4

E INMORTALIDAD

—¿Estás totalmente segura de que era Jace? —preguntó Isabelle la que a Clary le pareció la enésima vez.

Clary se mordió el labio, ya dolorido, y contó hasta diez.

—Soy yo, Isabelle —contestó—. ¿De verdad crees que no reconocería a Jace? —Miró a Alec, que estaba junto a ellas, con el fular azul ondeando al viento como un estandarte—. ¿Podrías confundir tú a Magnus con otra persona?

—No. Nunca —contestó él sin la más mínima vacilación—. Pero… Quiero decir, claro que te lo preguntamos, porque no tiene sentido.

—Quizá sea un rehén —sugirió Simon, apoyado contra una roca. El sol de otoño hacía que sus ojos adquirieran el tono de granos de café—. Igual Sebastian lo está amenazando, diciéndole que si Jace no le sigue el juego, él hará daño a sus seres queridos.

Todos miraron a Clary, pero ella negó, frustrada.

—Vosotros no los habéis visto juntos. Nadie actúa así cuando es un rehén. Parecía totalmente feliz de estar con él.

—Entonces, está poseído —repuso Alec—. Como con Lilith.

—Eso fue lo primero que pensé. Pero cuando estaba poseído por Lilith era como un robot. Repetía lo mismo una y otra vez. Pero éste era Jace. Bromeaba y sonreía como él.

—Quizá sufra el síndrome de Estocolmo —aportó Simon—. Ya sabes, cuando te han lavado el cerebro y empiezas a apreciar a quien te ha capturado.

—Se tarda meses en desarrollar el síndrome de Estocolmo —objetó Alec—. ¿Qué aspecto tenía? ¿Herido o enfermo de alguna manera? ¿Los puedes describir?

No era la primera vez que le preguntaba eso. El viento hizo volar hojas muertas entre sus pies mientras Clary les volvía a contar cómo había visto a Jace: animado y sano. A Sebastian también. Habían parecido totalmente tranquilos. La ropa de Jace estaba limpia, y era elegante y corriente. Su hermano llevaba una larga parka negra que parecía cara.

—Como un maldito anuncio de Burberry —soltó Simon cuando ella acabó.

Isabelle lo miró.

—Tal vez Jace tenga un plan —sugirió—. Quizá esté engañando a Sebastian, tratando de ganar su confianza o averiguar cuáles son sus planes.

—Pero si estuviera haciendo eso, habría encontrado la manera de decírnoslo —replicó Alec—. No nos dejaría aquí, temiendo por él. Resulta demasiado cruel.

—A no ser que no pueda arriesgarse a enviar un mensaje. Debe de creer que confiaremos en él. Y confiamos en él. —Isabelle alzó la voz, y se rodeó con los brazos, estremeciéndose.

Los árboles que flanqueaban el camino de gravilla en el que se hallaban entrechocaron las ramas desnudas.

—Quizá deberíamos decírselo a la Clave —sugirió Clary, y oyó su propia voz como si le llegara de lejos—. Esto… No sé cómo podemos ocuparnos de esto nosotros solos.

—No podemos decírselo a la Clave —replicó Isabelle con voz dura.

—¿Por qué no?

—Si creen que Jace está cooperando con Sebastian, la orden será matarlos en cuanto los localicen —explicó Alec—. Es la Ley.

—¿Aunque Isabelle tenga razón? ¿Incluso si Jace sólo le está siguiendo el juego a Sebastian? —preguntó Simon, con una nota de duda en la voz—. ¿Tratando de ganar su confianza para obtener información?

—No hay manera de demostrarlo. Y si dijéramos que eso es lo que está haciendo, y de alguna manera Sebastian se enterase, lo mataría —contestó Alec—. Si Jace está poseído, la Clave lo matará. No podemos decirles nada. —Su voz sonaba dura. Clary lo miró sorprendida; por lo general, Alec era el que siempre quería seguir las normas.

—Estamos hablando de Sebastian —añadió Izzy—. No hay nadie a quien la Clave odie más, excepto Valentine, y está muerto. Pero casi todo el mundo conoce a alguien que murió en la Guerra Mortal, y Sebastian fue quien logró bajar las salvaguardas.

Clary arañó la gravilla del suelo con una de las deportivas. Toda esa situación parecía un sueño, como si fuera a despertarse en cualquier momento.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora?

—Hablemos con Magnus, a ver si él tiene alguna información. —Alec tiró de la punta del fular—. No dirá nada al Consejo, no si yo se lo pido.

—Más le vale no hacerlo —replicó Isabelle indignada—. Si no, será el peor de los novios.

—He dicho que no lo hará…

—¿Ahora sirve de algo? —intervino Simon—. Me refiero a lo de ir a ver a la reina Seelie. Ya que sabemos que Jace está poseído, o quizá escondido por alguna razón…

—No dejes de asistir a una cita con la reina Seelie —afirmó Isabelle con firmeza—. Al menos si valoras tu piel tal y como es.

—Pero sólo se quedará los anillos y no nos dirá nada —replicó Simon—. Ahora ya sabemos más. Y tenemos otras preguntas que hacerle. Pero no las responderá. Sólo responderá a las que ya le hicimos. Así es como funcionan las hadas. No hacen favores. No es como si nos fuera a dejar hablar con Magnus y volver más tarde.

—No importa. —Clary se frotó el rostro con las manos. Estaban secas. En algún momento, las lágrimas habían dejado de caerle, por suerte. No quería enfrentarse a la reina con cara de haber llorado a moco tendido—. No llegué a coger los anillos.

Isabelle parpadeó sorprendida.

—¿Qué?

—Cuando vi a Jace y a Sebastian, me quedé tan hecha polvo que salí corriendo del Instituto y me trasladé en Portal hasta aquí.

—Bueno, entonces no podemos ir a ver a la reina —dijo Alec—. Si no has hecho lo que te había dicho que hicieras, se pondrá furiosa.

—Más que furiosa —añadió Isabelle—. Ya viste lo que le hizo a Alec la última vez que estuvimos en la corte. Y eso sólo fue un glamour. Probablemente te convierta en una langosta o algo así.

—Ella ya lo sabía —aseguro Clary—. Me dijo: «Cuando lo encuentres, puede que no sea exactamente como lo dejaste». —La voz de la reina Seelie le resonó en la cabeza. Se estremeció. Comprendía por qué Simon odiaba tanto a las hadas. Éstas siempre decían las palabras justas para que se te quedaran clavadas en la cabeza como una astilla, dolorosa e imposible de olvidar o extraer—. Sólo está jugando con nosotros. Quiere esos anillos, pero no creo que nos vaya a ayudar de verdad.

—De acuerdo —dijo Isabelle, algo dudosa—. Pero si sabía todo eso, quizá sepa más. ¿Y quién puede ayudarnos sino ella, ya que no podemos acudir a la Clave?

—Magnus —contestó Clary—. Lleva todo este tiempo tratando de descifrar el hechizo de Lilith. Quizá si le cuento lo que vi, eso ayude.

Simon puso los ojos en blanco.

—Pues qué bien que conozcamos a la persona que sale con Magnus —comentó—. Porque si no, tengo la sensación de que nos quedaríamos colgados pensando qué diablos hacer ahora. O tendríamos que conseguir el dinero para pagar a Magnus vendiendo limonada.

Alec sólo pareció un poco irritado por ese comentario.

—La única forma en que podríamos conseguir dinero suficiente para pagarle vendiendo limonada sería si le pusiéramos anfetas dentro.

—Es una forma de hablar. Todos sabemos muy bien que tu novio es muy caro. Me gustaría que no tuviéramos que recurrir a él siempre que tenemos un problema.

—Él piensa igual —repuso Alec—. Hoy Magnus tiene algo que hacer, pero hablaré con él esta noche, y nos podremos reunir todos con él mañana por la mañana en su piso.

Clary asintió. No podía ni imaginarse levantándose a la mañana siguiente. Sabía que cuanto antes hablaran con el brujo, mejor, pero se sentía agotada y sin fuerzas, como si hubiera derramado litros de su sangre en el suelo de la biblioteca del Instituto.

Isabelle se había acercado a Simon.

—Supongo que eso nos deja libre el resto de la tarde. ¿Vamos a Taki’s? Sirven tu sangre.

Simon miró a Clary, preocupado.

—¿Quieres venir?

—No, no pasa nada. Cogeré un taxi para volver a Williamsburg. Debería pasar un rato con mi madre. Todo este lío con Sebastian ya la tiene hecha polvo, y ahora…

El cabello negro de Isabelle voló al viento cuando sacudió la cabeza de un lado al otro.

—No le puedes contar lo que has visto. Luke está en el Consejo. No podría ocultárselo, y no puedes pedirle a ella que no se lo cuente a él.

—Lo sé. —Clary contempló las tres miradas ansiosas clavadas en ella.

«¿Cómo ha pasado esto?», pensó. Ella, que nunca había tenido secretos para Jocelyn, al menos no secretos serios, estaba a punto de ir a casa y ocultar algo muy importante a su madre y a Luke, algo de lo que sólo podía hablar con gente como Alec, Isabelle Lightwood y Magnus Bane; gente que seis meses atrás ni siquiera sabía que existieran. Era bien raro cómo el mundo podía girar en su eje, y todo en lo que habías confiado podía cambiar un instante.

Al menos, aún tenía a Simon. El constante y permanente Simon. Lo besó en la mejilla, se despidió de los otros con la mano y se volvió para marcharse, sabiendo que los tres la observaban preocupados mientras cruzaba el parque, con las últimas hojas muertas crujiendo bajo sus pies como si fueran pequeños huesecillos.

Alec había mentido. No era Magnus el que tenía planes aquella tarde. Era él.

Era consciente de que lo que estaba haciendo era un error, pero no podía evitarlo. Era como una droga: necesitaba saber más. Y en ese momento, ahí estaba, bajo tierra, sujetando su luz mágica y preguntándose qué diablos estaba haciendo.

Como todas las estaciones de metro de Nueva York, aquélla olía a óxido y agua, a metal y descomposición. Pero a diferencia de todas las otras estaciones en las que Alec había estado, aquella resultaba inquietantemente silenciosa. Aparte de las marcas del daño causado por el agua, las paredes y el andén estaban limpios. Techos arqueados de los que colgaba alguna que otra ornada lámpara se cernían sobre él, con diseños de baldosines verdes. Los azulejos que formaban el nombre en la pared decían «CITY HALL» en letras mayúsculas.

La estación de metro de City Hall estaba fuera de servicio desde 1945, aunque la ciudad aún la mantenía como un hito; el tren número 6 pasaba a veces por ella, para cambiar de sentido, pero nunca había nadie en ese andén. Para llegar allí, Alec se había arrastrado por una trampilla rodeada de cerezos silvestres que daba al City Hall Park, y había tenido que saltar una altura que seguramente le habría roto las piernas a una persona normal. Y ahí estaba él, respirando aquel aire cargado de polvo mientras se le aceleraba el corazón.

Ahí era donde le había conducido la carta que el siervo del vampiro le había entregado en el vestíbulo de Magnus. Al principio había decidido que nunca usaría esa información, pero no había sido capaz de tirar la carta. Había hecho una bola con ella y se la había metido en el bolsillo de los vaqueros, pero durante todo el día, incluso en Central Park, le había estado reconcomiendo por dentro.

Era como todo el problema con Magnus. No podía evitar estar preocupado, de la misma forma que alguien se toquetea un diente infectado, sabiendo que sólo empeorará la situación, pero sin ser capaz de parar. Magnus no había hecho nada malo. Él no tenía la culpa de tener cientos de años y haberse enamorado ya antes. De todos modos, eso corroía la tranquilidad de espíritu de Alec. Y en ese momento, sabiendo más, pero también menos, sobre la situación de Jace que el día anterior… era demasiado para él. Tenía que hablar con alguien, ir a alguna parte, hacer algo.

Por eso estaba allí. Y allí estaba también ella, de eso estaba seguro. Recorrió lentamente el andén. El techo arqueado acababa en una claraboya que dejaba entrar la luz del parque, de la que radiaban cuatro líneas de azulejos como las patas de una araña. Al fondo del andén había una corta escalera que se perdía en la oscuridad. Alec pudo detectar un glamour: cualquier mundano vería una pared de cemento, pero él veía una puerta abierta. En silencio, comenzó a subir la escalera.

Llegó a una sala oscura de techo bajo. Una claraboya de vidrio del color amatista dejaba entrar algo de luz. En un rincón oscuro había un elegante sofá de terciopelo con un respaldo arqueado y dorado, y sobre el sofá se encontraba Camille.

Era tan hermosa como Alec la recordaba, aunque la primera vez que la había visto ella no estaba en su mejor momento, sucia y encadenada a una tubería en un edificio en construcción. En esta ocasión llevaba un traje negro con zapatos rojos de tacón, y el cabello le caía sobre los hombros en ondas y rizos. Tenía un libro sobre el regazo: La Place de l’Étoile, de Patrick Modiano. Alec sabía suficiente francés para poder traducir el título: «La Plaza de la Estrella».

Camille miró a Alec como si hubiera estado esperándolo.

—Hola, Camille —saludó él.

Ella parpadeó lentamente.

—Alexander Lightwood —dijo ella—. He reconocido tus pasos en la escalera.

Ella se llevó el dorso de la mano a la mejilla y le sonrió. Había algo distante en esa sonrisa. Tenía toda la calidez del polvo.

—Supongo que no tienes ningún mensaje para mí de Magnus.

Alec no contestó.

—No, claro que no —prosiguió ella—. Qué tonta soy. Como si él supiera dónde estás.

—¿Y cómo has sabido que era yo? —preguntó Alec—. En la escalera.

—Eres un Lightwood —contestó ella—. Tu familia no se rinde nunca. Sabía que, después de lo que te dije aquella noche, no podrías dejar de pensar.

—No hace falta que me recuerdes lo que me prometiste. ¿O estabas mintiendo?

—Aquélla noche habría dicho cualquier cosa para que me dejaran libre —repuso ella—. Pero no mentía. —Se inclinó hacia delante, con ojos brillantes y oscuros al mismo tiempo—. Eres un nefilim, de la Clave y del Consejo. Mi cabeza tiene un precio por haber asesinado a cazadores de sombras. Pero ya sé que no has venido para entregarme. Quieres respuestas.

—Quiero saber dónde está Jace —replicó Alec.

—Quieres saberlo —dijo Camille—, pero también sabes que no hay ninguna razón para que yo tenga esa respuesta, y no la tengo. Te lo diría si lo supiera. Sé que se lo llevó el hijo de Lilith, y no tengo ningún motivo para sentir ninguna lealtad hacia ella. Ya no está. Sé que ha habido patrullas buscándome, para descubrir lo que puedo saber. Te lo diré ahora: no sé nada. Te diría dónde está tu amigo si lo supiera. No tengo ninguna razón para poner a los nefilim aún más en mi contra. —Se pasó la mano por el espeso cabello rubio—. Pero no estás aquí por eso. Admítelo, Alexander.

Alec notó que se le aceleraba la respiración. Había pensado en ese momento, despierto durante la noche junto a Magnus, escuchando respirar al brujo, oyendo sus propias inhalaciones, contándolas. Cada una más cerca de envejecer y morir. Cada noche acercándolo al final de todo.

—Dijiste que conocías un modo de hacerme inmortal —dijo Alec—. Dijiste que sabías la manera de que Magnus y yo pudiéramos estar juntos para siempre.

—Lo dije, ¿verdad? Qué interesante.

—Quiero que me la digas ahora.

—Y lo haré —repuso ella, mientras dejaba el libro—. Por un precio.

—Sin precio —replicó Alec—. Yo te liberé. Ahora me dirás lo que quiero saber. O te entregaré a la Clave. Te encadenarán en el tejado del Instituto a esperar el amanecer.

Los ojos de Camille eran duros y secos.

—No me gustan las amenazas.

—Entonces, dame lo que quiero.

Camille se puso en pie y se pasó las manos por la chaqueta para sacarse las arrugas.

—Ven y cógelo, cazador de sombras.

Fue como si toda la frustración, el pánico y la desesperación de los últimos días estallaran dentro de Alec. Saltó hacia Camille justo cuando ella iba a por él, con los colmillos extendidos.

Alec tuvo el tiempo justo para sacar el cuchillo serafín del cinturón antes de que ella le alcanzara. Alec ya había luchado contra vampiros antes; su velocidad y su fuerza eran impresionantes. Era como luchar contra el vórtice de un tornado. Se tiró hacia un lado, rodó hasta ponerse en pie y, de una patada, le tiró una escalera de mano caída, que la detuvo el instante suficiente para que él alzara el cuchillo.

Nuriel —susurró.

La luz del cuchillo serafín se alzó como una estrella. Camille vaciló, pero luego volvió a saltar sobre él. Le atacó, rasgándole la mejilla y el hombro con sus largas uñas. Alec notó el calor y la humedad de la sangre. Se volvió en redondo y le lanzó un tajo, pero ella se alzó en el aire y aterrizó fuera de su alcance, riendo y burlándose de él.

Alec corrió por la escalera que daba al andén. Ella corrió tras él; él la esquivó apartándose hacia un lado, se volvió, tomó impulso contra la pared y saltó hacia ella en el momento en que ella caía. Chocaron en el aire, ella gritando y arañándolo; él, agarrándole con fuerza el brazo, incluso cuando se estrellaron contra el suelo y casi se quedó sin aliento. Mantenerla en el suelo era la clave para ganar la pelea, y en silencio le dio gracias a Jace, que le había hecho practicar las volteretas una y otra vez en la sala de entrenamiento hasta que pudo emplear casi cualquier superficie para lanzarse al aire al menos por un instante o dos.

Él trató de alcanzarla con el cuchillo serafín mientras rodaban por el suelo, y ella paró los golpes con facilidad, moviéndose con una rapidez que la desdibujaba. Le golpeó con los tacones de aguja y le clavó las afiladas puntas en las piernas. Alec hizo una mueca y maldijo, y ella respondió con un impresionante torrente de obscenidades relacionadas con la vida sexual de Alec con Magnus y con su propia vida sexual con Magnus; tal vez habría habido más de no haber alcanzado el centro de la sala, donde la claraboya filtraba desde lo alto un círculo de luz hasta el suelo. Alec cogió a Camille por la muñeca y la obligó a meter la mano bajo la luz.

Camille gritó cuando enormes ampollas comenzaron a aparecerle en la piel. Alec notó el calor que manaba de la mano achicharrada de la chica. Con los dedos entrelazados, él le subió la mano, de nuevo hacia las sombras. Ella rugió y trató de morderle. Alec le dio un codazo en la boca y le partió el labio. Su sangre de vampiro, de un rojo brillante, más brillante que la sangre humana, le goteó desde la comisura.

—¿Tienes bastante? —gruñó Alec—. ¿Quieres más?

Comenzó a bajarle de nuevo la mano hacia la luz. Ya había empezado a sanarle, y la piel roja y ampollada estaba pasando a rosada.

—¡No! —exclamó ella casi sin voz, tosió y comenzó a temblar, con todo el cuerpo sacudiéndosele. Pasado un momento, Alec se dio cuenta de que Camille estaba riendo, riéndose de él a través de la sangre—. Eso me ha hecho sentirme viva, pequeño nefilim. Una buena pelea como ésta; debería darte las gracias.

—Agradécemelo dándome la respuesta a mi pregunta —repuso Alec, jadeando—. O te convertiré en cenizas. Estoy harto de tus juegos.

Ella esbozó una sonrisa. Los cortes ya se le habían curado, aunque aún tenía sangre en la cara.

—No hay ninguna manera de hacerte inmortal. No sin utilizar magia negra o convertirte en un vampiro, y tú has rechazado ambas opciones.

—Pero dijiste… dijiste que había otra forma de que estuviéramos juntos…

—Oh, y la hay. —Los ojos le bailaron—. Quizá no puedas conseguir la inmortalidad, pequeño nefilim, al menos no en términos que te resulten aceptables. Pero puedes quitársela a Magnus.

Clary se hallaba sentada en el dormitorio de casa de Luke, con una pluma en la mano y una hoja de papel sobre el escritorio que tenía delante. El sol se había puesto, y la luz de la mesa estaba encendida, brillando sobre la runa que acababa de comenzar.

Había empezado a verla en el tren hacia casa, mientras miraba al vacío a través de la ventana. No era nada que hubiera existido nunca, y había corrido a casa desde la estación mientras la imagen seguía fresca en su memoria; había esquivado las preguntas de su madre, se había encerrado en su habitación y había cogido lápiz y papel…

Llamaron a la puerta. Clary metió en seguida el papel en el que estaba dibujando bajo una hoja blanca cuando su madre ya entraba en la habitación.

—Lo sé, lo sé —dijo Jocelyn mientras alzaba la mano para detener las protestas de su hija—. Quieres que te dejen sola. Pero Luke ha hecho la cena y deberías comer algo.

Clary echó una mirada a su madre.

—Y tú también —repuso ella.

Jocelyn, al igual que su hija, era dada a perder el apetito cuando estaba preocupada, y el rostro se le hundía. Debería estar preparando su luna de miel, haciendo las maletas para ir a algún lugar hermoso y lejano. En vez de eso, su boda se había pospuesto indefinidamente, y Clary la oía llorar por las noches. La chica conocía ese llanto, nacido de la rabia y la culpa, un llanto que decía: «Todo esto es por mi culpa».

—Comeré si tú lo haces —dijo Jocelyn, obligándose a sonreír—. Luke ha preparado pasta.

Clary se volvió en la silla, inclinando el cuerpo de forma deliberada para que su madre no pudiera ver el escritorio.

—Mamá. Quería preguntarte algo.

—¿Qué?

Clary mordisqueó la punta del lápiz, una mala costumbre que tenía desde que había comenzado a dibujar.

—Cuando estaba en la Ciudad Silenciosa con Jace, los Hermanos me dijeron que cuando nace un cazador de sombras se realiza una ceremonia, para protegerle. Que las Hermanas de Hierro y los Hermanos Silenciosos tienen que realizarla. Y me preguntaba…

—Si realizaron esa ceremonia para ti.

Clary asintió.

Jocelyn suspiró y se pasó las manos por el cabello.

—La hicieron —contestó—. Lo arreglé por medio de Magnus. Un Hermano Silencioso estuvo presente, alguien que había jurado mantenerlo en secreto, y una bruja sustituyó a la Hermana de Hierro. Yo casi no quise hacerlo. No quería pensar que pudieras correr peligro con lo sobrenatural después de haberte escondido con tanto cuidado. Pero Magnus me convenció, y tenía razón.

Clary la miró con curiosidad.

—¿Quién era la bruja?

—¡Jocelyn! —llamó Luke desde la cocina—. ¡El agua se está derramando!

Jocelyn le dio un rápido beso a Clary en la coronilla.

—Perdona. Una emergencia culinaria. ¿Te veo en cinco minutos?

Clary asintió mientras su madre salía corriendo de la habitación, y luego volvió a sentarse. La runa que había estado creando seguía allí, rondándole por el borde de la conciencia. Comenzó a dibujar de nuevo y completó el dibujo que había empezado. Cuando acabó, se recostó en la silla y miró lo que había hecho. Se parecía un poco a la runa de apertura, pero no era la misma. Era un dibujo tan simple como una cruz y tan nuevo en el mundo como un recién nacido. Contenía una dormida amenaza, la sensación de que había nacido de su ira, culpa y rabia impotente.

Era una runa de gran poder. Pero aunque ella sabía exactamente lo que significaba y cómo podía usarse, no se le ocurría ninguna manera en que pudiera serle útil en la situación en que se encontraba. Era como si a uno se le estropeara el coche en una carretera solitaria, buscara en el maletero y sacara triunfalmente un alargo eléctrico en vez de los cables de la batería.

Se sentía como si el propio poder se estuviera riendo de ella. Maldiciendo, tiró el lápiz sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos.

El interior del viejo hospital había sido cuidadosamente blanqueado, lo que les daba un extraño brillo a todas las superficies. La mayoría de las ventanas estaban tapiadas, pero incluso bajo esa tenue luz, la potente visión de Maia podía captar los detalles: el polvillo del yeso en los suelos desnudos de los pasillos, las marcas donde las luces de trabajo habían estado colocadas, trocitos de cables pegados a las paredes con pegotes de pintura, ratones correteando por los rincones oscuros…

Una voz habló a su espalda.

—He registrado el ala este. Nada. Y tú, ¿qué?

Maia se volvió. Jordan estaba allí, con unos vaqueros negros y un jersey negro con la cremallera a medio subir sobre una camiseta verde. Ella negó con la cabeza.

—Tampoco hay nada en el ala oeste. Algunas escaleras bastante hechas polvo. Detalles arquitectónicos bastante bonitos, si te interesan ese tipo de cosas.

Él negó con la cabeza.

—Entonces, vámonos. Éste lugar me pone los pelos de punta.

Maia estuvo de acuerdo, aliviada de no haber sido ella quien lo dijera. Caminó junto a Jordan mientras bajaban una escalera cuya barandilla estaba tan cubierta de yeso caído que parecía de nieve. No estaba segura de por qué había aceptado patrullar con él, pero no podía negar que formaban un buen equipo.

Era fácil estar con Jordan. A pesar de lo que había pasado entre ellos justo antes de la desaparición de Jace, Jordan era respetuoso, y se mantenía a distancia sin hacerla sentir incómoda. La luna brilló sobre ambos cuando salieron del hospital en dirección al espacio que se abría ante él. Era un gran edificio de mármol blanco, cuyas ventanas tapiadas parecían ojos. Un árbol torcido, que perdía sus últimas hojas, se inclinaba ante la puerta principal.

—Bueno, eso ha sido una pérdida de tiempo —comentó Jordan.

Maia lo miró. Él contemplaba el viejo hospital naval, y eso era lo que ella prefería. Le gustaba mirar a Jordan cuando él no la miraba. Así podía contemplarle la nuca, la curva de la clavícula bajo el pico de la camiseta, sin sentirse como si él esperara algo de ella por mirarlo.

Cuando lo conoció era un chico con pinta de moderno, todo ángulos y con largas pestañas, pero ahora parecía mayor, con nudillos con cicatrices y músculos marcados bajo su ajustada camiseta verde, cubierta ahora por el jersey. Aún conservaba la piel olivácea que indicaba su ascendencia italiana, y también los ojos de color avellana que ella recordaba, aunque tenía el anillo dorado alrededor de las pupilas, señal de la licantropía. Las mismas pupilas que veía todas las mañanas cuando se miraba al espejo. Las pupilas que ella tenía por culpa de él.

—¿Maia? —Él la miraba, confundido—. ¿Qué opinas?

—Oh. —Ella parpadeó—. Esto, ah… No, no creo que sirva de nada registrar el hospital. Quiero decir, para ser sinceros, no veo por qué nos han enviado aquí. ¿El Astillero de la Marina en Brooklyn? ¿Por qué iba Jace a estar aquí? Tampoco es como si le encantaran los barcos.

La expresión de Jordan pasó de confundida a algo más sombría.

—Cuando los cadáveres acaban en el East River, muchas veces son arrastrados hasta aquí. Al astillero naval.

—¿Crees que estamos buscando un cadáver?

—No lo sé. —Se encogió de hombros mientras comenzaba a caminar. Las botas hacían ruido sobre la hierba seca y áspera—. Es posible que ahora sólo esté buscando porque no me parece bien rendirme.

Su paso era lento, sin prisas; caminaban hombro con hombro, casi tocándose. Maia mantenía los ojos fijos en la silueta de Manhattan al otro lado del río, una acuarela de brillante luz blanca reflejada en el agua. Al acercarse a bahía Wallabout, de poco calado, el arco del puente de Brooklyn comenzó a verse, junto con el rectángulo iluminado del South Street Seaport, al otro lado del río. Olía la contaminada miasma del agua, la suciedad y el diésel del astillero, así como el olor de los animales que se movían entre la hierba.

—No creo que Jace esté muerto —dijo finalmente—. Creo que no quiere que lo encuentren.

Jordan la miró.

—¿Estás diciendo que no deberíamos buscarlo?

—No. —Maia dudó un instante. Habían llegado al río, cerca de un muro bajo; ella fue pasando la mano por encima mientras caminaban. Entre ellos y el agua había una estrecha franja de asfalto—. Cuando me escapé y vine a Nueva York, no quería que me encontraran. Pero me habría gustado saber que alguien me estaba buscando con tanto interés como el que ponemos todos buscando a Jace.

—¿Te gusta Jace? —La voz de Jordan era neutra.

—¿Gustarme? Bueno, no de esa manera.

Jordan se echó a reír.

—No me refería a eso. Aunque, al parecer, se le considera súper atractivo.

—¿Me vas a soltar el rollo de chico hetero en el que finges que no puedes decir si otros tíos son atractivos o no? ¿Que Jace y el tipo peludo de la tienda de la calle Novena son iguales para ti?

—Bueno, el tipo peludo tiene una verruga, así que creo que Jace sale un poco mejor parado. Si te gusta todo eso de los rasgos marcados, rubio y con aires de superioridad.

La miró con los ojos entrecerrados.

—Siempre me han gustado los chicos morenos —repuso ella en voz baja.

Jordan miró al río.

—Como Simon.

—Bueno… sí. —Hacía tiempo que Maia no pensaba en Simon de ese modo—. Supongo.

—Y te gustan los músicos. —Jordan arrancó una hoja de una rama baja—. Quiero decir, soy cantante, y Bat era DJ, y Simon…

—Me gusta la música. —Maia se apartó el pelo de la cara.

—¿Qué más te gusta? —Jordan partió la hoja con los dedos. Se detuvo y se sentó sobre el muro bajo, mirándola—. Quiero decir, ¿hay algo que te guste tanto que te apetecería hacerlo para, por ejemplo, ganarte la vida?

Ella lo miró sorprendida.

—¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas cuando me hice éstos? —Se bajó la cremallera del jersey y se lo sacó. Debajo llevaba una camiseta de manga corta. Rodeando ambos bíceps tenía palabras en sánscrito procedentes de los mantras Shanti. Ella los recordaba bien. Su amiga Valerie se los había hecho gratis en su tienda de tatuajes de Red Bank, después de cerrar. Maia dio un paso hacia él. Con Jordan sentado y ella de pie, estaban casi a la misma altura. Ella le pasó los dedos, vacilantes, sobre las letras del brazo izquierdo. Él cerró los ojos bajo su caricia.

«Condúcenos de lo irreal a lo real —leyó en voz alta—. Condúcenos de la oscuridad a la luz. Condúcenos de la muerte a la inmortalidad». —Notaba la piel suave bajo los dedos—. De los Upanishads.

—Fue idea tuya. Tú eras la que siempre estaba leyendo. Eras la que lo sabía todo… —Abrió los ojos y la miró. Sus ojos eran varios tonos más claros que el agua que tenía atrás—. Maia, cualquier cosa que quieras hacer…, yo te ayudaré. He ahorrado gran parte de mi salario de Praetor. Podría dártelo… Podría cubrir tu matrícula en Stanford. Bueno, la mayor parte. Si aún quieres ir.

—No lo sé —contestó ella, con la cabeza hecha un lío—. Cuando me uní a la manada, pensé que podía ser un licántropo y nada más. Pensaba que se trataba de vivir con la manada, sin tener una auténtica identidad. De ese modo me sentía segura. Pero Luke tiene una vida. Es dueño de una librería. Y tú…, tú estás en los Praetor. Supongo que… se puede ser más de una cosa.

—Siempre lo has sido. —La voz de Jordan era baja, gutural—. Ya sabes, lo que has dicho antes, que cuando te escapaste te habría gustado que alguien te buscara. —Respiró hondo—. Yo te estaba buscando. Nunca dejé de buscarte.

Ella lo miró a los ojos. Él no se movió, pero las manos con las que se agarraba las rodillas tenían los nudillos blancos. Maia se inclinó hacia él, tan cerca que pudo ver la incipiente barba en el mentón y captar su olor: lobo, pasta de dientes y chico. Puso las manos sobre las de él.

—Bueno —dijo—. Pues me has encontrado.

Sólo unos centímetros separaban sus rostros. Maia notó su aliento en los labios antes de que él la besara, y ella se dejó llevar, cerrando los ojos. Su boca era tan suave como la recordaba; el roce de sus labios era tierno, y Maia sintió escalofríos por todo el cuerpo. Alzó los brazos y le rodeó el cuello, hundió los dedos en su rizado cabello y le rozó la piel de la nuca, bordeando el cuello de la gastada camiseta.

Él la acercó más. Estaba temblando. Ella notó el calor de su fuerte cuerpo contra el suyo mientras él le bajaba las manos por la espalda.

—Maia —susurró él. Comenzó a subirle el borde del jersey, sujetándola por la parte baja de la espalda. Movió los labios sobre los de ella—. Te quiero. Nunca he dejado de quererte.

«Eres mía. Siempre serás mía».

Con el corazón acelerado, ella se apartó de él y se bajó el jersey.

—Jordan… Para.

Él la miró con expresión sorprendida y preocupada.

—Perdona. ¿No ha estado bien? No he besado a nadie excepto a ti, desde… —No acabó la frase.

Ella negó con la cabeza.

—No, es sólo que… no puedo.

—Muy bien —contestó él. Parecía muy vulnerable, sentado allí, con el desánimo marcado en su expresión—. No tenemos que hacer nada…

Ella buscó las palabras.

—Es que es demasiado.

—Sólo ha sido un beso.

—Has dicho que me querías. —Le tembló la voz—. Me has ofrecido tus ahorros. No puedo aceptar eso.

—¿El qué? —preguntó él, con voz dolida—. ¿Mi dinero… o la parte del amor?

—Ninguna. No puedo, ¿vale? No contigo, no ahora. —Comenzó a alejarse. Él se la quedó mirando, con los labios abiertos—. No me sigas, por favor —dijo ella, y se volvió apresuradamente por donde habían llegado.