20

UNA PUERTA A LA OSCURIDAD

Clary gritó de pura frustración mientras el trozo de vidrio se hundía en el suelo de madera, a unos centímetros del cuello de Sebastian.

Lo notó reír debajo de ella.

—No puedes hacerlo —dijo él—. No puedes matarme.

—Vete a la mierda —gruñó ella—. No puedo matar a Jace.

—Es lo mismo —repuso él, y se sentó a tal velocidad que ella casi ni lo vio moverse; la golpeó en la cara con tal fuerza que la envió deslizándose por el suelo lleno de vidrios. Su viaje terminó cuando se topó contra la pared, tuvo arcadas y tosió sangre. Hundió la cabeza en el antebrazo; el sabor y el olor metálicos de su propia sangre estaban por todas partes, le provocaban náuseas. Un momento después, Sebastian la agarró por la chaqueta y la puso en pie.

Ella no se resistió. ¿Qué sentido tendría? ¿Por qué luchar contra alguien que estaba dispuesto a matarte y sabía que tú no estabas dispuesto a matarlo a él, o incluso a herirlo de gravedad? Se quedó quieta mientras él la examinaba.

—Podría ser peor —comentó él—. Parece que la chaqueta te ha protegido de daños mayores.

¿Daños mayores? Clary se sentía como si la hubieran cortado por todas partes con finos cuchillos. Lo miró con ojos entrecerrados y furiosa, mientras él la cogía en brazos. Era como había sido en París, cuando él la alejó de los demonios dahak, pero entonces ella había estado… si no agradecida, al menos confusa; pero en ese momento estaba ardiendo de odio. Ella mantuvo el cuerpo tenso mientras él la llevaba arriba. Clary estaba tratando de no pensar que era él quien la tocaba, que no era su brazo el que tenía bajo los muslos, sus manos posesivas en la espalda.

«Lo mataré —pensó—. Encontraré la manera, y lo mataré».

Sebastian entró en la habitación de Jace y la dejó en el suelo sin contemplaciones. Ella se tambaleó dando un paso hacia atrás. Él la cogió y le arrancó la chaqueta. Debajo, ella sólo llevaba una camiseta. Estaba hecha jirones, como si se hubiera pasado un rallador por encima, y manchada de sangre por todas partes.

Sebastian soltó un silbido.

—Estás hecha un asco, hermanita —dijo—. Será mejor que te metas en el cuarto de baño y te limpies esa sangre.

—No —replicó ella—. Déjalos que me vean así. Déjalos que vean lo que has tenido que hacerme para que vaya contigo.

Él la agarró por la barbilla y la obligó a alzar el rostro. Sus caras quedaron sólo a unos centímetros. Ella quiso cerrar los ojos, pero se negó a darle esa satisfacción. Le devolvió la mirada, a los lazos de plata de sus ojos negros; la sangre en el labio, donde ella le había mordido.

—Me perteneces —repitió él—. Y te tendré a mi lado, tenga lo que tenga que hacer para que estés allí.

—¿Por qué? —preguntó ella, notando la rabia tan amarga en la lengua como el sabor de la sangre—. ¿Y qué te importa? Sé que no puedes matar a Jace, pero podrías matarme a mí. ¿Por qué no lo haces?

Por un instante, los ojos de Sebastian se volvieron distantes, vidriosos, como si estuviera viendo algo que a ella le resultaba invisible.

—Éste mundo será consumido por el fuego —contestó—. Pero, si haces lo que te digo, yo os llevaré a Jace y a ti entre las llamas sin que os ocurra nada malo. Es una gracia que no le concedo a nadie más. ¿No ves lo tonta que eres al rechazarla?

—Jonathan —repuso Clary—. ¿No ves lo estúpido que resulta pedirme que luche a tu lado cuando lo que quieres es reducir el mundo a cenizas?

Él enfocó de nuevo los ojos y la miró.

—Pero ¿por qué? —Era casi un ruego—. ¿Qué le ves de valioso a este mundo? Sabes que hay otros. —Su sangre destacaba muy roja contra su pálida piel—. Dime que me amas. Dime que me amas y que lucharás conmigo.

—No te amaré nunca. Te equivocas cuando dices que tenemos la misma sangre. Tu sangre es veneno. Veneno de demonio. —Escupió las últimas palabras.

Él se limitó a sonreír, con los ojos reluciéndole sombríos. Ella notó que algo le quemaba en el brazo, y pegó un bote antes de darse cuenta de que era una estela; Sebastian le estaba trazando un iratze en la piel. Le odió incluso cuando el dolor desapareció. El brazalete le resonó sobre la muñeca cuando movió la mano ágilmente, acabando la runa.

—Sabía que mentías —le dijo ella de repente.

—Digo muchas mentiras, cariño —repuso él—. ¿Cuál en concreto?

—Tu brazalete —contestó ella—. «Acheronta movebo». No significa «Así siempre a los tiranos»: eso es «Sic semper tyrannis». Esto es de Virgilio. «Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo». «Si no puedo convencer al Cielo, moveré a los Infiernos».

—Tu latín es mejor de lo que pensaba.

—Aprendo rápido.

—No lo suficiente. —Le soltó la barbilla—. Y ahora, métete en el baño y límpiate —le ordenó a empujones. Cogió el vestido de ceremonias de su madre de la cama y se lo puso en los brazos—. Queda poco tiempo, y mi paciencia se agota. Si no sales en diez minutos, iré a buscarte. Y te aseguro que no te gustará.

—Me muero de hambre —dijo Maia—. Parece como si hiciera días que no como. —Abrió la puerta de la nevera y miró—. Oh, aj.

Jordan la apartó, la rodeó con los brazos y le rozó la nuca con los labios.

—Podemos pedir algo. Pizza, tailandés, mexicano…, lo que prefieras. Mientras no cueste más de veinte dólares.

Ella se volvió entre sus brazos, riendo. Llevaba una de las camisas de Jordan; a él le iba un poco grande, y a ella le llegaba casi a las rodillas. Se había recogido el pelo en un moño en la nuca.

—Derrochador —bromeó ella.

—Por ti, lo que sea. —La alzó por la cintura y la sentó en uno de los taburetes de la barra de la cocina—. Puedes comerte un taco. —La besó. Los labios de Jordan eran dulces, con un leve sabor a menta de la pasta de dientes. Ella notó la excitación que le provocaba tocarlo, que le comenzaba en la base de la columna y se le extendía por todos los nervios.

Rio en la boca de él, echándole los brazos al cuello. Un seco timbre atravesó el zumbido de su sangre, mientras Jordan se apartaba, frunciendo el ceño.

—Mi móvil. —Sin soltarla, palpó la barra con la otra mano hasta que encontró el teléfono. Había dejado de sonar, pero de todas formas lo abrió, y frunció el ceño—. Es el Praetor.

El Praetor no llamaba nunca, o al menos lo hacía muy rara vez. Sólo cuando algo era de una importancia vital. Maia suspiró y se apartó de él.

—Cógelo.

Él asintió, mientras ya se llevaba el móvil a la oreja. Su voz se convirtió en un suave murmullo en el fondo de la conciencia de Maia mientras saltaba de la barra e iba a la nevera, donde estaban enganchados los menús de la comida a domicilio. Los fue mirando hasta que encontró el del restaurante tailandés cercano que a ella le gustaba; se volvió con el papel en la mano.

Jordan estaba de pie en medio del salón, pálido, con el teléfono olvidado en la mano. Maia podía oír una vocecita distante que salía de él, llamándolo.

Maia dejó caer el menú y corrió hacia él. Le cogió el teléfono de la mano, cortó la llamada y lo dejó en la barra.

—¿Jordan? ¿Qué ha pasado?

—Mi compañero de cuarto, Nick, ¿recuerdas? —contestó él, con la incredulidad marcada en sus ojos de color avellana—. No lo llegaste a conocer, pero…

—Vi fotos suyas —repuso ella—. ¿Le ha pasado algo?

—Está muerto.

—¿Cómo?

—El cuello abierto, y toda la sangre desaparecida. Creen que localizó a su misión y ella lo mató.

—¿Maureen? —Maia estaba sorprendida—. Pero si sólo es una niña.

—Ahora es una vampira. —Tragó aire—. Maia…

Ella se lo quedó mirando. Tenía los ojos vidriosos y el cabello revuelto. Un pánico inesperado se despertó en su interior. Besarse, acariciarse y practicar sexo era una cosa. Consolar a Jordan afectado por la muerte de alguien era algo muy diferente. Significaba compromiso. Significaba cariño. Significaba querer aliviar el dolor y, al mismo tiempo, dar gracias porque lo malo que hubiera pasado, no les hubiera pasado a ellos.

—Jordan —dijo con suavidad, se puso de puntillas y lo abrazó—. Lo siento.

Notó el corazón del chico latiendo con fuerza contra el de ella.

—Nick sólo tenía diecisiete años.

—Pero era un Praetor, como tú —repuso ella en voz baja—. Sabía que era peligroso. Tú sólo tienes dieciocho. —Él la abrazó con más fuerza, pero no dijo nada—. Jordan —continuó ella—. Te amo. Te amo y lo siento.

Notó que él se quedaba parado. Era la primera vez que decía esas palabras desde unas semanas antes de que la mordiera. Él parecía estar aguantando la respiración. Finalmente soltó un pequeño grito ahogado.

—Maia —dijo con voz quebrada. Y luego, increíblemente, antes de que él pudiera decir nada más… sonó el móvil de ella.

—No importa —dijo ella—. No lo cojo.

Él la soltó, mirándola con ternura; su rostro estaba desconcertado de pena y sorpresa.

—No —repuso él—. No, podría ser importante. Cógelo.

Maia suspiró y fue a la barra. Cuando llegó, el móvil había dejado de sonar, pero había un mensaje de texto parpadeando en la pantalla. Notó que se le tensaban los músculos del estómago.

—¿Quién es? —preguntó Jordan, como si hubiera notado la repentina tensión de Maia. Tal vez así fuera.

—El 911. Una emergencia. —Se volvió hacia él, sujetando el móvil—. Una llamada a la lucha. Han avisado a todos los de la manada. De Luke… y Magnus. Tenemos que marcharnos inmediatamente.

Clary se hallaba sentada en el suelo del cuarto de baño de Jace, con la espalda contra la bañera y las piernas estiradas al frente. Se había lavado la sangre de la cara y el cuerpo, y se había enjuagado el cabello en el lavabo. Llevaba el vestido de ceremonias de su madre remangado hasta los muslos y notaba las losetas del suelo frías contra las pantorrillas y los pies descalzos.

Se miró las manos. Pensó que deberían ser diferentes. Pero eran las mismas manos que siempre había tenido, con dedos delgados, uñas cuadradas (una artista no quería tener uñas largas) y pecas en los nudillos. Su rostro también era el mismo. Toda su cuerpo seguía siendo igual, pero ella no. Ésos últimos días la habían cambiado de maneras que ni ella misma llegaba a entender del todo.

Se levantó y se miró en el espejo. Estaba pálida, en contraste con los intensos colores de su cabello y del vestido. Tenía el cuello y los hombros decorados con morados.

—¿Admirándote?

No había oído abrir la puerta a Sebastian, pero ahí estaba, apoyado en el marco. Llevaba un tipo de traje de cazador de sombras que ella no había visto nunca: el material duro de siempre, pero del color escarlata de la sangre fresca. También había añadido un accesorio a su indumentaria: una ballesta curvada. La sostenía tranquilamente en una mano, aunque debía de ser pesada.

—Estás encantadora, hermana. Una compañera adecuada para mí.

Clary se tragó lo que le iba a contestar, acompañado del sabor a sangre que aún le permanecía en la boca, y fue hacia él. Sebastian la cogió por el brazo cuando ella trató de pasar entre él y la puerta. Le pasó la mano por el hombro desnudo.

—Bien —dijo él—. No estás Marcada aquí. No me gusta que las mujeres destrocen su piel con cicatrices. Ponte Marcas sólo en los brazos y las piernas.

—Preferiría que no me tocaras.

Él soltó un bufido y alzó la ballesta. Tenía el dardo colocado, listo para ser disparado.

—Camina —le ordenó—. Estaré detrás de ti.

Clary tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartarse de él. Se volvió y fue hacia la puerta, notando un ardor entre los omoplatos, en el punto donde suponía que le apuntaba la ballesta. Bajaron así la escalera de vidrio y atravesaron la cocina y el salón. Sebastian gruñó al ver la runa que Clary había trazado en la pared, pasó la mano ante ella y apareció una puerta. La hoja de la puerta se abrió a un cuadrado de oscuridad.

La ballesta empujó con fuerza a Clary por la espalda.

—Camina.

Clary respiró hondo y avanzó hacia las sombras.

Alec golpeó el botón de la pequeña jaula del ascensor, y se apoyó en la pared.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

Isabelle miró la pantalla de su móvil.

—Unos cuarenta minutos.

El ascensor comenzó a subir. Isabelle miró de reojo a su hermano. Parecía cansado, tenía grandes ojeras. A pesar de su fuerza y su altura, Alec, con sus ojos azules y su suave cabello negro hasta los hombros, parecía más frágil de lo que era.

—Estoy bien —repuso él, contestando la silenciosa pregunta de Isabelle—. Tú eres la que se va a meter en un lío por pasar las noches fuera de casa. Yo tengo dieciocho años. Puedo hacer lo que quiera.

—Le he enviado mensajes a mamá todas las noches que me he quedado contigo y con Magnus —dijo Isabelle mientras el ascensor paraba—. Tampoco es que ella no supiera dónde estaba yo. Y hablando de Magnus…

Alec pasó ante ella y abrió la puerta del ascensor.

—¿Qué?

—¿Estáis bien? Me refiero a si os va bien juntos.

Alec le lanzó una mirada incrédula mientras salía del ascensor.

—¿Todo se está yendo a la porra y tú quieres saber cómo va mi relación con Magnus?

—Siempre me ha sorprendido esa expresión —repuso Isabelle pensativa, mientras corría detrás de su hermano por el pasillo. Alec tenía unas piernas muy, muy largas y, aunque ella era rápida, era difícil seguirle el paso cuando él lo quería—. ¿Por qué una porra? ¿Qué es una porra, y qué tiene de especial para que haya que ir allí?

—Magnus y yo estamos bien, supongo —contestó Alec, que había sido el parabatai de Jace durante el tiempo suficiente para aprender a prescindir de las tangentes en la conversación.

—Uy, uy —repuso Isabelle—. ¿Bien, supones? Ya sé lo que significa cuando dices eso. ¿Qué ha pasado? ¿Os habéis peleado?

Alec toqueteaba la pared con los dedos mientras corrían, una señal segura de que estaba incómodo.

—Deja de meterte en mi vida amorosa, Izzy. Y tú ¿qué? ¿Por qué Simon y tú no sois novios? Es evidente que te gusta.

Isabelle soltó un graznido.

—No es tan evidente.

—Lo es, la verdad —replicó Alec, que parecía como si eso también le sorprendiera—. Lo miras con ojos de cordero degollado. La forma en que te pusiste cuando el Ángel apareció en el lago…

—¡Creí que Simon estaba muerto!

—¿Qué?, ¿más muerto? —replicó Alec sin ninguna compasión. Al ver la expresión en el rostro de su hermana, se encogió de hombros—. Mira, si te gusta, está bien. Pero no veo por qué no estáis saliendo.

—Porque yo no le gusto.

—Claro que le gustas. Les gustas a todos los chicos.

—Perdóname si pienso que tu opinión es parcial.

—Isabelle —dijo Alec, y en ese momento sí había cariño en su voz, un tono que ella asociaba con su hermano: amor y exasperación mezclados—. Sabes que eres muy hermosa. Los tíos te han ido detrás desde… siempre. ¿Por qué iba a ser Simon diferente?

Isabelle se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero lo es. Supongo que la pelota está en su tejado. Sabe lo que siento. Pero no parece que esté corriendo para hacer nada al respecto.

—Para ser justos, tiene otras cosas en que pensar.

—Lo sé, pero… siempre ha sido así. Clary…

—¿Crees que sigue enamorado de Clary?

Isabelle se mordisqueó el labio.

—Esto… No exactamente. Creo que ella es lo único que conserva de su vida humana, y no puede dejarla ir. Y mientras no la deje ir, no sé si habrá espacio para mí.

Casi habían llegado a la biblioteca. Alec miró de reojo a su hermana a través de las pestañas.

—Pero si sólo son amigos…

—Alec. —Isabelle alzó una mano para indicarle que se callara. Se oían voces procedentes de la biblioteca; la primera, estridente, y la reconocieron inmediatamente como la de su madre.

—¿Qué quieres decir con que ha desaparecido?

—Nadie la ha visto en los últimos dos días —dijo otra voz, suave, femenina y con un ligero tono de disculpa—. Vive sola, así que la gente no estaba segura; pero pensamos que ya que conoces a su hermano…

Sin detenerse, Alec abrió de golpe la puerta de la biblioteca. Isabelle pasó ante él y vio a su madre sentada detrás del enorme escritorio de caoba situado en el centro de la sala. Frente a ella había dos personas conocidas: Aline Penhallow, vestida de uniforme, y junto a ella, Helen Blackthorn, con su rizado cabello revuelto. Ambas se volvieron, sorprendidas, cuando la puerta se abrió. Helen estaba pálida bajo las pecas; también iba de uniforme, lo que aún la hacía más pálida.

—Isabelle —exclamó Maryse mientras se ponía en pie—. Alexander. ¿Qué ha ocurrido?

Aline le cogió la mano a Helen. Anillos de plata destellaron en ambas manos. El anillo Penhallow, con su dibujo de montañas, brillaba en el dedo de Helen, mientras que el dibujo de espinos entrelazados del anillo de la familia Blackthorn adornaba el de Aline. Isabelle notó que se le alzaban las cejas: intercambiar anillos era un asunto serio.

—Si estamos interrumpiendo, podemos irnos… —comenzó Aline.

—No, quedaos —repuso Isabelle dirigiéndose hacia ellos—. Podemos necesitaros.

Maryse volvió a sentarse.

—Bien —dijo—. Mis hijos me honran con su presencia. ¿Dónde habéis estado?

—Ya te lo dije —contestó Isabelle—. En casa de Magnus.

—¿Por qué? —preguntó Maryse—. Y no te lo pregunto a ti, Alec. Se lo pregunto a mi hija.

—Porque la Clave dejó de buscar a Jace —respondió Isabelle—. Pero nosotros no.

—Y Magnus ha querido ayudarnos —añadió Alec—. Se ha pasado las noches en vela, rebuscando en libros de hechizos, tratando de averiguar dónde podría estar Jace. Incluso invocó a…

—No. —Maryse alzó la mano para silenciarlo—. No me lo digas. No quiero saberlo. —El teléfono negro de su escritorio comenzó a sonar. Todos lo miraron. Una llamada por el teléfono negro era una llamada de Idris. Nadie fue a contestar, y al cabo de un momento dejó de sonar—. ¿Por qué estáis aquí? —preguntó Maryse, volviendo la atención hacia sus hijos.

—Estábamos buscando a Jace… —comenzó Isabelle de nuevo.

—Eso es trabajo de la Clave —replicó Maryse. Isabelle notó que parecía cansada, con la piel tirante bajo los ojos. Unas arrugas en los extremos de la boca le tensaban los labios. Estaba tan delgada que los huesos de las muñecas le sobresalían—. No el vuestro.

Alec dio una palmada en la mesa, tan fuerte que los cajones repicaron.

—¿Quieres escucharnos? La Clave no ha encontrado a Jace, pero nosotros sí. Y a Sebastian con él. Y ahora sabemos qué están planeando, y tenemos… —miró hacia el reloj de la pared— casi nada de tiempo para detenerlos. ¿Vas a ayudarnos o no?

El teléfono negro sonó de nuevo. Y de nuevo Maryse no contestó. Miraba a Alec, pálida por la impresión.

—¿Que habéis hecho qué?

—Sabemos dónde está Jace, mamá —contestó Isabelle—. O, al menos, dónde va a estar. Y lo que va a hacer. Conocemos el plan de Sebastian, y hay que detenerlo. Oh, y sabemos cómo matar a Sebastian y no a Jace…

—Para. —Maryse negó con la cabeza—. Alexander, explícate. Conciso y sin histeria. Gracias.

Alec explicó la historia, omitiendo, en opinión de Isabelle, todo lo mejor, aunque así consiguió resumir las cosas adecuadamente. Y pese a que su versión fuera abreviada, tanto Aline como Helen estaban boquiabiertas al final. Maryse permanecía muy quieta, con los rasgos inmóviles.

—¿Por qué habéis hecho todo eso? —preguntó ella cuando Alec acabó, en una voz apagada.

Su hijo parecía perplejo.

—Por Jace —contestó Isabelle—. Para recuperarlo.

—¿Os dais cuenta de que, al ponerme en esta posición, no me dais más elección que notificarlo a la Clave? —preguntó Maryse con la mano sobre el teléfono negro—. Ojalá no hubierais venido aquí.

A Isabelle se le secó la boca.

—¿Estás muy enfadada porque al final te hemos explicado qué está pasando?

—Si informo a la Clave, enviarán refuerzos. Jia no tendrá más remedio que ordenar que maten a Jace en cuanto lo vean. ¿Tenéis idea de cuántos cazadores de sombras siguen al hijo de Valentine?

Alec negó con la cabeza.

—Parece que unos cuarenta.

—Digamos que llevamos el doble. Podremos estar bastante seguros de derrotar a sus fuerzas, pero ¿qué posibilidades tendrá Jace? No tenemos ninguna certeza de que acabe vivo. Lo matarán sólo para asegurarse.

—Entonces no podemos decírselo —repuso Isabelle—. Iremos nosotros. Tendremos que hacerlo sin la Clave.

Pero Maryse, mirándola, ya negaba con la cabeza.

—La Ley dice que tenemos que informar.

—A la porra con la Ley… —comenzó Isabelle enfadada. Se fijó en que Aline la estaba mirando y cerró la boca.

—No te preocupes —dijo Aline—. No voy a decirle nada a mi madre. Os lo debo. Sobre todo a ti, Isabelle. —Alzó el mentón, e Isabelle recordó la oscuridad bajo un puente en Idris, y su látigo clavándose en un demonio, cuyas garras se cerraban sobre Aline—. Además, Sebastian mató a mi primo. El auténtico Sebastian Verlac. Tengo mis propias razones para odiarle.

—De todas formas —repuso Maryse—, si no se lo decimos, estaremos violando la Ley. Nos podrían sancionar, o algo peor.

—¿Algo peor? —preguntó Alec—. ¿De qué estamos hablando? ¿Exilio?

—No lo sé, Alexander —respondió su madre—. Corresponderá a Jia Penhallow, y a quien consiga el cargo de Inquisidor, decidir el castigo.

—Tal vez será papá —mascullo Izzy—. Quizá no sea muy duro con nosotros.

—Si no le informamos de esta situación, Isabelle, tu padre no tendrá ninguna posibilidad de conseguir el puesto de Inquisidor. Ninguna —afirmó Maryse.

Isabelle respiró hondo.

—¿Podrían quitarnos las Marcas? —inquirió—. ¿Podríamos… perder el Instituto?

—Isabelle —respondió Maryse—. Podríamos perderlo todo.

Clary parpadeó mientras los ojos se le iban adaptando a la oscuridad. Se hallaba en una planicie pedregosa, azotada por el viento, sin nada que rompiera la fuerza del vendaval. Parches de hierba crecían entre losas de piedra negra. En la distancia, colinas calizas, erosionadas, pedregosas y sombrías, se recortaban, de negro y hierro, contra el cielo nocturno. Había luces más adelante. Clary reconoció el resplandor blanco e irregular de la luz mágica. La puerta del apartamento se cerró tras ellos.

Se oyó una explosión apagada. Clary se volvió y vio que la puerta había desaparecido; había un pedazo de tierra y hierba chamuscado, aún humeante, donde ella había estado. Sebastian lo miraba con total perplejidad.

—¿Qué…?

Clary rio. Sintió una oscura alegría al ver la expresión del rostro de su hermano. Nunca lo había visto tan sorprendido; toda su seguridad se había desvanecido, tenía la expresión descarnada y horrorizada.

Volvió a alzar la ballesta, a centímetros del corazón de Clary. Si disparaba a esa distancia, el dardo le atravesaría el corazón y la mataría al instante.

—¿Qué has hecho?

Clary lo miró con una sombría expresión de triunfo.

—Aquélla runa. La que pensaste que era una runa de apertura sin acabar. No lo era. Era algo que no habías visto nunca. Una runa que yo he creado.

—¿Una runa de qué?

Clary recordó haber puesto la estela contra la pared, la forma de la runa que había inventado la noche que Jace había ido a por ella a casa de Luke.

—Para destruir el apartamento en cuanto alguien abriera la puerta. El apartamento ya no está. No puedes volver a usarlo. Nadie puede.

—¿No está? —La ballesta tembló; a Sebastian se le tensaban nerviosos los labios y tenía los ojos enloquecidos—. Zorra. Maldita…

—Mátame —lo retó ella—. Va, mátame. Y explícaselo después a Jace. Te desafío.

Él la miró, respirando agitado, con los dedos temblando sobre el disparador. Lentamente apartó la mano de él. Tenía los ojos entrecerrados y furiosos.

—Hay cosas peores que morir —afirmó—. Y te las haré todas, hermanita, después de que hayas bebido de la Copa. Y te gustarán.

Ella le escupió. Él le golpeó con fuerza en el pecho con la punta de la ballesta.

—Date la vuelta —rugió, y ella lo hizo, mareada por una mezcla de terror y triunfo, mientras Sebastian la empujaba por una subida rocosa. Clary llevaba unos zapatos finos, y notaba cada piedra y grieta de las rocas. A medida que se acercaban a la luz mágica, Clary fue viendo el panorama que se abría ante ella.

Por delante, el suelo se alzaba formando una colina baja. En lo alto, mirando al norte, se hallaba un enorme túmulo de piedra. Le recordó un poco a Stonehenge: había dos estrechos menhires que sujetaban una piedra plana; el conjunto parecía una puerta. Frente a la tumba, una losa, como el suelo de un escenario, se extendía sobre la pizarra y la hierba. Agrupados ante la losa había un semicírculo de unos cuarenta nefilim, con túnicas rojas, portando antorchas de luz mágica. En medio del semicírculo, contra el oscuro fondo, relucía un pentagrama azul y blanco.

Sobre la losa se hallaba Jace. Llevaba un uniforme escarlata como el de Sebastian; nunca se habían parecido tanto.

Clary veía el brillo de su cabello incluso en la distancia. Iba de un lado a otro sobre el borde de la losa, y a medida que se fueron acercando, Clary, empujada por Sebastian, que la seguía, consiguió oír lo que decía.

—… gratitud por vuestra lealtad, incluso en estos últimos años tan difíciles, y también os agradezco vuestra lealtad hacia nuestro padre, y ahora hacia sus hijos. Y su hija.

Un murmullo se extendió por la plaza. Sebastian volvió a empujar a Clary hacia delante; avanzaron entre las sombras y luego subieron a la piedra por detrás de Jace. Éste los vio e inclinó la cabeza antes de volverse hacia su público; sonreía.

—Sois aquellos que se salvarán —dijo—. Hace mil años, un ángel nos dio su sangre para hacernos especiales, para hacernos guerreros. Pero no fue suficiente. Han pasado mil años, y aún nos escondemos entre las sombras. Protegemos a mundanos a quienes no amamos de fuerzas cuya existencia ellos siguen ignorando, y una Ley antigua y anquilosada nos impide mostrarnos a ellos como sus salvadores. Morimos a cientos, sin recibir ningún agradecimiento, sin que nos lloren más que los nuestros y sin poder recurrir al ángel que nos creó. —Se acercó más al borde de la plataforma de roca. Su cabello parecía fuego pálido—. Sí. Me atrevo a decirlo. El ángel que nos creó no nos ayudará, y estamos solos. Más solos que los mundanos, porque como dijo uno de sus grandes científicos, ellos son como niños jugando con guijarros en la orilla, mientras que a su alrededor, el gran océano de la verdad permanece sin descubrir. Pero nosotros sabemos la verdad. Somos los salvadores de esta tierra, y nosotros deberíamos gobernarla.

Con una especie de dolor en el corazón, Clary pensó que Jace era un buen orador, como lo había sido Valentine. Sebastian y ella ya estaban detrás de él, ante la llanura y la multitud concentrada ahí; Clary notó que los cazadores de sombras reunidos los miraban.

—Sí. Gobernarlo. —Jace sonrió, una bonita sonrisa llena de encanto, bordeada de tinieblas—. Raziel es cruel e indiferente a nuestros sufrimientos. Es hora de volvernos contra él. Volvernos hacia Lilith, la Gran Madre, que nos dará poder sin castigo, liderazgo sin la Ley. Nuestro derecho de nacimiento es el poder. Es hora de reclamarlo. —Miró de reojo, sonriendo a Sebastian cuando se ponía junto a él.

»Y ahora, os dejaré oír el resto de boca de Jonathan, de quien es este sueño —dijo Jace, y retrocedió, dejando que Sebastian tomara su puesto. Dio otro paso atrás y se quedó junto a Clary; su mano se enlazó en la de ella.

—Buen discurso —masculló la chica. Sebastian estaba hablando; pero ella sólo prestó atención a Jace—. Muy convincente.

—¿Eso crees? Iba a empezar con «Amigos, romanos, malhechores…», pero no creo que le hubieran visto la gracia.

—¿Crees que son malhechores?

Jace se encogió de hombros.

—La Clave lo creería. —Apartó la vista de Sebastian y la miró a ella—. Estás muy hermosa —le dijo, pero su voz era extrañamente plana—. ¿Qué ha ocurrido?

Pilló por sorpresa a Clary.

—¿Qué quieres decir?

Se abrió la chaqueta. Debajo llevaba una camisa blanca. El costado y la manga estaban manchados de sangre. Clary notó que llevaba cuidado de dar la espalda a la gente mientras le enseñaba la sangre.

—Siento lo que él siente. ¿O lo habías olvidado? He tenido que ponerme un iratze sin que nadie lo notara. Era como si alguien me estuviera rajando la piel con una navaja.

Clary lo miró a los ojos. No servía de nada mentir. No había vuelta atrás, tanto figurativa como literalmente.

—Sebastian y yo nos hemos peleado.

Él le escrutó el rostro con los ojos.

—Bueno —dijo, y dejó que se le cerrara la chaqueta—. Espero que lo hayáis solucionado, fuera lo que fuese.

—Jace… —comenzó Clary, pero él ya estaba pendiente de Sebastian. Su perfil se dibujaba, frío y claro, bajo la luz de la luna como una silueta recortada en papel oscuro. Delante de ellos estaba Sebastian, que había dejado la ballesta y alzaba los brazos.

—¡¿Estáis conmigo?! —gritó.

Un murmullo recorrió la plaza, y Clary se tensó. Uno de los del grupo de nefilim, un anciano, se echó la capucha atrás y lo miró con el ceño fruncido.

—Tu padre nos hizo promesas. Ninguna se cumplió. ¿Por qué debemos confiar en ti?

—Porque yo os traeré el cumplimiento de mis promesas ahora. Ésta noche —respondió Sebastian, y sacó la imitación de la Copa Mortal, que relució suavemente bajo la luna.

El murmullo ganó intensidad.

—Espero que esto no se complique —dijo Jace, bajo la cobertura del murmullo—. Me parece que anoche no pude dormir nada.

El chico estaba mirando hacia la multitud y el pentagrama, con una expresión de profundo interés en el rostro. Sus rasgos eran delicadamente angulares bajo la luz mágica. Clary le veía la cicatriz de la mejilla, los hoyuelos de la sien y la bonita forma de la boca.

«No recordaré esto —había dicho él—. Cuando vuelva a estar como estaba, bajo su control, no recordaré haber sido yo».

Y era cierto. Había olvidado hasta el último detalle. De algún modo, aunque ella había sabido que pasaría y le había visto olvidar, el dolor de la realidad le resultaba muy intenso.

Sebastian bajó de la losa y fue hacia el pentagrama. En el borde comenzó a salmodiar:

—Abyssum invoco. Lilith invoco. Mater mea, invoco.

Se sacó una fina daga del cinturón. Se colocó la Copa bajo la curva del brazo, y con la hoja se hizo un corte en la palma de la mano. Corrió la sangre, negra bajo la luz de la luna. Volvió a meterse el cuchillo en el cinturón y colocó la mano sangrante sobre la copa, aún recitando en latín.

Era entonces o nunca.

—Jace —susurró Clary—. Sé que éste no eres tú en realidad. Sé que hay una parte de ti que no puede estar de acuerdo con esto. Intenta recordar quién eres, Jace Lightwood.

Él volvió la cabeza de golpe y la miró atónito.

—¿De qué estás hablando?

—Por favor, Jace, trata de recordar. Te amo. Tú me amas…

—Sí que te amo, Clary —dijo él con la voz tensa—. Pero dijiste que lo entendías. Esto es la culminación de todo por lo que hemos trabajado.

Sebastian lanzó el contenido de la Copa al centro del pentagrama.

—Hic est enim calix sanguinis mei.

—No «hemos» —susurró Clary—. Yo no soy parte de esto. Ni tú tampoco…

Jace aspiró secamente. Por un momento, Clary pensó que era por lo que le había dicho; que tal vez, de alguna manera, estaba llegando a él, pero siguió su mirada y vio que en el centro del pentagrama había aparecido una bola rodante de fuego. Era del tamaño de una pelota de béisbol, pero mientras la miraba, comenzó a crecer, alargándose y formándose, hasta que se convirtió en la silueta de una mujer, hecha de llamas.

—Lilith —dijo Sebastian en una voz resonante—. Como tú me invocaste, te invoco yo. Como tú me diste vida, así te doy vida yo.

Lentamente, las llamas se fueron oscureciendo. Ella estaba ante ellos ahora, Lilith, de la mitad de la altura que un humano corriente, desnuda, con el cabello negro cayéndole por la espalda hasta los tobillos. Su cuerpo era gris como la ceniza, agrietado, con líneas negras como lava volcánica. Miró a Sebastian, y sus ojos eran unas serpientes negras que se removían.

—Mi hijo —susurró.

Sebastian parecía relucir como la propia luz mágica: piel pálida, cabello pálido y su ropa que parecía negra bajo la luz de la luna.

—Madre, te he llamado como deseabas de mí. Ésta noche, no sólo serás mi madre sino la madre de una nueva raza. —Señaló a los cazadores de sombras reunidos, que estaban inmóviles, seguramente por la impresión. Una cosa era saber que se iba a invocar a un Demonio Mayor, y otra verlo ahí—. La Copa —continuó Sebastian, y se la tendió a ella, con el blanco borde manchado de sangre.

Lilith rio por lo bajo. Sonó como unas enormes piedras que rascasen la una contra la otra. Cogió la Copa y, con toda la naturalidad con que alguien puede coger un insecto de una hoja, con los dientes se abrió una brecha en la cenicienta muñeca. Muy lentamente, una sangre negra y espesa fue manando, y salpicó la Copa, que pareció cambiar y oscurecerse bajo su mano, mientras su limpio traslucimiento se convertía en barro.

—Al igual que la Copa Mortal ha sido para los cazadores de sombras tanto un talismán como un medio de transformación, así será esta Copa Infernal para ti —dijo ella con su voz quemada y perdida en el viento. Se arrodilló y tendió la Copa a Sebastian—. Toma mi sangre y bebe.

Sebastian cogió la Copa de sus manos. Se había vuelto negra, un negro brillante como la hematites.

—Como crece tu ejército, igual hará mi fuerza —siseó Lilith—. Pronto tendré la fuerza suficiente para regresar de verdad, y compartiremos el fuego del poder, hijo mío.

Sebastian inclinó la cabeza.

—Te proclamamos Muerte, madre mía, y manifestamos tu resurrección.

Lilith rio mientras alzaba los brazos. El fuego le lamió el cuerpo; ella se lanzó al aire y estalló en docenas de partículas de luz giratorias que se fueron apagando como las brasas de un fuego muerto. Cuando hubieron desaparecido por completo, Sebastian rompió la continuidad del pentagrama con el pie, y alzó la cabeza. Había una horrible sonrisa en su rostro.

—Cartwright —dijo—. Haz avanzar al primero.

El gentío se apartó, y un hombre dio un paso adelante, con una mujer tambaleándose a su lado. Una cadena la ligaba al brazo del hombre, y el cabello largo y enredado le ocultaba el rostro. Clary se puso tensa.

—Jace, ¿qué es esto? ¿Qué está pasando?

—Nada —contestó él, mirando al frente concentrado—. No van a hacer daño a nadie. Sólo Cambiarán. Mira.

Cartwright, cuyo nombre Clary recordaba vagamente de su estancia en Idris, puso la mano en la cabeza de su prisionera y la obligó a arrodillarse. Luego se inclinó, la agarró por el pelo y le hizo alzar la cabeza. Ella miró a Sebastian, parpadeando de terror y desafío, con el rostro claramente iluminado por la luna.

Clary tragó aire.

«Amatis».