19

AMOR Y SANGRE

Metódica y cuidadosamente, Clary estaba registrando de arriba abajo la habitación de Jace. Aún llevaba el top, pero se había puesto unos vaqueros; se había recogido el cabello en un moño hecho de cualquier manera, y las uñas se le habían llenado de polvo. Había buscado bajo la cama y el escritorio, en todos los cajones y armarios, y en los bolsillos de todas las prendas en busca de una segunda estela, pero no había encontrado nada.

Le había dicho a Sebastian que estaba exhausta, que necesitaba ir arriba y tumbarse un rato; él había parecido despistado y la había despedido con un gesto de la mano. No paraban de pasarle imágenes de Jace ante lo ojos en cuanto los cerraba: la forma en que la había mirado traicionado, como si ya no la conociera.

Pero era inútil darle vueltas. Podía quedarse sentada en la cama y llorar todo lo que quisiera, pensando en lo que había hecho, pero no serviría de nada. Tenía que hacer algo; se lo debía a Jace, y a sí misma. Si encontrara una estela…

Estaba levantando el colchón, rebuscando en el espacio que quedaba entre los muelles, cuando llamaron a la puerta.

Dejó caer el colchón, aunque no antes de ver que no había nada debajo. Apretó los puños, respiró hondo, fue hasta la puerta y la abrió.

Sebastian estaba en el umbral. Por primera vez iba vestido con algo que no fuera blanco o negro. Los mismos pantalones y botas, sí, pero también una túnica escarlata de cuero con intrincados adornos de runas en plata y oro sujeta por delante con una fila de cierres de metal. En ambas muñecas lucía brazaletes de plata repujados y llevaba el anillo Morgenstern.

Ella parpadeó al mirarlo.

—¿Rojo?

—Ceremonial —repuso él—. Los colores tienen significados diferentes para los cazadores de sombras que para los humanos. —Dijo la palabra «humanos» con desprecio—. Conoces el viejo verso infantil nefilim, ¿no?

Para cazar en la noche es el negro.

Para la muerte y el dolor, el blanco.

En un vestido de novia, oro.

Y los encantamiento, en rojo.

—¿Los cazadores de sombras se casan de oro? —preguntó Clary. No le importaba especialmente, pero estaba tratando de meterse en el espacio entre la puerta y el marco, para que él no pudiera ver el lío que había organizado en la habitación de Jace, normalmente tan ordenada.

—Lamento chafarte el sueño de una boda en blanco. —Le sonrió—. Y hablando de eso, te he traído algo para que te pongas.

Sacó la mano de la espalda. Llevaba una prenda doblada. Clary la cogió y la desplegó. Era una larga columna de tela escarlata con un tono dorado, como el borde de una llama. Los tirantes eran dorados.

—Nuestra madre solía llevar esto en las ceremonias del Círculo antes de traicionar a nuestro padre —explicó Sebastian—. Póntelo. Quiero que lo luzcas esta noche.

—¿Ésta noche?

—Bueno, no puedes ir a la ceremonia tal como vas vestida. —La recorrió con la mirada, desde los pies descalzos hasta el top, que se le había pegado al cuerpo por el sudor, y los pantalones polvorientos—. Tu aspecto esta noche, la impresión que puedas causar a nuestros nuevos acólitos, es importante. Póntelo.

Clary le estaba dando vueltas a la cabeza. «La ceremonia es esta noche. Nuestros nuevos acólitos».

—¿De cuánto rato dispongo para… arreglarme? —preguntó.

—Como una hora —contestó él—. Debemos estar en el lugar sagrado a medianoche. Los otros ya se estarán reuniendo allí. No querría llegar tarde.

«Una hora».

Con el corazón golpeándole dentro del pecho, Clary tiró el vestido sobre la cama, donde destelló como una cota de mallas. Cuando se volvió, él seguía en la puerta, con una medio sonrisa en el rostro, como si pretendiera esperar mientras ella se cambiaba.

Clary fue a cerrar la puerta. Él la agarró por la muñeca.

—Ésta noche me llamarás Jonathan. Jonathan Morgenstern. Tu hermano.

Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y bajó la mirada, esperando que él no pudiera verle el odio en los ojos.

—Lo que tú digas.

En cuanto él se fue, ella cogió una de las chaquetas de cuero de Jace. Se la puso, reconfortada por el calor y por el olor a él. Se calzó las botas y salió sigilosamente al pasillo, deseando una estela y una nueva runa de insonoridad. Oyó como el agua corría abajo, y a Sebastian, silbando desafinado, pero sus propios pasos aún le sonaban como cañonazos. Avanzó en silencio, contra la pared, hasta que llegó a la habitación de Sebastian y se metió dentro.

Había poca luz; la única iluminación procedía de las luces de la ciudad que entraban por la ventana, que tenía las cortinas corridas. La habitación era un caos, igual que la primera vez que la había visto. Comenzó por el armario, lleno de ropa cara: camisas de seda, chaquetas de cuero, trajes de Armani, zapatos de Bruno Magli. En el suelo del armario había una camisa blanca, hecha un lío y manchada con sangre, sangre tan vieja como para haberse vuelto marrón. Clary la miró durante un largo instante y luego cerró la puerta.

Después fue a por el escritorio, sacando cajones y revolviendo papeles. Prefería encontrar algo simple, como un papel arrancado de una libreta con «MI MALVADO PLAN» escrito como título, pero no tuvo suerte. Había docenas de papeles con complicados cálculos numéricos y alquímicos, e incluso un papel que comenzaba con «Mi hermosa», en la apiñada letra de Sebastian. Gastó un momento en pensar quién sería la «hermosa» de Sebastian; nunca había pensado en él como alguien capaz de tener sentimientos románticos hacia nada. Luego pasó a registrar la mesilla junto a la cama.

Abrió un cajón. Dentro había una pila de notas. Sobre ellas, algo brilló. Algo metálico y circular.

El anillo de las hadas.

Isabelle rodeaba a Simon con los brazos mientras regresaban a Brooklyn en la camioneta. Él estaba agotado, le dolía la cabeza y sentía todo el cuerpo magullado. Aunque Magnus le había devuelto el anillo en el lago, no había podido contactar con Clary a través de él. Y lo peor: tenía hambre. Le gustaba lo cerca que Isabelle estaba de él, la manera en que le apoyaba una mano sobre el interior del codo, acariciándolo con los dedos, a veces bajándoselos hasta la muñeca. Pero el olor de ella, a perfume y sangre, le hacía rugir el estómago.

Estaba oscureciendo; el ocaso de finales de otoño seguía de cerca al día, y reducía la iluminación del interior de la cabina. Las voces de Alec y de Magnus eran murmullos en la oscuridad. Simon dejó que se le cerraran los ojos; veía al Ángel contra los párpados, una explosión de luz blanca.

«¡Simon! —La voz de Clary estalló dentro de su cabeza, despertándolo al instante—. ¿Dónde estás?».

Un grito ahogado se le escapó de entre los labios.

«¿Clary? Estaba tan preocupado…».

«Sebastian me quitó el anillo. Simon, no tenemos mucho tiempo. Tengo que contártelo. Tienen una segunda Copa Mortal. Planean invocar a Lilith y crear un ejército de cazadores de sombras oscuros, con los mismos poderes de los nefilim, pero aliados con el mundo de los demonios».

—Estás de broma —exclamó Simon. Tardó un instante en darse cuenta de que había hablado en voz alta; Isabelle se movió a su lado, y Magnus lo miró con curiosidad.

—¿Te encuentras bien, vampiro?

—Es Clary —contestó Simon. Los tres lo miraron con idéntica expresión de sorpresa—. Está hablándome. —Se cubrió las orejas con las manos, se arrellanó en el asiento e intentó concentrarse en las palabras de Clary.

«¿Cuándo lo van a hacer?».

«Ésta noche. Pronto. No sé dónde exactamente…, pero aquí son como las diez de la noche».

«Entonces nos sacas unas cinco horas. ¿Estás en Europa?».

«No tengo ni idea. Sebastian mencionó algo llamado el Séptimo Sitio Sagrado. No sé lo que es, pero he encontrado unas notas y, al parecer, es una tumba antigua. Parece una especie de puerta, y se puede invocar a los demonios a través de ella».

«Clary, nunca había oído hablar de nada de eso…».

«Pero Magnus o los otros igual sí. Por favor, Simon. Díselo en cuanto puedas. Sebastian va a resucitar a Lilith. Quiere la guerra. La guerra total contra los cazadores de sombras. Tiene unos cuarenta o cincuenta nefilim dispuestos a seguirle. Todos estarán allí. Simon, quiere arrasar el mundo. Tenemos que hacer todo lo que podamos para detenerlo».

«Si las cosas están tan mal, necesitas salir de ahí».

Clary sonó cansada.

«Lo estoy intentando. Pero puede que sea demasiado tarde».

Simon era vagamente consciente de que todos en la camioneta lo estaban mirando con cara de preocupación. No le importó. La voz de Clary en su cabeza era como una cuerda tendida sobre un abismo, y si podía agarrar el extremo en ese lado, quizá pudiera tirar de ella y ponerla a salvo, o al menos evitar que siguiera cayendo.

«Clary, escucha. No te puedo decir cómo, es una larga historia, pero tenemos una arma. Se puede usar con Jace o con Sebastian sin que hiera al otro, y según… la persona que nos la ha dado, puede que corte su conexión».

«¿Cortar su conexión? ¿Cómo?».

«Dijo que quemaría la maldad del que la recibiera. Si la empleamos con Sebastian, supongo que quemará el lazo que lo une a Jace, porque ese lazo es maligno. —Simon sintió como si le palpitara la cabeza y esperó sonar más seguro de lo que lo estaba—. No estoy seguro. De todas formas, es muy poderosa. Se llama Gloriosa».

«¿Y la quieres emplear contra Sebastian? ¿Quemaría su unión sin matarlos?».

«Bueno, ésa es la idea. Quiero decir, puede que quizá acabe con Sebastian. Depende de cuánto bien quede dentro de él. “Si más del Infierno que del Cielo.” Creo que eso es lo que dijo el Ángel…».

«¿El Ángel? —Su alarma era palpable—. Simon, ¿qué has…?».

Su voz se cortó de repente, y Simon notó un clamor de emociones: sorpresa, furia, terror. Dolor. Gritó, y se incorporó de golpe.

«¿Clary?».

Pero sólo silencio, resonándole en la cabeza.

«¡Clary!», gritó, y luego exclamó en voz alta:

—Mierda. Se ha vuelto a ir.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Isabelle—. ¿Está bien? ¿Qué está ocurriendo?

—Creo que tenemos mucho menos tiempo del que pensábamos —dijo Simon en una voz mucho más tranquila de lo que se sentía—. Magnus, para el coche. Tenemos que hablar.

—Bien —dijo Sebastian, llenando el hueco de la puerta con su presencia mientras miraba a Clary—, ¿sería un déjà vu si te preguntara qué estás haciendo en mi dormitorio, hermanita?

Clary tragó saliva que casi se le atoró en la garganta, repentinamente seca. La luz del pasillo brillaba detrás de Sebastian y lo transformaba en una silueta. No podía verle la expresión del rostro.

—¿Buscarte? —aventuró Clary.

—Estás sentada en mi cama —repuso él—. ¿Pensabas que me escondía debajo?

—Yo…

Sebastian entró en la habitación, con una curiosa tranquilidad, como si supiera algo que ella ignoraba. Algo que nadie más sabía.

—Y ¿por qué me estás buscando? ¿Y por qué no te has cambiado para la ceremonia?

—El vestido —repuso ella—. No me cabe.

—Claro que te cabe —replicó él, mientras se sentaba a su lado en la cama. Se apoyó en el cabezal y volvió el rostro hacia Clary—. Toda la otra ropa te cabe. El vestido debería ser de tu talla.

—Es de seda y chiffon; no se da.

—Eres una cosita delgaducha. No tendrías que tener problema. —Le cogió la muñeca, y ella cerró los dedos, tratando desesperadamente de ocultar el anillo—. Mira, te puedo rodear la muñeca con los dedos.

Notó la piel de él caliente contra la suya; se le erizó la piel. Recordó que, en Idris, su contacto la había quemado como ácido.

—El Séptimo Sitio Sagrado —dijo, sin mirarlo—. ¿Es ahí adónde ha ido Jace?

—Sí. Lo he enviado por delante. Está preparando las cosas para nuestra llegada. Nos reuniremos con él allí.

El corazón le dio un vuelco.

—¿No va a volver?

—No antes de la ceremonia —contestó él. Y ella captó el asomo de la sonrisa de Sebastian—. Lo que ya está bien, porque se decepcionará mucho cuando le hable de esto. —De un rápido gesto le cubrió la mano con la suya y le abrió los dedos. El anillo dorado le relució en la palma, como una señal de fuego—. ¿Creíste que no reconocería el trabajo de las hadas? ¿Crees que la reina es tan tonta que te enviaría a recuperar esos anillos sin saber que te los quedarías? Ella quería que lo trajeras aquí, donde yo lo encontraría. —Le sacó el anillo del dedo con una sonrisita de suficiencia.

—¿Has estado en contacto con la reina? —preguntó Clary—. ¿Cómo?

—Con el anillo —ronroneó Sebastian, y Clary recordó a la reina diciendo en su voz dulce y aguda: «Jonathan Morgenstern puede ser un poderoso aliado. Los seres mágicos son gente vieja; no tomamos decisiones precipitadas, sino que esperamos primero a ver en qué dirección sopla el viento.»—. ¿De verdad te creías que la reina te iba a dejar poner las manos sobre algo que te permitiera comunicarte con tus amiguitos sin poder escuchar ella? Desde que te lo cogí, he hablado con ella y ella ha hablado conmigo. Has sido una tonta al confiar en ella, hermanita. A la reina Seelie le gusta estar del lado del vencedor. Y ese lado será el nuestro, Clary. El nuestro. —Su voz era baja y suave—. Olvida a tus amigos cazadores de sombras. Tu lugar está con nosotros. Conmigo. Tu sangre ansía poder, al igual que la mía. Sea lo que sea que tu madre haya hecho para lavarte el cerebro, sabes bien quién eres. —La volvió a coger por la muñeca y tiró de ella hacia sí—. Jocelyn se equivocó en todas sus decisiones. Se puso del lado de la Clave y contra su familia. Ésta es tu oportunidad de rectificar su error.

Clary trató de zafarse de él.

—Suéltame, Sebastian. Lo digo en serio.

Él le subió la mano y la cogió por el brazo.

—Eres una cosita muy menudita. ¿Quién iba a pensar que serías tan fogosa? Sobre todo en la cama…

Ella se puso en pie de un bote y se soltó de él.

—¿Qué has dicho?

Él también se levantó, y las comisuras de la boca se le curvaron en una sonrisa irónica. Era mucho más alto que ella, casi tan alto como Jace. Él se inclinó sobre ella al hablar, y su voz era grave y áspera.

—Todo lo que marca a Jace, me marca a mí —dijo él—. Hasta tus uñas. —Sonreía burlón—. Ocho arañazos paralelos en mi espalda, hermanita. ¿No me vas a decir que no me los hiciste tú?

Clary sintió una suave explosión en la cabeza, como un apagado petardo de rabia. Miró el sonriente rostro de Sebastian y pensó en Jace, y en Simon, y en las palabras que habían intercambiado. Si la reina realmente podía oír su conversación, entonces ya sabría que tenían a Gloriosa. Pero Sebastian no lo sabía. No podía saberlo.

Clary le arrebató el anillo y lo tiró al suelo. Lo oyó gritar, pero ella ya lo estaba pisoteando; notó que cedía, y el oro se convirtió en polvo.

Él la miró incrédulo mientras ella apartaba el pie.

—Tú…

Ella echó hacia atrás la mano derecha, la más fuerte, y le dio un puñetazo en el estómago.

Él era más alto, más ancho y más fuerte que ella, pero Clary contaba con el elemento sorpresa. Él se dobló en dos, sin aire, y ella le arrancó la estela del cinturón de armas. Luego echó a correr.

Magnus dio un volantazo con tal rapidez que las ruedas chirriaron. Isabelle chilló. Traquetearon hasta el arcén, bajo la sombra de un bosquecillo de árboles parcialmente desnudos.

Antes de que Simon se diera cuenta, las puertas estaban abiertas y los demás estaban saltando al asfalto. El sol se estaba poniendo, y los faros de la camioneta estaban encendidos, iluminándolos con un tenebroso resplandor.

—Muy bien, chico vampiro —dijo Magnus, meneando la cabeza con fuerza suficiente para repartir purpurina—. ¿Qué diablos está pasando?

Alec se apoyó en la camioneta mientras Simon se explicaba, y repetía la conversación con Clary con tanta exactitud como podía antes de que todo se le fuera de la cabeza.

—¿Ha dicho algo sobre salir de ahí con Jace? —preguntó Isabelle cuando Simon acabó, pálida bajo el resplandor amarillento de los faros.

—No —contestó Simon—. E Izzy no creo que Jace quiera salir. Quiere estar donde esté ella.

Isabelle se cruzó de brazos y miró hacia el suelo; el negro cabello le cayó sobre la cara.

—¿Qué es el Séptimo Sitio Sagrado? —preguntó Alec—. Conozco las siete maravillas del mundo, pero ¿siete sitios sagrados?

—Son más interesantes para lo brujos que para los nefilim —contestó Magnus—. Cada uno es un lugar donde las antiguas líneas de fuerza convergen y forman una matriz, una especie de red dentro de la cual los hechizos mágicos resultan amplificados. El séptimo es una tumba de piedra en Irlanda, en Poll na mBrón; el nombre significa «la cueva de las penas». Se halla en una zona muy árida y deshabitada llamada el Burren. Un buen lugar para invocar a un demonio, si es grande. —Se tiró de una de las puntas del cabello—. Eso es malo. Muy malo.

—¿Crees que puede hacerlo? ¿Crear… cazadores de sombras oscuros? —preguntó Simon.

—Todo tiene una adscripción, Simon. La adscripción de los nefilim es seráfica, pero si fuera demoníaca, aún serían tan fuertes y poderosos como ahora. Pero se dedicarían a la erradicación de la humanidad en vez de a su salvación.

—Tenemos que ir allí —apremió Isabelle—. Debemos detenerlos.

—«Lo», quieres decir —le corrigió Alec—. Debemos detenerlo. A Sebastian.

—Ahora Jace es su aliado. Tienes que aceptarlo, Alec —dijo Magnus. Una fina llovizna había comenzado a caer. Las gotas relucían como oro bajo el brillo de los faros.

—Irlanda va con cinco horas de adelanto. Van a realizar la ceremonia a medianoche. Aquí son las cinco. Tenemos una hora y media, quizá dos como mucho, para detenerlos.

—Entonces, no deberíamos esperar. Debemos irnos —dijo Isabelle, con un tono de pánico en la voz—. Si vamos a detenerlo…

—Izzy, sólo somos cuatro —indicó Alec—. Ni siquiera sabemos a qué cantidades nos enfrentamos…

Simon miró a Magnus, quien observaba la discusión de ambos hermanos con una expresión de desapego.

—Magnus —comenzó—. ¿Por qué no fuimos a la granja a través de un Portal? Tú trasladaste así a medio Idris a la llanura de Brocelind.

—Quería darte tiempo suficiente para que cambiaras de opinión —contestó el brujo, sin quitarle la vista de encima a su novio.

—Pero puedes usar un Portal desde aquí —repuso Simon—. Quiero decir…, puedes hacerlo por nosotros.

—Sí —respondió Magnus—. Pero, como dice Alec, no sabemos a qué número nos enfrentamos. Soy un mago bastante pacífico, pero Jonathan Morgenstern no es un cazador de sombras cualquiera, ni tampoco Jace, pensándolo bien. Y si consiguen invocar a Lilith… será mucho más débil de lo que era, pero sigue siendo Lilith.

—Pero está muerta —exclamó Isabelle—. Simon la mató.

—Los Demonios Mayores no mueren —replicó Magnus—. Simon… la repartió entre los mundos. Le llevaría mucho tiempo recuperar una forma y sería débil durante años. A no ser que Sebastian la llame de nuevo. —Se pasó la mano por el cabello mojado y en punta.

—Tenemos la espada —le recordó Isabelle—. Podemos derrotar a Sebastian. Te tenemos a ti, y a Simon…

—Ni siquiera sabemos si la espada funcionará —replicó Alec—. Y no nos servirá de nada si no podemos coger a Sebastian. Y Simon ya no es el señor Indestructible. Puede morir como el resto de nosotros.

Todos miraron al vampiro.

—Tenemos que intentarlo —afirmó él—. Mirad… no, no sabemos cuántos van a estar allí; pero tenemos algo de tiempo. No mucho, pero si usamos un Portal, es el suficiente para conseguir refuerzos.

—¿Refuerzos de dónde? —quiso saber Isabelle.

—Yo iré a hablar con Maia y Jordan en el apartamento —respondió Simon, pensando rápidamente las posibilidades—. A ver si Jordan consigue ayuda del Praetor Lupus. Magnus, ve a la comisaría de policía e intenta enrolar a cualquier miembro de la manada que esté por ahí. Isabelle y Alec…

—¿Nos estás separando? —preguntó Isabelle, alzando la voz—. ¿Y si usamos mensajes de fuego o…?

—Nadie va a confiar en un mensaje de fuego sobre algo como esto —respondió Magnus—. Además, los mensajes de fuego son para los cazadores de sombras. ¿De verdad quieres comunicar esta información a la Clave con un mensaje de fuego en vez de ir en persona al Instituto?

—Muy bien. —Isabelle se fue al otro lado de la camioneta. Abrió la puerta de golpe, pero no entró: en vez de eso, metió la mano y sacó a Gloriosa. Ésta brillaba bajo la tenue luz como un rayo oscuro, y las palabras grabadas en la hoja destellaron bajo los faros. «Quis ut Deus?».

A Isabelle, la lluvia estaba comenzando a pegarle el cabello a la nuca. Tenía un aspecto inponente cuando fue a reunirse con el grupo.

—Entonces, dejamos el coche aquí. Nos separamos, pero nos volveremos a encontrar en el Instituto en una hora. Luego nos marcharemos, tengamos a quien tengamos con nosotros. —Miró a sus compañeros a los ojos, uno a uno, retándolos a que se atrevieran a desafiarla—. Simon, coge esto.

Le tendió a Gloriosa, con la empuñadura por delante.

—¿Yo? —Simon se quedó sorprendido—. Pero yo no… nunca he usado espadas antes.

—Tú la invocaste —replico Isabelle—. El Ángel te la dio a ti, Simon, y tú serás el que la portará.

Clary se lanzó por el pasillo y bajó los escalones haciendo mucho ruido, corrió hacia abajo y hacia el punto de la pared que Jace le había dicho que era la única entrada y salida del apartamento.

No se hacía ilusiones sobre poder escapar. Sólo necesitaba unos instantes para hacer lo que debía hacer. Oyó las botas de Sebastian resonando en la escalera de vidrio, y se dio más prisa, casi estrellándose contra la pared. Clavó la estela y comenzó a dibujar muy rápido: «un dibujo tan simple como una cruz y tan nuevo en el mundo…».

Sebastian la agarró por la espalda de la chaqueta y tiró de ella hacia atrás; la estela salió volando. Clary ahogó un grito cuando él la alzó del suelo y la tiró contra la pared, dejándola sin respiración. Sebastian miró la Marca que ella había hecho en la pared, y sus labios se curvaron en una sonrisa despectiva.

—¿La runa de apertura? —preguntó. Se inclinó hacia delante y le siseó en la oreja—: Y no la has acabado. Aunque no importa. ¿De verdad crees que existe algún lugar en este mundo donde yo no pueda encontrarte?

Clary le respondió con un epíteto que habría conseguido que la echaran de clase en una universidad privada. Cuando él comenzó a reír, ella le cruzó la cara con una bofetada tan fuerte que le dolió la mano. Sorprendido, él relajó la fuerza con la que la agarraba y ella se soltó de él, saltó por encima de la mesa y corrió hacia el dormitorio de abajo, que al menos tenía un pestillo en la puerta…

Y él estaba ante ella; la agarró por las solapas de la chaqueta y la volteó. Ella perdió pie, y se habría caído si él no la hubiera aplastado contra la pared con su cuerpo, un brazo a cada lado, creando una jaula alrededor de ella.

La sonrisa de Sebastian era diabólica. El elegante chico que había paseado por el Sena con ella, había bebido chocolate caliente y le había hablado sobre sus orígenes había desaparecido. Sus ojos eran totalmente negros, sin pupilas, como túneles.

—¿Qué te pasa, hermanita? Pareces preocupada.

Ella casi no podía respirar.

—Me… he… estropeado… la laca de uñas… al cruzarte… tu asquerosa cara. ¿Lo ves? —Ella le mostró el dedo, sólo uno.

—Muy mono —bufó él—. ¿Sabes por qué supe que nos traicionarías? ¿Cómo supe que no podrías evitarlo? Porque eres exactamente como yo.

Él la apretó con más fuerza contra la pared. Clary notaba el pecho de Sebastian hinchándose y vaciándose contra el suyo. Sus ojos estaban a la altura de la recta línea de su clavícula. Su cuerpo era como una prisión alrededor de ella, inmovilizándola.

—No soy para nada como tú. Suéltame…

—Eres como yo en todo —le gruñó a la oreja—. Te infiltraste entre nosotros. Fingiste amistad, fingiste cariño.

—Nunca he tenido que fingir cariño con Jace.

Ella vio que algo destellaba en los ojos de Sebastian, unos celos negros, y ella no estuvo segura de quién estaba celoso. Le puso los labios en la mejilla, tan cerca que ella los notó moverse contra su piel cuando él habló.

—Nos has jodido —murmuró. Le apretaba el brazo izquierdo con fuerza; lentamente comenzó a bajarlo—. Lo más probable es que jodieras literalmente a Jace…

Ella no pudo evitar una mueca. Lo notó aspirar con fuerza.

—Lo hiciste —dijo él—. Te acostaste con él. —Sonaba como si se sintiera traicionado.

—Eso no asunto tuyo.

Él le cogió el rostro y se lo volvió para que lo mirara, clavándole los dedos en la mejilla.

—No puedes joder a alguien para hacerlo bueno. Un agradable truco cruel, debo reconocerlo. —Su bonita boca se curvó en una fría sonrisa—. Sabes que no recuerda nada, ¿verdad? ¿Te lo hizo pasar bien, al menos? Porque yo sí lo habría hecho.

Ella notó el sabor a bilis en el cuello.

—Eres mi hermano.

—Ésas palabras no significan nada para nosotros. No somos humanos. Sus reglas no se nos aplican. Leyes estúpidas sobre qué ADN puede mezclarse con cuál. Muy hipócritas, la verdad, si se piensa bien. Nosotros ya somos experimentos. Los faraones del antiguo Egipto solían casarse con sus hermanas. Cleopatra se casó con su hermano. Refuerza la línea de sangre.

Ella lo miró con desprecio.

—Sabía que estabas loco —dijo—. Pero no me había dado cuenta de que habías perdido la cabeza de una forma tan absoluta y espectacular.

—Oh, yo no creo que haya nada de locura en eso. ¿A quién pertenecemos sino el uno al otro?

—Jace —replicó ella—. Yo pertenezco a Jace.

Él hizo un sonido de menosprecio.

—Puedes quedarte con él.

—Pensaba que lo necesitabas.

—Es cierto. Pero no para lo que lo necesitas tú. —De repente, le puso las manos en la cintura—. Podemos compartirlo. No me importa lo que hagas. Mientras sepas que me perteneces a mí.

Ella alzó las manos con la intención de apartarlo de un empujón.

—No te pertenezco. Me pertenezco a mí.

La mirada en los ojos de Sebastian la dejó helada.

—Creo que eres más lista que todo eso —replicó él, y puso la boca sobre la de ella, con fuerza.

Por un momento, Clary se halló de vuelta en Idris, delante de las ruinas quemadas de la mansión Fairchild; Sebastian estaba besándola y ella se sentía como si estuviera cayendo hacia la oscuridad, por un túnel infinito. En aquel momento había pensado que algo no iba bien en ella. Que no podía besar a nadie más que a Jace. Que estaba averiada.

Pero ya sabía la verdad. Sebastian movió la boca sobre la de ella, tan dura y fría como un navajazo en la oscuridad; ella se puso de puntillas y le mordió los labios con fuerza.

Él gritó y se apartó de ella, mientras se llevaba la mano a la boca. Clary notó el sabor de su sangre, a cobre amargo; le caía por la barbilla mientras la miraba incrédulo.

—Tú…

Ella giró y le dio una patada en el estómago, con fuerza, esperando que aún lo tuviera resentido del puñetazo de antes. Cuando él se dobló en dos, ella salió corriendo hacia la escalera. Estaba a medio camino cuando notó que la cogía por detrás del cuello de la chaqueta. Él la movió en un arco como si fuera un bate de béisbol y la lanzó contra la pared. Se golpeó con fuerza y cayó de rodillas, sin aliento.

Sebastian fue hacia ella, flexionando los puños a los costados, mientras los ojos relucían negros como los de un tiburón. Era terrorífico; Clary sabía que debería estar asustada, pero un distanciamiento frío y vidrioso se apoderó de ella. El tiempo parecía ir más despacio. Recordó luchar en la tienda de Praga, cómo se había perdido en su propio mundo donde cada movimiento era tan preciso como el de un reloj. Sebastian se agachó hacia ella, y Clary se apoyó en el suelo, tomó impulsó y lanzó las piernas de lado; le golpeó en las pantorrillas y le hizo perder el equilibrio.

Sebastian cayó hacia delante; ella rodó sobre sí misma, se apartó y se puso en pie de un salto. Ésta vez no se molestó en correr, sino que cogió un jarrón de porcelana de la mesa y, cuando Sebastian se levantaba, se lo estrelló en la cabeza. El jarrón se hizo añicos, salpicando agua y hojas, y Sebastian se tambaleó hacia atrás, mientras la sangre comenzaba a mancharle el cabello blanco plateado.

Él rugió y saltó sobre ella. Fue como ser golpeada por una bola de demolición. Clary voló de espaldas, se estrelló contra el tablero de la mesa, lo atravesó y golpeó el suelo en un estallido de vidrios rotos y dolor. Gritó cuando Sebastian aterrizó sobre ella, empujándole el cuerpo contra los añicos de vidrio, con los labios contraídos en un rugido. Él le cruzó la cara de un guantazo. La sangre la cegó; se atragantó con su sabor en la boca, y la sal le picó en los ojos. Clary alzó la rodilla y le dio en el estómago, pero era como golpear una pared. Él le agarró las manos y se las inmovilizó a los lados.

—Clary, Clary, Clary —dijo él. Jadeaba. Al menos lo había dejado sin aliento. La sangre le caía en un lento hilillo del corte que tenía a un lado de la cabeza, y le teñía el cabello de rojo—. No está mal. En Idris no eras una gran luchadora.

—Sal de encima…

Él acercó el rostro al de ella. Sacó la lengua. Ella trató de apartarse, pero no se movió con suficiente rapidez. Él le lamió la sangre que ella tenía en el rostro y sonrió. La sonrisa le partió el labio, y por la barbilla le cayó más sangre.

—Me preguntaste a quién pertenecía yo —susurró él—. Te pertenezco a ti. Tu sangre es mi sangre; tus huesos, mis huesos. La primera vez que me viste, te resulté conocido, ¿verdad? Igual que tú me resultaste familiar a mí.

Ella lo miró con ojos muy abiertos.

—Estás como una regadera.

—Está en la Biblia —continuó él—. El Cantar de los Cantares. «Me has robado el corazón, hermana y novia mía, me has robado el corazón, con una sola mirada, con una vuelta de tu collar». —Le rozó el cuello con los dedos, enredándolos en la cadena que llevaba ahí, la cadena de la que había colgado el anillo de los Morgenstern. Clary se preguntó si le aplastaría la tráquea—. «Yo dormía, velaba mi corazón. ¡La voz de mi amado que llama!: “¡Ábreme, mi hermana, mi amor!”». —La sangre de él le goteaba en la cara a Clary. Se quedó quieta, con el cuerpo vibrándole por el esfuerzo, mientras él le bajaba la mano del cuello, por el costado, hasta la cintura. Metió los dedos en la cintura del pantalón. Tenía la piel ardiendo; Clary notaba que él la deseaba.

—Tú no me amas —dijo ella. Su voz era un hilillo; él le estaba chafando los pulmones. Recordó lo que su madre había dicho: que cualquier emoción que mostraba Sebastian era fingida. Clary tenía la cabeza clara como el cristal; en silencio, agradeció a la euforia de la pelea por mantenerla concentrada mientras Sebastian la asqueaba con sus caricias.

—Y a ti no te importa que sea tu hermano —repuso él—. Sé lo que sentías por Jace, incluso cuando pensabas que era tu hermano. A mí no puedes mentirme.

—Jace es mejor que tú.

—Nadie es mejor que yo. —Sonrió con superioridad, todo él dientes blancos y sangre—. «Un jardín escondido es mi hermana. Arroyo cerrado, fuente sellada». Pero ya no, ¿verdad? Jace se encargó de eso. —Él trató de desabrochar el botón de los vaqueros, y ella aprovechó su distracción para agarrar un trozo de vidrio triangular de buen tamaño del suelo y clavarle la quebrada punta en el hombro.

El vidrio se le resbaló por los dedos y le hizo un corte. Él lanzó un alarido y se echó hacia atrás, pero más por la sorpresa que por el dolor; el uniforme lo protegía. Clary le volvió a clavar el vidrio, esta vez con más fuerza y en el muslo, y cuando él se echó hacia atrás, le golpeó con el otro codo en el cuello. Sebastian se fue de lado, ahogándose, y ella rodó sobre él mientras le arrancaba el vidrio ensangrentado de la pierna. Bajó el vidrio hacia la vena que le palpitaba a Sebastian en el cuello, y se detuvo.

Él reía. Estaba bajo ella, y reía; y su risa le hacía vibrar todo el cuerpo a Clary. La piel de Sebastian estaba salpicada de sangre; de la sangre de Clary, que le goteaba encima; de su propia sangre allí donde ella lo había golpeado, con el blanco cabello pegado con ella. Sebastian dejó caer los brazos a ambos lados, abiertos como alas, como un ángel roto, caído del cielo.

—Mátame, hermanita —la desafió—. Mátame y matarás también a Jace.

Ella bajó el trozo de vidrio.