17

DESPEDIDA

Paseando por el muelle del río

ya a las postrimerías del día

oí decir a una bonita dama:

«Qué pena, no tengo con quién jugar».

Oyó su cuita un mozo juglar

y rápido fue a brindarle su mano…

—¿Tenemos que escuchar esta música? —quiso saber Isabelle, tamborileando en el salpicadero de la camioneta de Jordan.

—Resulta que me gusta esta música agónica, mi niña, y como yo conduzco, yo elijo —contestó Magnus dándose aires. Sí que conducía él. A Simon le había sorprendido que supiera hacerlo, aunque no estaba seguro de por qué. Magnus llevaba siglos vivo. Sin duda habría encontrado algún momento para sacarse el carnet. Aunque Simon se preguntaba qué fecha de nacimiento pondría en él.

Isabelle puso los ojos en blanco, seguramente porque no había espacio en la camioneta para hacer mucho más, con los cuatro apiñados en el único y largo asiento. Simon no había esperado que ella fuera con ellos. No había imaginado que nadie fuera a la granja con él excepto Magnus, aunque Alec había insistido en acompañarlos (lo que había molestado a Magnus, que consideraba todo esa empresa «demasiado peligrosa»), y luego, mientras Magnus estaba arrancando la camioneta, Isabelle había bajado la escalera del apartamento a toda prisa y se había metido dentro, jadeando y sin aliento.

—Yo también voy —había anunciado.

Y eso hizo. Nadie había podido hacerle cambiar de opinión o disuadirla. Isabelle no había sido capaz de mirar a Simon mientras insistía, o explicaba por qué quería ir con ellos, pero ahí estaba. Vestía unos vaqueros y una camisa de ante púrpura que debía de haber robado del armario de Magnus. El cinturón de armas le colgaba de la cintura. Estaba aplastada contra Simon, quien iba apretado contra la puerta.

—Y de todas formas, ¿qué es esto? —preguntó Alec, mirando el reproductor de CD, donde no había ningún CD. Magnus sólo había tocado el sistema de sonido con un dedo que destellaba azul, y éste había comenzado a sonar—. ¿Algún grupo de hadas?

Magnus no contestó, pero la música subió de volumen.

Directa corrió hacia el espejo y su oscuro cabello arregló sin complejo. Y por su vestido mucho pagó; luego caminando fue por la calle y encontró a un muchacho de buen talle. Y al amanecer en sus pies dolor sintió, mas a todos los chicos alegró.

Isabelle soltó un bufido.

—Todos los chicos divertidos… ¿son gays?[1] Al menos en esta camioneta… así parece. Bueno, tú no, Simon.

—Te has fijado —repuso él.

—Yo me considero un bisexual librepensador y espontáneo —añadió Magnus.

—Por favor, no digas eso nunca delante de mis padres —rogó Alec—. Sobre todo de mi padre.

—Pensaba que tus padres no tenían ningún problema con que… ya sabes… salieras del armario —dijo Simon, inclinándose más allá de Isabelle para mirar a Alec, que estaba, como hacía con frecuencia, frunciendo el ceño y apartándose el cabello de los ojos. Aparte de algunos intercambios casuales, en realidad Simon nunca hablaba mucho con Alec. El chico no era una persona fácil de conocer. Y Simon admitía para sí mismo que su reciente distanciamiento de su propia madre le hacía sentir más curiosidad por la respuesta que pudiera darle Alec de la que habría sentido antes.

—Mi madre parece haberlo aceptado —contestó Alec—. Pero mi padre…, la verdad es que no. Una vez me preguntó qué creía que me había hecho volverme gay.

Simon notó a Isabelle tensarse a su lado.

—¿Volverte gay? —preguntó ella con tono de incredulidad—. Alec, no me lo habías contado.

—Espero que le contestaras que te había mordido una araña gay —bromeó Simon.

Magnus soltó una risotada; Isabelle pareció confusa.

—He leído el alijo de cómics de Magnus —le replicó Alec a Simon—, así que sé de qué estás hablando. —Una leve sonrisa le jugueteó en los labios—. ¿Y eso crees que me daría la homosexualidad proporcional de una araña?

—Sólo si fuera una araña muy gay —contestó Magnus, y soltó un grito cuando Alec le pegó en el brazo—. Ay, vale, la verdad es que no importa.

—Bueno, lo que sea —repuso Isabelle, claramente molesta por no pillar el chiste—. Tampoco es que papá vaya a volver nunca de Idris.

Alec suspiró.

—Perdón por destrozar tu imagen de familia feliz. Sé que quieres pensar que a papá no le importa que yo sea gay, pero no es así.

—Pero si no me lo cuentas cuando la gente te dice cosas así, o hace cosas que te hieren, entonces ¿cómo voy a poder ayudarte? —insistió Isabelle, y Simon notó su agitación vibrándole por el cuerpo—. ¿Cómo puedo…?

—Izzy —la interrumpió Alec con tono cansado—. No es que sea una gran cosa mala. Son un montón de cositas casi invisibles. Cuando estábamos viajando y yo llamaba desde algún sitio, papá nunca me preguntaba cómo estaba. Cuando me levanto para hablar en las reuniones de la Clave, nadie me escucha, y no sé si es porque soy joven o por lo otro. Vi a mamá hablando con una amiga sobre sus nietos y, en cuanto entré en la sala, se callaron. Irina Cartwright me dijo que era una pena que nadie fuera a heredar mis ojos azules. —Se encogió de hombros y miró a Magnus, que apartó la mano del volante un momento y la puso sobre la de Alec—. No es como una puñalada de la que me puedas proteger. Es un millón de cortes con papel diariamente.

—Alec —comenzó Isabelle, pero antes de que pudiera decir nada más, apareció la señal que les indicaba el desvío; una madera con forma de flecha con las palabras GRANJA TRES FLECHAS pintadas en mayúsculas. Simon recordó a Luke arrodillado sobre el suelo de la granja, dibujando cuidadosamente las letras con pintura negra, mientras Clary añadía el dibujo de flores por abajo, ya gastado por el tiempo y casi invisible.

—Gira a la izquierda —dijo, estirando el brazo hacia ese lado y casi golpeando a Alec—. Magnus, ya hemos llegado.

Hicieron falta varios capítulos de Dickens antes de que Clary sucumbiera finalmente al cansancio y se durmiera apoyada en el hombro de Jace. Medio soñando, medio despierta, supo que él la llevaba abajo y la tumbaba en la cama en la que se había despertado el primer día. Jace había corrido las cortinas y cerrado la puerta después de salir, por lo que la habitación había quedado a oscuras, y Clary se había acabado de dormir oyendo su voz en el pasillo, llamando a Sebastian.

De nuevo, soñó con el lago helado, y con Simon llamándola a gritos, y con una ciudad como Alacante, pero donde las torres de los demonios estaban hechas con huesos humanos y fluía sangre por los canales. Se despertó enredada en las sábanas, con el cabello convertido en una maraña de nudos y el exterior iluminado por la luz del ocaso. Al principio pensó que las voces al otro lado de su puerta eran parte del sueño, pero cuando subieron de volumen, alzó la cabeza para escuchar, aún atontada y medio enredada en la telaraña del sueño.

—Eh, hermanito. —Era la voz de Sebastian, flotando bajo su puerta desde el salón—. ¿Está hecho?

Hubo un largo silencio. Luego se oyó la voz de Jace, extrañamente plana y sin color.

—Está hecho.

Sebastian tragó aire con fuerza.

—Y la anciana, ¿ha hecho lo que le pedimos? ¿Ha creado la Copa?

—Sí.

—Enséñamela.

Un ruido de roce. Luego silencio.

—Mira; cógela, si quieres —dijo Jace.

—No. —Había un curioso tono pensativo en la voz de Sebastian—. Guárdala tú de momento. Después de todo, tú te has encargado de traerla de vuelta. ¿Verdad?

—Pero el plan era tuyo. —Había algo en la voz de Jace, algo que hizo a Clary incorporarse y pegar la oreja a la pared, desesperada de repente por oír más—. Y yo lo ejecuté, como tú querías. Ahora, si no te importa…

—Me importa. —Se oyó otro roce. Clary imaginó a Sebastian de pie, mirando a Jace desde el par de centímetros que los separaban en altura—. Hay algo que no va bien. Lo noto. Puedo verlo en ti, ya sabes.

—Estoy cansado. Y ha habido mucha sangre. Mira, sólo necesito lavarme, y dormir. Y… —La voz de Jace se apagó.

—… y ver a mi hermana.

—Me gustaría verla, sí.

—Está durmiendo. Lleva horas.

—¿Necesito tu permiso? —Había un deje cortante en la voz de Jace, algo que le recordó a Clary la manera en que una vez le había hablado a Valentine. Algo que no le había oído en el modo que hablaba a Sebastian en mucho tiempo.

—No. —Sebastian sonó sorprendido, como pillado por sorpresa—. Supongo que si quieres irrumpir y contemplar melancólico su rostro dormido, adelante. Nunca entenderé por qué…

—No —replicó Jace—. Tú no lo entenderás nunca.

Se hizo el silencio. Clary podía imaginarse tan perfectamente a Sebastian mirando fijamente a Jace, con una expresión desconcertada, que tardó un momento en darse cuenta de que Jace debía de estar yendo hacia aquella habitación. Sólo tuvo tiempo de estirarse en la cama y cerrar los ojos antes de que se abriera la puerta, permitiendo la entrada a una luz azul amarillenta, que por un momento la cegó. Hizo lo que esperaba que fuera un sonido realista de despertarse y se dio la vuelta, con la mano sobre el rostro.

—¿Qué…?

La puerta se cerró. El dormitorio volvió a sumirse en la oscuridad. Veía a Jace sólo como una forma que se movía lentamente hacia la cama, hasta que estuvo sobre ella, y no pudo evitar recordar otra noche, cuando él había entrado en su habitación mientras ella dormía.

Jace junto a la cabecera de la cama, aún con el traje blanco de luto, y no había nada poco ligero, sarcástico o distante en la manera en que la estaba mirando. «Llevo dando vueltas toda la noche; no podía dormir, y me encuentro caminando hacia aquí. Hacia ti».

En ese instante, Jace sólo era una silueta, una silueta con un cabello brillante que relucía bajo la tenue luz que se filtraba por debajo de la puerta.

—Clary —susurró él. Se oyó un golpe, y ella se dio cuenta de que él se había dejado caer de rodillas junto a la cama. Clary no se movió, pero se le tensó el cuerpo. La voz de Jace era un susurro—. Clary, soy yo. Yo.

Ella abrió los ojos y sus miradas se encontraron. Estaba mirando a Jace. Arrodillado junto a la cama, con los ojos a la misma altura que los de ella. Llevaba un abrigo de lana oscuro y largo, abotonado hasta el cuello, donde le vio las Marcas negras: Insonoridad, Agilidad, Precisión, como una especie de collar en la piel. Los ojos de él eran dorados y estaban muy abiertos, y como si ella pudiera ver por ellos, vio a Jace, su Jace. El Jace que la había cogido en brazos cuando estaba muriendo por el veneno del rapiñador. El Jace que la había visto sujetar a Simon para taparle la luz del amanecer en el East River. El Jace que le había contado la historia de un niño y del halcón que su padre había matado. El Jace que ella amaba.

El corazón pareció detenérsele. Ni siquiera pudo ahogar un grito.

Los ojos de Jace estaban cargados de urgencia y dolor.

—Por favor —murmuró—. Por favor, créeme.

Ella le creía. Llevaban la misma sangre, amaban de la misma manera; ése era su Jace, tanto como sus manos eran sus propias manos, su corazón su propio corazón. Pero… ¿cómo?

—Clary, shh…

Ella comenzó a incorporarse, pero él la cogió del hombro y la empujó hacia abajo.

—Ahora no podemos hablar. Tengo que irme.

Ella lo agarró por la manga y lo notó encogerse.

—No me dejes.

Él bajó la cabeza un instante; luego cuando volvió a alzarla, tenía los ojos secos, pero su expresión la silenció.

—Espera un poco cuando salga —le susurró él—. Luego sal con cuidado y sube a mi habitación. Sebastian no puede saber que estamos juntos. Ésta noche no. —Se puso en pie lentamente, con ojos suplicantes—. No permitas que te oiga.

Ella se sentó en la cama.

—Tu estela. Déjame tu estela.

La duda destelló en los ojos de Jace; ella lo miró fijamente y luego extendió la mano. Al cabo de un instante, él sacó el instrumento, que brillaba apagado, y se lo puso en la mano. Por un segundo, sus pieles se tocaron, y ella se estremeció; sólo un roce de la mano de aquel Jace era casi tan potente como todos los besos y manoseos que se habían dado en el club la otra noche. Clary supo que él también lo había notado, porque retiró la mano bruscamente y comenzó a retroceder hacia la puerta. Clary lo oía respirar, de modo irregular y rápido. Él buscó el pomo a la espalda y salió, sin apartar los ojos del rostro de Clary hasta el último momento, cuando la puerta se cerró entre ellos con un firme chasquido.

Clary se quedó en la oscuridad, perpleja. Notaba como si la sangre se le hubiera espesado en las venas y el corazón tuviera que trabajarle el doble para seguir latiendo.

«Jace. Mi Jace».

Apretó la estela en la mano. Algo en ella, su fría dureza, pareció centrar y agudizar su mente. Se miró. Llevaba un top corto y short de pijama; tenía la piel de gallina en los brazos, pero no porque tuviera frío. Se colocó la punta de la estela en la parte interior del brazo y se la pasó lentamente por la piel; observó cómo la runa de insonoridad se iba formando sobre su pálida piel.

Abrió la puerta un centímetro. Sebastian no estaba, seguramente se habría ido a dormir. Del televisor salía una tenue música; algo clásico, la clase de música de piano que le gustaba a Jace. Se preguntó si a Sebastian le gustaría la música, o alguna clase de arte. Parecía una capacidad tan humana…

A pesar de su preocupación por adónde habría ido Sebastian, sus pies la estaban llevando por el pasillo que daba a la cocina, y luego cruzó el salón y corrió por los escalones de vidrio, sin emitir ningún sonido; al llegar arriba corrió por el pasillo hacia la habitación de Jace. Luego ya estaba abriendo la puerta y colándose dentro; la puerta se cerró tras ella.

Las ventanas estaban abiertas, y por ellas veía los tejados y un trozo curvado de luna; una noche parisina perfecta. La piedra de luz mágica de Jace se hallaba en la mesilla, junto a la cama. Brillaba con una energía apagada que iluminaba aún más el dormitorio. Había luz suficiente para que Clary viera a Jace, de pie entre las dos largas ventanas. Se había sacado el largo abrigo negro, que estaba arrugado a sus pies. Al instante, Clary se dio cuenta de por qué no se lo había sacado al entrar en la casa, por qué se lo había dejado abrochado hasta el cuello. Porque bajo él sólo llevaba una camisa gris y vaqueros, y ambos estaban pegajosos y empapados de sangre. La camisa estaba hecha jirones en partes, como si la hubieran cortado con un cuchillo muy afilado. Tenía arremangada la manga izquierda, y un vendaje blanco le envolvía el antebrazo; seguramente acababa de ponérselo, aunque ya estaba oscureciéndose de sangre en las puntas. Estaba descalzo, con los zapatos tirados, y el suelo tenía salpicaduras de sangre donde él se hallaba, como lágrimas escarlata. Ella dejó la estela en la mesilla de noche.

—Jace —dijo en voz baja.

Y, de repente, pareció una locura que hubiera tanto espacio entre ellos, que ella estuviera al otro lado de la habitación y que no se estuvieran tocando. Fue hacia él, pero Jace alzó una mano para detenerla.

—No. —La voz se le quebró. Luego comenzó a desabrocharse los botones de la camisa, uno a uno. Se quitó la prenda ensangrentada y la dejó caer al suelo.

Clary se lo quedó mirando. La runa de Lilith seguía en su lugar, sobre el corazón de Jace, pero en vez de resplandecer de un color rojo plateado, parecía como si la punta ardiente de un atizador le hubiera quemado la piel. De forma involuntaria, Clary se llevó la mano a su propio pecho, con los dedos extendidos sobre el corazón. Notaba sus latidos, fuertes y rápidos.

—Oh —exclamó.

—Sí, oh —repuso Jace con voz neutra—. No durará, Clary. Me refiero a mí siendo yo mismo. Sólo mientras esto no sane.

—M… me preguntaba —tartamudeó Clary—. Antes, mientras dormía, he pensado en cortarte sobre la runa, como hicimos cuando luchamos contra Lilith. Pero me daba miedo que Sebastian lo notara.

—Lo habría notado. —Los ojos dorados de Jace eran tan neutros como su voz—. No ha notado esto porque lo ha hecho un pugio, una daga fraguada en sangre de ángel. Son increíblemente raras; sólo había visto una de verdad antes. —Se pasó los dedos por el cabello—. La hoja se convirtió en cenizas ardientes cuando me tocó, pero causó el daño que pretendía hacer.

—Estabas peleando. ¿Con un demonio? ¿Por qué Sebastian ni siquiera ha ido…?

—Clary. —La voz de Jace era un susurro—. Esto… tardará más en curarse que un corte ordinario… pero no eternamente. Y entonces, volveré a ser él.

—¿Cuánto tiempo? ¿Antes de que vuelvas a ser lo que eras?

—No lo sé. No tengo ni idea. Pero quería… necesitaba estar contigo, así, como yo mismo, tanto tiempo como pudiera. —Le tendió una mano tensa, como si no estuviera seguro de ser correspondido—. ¿Crees que podrías…?

Ella ya corría cruzando la habitación. Le echó los brazos al cuello. Él la cogió, y giraron juntos, mientras ella le hundía el rostro en la curva del cuello. Lo aspiró como el aire. Olía a sangre, sudor, cenizas y Marcas.

—Eres tú —susurró Clary—. Realmente tú.

Jace la apartó para mirarla. Con la mano libre le acarició el pómulo con ternura. Eso era lo que ella había echado de menos, su ternura. Era uno de los detalles que la habían hecho enamorarse de él en primer lugar: el darse cuenta que aquel chico marcado y sarcástico podía ser tierno con lo que amaba.

—Te he echado de menos —dijo ella—. Te he echado tanto de menos…

Él cerró los ojos como si le hirieran sus palabras. Ella le puso la mano en la mejilla. Él apoyó la cabeza en la palma, el cabello de Jace le cosquilleaba a Clary en los nudillos, y ella se dio cuenta de que él también tenía el rostro húmedo.

«El niño nunca volvió a llorar».

—Tú no tienes la culpa —dijo ella. Lo besó en la mejilla con la misma ternura que él le mostraba. Notó sabor a sal, sangre y lágrimas. Jace aún no había dicho nada, pero Clary notaba los salvajes latidos del corazón de él contra su pecho. La abrazaba con fuerza, como si no quisiera dejarla marchar nunca. Clary le besó la mejilla, el mentón y finalmente la boca, en una ligera presión de labios sobre labios.

No hubo nada del frenesí del club. Era un beso pensado para consolar, para decir todo lo que no había tiempo de decir. Él le devolvió el beso, vacilante al principio, y luego con mayor intensidad; le hundió la mano en el cabello, retorciendo los rizos entre los dedos. Lentamente, sus besos se fueron haciendo más profundos, y la intensidad fue creciendo entre ellos, como una llama que comienza con una sola cerilla y se convierte en una hoguera.

Clary sabía lo fuerte que era Jace, pero aún se sorprendió cuando él la llevó a la cama, la tumbó con cuidado entre las almohadas revueltas y se puso sobre ella, de un solo gesto que le recordó a ella para qué eran las Marcas que él tenía en el cuerpo: Fuerza. Gracilidad. Suavidad manual. Aspiró el aliento de él mientras se besaban, cada beso largo, exploratorio. Ella le pasó las manos por los hombros, los músculos de los brazos y la espalda. Su piel desnuda era como seda ardiente bajo sus manos.

Cuando él llego al borde del top, ella estiró los brazos y arqueó la espalda, deseando que desaparecieran todas las barreras entre ellos. En cuanto el top ya no estuvo, ella lo apretó contra sí, con besos más feroces, como si estuvieran tratando de llegar a algún lugar oculto en el interior del otro. Clary no habría creído que pudieran estar aún más unidos, pero de alguna manera, mientras se besaban, se fueron atando el uno al otro como con un intrincado hilo, cada beso más ansioso y más profundo que el anterior.

Se acariciaron de prisa, y luego más despacio, descubriéndose sin prisa. Ella le clavó las uñas en el hombro cuando él le besó el cuello, las clavículas y la mancha con forma de estrella que tenía en el hombro. Ella también le rozó la cicatriz, con el dorso de la mano, y le besó la herida Marca que Lilith le había hecho en el pecho. Lo notó estremecerse, deseándola, y ella supo que estaba al borde de llegar a donde no había marcha atrás, y no le importó. Sabía lo que era perderlo. Sabía los días vacíos y negros que seguirían. Y supo que si lo volvía a perder, quería tener eso para recordar. Para aferrarse. Que había estado tan cerca de él una vez como era posible estar cerca de alguien. Enlazó los tobillos alrededor de la cintura de Jace, y él gimió en su boca, con un sonido grave, suave y desesperado, mientras le hundía los dedos en las caderas.

—Clary. —Jace se apartó. Estaba temblando—. No puedo… Si no paramos ahora, no seremos capaces de hacerlo.

—¿No quieres? —Clary lo miró sorprendida. Él estaba arrebolado, desarreglado, y tenía el cabello de un dorado más oscuro donde el sudor se lo había pegado a las sienes y la frente. Ella podía notarle el corazón sacudiéndose dentro del pecho.

—Sí, pero es que nunca…

—¿No? —Estaba sorprendida—. ¿No lo has hecho antes?

Él respiró hondo.

—Lo he hecho. —Le escrutó el rostro, como si estuviera buscando un juicio, desaprobación e incluso desagrado. Clary lo miró sin alterarse. Siempre había supuesto que lo había hecho—. Pero no cuando importaba. —Le acarició la mejilla muy suavemente—. Ni siquiera sé…

Clary rio por lo bajo.

—Creo que acabamos de establecer que sí sabes.

—No quiero decir eso. —Le cogió la mano y se la llevó a su propio rostro—. Te deseo —dijo—, más de lo que he deseado nada en mi vida. Pero yo… —Tragó saliva—. En nombre del Ángel, sé que me voy a dar de tortas por eso.

—No me digas que me estás protegiendo —replicó ella con fuerza—. Porque yo…

—No es eso —contestó él—. No me estoy sacrificando. Estoy… celoso.

—¿Estás… celoso? ¿De quién?

—De mí mismo. —Hizo una mueca—. Odio la idea de que él esté contigo. Él. El otro yo. El que Sebastian controla.

Ella comenzó a notar que le ardía el rostro.

—Anoche… en el club…

Él dejó caer la cabeza sobre el hombro de ella. Un poco asombrada, ella le acarició la espalda, y notó los arañazos que le había hecho en el club. Ése recuerdo concreto la hizo sonrojarse aún más. Como lo hizo el saber que él se podía haber curado los arañazos con un iratze si hubiera querido. Pero no lo había hecho.

—Lo recuerdo todo de anoche —admitió él—. Y me enfurece, porque era yo pero no lo era. Cuando estamos juntos, quiero que seas la auténtica tú. Y el auténtico yo.

—¿No es eso lo que somos ahora?

—Sí. —Alzó la cabeza y la besó en la boca—. Pero ¿hasta cuándo? Puedo cambiar en cualquier momento. No puedo hacerte esto. No puedo hacérnoslo a los dos. —Su tono de voz era amargo—. Ni siquiera sé cómo puedes soportarlo, estar cerca de esa cosa que no soy yo mismo…

—Incluso si volvieras a ser eso dentro de cinco minutos —repuso ella—, valdría la pena, sólo por estar de nuevo contigo así. Que no acabara en aquel tejado. Porque éste eres tú, e incluso ese otro tú… Hay restos del auténtico tú en él. Es como si te mirara a través de un espejo empañado, pero no es el auténtico tú. Al menos ahora lo sé.

—¿Qué quieres decir? —Su mano le agarró el hombro con más fuerza—. ¿Qué quieres decir con que al menos lo sabes?

Clary respiró hondo.

—Jace, la primera vez que estuvimos juntos, juntos de verdad, estuviste tan feliz durante ese primer mes. Y todo lo que hacíamos juntos era divertido, alegre e increíble. Y luego fue como si te fueran arrancando toda esa felicidad. No querías estar conmigo, ni siquiera mirarme…

—Tenía miedo de hacerte daño. Pensaba que me estaba volviendo loco.

—No sonreías, ni reías, ni bromeabas. Y no te estoy culpando. Lilith se estaba metiendo en tu mente, controlándote. Cambiándote. Pero tienes que recordar, y sé lo estúpido que suena esto, porque nunca he tenido un novio antes. Pensaba que tal vez fuera normal. Que quizá te estuvieras cansando de mí.

—No podría…

—No te pido que me asegures nada —replicó ella—. Sólo te lo estoy contando. Cuando estás… como estás, controlado… pareces feliz. Vine aquí porque quería salvarte. —Bajó la voz—. Pero comencé a preguntarme de qué te estaba salvando. ¿Cómo podía devolverte a una vida con la que parecías tan infeliz?

—¿Infeliz? —Jace negó con la cabeza—. Era afortunado. Tan, tan afortunado. Y no me daba cuenta. —La miró a los ojos—. Te amo —dijo—. Y tú me haces más feliz de lo que jamás creí poder ser. Y ahora que sé lo que es ser otro, perderme a mí mismo, quiero recuperar mi vida. Mi familia. A ti. Todo eso. —Los ojos se le oscurecieron—. Lo quiero de vuelta.

Jace le cubrió la boca con la suya, con una presión casi dolorosa, los labios abiertos, ardientes y ansiosos, y la cogió por la cintura, y luego las sábanas que tenía a los lados, casi rasgándolas. Se apartó, jadeante.

—No podemos…

—Entonces, ¡para de besarme! —exhaló ella—. La verdad… —Salió de debajo de él y agarró su top—. Vuelvo en seguida.

Pasó junto a él, corrió al cuarto de baño y cerró la puerta con pestillo. Encendió la luz y se miró en el espejo. Tenía lo ojos enloquecidos, el cabello revuelto y los labios hinchados por los besos. Se sonrojó y volvió a ponerse el top; se echó agua fría a la cara y se recogió el cabello en un nudo. Cuando estuvo convencida de que ya no parecía una doncella mancillada de la cubierta de alguna novela rosa, cogió una de las toallas de manos, que no tenían nada de romántico, la humedeció y le puso jabón.

Volvió al dormitorio. Jace estaba sentado en el borde de la cama, en vaqueros y una camisa limpia sin abotonar, con el cabello revuelto silueteado por la luz de la luna. Parecía la estatua de un ángel. Sólo que, por lo general, los ángeles no estaban manchados de sangre.

Clary se puso frente a él.

—Muy bien —le dijo—. Quítate la camisa.

Jace arqueó las cejas.

—No voy a atacarte —repuso ella, impaciente—. Puedo soportar ver tu pecho desnudo sin desmayarme.

—¿Estás segura? —preguntó él, mientras se sacaba obedientemente la camisa—. Porque ver mi pecho desnudo ha causado que muchas mujeres sufrieran graves heridas al salir en estampida para cogerme.

—Sí, bueno, no veo a nadie más que a mí aquí. Y sólo quiero limpiarte la sangre.

Él se apoyó, obediente, en las manos. La sangre le había atravesado la camisa que había llevado y le había manchado el pecho y el plano abdomen, pero mientras ella le palpaba con los dedos cuidadosamente, notó que la mayoría de cortes eran superficiales. El iratze que él se había puesto antes ya estaba haciendo que se cerraran.

Él volvió el rostro hacia ella, con los ojos cerrados, mientras Clary le pasaba la toalla mojada por la piel, y la sangre teñía de rosa el algodón. Ella le frotó las manchas secas del cuello, escurrió la toalla, hundió la punta en el vaso de agua de la mesilla y fue a por el pecho. Él estaba sentado con la cabeza hacia atrás, observándola mientras la toalla le recorría los músculos de los hombros, la suave línea de los brazos y antebrazos, el duro pecho marcado de líneas blancas y el negro de las Marcas permanentes.

—Clary —dijo él, con voz seria.

—¿Sí?

—No recordaré esto —contestó él—. Cuando vuelva a estar como estaba, bajo su control, no recordaré haber sido yo. No recordaré haber estado contigo, o hablarte así. Así que dime… ¿están bien? ¿Mi familia? ¿Saben que…?

—¿Lo que te ocurrió? Un poco. Y no, no están bien. —Cerró los ojos—. Podría mentirte —continuó ella—. Pero lo sabrías. Te quieren mucho, y quieren que vuelvas.

—Así no.

Ella le tocó el hombro.

—¿Me vas a contar qué ha pasado? ¿De dónde has sacado esos cortes?

Él respiró hondo, y la cicatriz de su pecho resaltó, lívida y oscura.

—He matado a alguien.

Clary notó el impacto de esas palabras en el cuerpo como el retroceso de una escopeta. Dejó caer la toalla ensangrentada, y luego se agachó a recogerla. Cuando alzó los ojos, él la miraba. Bajo la luz de la luna, las líneas de su rostro eran delicadas, agudas y tristes.

—¿A quién? —preguntó ella.

—La has conocido —continuó Jace, y cada palabra era como un peso—. La mujer que fuiste a visitar con Sebastian. La Hermana de Hierro. Magdalena. —Se volvió hacia atrás y buscó algo que estaba entre las revueltas sábanas de la cama. Los músculos de los brazos y la espalda se le ondularon bajo la piel cuando lo cogió y se volvió hacia Clary con el objeto brillándole en la mano.

Era un cáliz claro y traslúcido: una réplica exacta de la Copa Mortal, excepto que en vez de ser de oro estaba tallada en el blanco plateado adamas.

—Sebastian me envió… lo envió a él… a buscar esto —explicó Jace—. Y también me ordenó que la matara. No se lo esperaba. No esperaba ninguna violencia, sólo el pago y el intercambio. Creía que estábamos del mismo lado. Dejé que me diera la Copa, y luego saqué la daga y… —Tragó aire con fuerza, como si el recuerdo le hiciera daño—. La apuñalé. Quería que fuera en el corazón, pero ella se movió y fallé por unos centímetros. Ella se tambaleó hacia atrás, agarró algo en su mesa de trabajo, donde había polvillo de adamas, y me lo tiró. Creo que quería cegarme. Pero torcí la cabeza, y cuando volví a mirar ella tenía un aegis en la mano. Creo que supe lo que era. La luz que manaba de él me quemaba los ojos. Grité cuando ella me lo hundió en el pecho; noté un dolor muy intenso en la Marca, y luego la hoja se destrozó. —Jace bajó la mirada y soltó una carcajada seca—. Lo divertido es que, si hubiera llevado el uniforme, esto no habría pasado. No me lo puse porque pensé que no valía la pena. No pensaba que pudiera herirme. Pero el aegis quemó la Marca, la Marca de Lilith, y de repente volvía a ser yo, de pie sobre una mujer muerta, con una daga ensangrentada en una mano y la Copa en la otra.

—No lo entiendo. ¿Por qué te dijo Sebastian que la mataras? Ella te estaba dando la Copa. Se la daba a Sebastian. Ella dijo…

Jace exhaló un aliento quebrado.

—¿Recuerdas lo que dijo Sebastian sobre el reloj de la plaza Vieja? ¿En Praga?

—Que el rey hizo que le arrancaran los ojos al relojero después de acabarlo, para que no pudiera volver a hacer algo tan hermoso —contestó Clary—. Pero no veo…

—Sebastian quería que ella muriese para que nunca más pudiera hacer algo así —le contó Jace—. Para que no pudiera contarlo.

—¿Contar qué? —Alzó la mano, cogió a Jace por la barbilla y le alzó el rostro para que la mirara—. Jace, ¿qué está planeando realmente Sebastian? La historia que contó en la sala de entrenamiento, sobre querer invocar a demonios para destruirlos…

—Sebastian quiere invocar a demonios, sin duda. —La voz de Jace era torva—. Un demonio en particular: Lilith.

—Pero Lilith está muerta. Simon la destruyó.

—Los Demonios Mayores no mueren. No del todo. Los Demonios Mayores habitan los espacios entre los mundos, el gran Vacío, la nada. Lo que Simon hizo fue destruir su poder, enviarla a pedazos a la nada de la que había venido. Pero allí se irá volviendo a formar lentamente. Renacerá. Puede tardar siglos, pero no si Sebastian la ayuda.

Clary notaba una sensación fría que le iba invadiendo el estómago.

—La ayuda… ¿cómo?

—Llamándola de nuevo a este mundo. Quiere mezclar la sangre de Lilith y la suya en la copa y crear un ejército de nefilim oscuros. Quiere ser Jonathan Cazador de Sombras reencarnado, pero del lado de los demonios, no del de los ángeles.

—¿Un ejército de nefilim oscuros? Los dos sois duros, pero no sois exactamente un ejército.

—Hay unos cuarenta o cincuenta nefilim que o fueron fieles a Valentine, u odian la actual dirección de la Clave y están abiertos a escuchar lo que Sebastian tiene que decirles. Ya ha estado en contacto con ellos. Cuando invoque a Lilith, ellos estarán allí. —Jace respiró hondo—. Y ¿después de eso? ¿Con el poder de Lilith tras ellos? ¿Quién sabe quién más se unirá a su causa? Sebastian quiere la guerra. Está convencido de que ganará, y yo no estoy seguro de que no lo haga. Por cada nefilim oscuro que cree, su poder crecerá. Añade a eso los demonios que ya se han aliado con él, y no sé si la Clave está preparada para resistirle.

Clary dejó caer la mano.

—Sebastian no ha cambiado. Tu sangre no lo ha cambiado. Es exactamente igual que era. —Sus ojos fueron hacia los de Jace—. Pero tú… tú también me mentiste.

—Él te mintió.

Los pensamientos de Clary eran un remolino.

—Lo sé. Sé que Jace no eres tú…

—Él cree que es por tu bien, y que al final serás más feliz, pero te mintió. Yo nunca lo haría.

—El aegis —exclamó Clary—. Si te puede herir sin que lo sienta Sebastian, ¿podría matarlo sin herirte a ti?

Jace negó con la cabeza.

—No creo. Si tuviera un aegis, estaría dispuesto a probarlo, pero… no. Nuestras fuerzas vitales están ligadas. Una herida es una cosa. Pero si muriera… —La voz se le endureció—. Ya sabes la manera más fácil de acabar con todo esto. Atraviésame el corazón con una daga. Me sorprende que no lo hayas hecho mientras dormía.

—¿Podrías tú? ¿En mi lugar? —Le temblaba la voz—. Creo que hay una manera de solucionar esto. Aún lo creo. Dame tu estela y haré un Portal.

—No puedes crear ningún Portal aquí dentro —explicó Jace—. No funcionará. La única manera de salir de este apartamento y entrar es a través de la pared de abajo, junto a la cocina. Y también es el único lugar desde donde se puede mover el apartamento.

—¿Puedes trasladarnos a la Ciudad Silenciosa? Si volvemos, los Hermanos Silenciosos pueden encontrar una manera de separarte de Sebastian. Le contaremos su plan a la Clave, para que estén preparados…

—Podría trasladarnos a una de las entradas —repuso Jace—. Y lo haré. Iré. Iremos juntos. Pero sólo para que no haya más falsedades entre nosotros, Clary, tendrás que saber que ellos me matarán. Después de que les diga lo que sé, me matarán.

—¿Matarte? —No, no lo harían…

—Clary. —Su voz era tierna—. Como buen cazador de sombras, debo morir voluntariamente para detener lo que Sebastian pretende hacer. Como buen cazador de sombras, lo haría.

—Pero nada de esto es culpa tuya. —Alzó la voz, pero se obligó a bajarla de nuevo, porque no quería que Sebastian, abajo, la oyera—. No puedes evitar lo que te han hecho. Eres una víctima. No eres tú, Jace; es otra persona, alguien que usa tu cara. No deberías ser castigado…

—No es una cuestión de castigo. Es ser prácticos. Si me matan, Sebastian muere. No es diferente de sacrificarme en una batalla. Y lo que soy ahora, yo mismo, desaparecerá dentro de poco. Y, Clary, sé que no tiene sentido, pero lo recuerdo, lo recuerdo todo. Recuerdo haber caminado contigo por Venecia, y la noche en el club, y haber dormido en esta cama contigo, y… ¿No lo entiendes? Lo quería. Esto es todo lo que siempre he querido, vivir contigo así, estar contigo así. ¿Qué se supone que debería pensar, cuando lo peor que me ha ocurrido me da exactamente lo que deseo? Tal vez Jace Lightwood puede ver las muchas maneras en que esto está mal y no es correcto, pero a Jace Wayland, el hijo de Valentine… le encanta esta vida. —La miraba con ojos muy abiertos y dorados, y a ella le recordó a Raziel, a su mirada, que parecía contener toda la sabiduría y toda la tristeza del mundo—. Y es por eso que tengo que ir —concluyó—. Antes de que esto se agote. Antes de que vuelva a ser él.

—¿Ir adónde?

—A la Ciudad Silenciosa. Tengo que entregarme, y entregar la Copa también.