3

ÁNGELES MALOS

—Tío, creía que habías olvidado que vives aquí —exclamó Jordan cuando Simon entró en el salón de su pequeño piso, con las llaves aún tintineando en la mano. A Jordan solía encontrársele tirado en el futón, con las largas piernas colgando por el lado y el mando de la Xbox en la mano. Ése día también estaba en el futón, pero sentado, con los amplios hombros encorvados y las manos en los bolsillos de los vaqueros. El mando no se veía por ninguna parte. Parecía aliviado de ver a Simon y, en un momento, el vampiro entendió por qué.

El licántropo no estaba solo. Sentado frente a él en un sillón de terciopelo naranja (ninguno de los muebles de Jordan hacía juego), se hallaba Maia, con el rebelde cabello rizado contenido en dos trenzas. La última vez que Simon la vio, la chica iba vestida con traje de fiesta. Pero en ese momento seguía con su uniforme: vaqueros de bajos gastados, una camiseta de manga larga y una chaqueta de cuero de color caramelo. Parecía tan incómoda como Jordan, con la espalda recta y la mirada perdida hacia la ventana. Al ver a Simon, se puso de pie agradecida y le dio un abrazo.

—Hola —dijo—. Sólo he pasado a ver cómo te iba.

—Estoy bien. Es decir, estoy tan bien como se puede estar con todo lo que está pasando.

—No me refería a todo ese asunto de Jace —repuso ella—. Me refería a ti. ¿Cómo lo llevas?

—¿Yo? —Simon se sorprendió—. Estoy bien. Preocupado por Isabelle y Clary. Ya sabes que la Clave la estaba investigando…

—Y he oído que la han absuelto. Eso está bien. —Maia lo soltó—. Pero estaba pensando en ti. Y en lo que te pasó con tu madre.

—¿Cómo sabes eso? —Simon lanzó una mirada a Jordan, pero éste negó con la cabeza, de forma casi imperceptible. Él no le había dicho nada.

Maia se tiró de una trenza.

—Me encontré con Eric por casualidad. Me dijo lo que te había pasado y que por eso no has ido a los bolos de La Pelusa del Milenio.

—Por cierto, se han cambiado de nombre —informó Jordan—. Ahora son Burrito de Medianoche.

Maia miró irritada a Jordan, y él se hundió un poco en su asiento. Simon se preguntó de qué habrían estado conversando antes de que llegara él.

—¿Has hablado con alguien más de tu familia? —preguntó Maia con suavidad. Sus ojos de color ámbar lo miraban con preocupación.

Simon sabía que era grosero, pero había algo en ser mirado así que no le gustaba. Era como si esa preocupación convirtiera el problema en real, cuando, de otra manera, él podía fingir que no existía.

—Sí —contestó—. Todo va bien en mi familia.

—¿De verdad? Porque te dejaste el teléfono aquí. —Jordan lo cogió de la mesa—. Y tu hermana te ha estado llamando cada cinco minutos durante todo el día. Y ayer también.

Simon sintió que se le helaba el estómago. Cogió el teléfono que le tendía Jordan y miró la pantalla. Diecisiete llamadas perdidas de Rebecca.

—Mierda —exclamó—. Esperaba poder evitar esto.

—Bueno, es tu hermana —repuso Maia—. Tarde o temprano te iba a llamar.

—Lo sé, pero le he estado dando esquinazo; dejando mensajes cuando sé que no estará allí, esa clase de cosas. Supongo… que estaba tratando de evitar lo inevitable.

—¿Y ahora?

Simon dejó el teléfono en el alféizar de la ventana.

—¿Seguir evitándolo?

—No lo hagas. —Jordan sacó la mano del bolsillo—. Deberías hablar con ella.

—¿Y decirle qué? —La pregunta le salió con más aspereza de la que pretendía.

—Tu madre debe de haberle dicho algo —contestó su compañero de piso—. Seguramente estará preocupada.

Simon negó con la cabeza.

—Vendrá para Acción de Gracias, dentro de unas semanas. No quiero meterla a ella en lo que está pasando con mi madre.

—Ya está metida. Es tu familia —replicó Maia—. Además, esto…, lo que está pasando con tu madre, todo eso, es ahora tu vida.

—Entonces, supongo que quiero que ella se quede al margen. —Simon sabía que no estaba siendo razonable, pero se sentía capaz de evitarlo. Rebecca era… especial. Diferente. Pertenecía a una parte de su vida que aún no había tocado toda esa locura. Quizá la única parte.

Maia alzó las manos y se dirigió a Jordan.

—Dile algo. Tú eres su guardia pretoriana.

—Oh, vamos —replicó Simon antes de que su amigo pudiera abrir la boca—. ¿Alguno de vosotros mantiene el contacto con vuestros padres? ¿Con vuestra familia?

Ellos intercambiaron una mirada.

—No —contestó Jordan lentamente—, pero ninguno de nosotros tenía buena relación con ellos antes de…

—Ahí está mi prueba —repuso Simon—. Todos somos huérfanos. Huérfanos de la tormenta.

—No puedes pasar de tu hermana —insistió Maia.

—Mírame.

—¿Y cuando Rebecca vuelva a tu casa, que parece el plató de El exorcista? ¿Y cuando tu madre no pueda explicarle dónde estás? —Jordan se inclinó hacia delante, con las manos en las rodillas—. Tu hermana llamará a la policía, y tu madre acabará en un manicomio.

—Aún no estoy preparado para oír su voz —insistió Simon, pero sabía que había perdido la discusión—. Tengo que volver a salir, pero prometo que le enviaré un mensaje.

—Bien —repuso Jordan. Estaba mirando a Maia, no a Simon, mientras lo decía, como si esperara que ella se fijara en que había hecho reflexionar a su amigo y se mostrara complacida. Simon se preguntó si habrían estado viéndose durante las dos pasadas semanas mientras él había estado casi siempre ausente. Habría imaginado que no, por la tensa manera en que habían estado sentados cuando él había llegado, pero con esos dos, era difícil estar seguro—. Por algo se empieza.

El ascensor dorado se detuvo en el tercer piso del Instituto; Clary respiró hondo y salió al pasillo. Como Alec e Isabelle le habían prometido, el lugar estaba desierto y en silencio. El tráfico de la avenida York, que discurría por fuera, era un suave murmullo. Clary se imaginó que podía oír el sonido de las motas de polvo al rozar unas contra otras mientras danzaban en la luz que entraba por la ventana. Por la pared se hallaban los ganchos donde los residentes del Instituto colgaban los abrigos al entrar. Una de las chaquetas negras de Jace aún pendía de uno, con las mangas vacías y fantasmales.

Se estremeció mientras comenzaba a recorrer el pasillo. Recordaba la primera vez que Jace la había llevado por aquellos corredores, hablándole con su desenfadada voz de los cazadores de sombras, de Idris, de todo un mundo secreto que ella nunca antes había sabido que existiera. Clary lo había estado observando —con disimulo, había pensado, pero ahora sabía que Jace se enteraba de todo— mientras él hablaba, observando la luz relucir en su pálido cabello, los rápidos movimientos de sus ágiles manos, la flexión de los músculos de los brazos al gesticular.

Llegó a la biblioteca sin encontrarse con ningún cazador de sombras, y abrió la puerta. La sala le produjo el mismo escalofrío que la primera vez que la había visto. La biblioteca, circular porque estaba construida dentro de una torre, tenía una galería en el segundo piso, con balaustrada, a media altura de las paredes, por encima de las filas de estanterías. El escritorio, en el que Clary aún pensaba como el de Hodge, se hallaba en el centro de la estancia, tallado en una única pieza de roble, con el amplio tablero reposando sobre la espalda de dos ángeles arrodillados. Clary casi esperaba que Hodge se levantara al otro lado, con su cuervo, Hugo, posado en el hombro.

Sacudió la cabeza para apartar ese recuerdo y se apresuró a ir hacia la escalera circular del fondo de la sala. Iba vestida con vaqueros y zapatillas de suela de goma; se había dibujado una runa de insonoridad en el tobillo; el silencio era casi inquietante mientras subía los escalones que daban a la galería. Arriba también había libros, pero estaban metidos en estanterías con puertas de vidrio cerradas con llave. Algunos parecían muy viejos, con las cubiertas gastadas y los lomos reducidos a unas cuantas tiras. Otros eran libros de magia peligrosa: Cultos atroces, La viruela demoníaca y Guía práctica para revivir a los muertos.

Entre las estanterías cerradas había vitrinas. Cada una contenía algún objeto artesanal extraño y hermoso: una delicada botella de cristal cuyo tapón era una enorme esmeralda; una corona con un diamante en el centro, que no parecía que pudiera caber en ninguna cabeza humana; un colgante con forma de ángel con alas hechas de ruedas dentadas y piezas mecánicas y, en la última vitrina, como Isabelle le había prometido, un par de brillantes anillos de oro con forma de hojas curvadas: un trabajo de hadas, tan delicado como el aliento de un bebé.

Como era de esperar, la vitrina estaba cerrada. Clary se mordisqueó el labio mientras dibujaba la runa de la apertura, con cuidado de no hacerla muy potente para que el cristal no reventara y el ruido atrajera a la gente, que hizo saltar el cierre. Muy despacio, abrió la vitrina. Sólo mientras volvía a meterse la estela en el bolsillo comenzó a dudar.

¿Era ella realmente? ¿Robando a la Clave para pagar a la reina de los seres mágicos, cuyas promesas, como Jace le había dicho una vez, eran como escorpiones, con un afilado aguijón en la cola?

Meneó la cabeza para borrar sus dudas, y se quedó helada. La puerta de la biblioteca se estaba abriendo. Oyó crujir la madera, voces apagadas y pasos. Sin pensarlo, se tiró al frío suelo de madera de la galería y se aplastó contra él.

—Tenías razón, Jace —dijo desde abajo una voz, con un frío tono de burla e inquietantemente conocida—. Esto está desierto.

El hielo que Clary tenía en las venas pareció cristalizarse, y la dejó inmóvil y congelada. No podía moverse, ni respirar. No había tenido una impresión tan intensa desde que había visto a su padre atravesarle el pecho a Jace con una espada. Muy despacio, se fue acercando al borde del balcón y miró hacia abajo.

Y se mordió el labio con fuerza para no gritar.

El techo inclinado en lo alto se elevaba hacia el punto donde estaba colocada una claraboya de cristal. La luz del sol caía a través de ésta, iluminando una parte del suelo como un foco en un escenario. Podía ver los trozos de cristal, mármol y piedras semipreciosas que estaban incrustados en el suelo formando un dibujo: el ángel Raziel, la Copa y la Espada. Sobre una de las alas extendidas del Ángel se hallaba Jonathan Christopher Morgenstern.

Sebastian.

Y ése era el aspecto de su hermano. Su verdadero aspecto, vivo, moviéndose, animado. Un rostro pálido, todo ángulos y planos; alto, delgado y vestido de negro. El cabello era plateado, no oscuro como lo había llevado cuando lo había conocido, teñido del color del auténtico Sebastian Verlac. Su propio color pálido le sentaba mejor. Lo ojos eran negros, y cargados de vida y energía. La última vez que lo había visto, flotando en un ataúd de cristal como Blancanieves, una de sus manos era un muñón vendado. Ahora la tenía de nuevo, con un brazalete de plata brillando en la muñeca, pero con nada visible que mostrara que había sufrido algún daño, o incluso más que daño, que había faltado.

Y junto a él, con el cabello dorado brillando bajo la pálida luz del sol, se hallaba Jace. No Jace como ella se lo había imaginado constantemente durante las dos últimas semanas: magullado o sangrante, o sufriendo, o hambriento, encerrado en alguna celda oscura, gritando de dolor o llamándola. Ése era el Jace que ella recordaba: animado, sano, vibrante y hermoso. Tenía las manos metidas en los pantalones de los vaqueros; sus marcas eran visibles a través de la camiseta blanca. Sobre ella se había puesto una desconocida chaqueta de ante de color marrón claro que resaltaba las tonalidades doradas de su piel. Echó la cabeza hacia atrás, como si estuviera disfrutando de la sensación del sol en la cara.

—Siempre tengo razón, Sebastian —dijo él—. Ya deberías saber eso de mí.

Sebastian lo miró pausadamente y luego sonrió. Clary se lo quedó mirando. Tenía todo el aspecto de ser una sonrisa auténtica. Pero ¿qué iba a saber ella? Sebastian le había sonreído a ella en el pasado, y había resultado ser una gran mentira.

—¿Y dónde están los libros de invocaciones? ¿Hay algún orden en este caos?

—No del todo. No están por orden alfabético. Sigue el sistema especial de Hodge.

—¿No era a él a quien maté? Que inconveniente —repuso Sebastian—. Quizá deberíamos mirar yo arriba y tú abajo.

Fue hacia la escalera que subía a la galería. El corazón de Clary comenzó a acelerarse de miedo. Asociaba a Sebastian con asesinatos, sangre, dolor y terror. Sabía que Jace había luchado contra él una vez, y casi había muerto. Nunca podría vencer a su hermano en una lucha cuerpo a cuerpo. ¿Podría saltar desde la baranda de la galería hasta el suelo sin romperse una pierna? Y de hacerlo, ¿qué pasaría? ¿Qué haría Jace?

Sebastian ya tenía un pie en el primer escalón cuando Jace lo llamó.

—Espera. Aquí están. Ordenados bajo «Magia, No letal».

—¿«No letal»? ¿Y dónde está la gracia entonces? —ronroneó Sebastian, pero sacó el pie del escalón y fue hacia Jace—. ¡Vaya biblioteca! —exclamó mientras leía los títulos de los libros al pasar—. El cuidado y alimentación de tu duende doméstico, Demonios desvelados. —Cogió ése del estante y soltó una risita larga y grave.

—¿Qué es? —Jace alzó la mirada, esbozando una sonrisa. Clary tenía tantas ganas de correr abajo y tirársele encima que de nuevo se mordió el labio. El dolor fue agudo y ácido.

—Es pornografía —contestó Sebastian—. Mira. Demonios… «desvelados».

Jace se acercó a él por detrás y apoyó una mano en el brazo de Sebastian mientras leía por encima de su hombro. Era como ver a Jace con Alec, alguien con quien se sentía cómodo, que podía tocar sin pensárselo, pero horrible, al revés, del otro lado.

—Vale, ¿cómo puedes saberlo?

Sebastian cerró el libro y con él le dio un ligero golpe a Jace en el hombro.

—Hay cosas de las que sé más que tú. ¿Has cogido los libros?

—Los tengo. —Jace levantó una pila de pesados tomos de una mesa cercana—. ¿Tenemos tiempo de pasar por mi dormitorio? Si pudiera coger algunas de mis cosas…

—¿Qué quieres?

Jace se encogió de hombros.

—Ropa sobre todo, y algunas armas.

Sebastian negó con la cabeza.

—Demasiado peligroso. Tenemos que entrar y salir en seguida. Sólo objetos de urgencia.

—Mi chaqueta favorita es un objeto de urgencia —repuso Jace. Era como oírlo hablar con Alec, con cualquiera de sus amigos—. Al igual que yo, es acogedora y elegante.

—Mira, tenemos todo el dinero que podamos desear —replicó Sebastian—. Compra ropa. Y en unas semanas estarás dirigiendo este sitio. Podrás izar tu chaqueta favorita del mástil para que ondee como una bandera.

Jace rio, con esa tersa risa que Clary tanto amaba.

—Te lo advierto, esa chaqueta es sexi. El Instituto podría arder en llamas sexis.

—Le iría bien. Ahora es demasiado lúgubre. —Sebastian agarró la espalda de la chaqueta que Jace llevaba en ese momento y lo empujó hacia el lado—. Y ahora nos vamos. Sujeta los libros. —Se miró la mano derecha, donde relucía un delgado anillo de plata; lo hizo girar con el pulgar de la mano que no estaba sujetando a Jace.

—Eh —exclamó éste—. ¿Crees que…? —Se cortó, y por un momento, Clary pensó que era porque había mirado hacia arriba y la había visto, ya que tenía el rostro alzado. Pero mientras tragaba aire, ambos desaparecieron, desvaneciéndose como espejismos en el aire.

Lentamente, Clary apoyó la cabeza en el brazo. Le sangraba el labio donde se lo había mordido; notaba el sabor a sangre en la boca. Sabía que debía levantarse, moverse, huir. No debía estar ahí. Pero el hielo en sus venas se había vuelto tan frío que temía que, si se movía, saltaría hecha añicos.

Alec se despertó con Magnus sacudiéndolo por el hombro.

—Va, garbancito —dijo—. Ya es hora de levantarse y enfrentarse al día.

Alec se desenrolló medio dormido del nido de almohadas y mantas, y sonrió a su novio. Magnus, a pesar de haber dormido muy poco, parecía molestamente animado. Tenía el cabello mojado, y le goteaba sobre los hombros de la camisa blanca, haciéndola transparente. Llevaba unos vaqueros con agujeros y bajos deshilachados, lo que solía significar que estaba planeando pasar el día sin salir del piso.

—¿«Garbancito»? —preguntó Alec.

—Por probar.

Alec negó con la cabeza.

—No.

Magnus se encogió de hombros.

—Seguiré buscando. —Le tendió un descascarillado tazón de café, preparado como le gustaba a Alec: negro y sin azúcar—. Despierta.

El chico se sentó en la cama, frotándose los ojos, y cogió el tazón. La amargura del primer trago le envió un cosquilleo de energía a los nervios. Recordó que la noche anterior se había quedado despierto, esperando a que Magnus fuera a la cama, pero al final el cansancio le había podido y se había dormido sobre las cinco.

—Hoy me voy a saltar la reunión del Consejo.

—Lo sé, pero se supone que debes encontrarte con tu hermana y los demás en el parque Turtle Pond. Me dijiste que te lo recordara.

Alec sacó las piernas de la cama.

—¿Qué hora es?

Magnus le sacó el tazón de la mano antes de que derramara el café, y lo dejó en la mesilla.

—Vas bien. Tienes una hora. —Se inclinó y besó a Alec en la boca; el cazador de sombras recordó la primera vez que se habían besado, allí en el apartamento, y quiso abrazarlo y estrecharlo contra sí. Pero algo lo retuvo.

Se puso en pie y fue a la cómoda. Tenía un cajón para sus cosas. Un lugar para su cepillo de dientes en el baño. Una llave de la puerta. Una cantidad decente de propiedades para ocupar la vida de alguien, y aun así no podía sacarse el frío temor del estómago.

Magnus se había tumbado de espaldas sobre la cama, con un brazo tras la cabeza, y observaba a Alec.

—Ponte el fular —le dijo, señalando un fular azul de cachemira que pendía de un colgador—. Hace juego con tus ojos.

Alec miró el fular. De repente sintió un odio intenso, hacia el fular, hacia Magnus y sobre todo hacia sí mismo.

—No me lo digas —soltó—. El fular tiene cien años y te lo regaló la reina Victoria justo antes de morir, como recompensa por los servicios especiales que le habías prestado a la Corona, o algo así.

Magnus se sentó.

—¿Qué te pasa?

Alec lo miró molesto.

—¿Soy lo más nuevo de este apartamento?

—Creo que ese honor le corresponde a Presidente Miau. Sólo tiene dos años.

—He dicho lo más nuevo, no lo más joven —replicó Alec—. ¿Quién es W. S.? ¿Es Will?

Magnus meneó la cabeza como si tuviera agua en los oídos.

—¿Qué demonios…? ¿Estás hablando de la caja de rapé? W. S. es Woolsey Scott. Fue…

—Fue el fundador de los Praetor Lupus, lo sé. —Alec se puso los vaqueros y se subió la cremallera—. Ya lo has mencionado alguna vez, y además es un personaje histórico. Y su caja de rapé está en tu cajón de trastos. ¿Qué más tienes allí? ¿El cortaúñas de Jonathan Cazador de Sombras?

Los ojos de gato de Magnus lo miraban con frialdad.

—¿A qué viene todo esto, Alexander? Yo no te miento. Si quieres saber algo de mí, pregúntamelo.

—Tonterías —repuso Alec con sequedad, mientras se abotonaba la camisa—. Eres amable y divertido, y todas esas grandes cosas, pero lo que no eres es abierto, «garbancito». Puedes pasarte todo el día hablando de los problemas de la gente, pero no hablas de ti ni de tu historia y, cuando te pregunto, te retuerces como un gusano en un anzuelo.

—Quizá porque no puedes preguntarme sobre mi pasado sin que tengamos una discusión sobre cómo yo voy a vivir eternamente y tú no —replicó Magnus—. Tal vez porque la inmortalidad está convirtiéndose en la tercera persona de nuestra relación, Alec.

—Se supone que no debe haber ninguna tercera persona en nuestra relación.

—Justo.

Alec notó que se le formaba un nudo en la garganta. Había mil cosas que quería decir, pero nunca había sido hábil con las palabras, como Jace o Magnus. En vez de eso, cogió el fular azul del colgador y se lo echó al cuello con un gesto desafiante.

—No me esperes levantado —dijo—. Quizá salga de patrulla esta noche.

Mientras salía del apartamento dando un portazo, oyó gritar a Magnus.

—¡Y el fular, para que lo sepas, es de Gap! ¡Lo compré el año pasado!

Alec puso los ojos en blanco y bajó corriendo la escalera hasta el vestíbulo. La única bombilla que solía iluminarlo estaba apagada, y el espacio se hallaba tan en penumbra que no vio la silueta encapuchada que iba hacia él entre las sombras. Cuando por fin la vio, se sorprendió tanto que tiró las llaves, que tintinearon sobre el suelo.

La silueta flotó hacia él. Alec no podía distinguir nada de ella, ni la edad, ni el género, ni siquiera la especie. La voz que salió de la capucha era grave y rota.

—Tengo un mensaje para ti, Alec Lightwood —decía—. De Camille Belcourt.

—¿Quieres que patrullemos juntos esta noche? —preguntó Jordan, un tanto secamente.

Maia lo miró sorprendida. El chico estaba apoyado en la barra de la cocina, con el codo sobre la superficie. Había una despreocupación en su postura que era demasiado estudiada para ser sincera. Ése era el problema de conocer a alguien tan bien, pensó Maia. Era difícil fingir ante ellos, o pretender no darse cuenta de cuándo estaban fingiendo, incluso aunque eso fuera lo más fácil.

—¿Patrullar juntos? —repitió ella.

Simon estaba en su habitación, cambiándose de ropa; ella le había dicho que lo acompañaría hasta el metro, y en ese momento deseó no haberlo hecho. Sabía que debería haberse puesto en contacto con Jordan después de la última vez que lo había visto, cuando, gran error, lo había besado. Pero Jace había desaparecido después, y el mundo parecía haber saltado en pedazos, lo que le había dado a Maia la excusa que necesitaba para evitar todo aquel asunto.

Claro que no pensar en el ex novio que le había roto el corazón y la había convertido en mujer loba era mucho más fácil cuando no lo tenía delante, vestido con una camisa verde que se le ajustaba al musculoso cuerpo en los mejores sitios y le realzaba el color avellana de los ojos.

—Pensaba que habían cancelado las patrullas para buscar a Jace —contestó ella, sin mirarlo.

—Bueno, no es que las hayan cancelado, sino que las han reducido. Pero soy un Praetor, no formo parte de la Clave. Puedo buscar a Jace en mi propio tiempo.

—Bien.

Él jugueteaba con algo sobre la barra, colocándolo y recolocándolo, pero su atención seguía sobre ella.

—¿Quieres…? Ya sabes… Antes querías ir a la Universidad de Stanford. ¿Aún quieres?

Maia sintió que el corazón le daba un brinco.

—No he pensado en la universidad desde… —Carraspeó—. Desde que cambié.

Él se sonrojó.

—Estabas… Quiero decir, siempre habías querido ir a California. Ibas a estudiar historia, y yo me iba a trasladar allí para surfear. ¿Recuerdas?

Maia se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero. Pensó que debería estar enfadada, pero no era así. Durante mucho tiempo había culpado a Jordan por haber tenido que dejar de soñar con un futuro humano, con la universidad y una casa, e incluso, quizá, algún día, una familia. Pero había otros lobos en la manada de la comisaría de policía que aún perseguían sus sueños, su arte. Bat, por ejemplo. Detener su vida de golpe había sido sólo decisión de la propia Maia.

—Lo recuerdo —contestó ella.

Jordan se sonrojó aún más.

—Sobre esta noche. Nadie ha buscado en el Patio Naval de Brooklyn, y he pensado…, pero no resulta muy divertido si lo hago solo. Claro que si no quieres…

—No —dijo ella, y oyó su propia voz como si fuera la de otra persona—. Quiero decir… claro. Iré contigo.

—¿De verdad? —Los ojos de color avellana se le iluminaron, y Maia se maldijo por dentro. No debía darle esperanzas, sobre todo no sabiendo muy bien qué sentía ella. Le resultaba muy difícil creer que a él le importara tanto ella.

El medallón de Praetor Lupus destelló en el cuello de Jordan cuando éste se inclinó hacia delante, y Maia captó el conocido olor a jabón, y bajo eso, el lobo. Lo miró justo cuando la puerta del cuarto de Simon se abrió, y éste salió poniéndose una sudadera con capucha. Se quedó parado en el umbral, mirando alternativamente a Jordan y a Maia, y alzando lentamente las cejas.

—¿Sabes?, puedo llegar al metro yo solito —le dijo a Maia, con una leve sonrisa en la comisura de los labios—. Si quieres quedarte aquí…

—No. —Al instante la chica sacó las manos de los bolsillos, donde las había cerrado en unos nerviosos puños—. No, voy contigo. Jordan, te… te veré luego.

—Ésta noche —repuso éste a su espalda, pero ella no se volvió a mirarlo; ya corría tras Simon.

Simon fue subiendo lentamente la suave pendiente de la colina, acompañado de los gritos de los jugadores de frisbee en el Sheep Meadow, a su espalda, como una música distante. Era un claro día de noviembre, fresco y ventoso, con el sol que iluminaba las pocas hojas que quedaban en los árboles, dándoles brillantes tonos escarlata, dorado y ámbar.

La cumbre de la colina estaba sembrada de rocas. Se podía ver cómo el parque se había recortado en lo que antes había sido un bosque de árboles y piedra. Isabelle estaba sentada encima de una de las rocas, con un largo vestido de seda de color verde botella bordado en oro y un abrigo plateado encima. Contempló a Simon ir hacia ella, mientras se apartaba el largo cabello negro de la cara.

—Pensaba que vendrías con Clary —dijo cuando él estuvo cerca—. ¿Dónde está?

—Saliendo del Instituto —contestó él mientras se sentaba junto a Isabelle en la roca y metías las manos en los bolsillos de su cortavientos—. Me ha enviado un mensaje. Llegará en seguida.

—Alec está de camino… —comenzó a decir Isabelle, pero se cortó cuando el bolsillo de Simon comenzó a vibrar. O mejor dicho, el móvil que tenía en el bolsillo comenzó a hacerlo—. Creo que alguien te ha enviado un mensaje.

Él se encogió de hombros.

—Lo miraré después.

Ella lo miró por debajo de sus largas pestañas.

—Pues, bueno, como te estaba diciendo, Alec también está de camino. Tiene que venir desde Brooklyn, así que…

El móvil de Simon volvió a insistir.

—Muy bien, ya basta. Si no lo miras tú, lo haré yo. —Isabelle se inclinó y, a pesar de las protestas de Simon, le metió la mano en el bolsillo. La coronilla de la chica le rozó la barbilla. Olía a su perfume, a vainilla, y al aroma de su piel. Cuando ella sacó el móvil y se apartó, él se sintió tanto aliviado como decepcionado.

Isabelle miró la pantalla.

—¿Rebecca? ¿Quién es Rebecca?

—Mi hermana.

Isabelle se relajó.

—Quiere verte. Dice que no te ha visto desde…

Simon le sacó el teléfono de la mano y lo cerró antes de volver a metérselo en el bolsillo.

—Lo sé, lo sé.

—¿No quieres verla?

—Más que…, más que a nada en el mundo. Pero no quiero que ella lo sepa. Lo mío. —Simon cogió un palo y lo lanzó—. Mira lo que pasó cuando mi madre se enteró.

—Pues queda con ella en un sitio público, donde no pueda montar un número. Lejos de tu casa.

—Aunque no pueda montar un número, podría mirarme como me miró mi madre —repuso Simon a media voz—. Como si yo fuera un monstruo.

Isabelle le rozó la muñeca.

—Mi madre echó a Jace cuando pensaba que era el hijo de Valentine y su espía, y luego se arrepintió profundamente. Mis padres están comenzando a aceptar que Alec esté con Magnus. Tu madre también acabará por aceptarte. Pon a tu hermana de tu parte. Eso te ayudará. —Inclinó la cabeza—. Creo que a veces los hermanos entienden más cosas que los padres. No están cargados de expectativas. Yo nunca, nunca podría cortar la relación con Alec, hiciera lo que hiciese. Nunca. O con Jace. —Le dio un apretón en el brazo y luego dejó caer la mano—. Mi hermano pequeño murió, y no volveré a verlo. No hagas que tu hermana pase por eso.

—¿Por qué? —Era Alec, que llegaba por la colina dando patadas a las hojas muertas del camino. Llevaba sus vaqueros y su sudadera gastada de siempre, pero alrededor del cuello tenía anudado un fular azul que le hacía juego con los ojos. Eso debía de ser un regalo de Magnus, pensó Simon. Alec nunca habría pensado en comprarse algo así. El concepto de ir a juego parecía escapársele.

Isabelle carraspeó.

—La hermana de Simon…

No llegó más lejos. Una ráfaga de aire frío levantó un torbellino de hojas secas. Isabelle alzó la mano para protegerse el rostro del polvo, y el aire comenzó a resplandecer, con el inconfundible brillo traslucido de un Portal. Clary apareció ante ellos, con la estela en la mano y el rostro mojado de lágrimas.