacerlo? Podrías haberme matado cuando nací, pero no lo hiciste. —Bajó la voz—. Quizá sepas que no existe eso del amor incondicional por un niño. Tal vez si me quisieras lo suficiente, podrías salvarme.

Se miraron durante un momento, madre e hijo, los gélidos ojos verdes contra los negros como el carbón. Había unas marcadas arrugas en las comisuras de la boca de Jocelyn que Clary habría jurado que no estaban ahí dos semanas antes.

—Estás fingiendo —repuso ella con voz temblorosa—. No sientes nada, Jonathan. Tu padre te enseñó a fingir las emociones humanas, de la misma manera que se enseña a un loro a repetir palabras, sin entender lo que dice, como tú. Desearía… oh, Dios, cómo desearía que lo entendieras. Pero…

Jocelyn alzó el cuchillo en un rápido y limpio arco. Un ataque perfectamente situado, que habría traspasado las costillas de Sebastian hasta el corazón si éste no se hubiera movido más rápido incluso que Jace; se volvió hacia atrás, y la punta del cuchillo sólo le hizo un fino corte en el pecho.

Junto a Clary, Jace tragó aire. Ella se volvió para mirarlo. Una mancha roja se le extendía por la camisa. Se llevó la mano allí; los dedos se le mancharon de sangre.

«Estamos ligados. Le cortas a él, y yo sangro».

Sin pensarlo, Clary atravesó la sala y se interpuso entre Jocelyn y Sebastian.

—Mamá. Para.

Jocelyn seguía sujetando el cuchillo, con los ojos clavados en Sebastian.

—Clary, sal de en medio.

Sebastian comenzó a reír.

—Qué tierno, ¿verdad? —dijo—. La hermana pequeña defendiendo a su hermano mayor.

—No te defiendo a ti. —Clary no apartó la mirada de su madre—. Lo que le pasa a Jonathan le pasa a Jace. ¿Lo entiendes, mamá? Si lo matas, Jace muere. Ya está sangrando. Por favor, mamá.

Jocelyn seguía agarrando el cuchillo, pero su expresión mostraba incerteza.

—Clary…

—Vaya, qué tensión —observó Sebastian—. Me interesa saber cómo vais a resolver esto. A fin de cuentas, no tengo ninguna razón para marcharme.

—Sí, lo cierto es que la tienes —dijo una voz procedente del pasillo. Era Luke, descalzo, con vaqueros y un jersey viejo. Tenía el cabello alborotado y parecía extrañamente joven sin las gafas. También llevaba una escopeta de cañones recortados apoyada en el hombro, con el cañón apuntando a Sebastian—. Ésta es la semiautomática Winchester del doce. La manada la usa para acabar con los lobos renegados —explicó—. Aunque no te mate, puedo volarte una pierna, hijo de Valentine.

Fue como si todos en la sala tragaran aire a la vez, todos excepto Luke… y Sebastian, que, con una sonrisa irónica en el rostro, se volvió y fue hacia Luke, como si no se hubiera fijado en la escopeta.

—Hijo de Valentine —repitió—. ¿Así es como piensas en mí? En otras circunstancias, podrías haber sido mi padrino.

—En otras circunstancias —replicó Luke, poniendo el dedo en el gatillo—, podrías haber sido humano.

Sebastian se detuvo de golpe.

—Lo mismo se podría decir de ti, licántropo.

El mundo parecía ir más despacio. Luke apuntó mirando el cañón del rifle. Sebastian siguió sonriendo.

—Luke —dijo Clary. Era como uno de esos sueños, una pesadilla donde quería gritar, pero todo lo que le salía de la garganta era un susurro—. Luke, no lo hagas.

Su padrastro tensó el dedo en el gatillo; y entonces, Jace hizo un súbito movimiento, y salió disparado desde donde estaba, junto a Clary, dio una voltereta sobre el sofá y se estrelló contra Luke, justo cuando la escopeta se disparaba.

El tiro salió desviado; una de las ventanas saltó hacia fuera hecha pedazos cuando la bala impactó contra ella. Luke, que había perdido el equilibrio, se tambaleó para recobrarlo. Jace le arrancó la escopeta de las manos y la tiró. El arma voló por la ventana rota. Jace se volvió hacia Luke.

—Luke… —empezó.

El hombre lo golpeó.

Incluso sabiendo lo que sabía, Clary se quedó parada al ver a Luke golpear a Jace en la cara. Luke, que había defendido a Jace incontables veces ante su madre, ante Maryse, ante la Clave…; a Luke, que era amable y tranquilo… Fue como si la golpeara a ella. Jace, totalmente desprevenido, se fue contra la pared.

Y Sebastian, que no había mostrado ninguna emoción real, aparte de burla y desdén, rugió… rugió y sacó del cinturón una daga larga y fina. Luke abrió mucho los ojos, y comenzó a apartarse, pero Sebastian era más rápido que él, más rápido que nadie a quien Clary hubiera visto. Incluso más rápido que Jace. Le hundió la daga a Luke en el pecho y la retorció con fuerza antes de arrancarla de nuevo, roja hasta el mango. Luke cayó contra la pared, y luego se deslizó por ella, dejando una mancha de sangre detrás, mientras Clary lo contemplaba aterrada.

Jocelyn gritó haciendo aún más ruido que el de la bala rompiendo la ventana, aunque Clary lo oyó como si le llegara desde la distancia, o de debajo del agua. Miraba a Luke, que se había desplomado en el suelo, mientras la moqueta se iba tiñendo de rojo.

Sebastian alzó la daga de nuevo y Clary se lanzó sobre él, estrellándose contra su hombro con todas sus fuerzas, tratando de hacerle perder el equilibrio. Casi no consiguió moverlo, pero sí que se le cayó la daga. Sebastian se volvió hacia ella. Sangraba de un corte en el labio. Clary no entendió por qué hasta que Jace entró en su campo de visión y le vio la sangre en la boca, donde Luke le había golpeado.

—¡Basta! —Jace agarró a Sebastian por la chaqueta. Estaba pálido, y no miraba a Luke, ni tampoco a Clary—. Para ya. No hemos venido aquí a esto.

—Suéltame…

—No. —Jace le pasó el brazo por el costado y le cogió la mano. Sus ojos encontraron los de Clary. Sus labios formaron palabras; se vio un destello plateado, el anillo en el dedo de Sebastian. Y de repente, ambos se habían marchado, habían desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Justo entonces, algo metálico cortó el aire donde habían estado y se clavó en la pared.

El kindjal de Luke.

Clary se volvió para mirar a su madre, que había lanzado el cuchillo. Pero Jocelyn no la miraba. Estaba corriendo al lado de Luke; se arrodilló sobre la ensangrentada moqueta y lo subió a su regazo. El licántropo tenía los ojos cerrados. Le salía sangre por las comisuras de la boca. La daga plateada de Sebastian, llena de sangre, estaba a dos pasos.

—Mamá —susurró Clary—. ¿Está…?

—La daga era de plata. —A Jocelyn le temblaba la voz—. No sanará tan rápido como debería; no sin un tratamiento especial. —Tocó el rostro de Luke con los dedos. Clary vio, aliviada, que el pecho de Luke subía y bajaba, aunque débilmente. Podía notar las lágrimas en la garganta, y por un momento, le asombró la calma de su madre. Pero ésta era la mujer que había estado sobre las cenizas de su hogar, rodeada de los cuerpos calcinados de su familia, incluidos sus padres y su hijo, y había seguido adelante.

—Trae unas toallas del baño —le dijo su madre—. Tenemos que detener la hemorragia.

Clary se puso en pie, tambaleante, y fue casi a ciegas hasta el pequeño cuarto de baño de Luke. Una toalla gris colgaba detrás de la puerta. La cogió y volvió a la sala. Jocelyn sujetaba a Luke sobre su regazo con una mano; en la otra tenía un móvil. Lo dejó caer y cogió la toalla que le tendía su hija. La dobló por la mitad, la colocó sobre la herida de Luke y presionó con fuerza. Clary la observó mientras los bordes de la toalla gris comenzaban a volverse escarlata por la sangre.

—Luke —susurró Clary. Él no se movió. Su rostro tenía un horrible color gris.

—Acabo de llamar a su manada —explicó Jocelyn. No miró a su hija; Clary se dio cuenta de que Jocelyn no le había hecho ni una sola pregunta sobre Jace y Sebastian ni por qué ella y Jace habían salido de su dormitorio, o qué estaban haciendo ellos allí. Ninguna. Estaba totalmente centrada en Luke—. Tiene algunos miembros patrullando la zona. En cuanto lleguen, deberemos marcharnos. Jace volverá a por ti.

—Eso no lo sabes… —comenzó Clary, con un susurro que le salía de la seca garganta.

—Sí que lo sé —replicó Jocelyn—. Valentine vino a por mí después de quince años. Así son los hombres Morgenstern. No se rinden nunca. Volverá a por ti.

«Jace no es Valentine».

Pero Clary no llegó a decirlo. Quería arrodillarse y cogerle la mano a Luke, sujetársela con fuerza, decirle que le quería. Pero recordó las manos de Jace en su dormitorio y no lo hizo. Eso era culpa suya. No se merecía consolar a Luke, o a sí misma. Se merecía el dolor y la culpa.

Se oyeron pasos en el porche y el murmullo de voces. Jocelyn alzó la cabeza. La manada.

—Clary, ve a buscar tus cosas —dijo ella—. Coge lo que creas que necesitarás, pero no más de lo que puedas llevar encima. No vamos a volver a esta casa.