ESPINAS
Simon estaba esperando a Clary, a Alec y a Isabelle fuera del Instituto, bajo una piedra que sobresalía y lo protegía un poco del grueso de la lluvia. Se volvió hacia ellos al verlos salir por la puerta, y Clary se fijó en que tenía su oscuro cabello pegado a la frente y el cuello. Él se lo echó hacia atrás y la observó con una pregunta en los ojos.
—Estoy absuelta —contestó ella, y cuando él comenzó a sonreír, ella negó con la cabeza—. Pero le han quitado prioridad a la búsqueda de Jace. E… estoy segura de que creen que está muerto.
Simon miró hacia sus empapados vaqueros y camiseta (una arrugada camiseta gris con ribetes de color en la que se leía: «ES EVIDENTE QUE HE TOMADO DECISIONES EQUIVOCADAS»). Meneó la cabeza.
—Lo siento.
—La Clave puede ser así —comentó Isabelle—. Supongo que no deberíamos haber esperado otra cosa.
—Basia coquum —repuso Simon—. O comoquiera que sea su lema.
—Es «Descensus Averno facilis est». «El descenso al infierno es fácil» —explicó Alec—. Tu has dicho: «Besa al cocinero».
—Maldita sea —exclamó Simon—. Sabía que Jace me la estaba pegando. —Su mojado cabello castaño le cayó sobre los ojos; él se lo apartó con tal gesto de impaciencia que Clary alcanzó a ver un destello de plata de la Marca de Caín que tenía en la frente—. ¿Y ahora qué hacemos?
—Ahora vamos a ver a la reina Seelie —contestó Clary. Mientras se tocaba la campanilla que llevaba al cuello, le explicó a Simon la visita de Kaelie durante la fiesta de Luke y de Jocelyn, y que le había prometido la ayuda de la reina Seelie.
Simon no parecía muy convencido.
—¿Aquélla dama pelirroja con muy mala actitud que te hizo besar a Jace? No me gustó nada.
—¿Eso es lo que recuerdas de ella? ¿Que hizo que Clary besara a Jace? —Isabelle parecía enfadada—. La reina Seelie es peligrosa. Ésa vez sólo estaba jugando. Por lo general, antes de desayunar le gusta volver locos de rabia a unos cuantos humanos, todos los días.
—Yo no soy humano —recordó Simon—. Ya no. —Miró a Isabelle sólo un instante, y volvió a mirar a Clary—. ¿Quieres que vaya contigo?
—Creo que estaría bien tenerte allí. Vampiro diurno, con la Marca de Caín… Algunas cosas deben de impresionar a la reina.
—Yo no apostaría por eso —intervino Alec.
Clary miró más allá de él.
—¿Dónde está Magnus? —preguntó.
—Ha dicho que sería mejor que no fuera. Al parecer, la reina Seelie y él tienen algún tipo de historia.
Isabelle arqueó las cejas.
—No ese tipo de «historia» —explicó Alec irritado—. Una enemistad. Aunque —añadió a media voz—, con todo lo que Magnus ha vivido antes de estar conmigo, no me sorprendería que también hubiera algo más.
—¡Alec! —Isabelle se quedó atrás para hablar con su hermano, y Clary abrió el paraguas con un chasquido. Era uno que Simon le había comprado años atrás en el Museo de Historia Natural, y tenía dinosaurios dibujados. Clary vio que Simon ponía una expresión divertida al reconocerlo.
—¿Nos vamos? —preguntó él, y le ofreció el brazo.
La lluvia caía sin parar; creaba pequeñas cascadas en las alcantarillas y los taxis salpicaban agua con sus ruedas al pasar. Era raro, pensó Simon, que aunque no tenía frío, la sensación de notarse mojado y pegajoso aún le resultara molesta. Miró hacia atrás a Alec y a Isabelle; ésta no le había mirado a los ojos desde que había salido del Instituto, y se preguntó qué estaría pensando. Al parecer, quería hablar con su hermano, y cuando se detuvieron en la esquina de Park Avenue, la oyó decir: «Así ¿qué te parece que papá se haya presentado para el puesto de Inquisidor?».
—Me parece que es un trabajo aburrido. No sé por qué lo querrá.
Isabelle sujetaba un paraguas. Era de plástico transparente, decorado con calcomanías de flores de colores. Era una de las cosas más repipis que Simon había visto nunca, y no culpaba a Alec por salirse de él y probar suerte con la lluvia.
—No me importa si es aburrido —susurró con fuerza Isabelle—. Si se lo dan, estará en Idris todo el tiempo. Y me refiero a todo, todo el tiempo. No puede dirigir el Instituto y ser el Inquisidor. No puede tener dos trabajos al mismo tiempo.
—Por si no lo has notado, Izzy, ya está en Idris todo el tiempo.
—Alec… —El resto de lo que le iba a decir se perdió cuando el semáforo cambió y el tráfico avanzó ruidoso, salpicando agua helada sobre la acera. Clary esquivó el géiser que se había formado, y casi se estrelló contra Simon. Él la cogió de la mano para equilibrarla.
—Perdona —dijo ella. Él notó su mano pequeña y fría en la suya—. No estaba prestando atención.
—Lo sé. —Simon trató que no se le notara la preocupación en la voz. Durante las últimas dos semanas, Clary no había estado «prestando atención» a nada. Al principio, había llorado, y luego se había puesto furiosa; furiosa porque no había podido participar en las patrullas que buscaban a Jace, furiosa con el incesante interrogatorio del Consejo, furiosa de que la mantuvieran prácticamente prisionera en casa porque la Clave la consideraba sospechosa. Y sobre todo, furiosa consigo misma por no ser capaz de imaginar una runa que pudiera ayudar. Por las noches, se quedaba sentada en su escritorio durante horas, con la estela cogida con tanta fuerza entre sus dedos emblanquecidos, que Simon temía que la partiera en dos. Había tratado de obligar a su mente a mostrarle un dibujo que le dijera dónde se hallaba Jace. Pero, noche tras noche, no sucedía nada.
Parecía mayor, pensó Simon mientras entraban en el parque por un agujero en el muro de piedra de la Quinta Avenida. Mayor no en el mal sentido, pero sí que era diferente de la chica que había sido cuando habían entrado en el Club Pandemónium la noche que lo había cambiado todo. Había crecido, pero era más que eso. Su expresión era más seria, había más gracia y fuerza en su forma de andar, y los ojos verdes le bailaban menos, se centraban más. Con un sobresalto de sorpresa, pensó que comenzaba a parecerse a Jocelyn.
Clary se detuvo en un círculo de árboles que goteaban; las ramas les protegían bastante de la lluvia, e Isabelle y Clary apoyaron los paraguas en los troncos cercanos. Clary se soltó la cadena que llevaba alrededor del cuello y dejó que la campanilla le cayera en la palma. Los miró a todos muy seria.
—Esto es arriesgado —dijo—, y estoy segura de que si lo hago, no habrá vuelta atrás. Así que si alguno de vosotros no quiere venir conmigo, no pasa nada. Lo entenderé.
Simon se acercó y puso la mano sobre la de ella. No tenía que pensarlo. Adonde iba Clary, iba él. Habían pasado por mucho juntos para que no fuera así. Isabelle fue la siguiente, y al final, Alec; la lluvia le caía de las largas pestañas como si fuera lágrimas, pero su expresión era decidida. Los cuatro se apretaron las manos con fuerza.
Clary hizo sonar la campana.
Tuvo la impresión de que el mundo daba vueltas; no era la misma sensación de cuando atravesaba un Portal, pensó Clary sintiéndose en el centro del remolino, sino más bien como si estuviera en un carrusel que comenzara a girar cada vez más de prisa. Ya se sentía mareada y falta de aliento cuando todo aquello paró de pronto, y de nuevo estaba de pie, con la mano en las de Simon, Alec e Isabelle.
Se soltaron, y Clary miró alrededor. Había estado allí antes, en ese pasillo marrón oscuro y reluciente que parecía como si hubiera sido tallado a partir de una gema ojo de tigre. El suelo era liso, con el desgaste causado por los pies de las hadas durante miles de años. La luz provenía de brillantes pepitas de oro en las paredes, y al final del pasillo había una cortina multicolor que se movía como agitada por el viento, aunque no había viento bajo tierra. Al acercarse a ella, Clary se fijó en que estaba hecha de mariposas cosidas. Algunas de ellas aún seguían vivas, y su esfuerzo por liberarse hacía que la cortina se agitara como si estuviera bajo una fuerte brisa.
Tragó el sabor ácido que le subió a la garganta.
—¿Hola? —llamó—. ¿Hay alguien ahí?
La cortina se fue a un lado, y el caballero hada Meliorn apareció en el pasillo. Llevaba la armadura blanca con la que lo recordaba Clary, pero ahora tenía un sello sobre el pecho izquierdo: las cuatro C que también decoraban la vestimenta de Luke del Consejo, y lo marcaban como miembro. En el rostro de Meliorn también había una cicatriz nueva, justo bajo sus ojos del color de las hojas. Él la miró con frialdad.
—No se saluda a la reina de la corte Seelie con un bárbaro «Hola» humano —protestó—, como si estuvieras saludando a un criado. La fórmula correcta es «Bien hallada».
—Pero aún no la he hallado —repuso Clary—. Ni siquiera sé si está aquí.
Meliorn la miró con desdén.
—Si la reina no estuviera presente y dispuesta a recibirte, tocar la campana no te habría traído aquí. Ahora, ven, sígueme, y trae contigo a tus compañeros.
Clary hizo un gesto a los demás y luego siguió a Meliorn con los hombros encogidos, para que al atravesar la cortina no la tocaran las alas de aquellas mariposas torturadas.
Uno a uno, los cuatro entraron en la estancia de la reina. Clary parpadeó sorprendida. Era totalmente diferente de la última vez que había estado allí. La reina se hallaba reclinada en un diván blanco y dorado, y a su alrededor se extendía un suelo hecho de cuadrados blancos y negros alternados, como un gran tablero de ajedrez. Lianas de espinas con aspecto peligroso colgaban del techo, y en cada espina estaba empalado un fuego fatuo, con su luz, normalmente muy intensa, parpadeando como en agonía. Todo resplandecía con su brillo.
Meliorn se colocó junto a la reina; en la sala no había ningún otro cortesano. La reina se incorporó despacio. Era tan hermosa como siempre, con un diáfano vestido de plata y oro mezclados; el cabello era de cobre rosado, y se lo colocó con cuidado sobre su hombro blanco. Clary se preguntó por qué se molestaría en hacerlo. De los que estaban allí, al único que podía impresionar su belleza era a Simon, y éste la odiaba.
—Bien hallados, Nefilim, vampiro diurno —dijo inclinando la cabeza hacia ellos—. Hija de Valentine, ¿qué te trae a mí?
Clary abrió la mano. La campana destelló allí como una acusación.
—Enviasteis a vuestra doncella a decirme que hiciera sonar esto si alguna vez necesitaba ayuda.
—Y tú me dijiste que no querías nada de mí —dijo la reina—. Que tenías todo lo que querías.
Clary pensó desesperada en lo que había dicho Jace en la anterior audiencia que habían tenido con la reina, cómo la había adulado y encandilado. Era como si de repente Jace hubiera adquirido todo un nuevo vocabulario. Clary miró hacia atrás a Isabelle y a Alec, pero Isabelle sólo le hizo un gesto de irritación, indicándole que siguiera.
—Las cosas cambian —respondió Clary.
La reina estiró las piernas voluptuosamente.
—Muy bien. ¿Y qué quieres de mí?
—Deseo que encontréis a Jace Lightwood.
En el silencio que siguió, el sonido de los fuegos fatuos, gimiendo de agonía, se hizo audible.
—Nos debes de considerar muy poderosos —repuso finalmente la reina—, si crees que los seres mágicos pueden triunfar donde la Clave ha fallado.
—La Clave quiere encontrar a Sebastian. A mí no me importa Sebastian. Quiero encontrar a Jace —explicó Clary—. Además, ya sé que vos sabéis más de lo que demostráis. Predijisteis que esto sucedería. Nadie más lo sabía, y no creo que me enviarais esta campanilla cuando lo hicisteis, la misma noche en que Jace desapareció, sin saber que algo se estaba preparando.
—Quizá lo hiciera —contestó la reina, admirándose las relucientes uñas de los pies.
—Me he fijado en que los seres mágicos suelen decir «quizá» cuando desean ocultar alguna verdad —dijo Clary—. Les evita tener que dar una respuesta directa.
—Quizá sea así —contestó la reina con una sonrisa divertida.
—«Tal vez» también es una buena expresión —sugirió Alec.
—Y «acaso» —contribuyó Izzy.
—No le veo nada malo a «quizá» —comentó Simon—. Es poco moderna, pero expresa bien la idea.
La reina agitó la mano como si sus palabras fueran abejas molestas que le zumbaran alrededor de la cabeza.
—No confío en ti, hija de Valentine —afirmó—. Hubo un tiempo en que quise un favor tuyo, pero ese tiempo ha pasado. Meliorn tiene su puesto en el Consejo. No estoy segura de que puedas ofrecerme nada más.
—Si creyerais eso —replicó Clary—, no me habríais enviado la campana.
Por un momento, se miraron a los ojos. La reina era hermosa, pero había algo tras su rostro, algo que hizo pensar a Clary en los huesos de un pequeño animal, blanqueándose al sol.
—Muy bien —repuso la reina finalmente—. Es posible que pueda ayudarte. Pero desearé una recompensa.
—Sorpresa —masculló Simon. Tenía las manos metidas en los bolsillos, y miraba a la reina con desprecio.
Alec soltó una risita.
Los ojos de la reina destellaron. Un momento después, Alec se tambaleó hacia atrás con un grito. Extendía los brazos, boquiabierto, mientras las manos se le curvaban hacia dentro, torcidas, con la piel arrugada y las articulaciones hinchadas. La espalda se le encorvó, el cabello se le encaneció, y los azules ojos se le apagaron y se hundieron bajo profundas arrugas. Clary ahogó un grito. Donde había estado Alec había ahora un anciano, encorvado, canoso y trémulo.
—Con qué premura se desvanece la hermosura mortal —se burló la reina—. Mírate, Alexander Lightwood. Te ofrezco una visión de ti mismo dentro de unos sesenta años. ¿Qué dirá entonces de tu hermosura tu amante mago?
Alec respiraba pesadamente. Isabelle se puso a su lado y lo cogió del brazo.
—Alec, no es nada, sólo un glamour. —Se volvió hacia la reina—. ¡Sacádselo! ¡Sacadlo!
—Si tú y los tuyos me habláis con el debido respeto, quizá lo reconsidere.
—Lo haremos —afirmó Clary rápidamente—. Os pedimos disculpas por cualquier grosería.
La reina resopló.
—Lo cierto es que añoro a tu Jace —dijo—. De todos vosotros, es el más guapo y el que tiene mejores modales.
—Nosotros también lo añoramos —repuso Clary en voz baja—. No pretendíamos ser groseros. Los humanos podemos resultar difíciles cuando sufrimos por un ser querido.
—Humm —soltó la reina, pero chasqueó los dedos y el glamour desapareció de Alec. Volvió a ser el de siempre, aunque pálido y perplejo. La reina le lanzó una mirada de superioridad, y luego volvió a mirar a Clary.
—Hay unos anillos —explicó la reina—. Pertenecieron a mi padre. Deseo que se me devuelvan esos objetos, porque los hicieron los seres mágicos y atesoran un gran poder. Nos permiten hablar a unos con otros, de pensamiento a pensamiento, como hacen vuestros Hermanos Silenciosos. Actualmente, sé de buena tinta que están expuestos en el Instituto.
—Recuerdo haber visto algo así —afirmó Izzy lentamente—. Dos anillos hechos por los seres mágicos, metidos en una vitrina en el segundo piso de la biblioteca.
—¿Queréis que robe algo del Instituto? —preguntó Clary, sorprendida. De todos los favores que se había imaginado que le podía pedir la reina, ése no había encabezado su lista.
—No es un robo —repuso la reina— devolver un objeto a sus auténticos propietarios.
—Y entonces, ¿encontraréis a Jace? —inquirió Clary—. Y no digáis «quizá». ¿Qué haréis exactamente?
—Te ayudaré a encontrarlo —respondió la reina—. Te doy mi palabra de que mi ayuda te será imprescindible. Te puedo decir, por ejemplo, por qué los hechizos de rastreo no han servido para nada. Te puedo decir en qué ciudad es más probable que se encuentre…
—Pero ¿la Clave os preguntó? —la interrumpió Simon—. ¿Cómo pudisteis mentirle?
—No hicieron las preguntas correctas.
—¿Y por qué mentirles? —inquirió Isabelle—. ¿Dónde queda vuestra alianza en todo esto?
—No tengo ninguna. Jonathan Morgenstern puede ser un poderoso aliado, si no lo convierto primero en mi enemigo. ¿Por qué ponerlo en peligro o granjearme su ira sin obtener ningún beneficio? Los seres mágicos somos un pueblo muy viejo. No tomamos decisiones precipitadas; primero esperamos a ver en qué dirección sopla el viento.
—¿Y esos anillos significan tanto para vos que, si os los entregamos, os arriesgaréis a su furia? —preguntó Alec.
La reina sólo sonrió; una sonrisa lenta, llena de promesas.
—Creo que ya es suficiente por hoy —dijo finalmente—. Volved con los anillos y seguiremos hablando.
Clary vaciló, y se volvió para mirar a Alec y luego a Isabelle.
—¿Estáis de acuerdo con esto? ¿Con robar en el Instituto?
—Si eso supone encontrar a Jace… —contestó Isabelle.
Alec asintió.
—Lo que haga falta.
Clary volvió a mirar a la reina, que la observaba con una mirada expectante.
—Entonces, creo que podemos cerrar el trato.
La reina se estiró y esbozó una sonrisa satisfecha.
—Id en buena hora, pequeños cazadores de sombras. Y una palabra de advertencia, aunque no habéis hecho nada para merecerla. Tal vez queráis reconsiderar la conveniencia de buscar a vuestro amigo. Porque con lo que es precioso y está perdido, a menudo sucede que al encontrarlo puede que no sea igual que como fue.
Eran casi las once de la noche cuando Alec llegó a la puerta del apartamento de Magnus en Greenpoint. Isabelle lo había convencido de ir a Taki’s a cenar con Clary y Simon y, aunque había protestado, se alegraba de haberlo hecho. Había necesitado unas horas para calmar sus emociones después de lo que había pasado en la corte de la reina Seelie. No quería que Magnus viera lo mucho que lo había alterado el glamour de la reina.
Ya no necesitaba llamar al interfono para que Magnus le abriera la puerta. Tenía llave. Algo de lo que se sentía extrañamente orgulloso. Abrió y, mientras se dirigía hacia arriba, pasó ante la puerta del vecino del primero. Aunque Alec no había visto nunca a los ocupantes del loft del primer piso, parecían estar en medio de un tempestuoso romance. Una vez encontró un montón de cosas de alguien tiradas por todo el rellano, con una nota colgada de la solapa de una chaqueta dirigida al «mentiroso que vive aquí». Ahora había un ramo de flores pegado a la puerta con una tarjeta que decía: «Lo siento». Así era Nueva York: uno acababa enterándose de la vida de los vecinos más de lo que le gustaría.
La puerta de Magnus estaba entreabierta, y por ella salía al pasillo una música suave. Era Chaikovski. Alec notó que se le relajaban los hombros cuando la puerta del apartamento se cerró tras él. Nunca podía estar seguro de qué aspecto iba a tener el lugar; en ese momento era minimalista, con sofás blancos, mesas rojas apilables y fotos en blanco y negro de París en las paredes. De todas formas, cada vez le resultaba más familiar, como estar en casa. Olía a lo que él asociaba con Magnus: tinta, colonia, té Lapsang Souchong, y el olor como de azúcar quemado de la magia. Cogió a Presidente Miau, que estaba durmiendo en el alféizar, y se dirigió al estudio.
Al oírle entrar, Magnus alzó la vista. El mago vestía lo que para él era un atuendo muy sobrio: vaqueros y una camiseta negra con ribetes en el cuello y los puños. Llevaba el cabello negro suelto, revuelto y enredado, como si se hubiera pasado nervioso las manos muchas veces por él, y sus ojos de gato tenían un aspecto cansado. Dejó la pluma cuando Alec apareció, y sonrió.
—Al jefe le gustas.
—Le gusta cualquiera que le rasque detrás de las orejas —repuso su novio, y abrazó al gato adormilado, de forma que su ronroneo pareció resonarle a Alec dentro del pecho.
Magnus se recostó en la silla, se desperezó y bostezó. La mesa estaba cubierta de papeles llenos de una escritura pequeña y apiñada, y dibujos; el mismo diseño una y otra vez, variaciones del dibujo que había salpicado en el suelo del tejado del que Jace había desaparecido.
—¿Qué tal con la reina Seelie?
—Como siempre.
—Una cabrona loca, ¿no?
—Más o menos. —Alec le hizo a Magnus un resumen de lo ocurrido en la corte de los seres mágicos. Se le daba bien eso: explicar las cosas resumidas, no gastar ni una palabra de más. Nunca había entendido ni a la gente que parloteaba incesantemente ni el gusto de Jace por los complicados juegos de palabras.
—Me preocupa Clary —dijo Magnus—. Me preocupa que intente hacer más de lo que puede.
Alec dejó a Presidente Miau sobre la mesa, donde en seguida se hizo un ovillo y volvió a dormirse.
—Quiere encontrar a Jace. ¿Puedes culparla?
La mirada de Magnus se suavizó. Enganchó la cintura de los vaqueros de Alec con un dedo, y lo atrajo hacia sí.
—¿Me estás diciendo que tú harías lo mismo si fuera yo?
Alec volvió el rostro, y miró el papel que el mago acababa de apartar.
—¿Estás otra vez con eso?
Un poco decepcionado, Magnus soltó a Alec.
—Tiene que haber una clave —contestó—. Para descifrarlos. Algún lenguaje que todavía no he mirado. Algo muy antiguo. Esto es vieja magia negra, muy oscura, y no se parece a nada que haya visto antes. —Miró de nuevo el papel con la cabeza inclinada hacia un lado—. ¿Me puedes pasar esa caja de rapé? La plateada que está en el borde de la mesa.
Alec siguió la dirección que indicaba Magnus y vio una pequeña cajita de plata en el lado opuesto de la gran mesa de madera. La cogió. Era como un cofre en miniatura colocado sobre unos minúsculos pies, con la tapa curvada y las iniciales W. S. dibujadas con diamantes por encima.
«W —pensó Alec—. ¿Will?».
Eso era lo que Magnus le había dicho cuando Alec le preguntó sobre el nombre con el que Camille le había provocado. «Will. Dios santo, de eso hace muchísimo tiempo».
Alec se mordió el labio.
—¿Qué es?
—Una cajita de rapé —contestó Magnus, sin alzar la vista de sus papeles—. Ya te lo he dicho.
—¿Como el pescado? —Alec lo miró.
Magnus lo miró y se echó a reír.
—Como el tabaco. Fue muy popular durante los siglos XVII y XVIII. Ahora la guardo para meter cositas.
Extendió la mano, y Alec le entregó la caja.
—¿Alguna vez te preguntas…? —comenzó el chico; luego se detuvo y empezó de nuevo—. ¿No te molesta que Camille esté por ahí en alguna parte? ¿Que se haya escapado? —preguntó.
«¿Y que yo tuviera la culpa?», pensó sin decirlo. No era necesario que Magnus lo supiera.
—Siempre ha estado por ahí en alguna parte —contestó el Mago—. Ya sé que la Clave no está muy satisfecha, pero yo estoy acostumbrado a imaginármela viviendo su vida, sin ponerse en contacto conmigo. Si alguna vez me molestó, hace mucho tiempo que no lo hace.
—Pero la amaste. Una vez.
Magnus pasó el dedo por los diamantes incrustados en la cajita de rapé.
—Creía que sí.
—¿Y ella te sigue amando?
—No lo creo —respondió Magnus con sequedad—. No estaba muy contenta la última vez que la vi. Claro que eso pudo ser porque tengo un novio de dieciocho años con una runa de energía, y ella no.
Alec resopló.
—Como la persona de la que se habla como un objeto, me… Protesto ante esa descripción.
—Ella siempre ha sido de las celosas —repuso el brujo con una sonrisa de medio lado.
Se le daba muy bien cambiar de tema, pensó Alec. Magnus había dejado claro que no le gustaba hablar sobre su vida amorosa pasada, pero en algún momento de su conversación, la familiaridad y el confort, la sensación que Alec tenía de estar en casa, había desaparecido. Por muy joven que pareciera Magnus —y en ese momento, descalzo y con el cabello enmarañado, no parecía tener más de dieciocho años—, los separaban océanos de tiempo imposibles de cruzar.
Magnus abrió la caja, sacó unas chinchetas y las empleó para clavar en la mesa el papel que había estado mirando. Cuando alzó la vista y vio la expresión de Alec, se sorprendió.
—¿Estás bien?
En vez de contestar, su novio le cogió las manos y le hizo ponerse en pie. Magnus se lo permitió con una mirada inquisitiva. Antes de que pudiera decir nada, Alec lo acercó a él y lo besó. El brujo hizo un ruidito suave y complacido; agarró la camisa de su chico por detrás y se la levantó. Alec notó sus fríos dedos en la espalda y se inclinó sobre él, inmovilizándolo entre la mesa y su cuerpo. Aunque a Magnus no pareció importarle.
—Vamos —le dijo Alec al oído—. Es tarde. Vamos a acostarnos.
Magnus se mordió el labio y miró hacia atrás, a los papeles que había sobre la mesa, con la vista fija en las antiguas sílabas de lenguas olvidadas.
—¿Por qué no vas yendo tú? —dijo—. Estaré contigo en… cinco minutos.
—Claro. —Alec se incorporó, sabiendo que cuando Magnus se concentraba en sus estudios, cinco minutos podían convertirse en cinco horas—. Te espero allí.
—Shhh.
Clary se llevó un dedo a los labios antes de hacer un gesto a Simon para que entrara delante de ella en casa de Luke. Todas las luces estaban apagadas, y el salón estaba oscuro y en silencio. Hizo ir a Simon hacia su habitación y entró en la cocina para coger un vaso de agua. A mitad de camino se detuvo de golpe.
Se oía la voz de su madre en el pasillo. Clary la notó tensa. Igual que perder a Jace era la peor pesadilla de Clary, sabía que su madre también estaba viviendo la suya. Saber que su hijo estaba vivo y por el mundo, capaz de cualquier cosa, la estaba destrozando por dentro.
—Pero la han absuelto, Jocelyn —oyó Clary responder a Luke, con su voz subiendo y bajando de volumen—. No habrá ningún castigo.
—Todo es por mi culpa. —La voz de Jocelyn sonaba apagada, como si tuviera la cabeza hundida en el hombro de Luke—. Si no hubiera traído a… esa criatura a este mundo, Clary no estaría pasando por lo que está pasando ahora.
—No podías saberlo… —La voz de Luke se convirtió en un susurro, y aunque Clary sabía que él tenía razón, tuvo un breve momento de rabia hacia su madre. Jocelyn debería haber matado a Sebastian en la cuna antes de que éste tuviera la oportunidad de crecer y arruinarles la vida a todos, pensó. Y al instante se horrorizó de sí misma por pensarlo. Se fue hacia el otro extremo de la casa, entró en su cuarto y cerró la puerta tras de sí como si la siguieran.
Simon, que estaba sentado en la cama jugando con su DS, alzó la vista sorprendido.
—¿Va todo bien?
Clary trató de sonreírle. Simon era algo habitual en aquel cuarto; de pequeños, ambos habían dormido a menudo en casa de Luke. Ella había hecho lo que había podido para convertir aquel dormitorio en su cuarto, en vez de ser el cuarto de huéspedes. Las fotos de Simon y de ella, de los Lightwood, de Jace con su familia, estaban colocadas de cualquier manera en el marco del espejo que había sobre la cómoda. Luke le había dado una mesa de dibujo, y sus útiles de dibujo estaban ordenados en una estantería de cajoncitos junto a ella. Había pegado a la pared pósteres de sus animes: Fullmetal Alchemist, Rurouni Kenshin y Bleach.
Las pruebas de su vida de cazadora de sombras también estaban esparcidas por ahí: una gruesa copia del Códice del Cazador de Sombras, con sus notas y garabatos en los márgenes; un estante con libros sobre lo oculto y paranormal; su estela sobre la mesa, y una bola del mundo nueva, que Luke le había regalado, en la que se mostraba Idris, bordeado en dorado, en el centro de Europa.
Y Simon, sentado sobre la cama, con las piernas cruzadas, era una de las pocas cosas que pertenecían tanto a su vida de antes como a la nueva. Él la miró con sus ojos oscuros y su pálido rostro, con el brillo de la Marca de Caín apenas visible en la frente.
—Mi madre —contestó ella, y se apoyó en la puerta—. No está nada bien.
—¿No está aliviada? Me refiero a que te hayan absuelto.
—No consigue pensar en nada que no sea Sebastian. No puede dejar de culparse.
—No tiene la culpa de que él sea así. La culpa fue de Valentine.
Clary no dijo nada. Estaba recordando las cosas terribles que acababa de pensar: que su madre debería haber matado a Sebastian en cuanto éste nació.
—Las dos —continuó Simon— os culpáis de cosas de las que no sois responsables. Tú te culpas de haber dejado a Jace en el tejado…
Ella alzó la cabeza de golpe y lo miró molesta. No recordaba haber dicho nunca que se culpara de eso, aunque lo hacía.
—Nunca…
—Te culpas —repuso él—. Pero yo lo dejé, Izzy lo dejó, Alec lo dejó, y Alec es su parabatai. No había forma de que pudiéramos saber lo que iba a pasar. Y podría haber sido peor si te hubieras quedado.
—Quizá. —Clary no quería hablar de eso. Sin mirar a Simon, se metió en el cuarto de baño para cepillarse los dientes y ponerse su pijama afelpado. Evitó mirarse en el espejo. No le gustaba ver lo pálida que estaba, las ojeras. Era fuerte; no iba a desmoronarse. Tenía un plan. Incluso si era una locura e implicaba robar en el Instituto.
Se lavó los dientes, y mientras salía del baño recogiéndose el ondulado cabello en una coleta pilló a Simon metiendo en su bolsa de mensajero una botella que casi seguro que era la sangre que había comprado en Taki’s.
Se acercó a él y le alborotó el cabello.
—Puedes dejar las botellas en la nevera, ¿sabes? —le dijo—. Si no te gustan a temperatura ambiente.
—La sangre muy fría es peor que a temperatura ambiente, la verdad. Caliente es lo mejor, pero creo que a tu madre no le gustaría nada que la calentara en un cazo.
—¿Le importa a Jordan? —inquirió Clary, preguntándose si el licántropo aún se acordaría de que Simon vivía con él. Simon se había quedado en casa de Luke todos los días de la última semana. Los primeros días después de la desaparición de Jace, ella no había podido dormir. Se había puesto cinco mantas encima, y aun así no había podido entrar en calor. Se había quedado despierta, temblando, imaginando la sangre helada que avanzaba lentamente por sus venas, y los cristales de hielo que tejían una red brillante como el coral alrededor del corazón. Sus sueños estaban llenos de mares negros, témpanos de hielo, lagos helados, y por Jace, con el rostro siempre oculto entre las sombras, o tras unas nubes, o por su propio cabello brillante, apartándose de ella. Sólo había dormido durante unos minutos seguidos, y siempre se había despertado con una desagradable sensación de ahogo.
El primer día que el Consejo la había interrogado, había vuelto a casa y se había metido en la cama. Se había quedado tumbada despierta hasta que llamaron a su ventana y Simon entró. Inmediatamente después, el chico se había subido a la cama y se había tumbado junto a ella sin decir palabra. Había traído consigo el frío del exterior, y olía al aire de la ciudad y al aire helado del inminente invierno.
Ella se había colocado hombro con hombro con él, y las minúsculas tensiones que le atenazaban el cuerpo como un puño cerrado se habían ido disolviendo. La mano de Simon había sido fría, pero familiar, igual que la textura de su chaqueta de pana contra la piel.
—¿Cuánto te puedes quedar? —había preguntado ella en un susurro a la oscuridad.
—Tanto como quieras.
Clary se había vuelto para mirarlo.
—¿A Izzy no le importará?
—Ella fue quien me dijo que viniera. Dijo que no podías dormir, y que si tenerme contigo te hacía sentirte mejor, podía quedarme. O podría quedarme hasta que te durmieras.
Clary había suspirado aliviada.
—Pasa aquí la noche —le había pedido—. Por favor.
Y él lo había hecho. Y Clary no había tenido pesadillas.
Mientras él estaba allí, ella dormía sin soñar, inmersa en un océano de nada. Un olvido indoloro.
—A Jordan no le importa la sangre —contestó Simon en ese momento—. Todo este asunto es sobre mí sintiéndome cómodo con lo que soy. Conecta con tu vampiro interior, bla, bla, bla…
Clary se tumbó junto a él en la cama y se abrazó a una almohada.
—¿Es tu vampiro interior diferente de… tu vampiro exterior?
—Sin duda. Él quiere llevar camisas que dejen el ombligo al descubierto y un sombrero fedora. Me estoy resistiendo.
Clary sonrió levemente.
—¿Así que tu vampiro interior es Magnus?
—Espera, eso me recuerda… —Simon rebuscó en su macuto de mensajero y sacó dos cómics manga. Los agitó triunfal antes de pasárselos a Clary—. Magical Love Gentleman, fascículos quince y dieciséis —dijo—. Agotado en todas partes excepto en Midtown Comics.
Ella los cogió y miró las coloridas portada y contraportada. Hubo una vez que habría alzado los brazos en júbilo admirada; en ese momento sólo consiguió sonreír a Simon y agradecérselo; pero él lo había hecho por ella, se recordó, en un gesto de buen amigo. Incluso aunque ella no pudiera imaginarse leyéndolos para distraerse.
—Eres increíble —le dijo, empujándolo con el hombro. Se tumbó sobre la almohada con los manga sobre el regazo—. Y gracias por venir conmigo a la corte Seelie. Sé que te trae malos recuerdos pero… siempre estoy mejor cuando tú estás ahí.
—Lo hiciste muy bien. Manejaste a la reina como una experta. —Simon se tumbó junto a ella, hombro contra hombro, ambos mirando al techo, a las grietas de siempre, a las viejas estrellas pegadas allí, que habían brillado en la oscuridad, pero ya no daban ninguna luz—. ¿Y qué, vas a hacerlo? ¿Vas a robar los anillos para la reina?
—Sí. —Dejó escapar la respiración que había estado conteniendo—. Mañana. Hay una reunión del Cónclave local al mediodía. Todos estarán allí. Lo haré entonces.
—No me gusta, Clary.
Ella notó que se ponía tenso.
—¿Qué es lo que no te gusta?
—Que tengas que hacer algo para las hadas. Los seres mágicos son unos mentirosos.
—No pueden mentir.
—Ya sabes a lo que me refiero. Pero «los seres mágicos son engañosos» suena tonto.
Ella lo miró, apoyando la barbilla sobre la clavícula de él. Automáticamente, él alzó el brazo, le rodeó los hombros y la atrajo hacia sí. Simon tenía el cuerpo frío y la camisa aún húmeda por la lluvia. Su cabello, normalmente muy lacio, se había secado formando algunos rizos con el viento.
—Créeme, no me gusta nada liarme con la corte. Pero lo haría por ti —afirmó ella—. Y tú lo harías por mí, ¿no?
—Claro que sí. Pero sigue siendo una mala idea. —Él la miró directamente—. Sé cómo te sientes. Cuando mi padre murió…
Clary se tensó.
—Jace no está muerto.
—Lo sé. No estaba diciendo eso. Sólo que… No hace falta que digas que te sientes mejor cuando estoy ahí. Siempre estoy ahí para ti. El dolor hace que nos sintamos solos, pero no lo estás. Sé que no crees… en la religión… como yo, pero puedes creer que estás rodeada de gente que te quiere, ¿verdad? —Tenía los ojos muy abiertos, esperanzados. Eran del mismo castaño oscuro que siempre habían sido, pero diferentes, como si se hubiera añadido otra capa de color, igual que su piel parecía tanto carente de poros como traslúcida.
«Lo creo —pensó Clary—, pero no estoy segura de que importe».
Le golpeó suavemente con el hombro.
—¿Te importa si te pregunto algo? Es personal, pero importante.
En su voz se percibió una nota de cansancio.
—¿Qué?
—Con eso de la Marca de Caín, ¿significa que si te pego una patada accidentalmente por la noche, una fuerza invisible me dará siete patadas en la espinilla?
Ella notó que él reía.
—Duérmete, Fray.