16

HERMANOS Y HERMANAS

Cuando Clary y Sebastian regresaron al apartamento, el salón estaba vacío, pero había platos en el fregadero, que antes estaba vacío.

—Creía que me habías dicho que Jace estaba durmiendo —le reprochó ella a Sebastian.

Éste se encogió de hombros.

—Lo estaba cuando te lo dije. —Había cierta burla en su voz, pero no grosería. Habían vuelto desde casa de Magdalena en silencio, pero no en un silencio tenso. Clary había dejado vagar la mente, sólo volviendo a la realidad de vez en cuando al darse cuenta de que era Sebastian quien tenía al lado—. Estoy bastante seguro de saber dónde está.

—¿En su habitación? —Clary se dirigió a la escalera.

—No. —Sebastian se puso ante ella—. Ven, te lo enseñaré.

Subió la escalera con paso rápido y entró en el dormitorio principal, con Clary pisándole los talones. Mientras ella lo miraba confusa, él dio unos golpecitos en el costado del armario. Éste se deslizó y dejó al descubierto una escalera. Sebastian le lanzó una mirada pícara mientras ella subía tras él.

—Estás de broma —exclamó ella—. ¿Escalera secreta?

—No me digas que es lo más extraño que has visto hoy. —Él la subió de dos en dos, y Clary, aunque agotada, lo siguió. La escalera se iba curvando y daba a una amplia sala de suelo de madera pulida y altos muros. Todo tipo de armas colgaban de las paredes, igual que en la sala de entrenamiento del Instituto: kindjals y chakhrams; mazas, espadas y dagas; ballestas y puños americanos; estrellas arrojadizas, hachas y espadas de samurái.

Sobre el suelo había dibujados círculos de entrenamiento. En el centro de ellos se hallaba Jace, de espaldas a la puerta. Iba sin camisa y descalzo, con pantalones de gimnasia, y un cuchillo en cada mano. A Clary se le pasó una imagen por la cabeza: la espalda desnuda de Sebastian marcada por inconfundibles latigazos. La de Jace era lisa, dorada piel pálida sobre músculo, marcada sólo por las típicas cicatrices de un cazador de sombras…, y los arañazos que le había hecho ella la noche anterior. Clary notó que se sonrojaba, pero en su cabeza seguía preguntándose: ¿por qué Valentine habría azotado a un chico y no al otro?

—Jace —llamó ella.

Él se volvió. Estaba limpio. El fluido plateado ya no estaba, y su cabello dorado era casi oscuro como el bronce, y lo llevaba húmedo y pegado a la cabeza. La piel le brillaba de sudor. La expresión de su rostro era reservada.

—¿Dónde estabais?

Sebastian fue a la pared y comenzó a examinar las armas que había allí, pasando las manos desnudas por las hojas.

—Pensé que a Clary le gustaría ver París.

—Podríais haberme dejado una nota —protestó Jace—. No es que nuestra situación sea la más segura, Jonathan. Preferiría no tenerme que preocupar por Clary…

—Lo seguí —dijo ella.

Jace se volvió y la miró, y por un momento, ella captó en sus ojos un destello del chico de Idris que le había gritado por haber estropeado sus cuidadosos planes para mantenerla a salvo. Pero este Jace era diferente. Las manos no le temblaban al mirarla y el pulso en el cuello se le mantuvo constante.

—¿Que has hecho qué? —preguntó Jace.

—He seguido a Sebastian —contestó ella—. Estaba despierta y quería ver adónde iba. —Metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y lo miró desafiante. Él la contemplo de arriba abajo, desde el cabello revuelto por el viento hasta las botas, y ella notó que la sangre le subía al rostro. El sudor le brilló en la clavícula y en los marcados músculos del abdomen. Sus pantalones de entrenamiento estaban doblados por la cintura, y mostraban la V de las caderas. Clary recordó cómo había sido estar rodeada por sus brazos, estar tan apretada a él que podía notar cada detalle de sus huesos y músculos contra su cuerpo…

La recorrió una oleada de vergüenza tan intensa que casi se mareó. Lo que lo hizo peor fue que Jace no parecía incómodo en absoluto, ni que la noche anterior le hubiera afectado a él tanto como a ella. Sólo parecía… molesto. Molesto, sudoroso y sexy.

—Sí, bueno —dijo él—. La próxima vez que decidas escaparte de nuestro apartamento con salvaguardas mágicas por una puerta que no debería existir, déjame una nota.

—¿Estás siendo sarcástico? —preguntó ella, arqueando las cejas.

Él lanzó uno de los cuchillos al aire y lo cogió.

—Tal vez.

—He llevado a Clary a ver a Magdalena —explicó Sebastian. Había cogido una estrella arrojadiza de la pared y la estaba inspeccionando—. Le hemos llevado el adamas.

Jace había tirado el segundo cuchillo al aire; esta vez falló al cogerlo, y la punta de la hoja se clavó en el suelo.

—¿De verdad?

—Sí —contestó Sebastian—. Y le he explicado el plan a Clary. Le he dicho que estamos planeando atraer aquí a los Demonios Mayores para poder destruirlos.

—Pero no me has dicho cómo esperas conseguirlo —repuso la chica—. No me has explicado esa parte.

—He pensado que sería mejor decírtelo con Jace aquí —explicó Sebastian. Con un golpe seco de muñeca, la estrella salió volando hacia Jace, que la bloqueó con un rápido movimiento del cuchillo. La estrella repicó en el suelo. Sebastian silbó.

—Rápido —comentó.

Clary se volvió como un torbellino hacia su hermano.

—Podrías haberle hecho daño…

—Todo lo que le daña a él me daña a mí —le recordó Sebastian—. Te estaba mostrando lo mucho que confío en él. Ahora quiero que tú confíes en nosotros. —Le clavó sus ojos negros—. Adamas —continuó él—. El material que he llevado hoy a la Hermana de Hierro. ¿Sabes qué se hace con eso?

—Claro. Los cuchillos serafines. La torres de demonios de Alacante. Estelas…

—Y la Copa Mortal.

Clary negó con la cabeza.

—La Copa Mortal es de oro. La he visto.

Adamas bañado en oro. Y la Espada Mortal también tiene el mango de ese material. Dicen que es el material del que están construidos los palacios del Cielo. Y no es fácil conseguirlo. Sólo las Hermanas de Hierro pueden trabajarlo, y se supone que sólo ellas tienen acceso a él.

—Entonces, ¿por qué le has dado un trozo a Magdalena?

—Para que haga una segunda Copa —respondió Jace.

—¿Una segunda Copa Mortal? —Clary miró de uno a otro, incrédula—. Pero no se puede hacer eso. Crear otra Copa Mortal. Si se pudiera, la Clave no se habría asustado tanto cuando desapareció la Copa Mortal original. Valentine no la habría necesitado de esa manera…

—Es una copa —repuso Jace—. Esté hecha como esté hecha, seguirá siendo sólo una copa hasta que el Ángel vierta voluntariamente su sangre a propósito en ella. Eso es lo que la hace ser lo que es.

—¿Y creéis que podéis hacer que Raziel vierta su sangre a propósito en una segunda copa para vosotros? —Clary no podía evitar el tono cortante de incredulidad de su voz—. Buena suerte.

—Es un truco, Clary —explicó Sebastian—. ¿Sabes que todo tiene una adscripción? ¿Seráfica o demoníaca? Lo que los demonios creen es que queremos el equivalente demoníaco a Raziel. Un demonio de gran poder que mezclará su sangre con la nuestra y creará una nueva raza de cazadores de sombras. Una que no esté sujeta por la Ley, o la Alianza, o las reglas de la Clave.

—¿Les has dicho que quieres crear… cazadores de sombras al revés?

—Algo así. —Sebastian rio mientras se pasaba los dedos por el cabello—. Jace, ¿quieres ayudarme a explicárselo?

—Valentine era un fanático —dijo Jace—. Se equivocaba en un montón de cosas. Se equivocaba al pensar en matar a cazadores de sombras. Se equivocaba con los subterráneos. Pero no se equivocaba respecto a la Clave y el Consejo. Todos los Inquisidores que hemos tenido han sido corruptos. Las Leyes que nos entregó el Ángel son arbitrarias y carecen de sentido, y sus castigos son peores. «La Ley es dura, pero es la Ley». ¿Cuántas veces has oído eso? ¿Cuántas veces hemos tenido que esquivar a la Clave y sus Leyes aunque estábamos tratando de salvarlos? ¿Quién me metió en prisión? La Inquisidora. ¿Quién metió a Simon en prisión? La Clave. ¿Quién le habría dejado arder?

El corazón de Clary comenzó a golpearle dentro del pecho. La voz de Jace, tan familiar, diciendo eso, le hacía sentir los huesos como de mantequilla. Tenía razón y se equivocaba. Igual que Valentine. Pero a él quería creerle de una manera que nunca había querido creer a Valentine.

—Muy bien —replicó—. Entiendo que la Clave es corrupta. Pero no veo qué tiene eso que ver con hacer tratos con los demonios.

—Nuestra misión es destruir a demonios —dijo Sebastian—. Pero la Clave ha estado poniendo todas sus energías en otras cosas. Las salvaguardas se han ido debilitando, y cada vez más demonios se han ido colando en la Tierra. Pero la Clave no quiere verlo. Nosotros hemos abierto una puerta en el norte, en la isla Wrangel, y atraeremos a los demonios con la promesa de esta Copa. Sólo que, cuando ellos viertan su sangre en ella, serán destruidos. He hecho tratos como éste con varios Demonios Mayores. Cuando Jace y yo los hayamos matado, la Clave verá que somos un poder con el que hay que contar. Tendrán que escucharnos.

Clary se lo quedó mirando.

—Matar a Demonios Mayores no es tan fácil.

—Lo he hecho esta mañana —replicó Sebastian—. Que, por cierto, es por lo que ninguno de nosotros va a tener problemas por haber matado a todos aquellos demonios guardaespaldas. He matado a su amo.

Clary fue mirando de Jace a Sebastian. Los ojos de Jace estaban tranquilos, interesados; la mirada de Sebastian era más intensa. Era como si estuviera tratando ver dentro de la cabeza de Clary.

—Bueno —repuso ella lentamente—. Eso es mucho que asimilar. Y no me gusta la idea de que corráis todo ese peligro. Pero me alegra que confíes en mí lo suficiente para contármelo.

—Ya te lo dije —exclamó Jace—. Te dije que lo entendería.

—Nunca he dicho que no lo fuera hacer. —Sebastian no apartaba los ojos del rostro de Clary.

Ésta tragó con fuerza.

—Anoche no dormí mucho —dijo—. Necesito descansar.

—Una pena —repuso Sebastian—. Iba a preguntarte si querías subir a la Torre Eiffel. —Sus ojos eran oscuros, inescrutables; Clary no sabía si bromeaba o no. Pero antes de que pudiera responder nada, Jace la cogió de la mano.

—Voy contigo —dijo—. Yo tampoco he dormido muy bien. —Hizo una inclinación a Sebastian—. Te veo para cenar.

Sebastian no dijo nada. Estaban ya en la escalera cuando Sebastian la llamó.

—Clary.

Ella se volvió, soltándose de la mano de Jace.

—¿Qué?

—Mi bufanda. —Le tendió la mano.

—Oh. Claro. —Mientras daba unos pasos hacia él, tiró con dedos nerviosos de la bufanda que llevaba anudada al cuello. Sebastian la miró un momento, hizo un ruidito de impaciencia y cruzó la sala hasta ella; sus largas piernas cubrieron el espacio en seguida. Ella se tensó cuando él le puso la mano al cuello y deshizo el nudo con destreza, en un par de movimientos, y luego le desenrolló la bufanda. Por un instante, Clary pensó que él se entretenía antes de desenrollársela del todo, rozándole el cuello con los dedos…

Lo recordó besándola en la colina junto a las ruinas chamuscadas de la mansión Fairchild, y que se había sentido como si estuviera cayendo hacia un lugar oscuro y abandonado, perdida y aterrorizada. Retrocedió de prisa y la bufanda le cayó del cuello al volverse.

—Gracias por prestármela —dijo, y se apresuró a seguir a Jace por la escalera, sin mirar atrás para ver a su hermano observándola marchar, con la bufanda en la mano y una expresión burlona en el rostro.

Simon se detuvo entre las hojas muertas y miró el camino; una vez más le asaltó el impulso humano de respirar hondo. Estaba en Central Park, cerca del jardín Shakespeare. Los árboles habían perdido el resto de su lustre otoñal; el dorado, el verde y el rojo se habían convertido en marrón y negro. La mayoría de las ramas estaban desnudas.

Tocó el anillo que llevaba en el dedo otra vez.

«¿Clary?».

De nuevo no hubo respuesta. Notaba los músculos tan tensos como cuerdas afinadas. Había pasado mucho tiempo desde que había podido hablar con ella usando el anillo. Se había dicho una y otra vez que quizá estaba dormida, pero nada podía desatar el terrible nudo de tensión que tenía en el estómago. El anillo era su única conexión con ella, y en ese momento no lo notaba como nada más que un trozo de metal muerto.

Dejó caer las manos y avanzó por el camino; pasó ante las estatuas y los bancos grabados con versos de las obras de Shakespeare. El sendero se curvó hacia la derecha y, de repente, la vio, sentada más allá en un banco, mirando hacia el otro lado, con el oscuro cabello recogido en una larga trenza a la espalda. Estaba muy quieta, esperando. Esperándolo a él.

Simon cuadró los hombros y caminó hacia ella, aunque cada paso le costaba como si tuviera plomo en las piernas.

Ella lo oyó acercarse y se volvió; su rostro palideció aún más cuando él se sentó a su lado.

—Simon —dijo ella en un suspiro—. No estaba segura de que vinieras.

—Hola, Rebecca.

Ella le tendió la mano y él se la cogió, agradeciendo en silencio la previsión de haberse puesto guantes esa mañana, porque así, al tocarla, ella no sentiría el helor de su piel. No hacía tanto tiempo que no se habían visto, quizá unos cuatro meses, pero ella ya le parecía la fotografía de alguien a quien había conocido hacía mucho, aunque todo en ella le resultaba familiar: el cabello oscuro; los ojos castaños, del mismo tono y forma que los suyos, y las pecas en la nariz. Rebecca llevaba vaqueros, una parka de color amarillo brillante y una bufanda verde con grandes flores amarillas de algodón. Clary llamaba «hippie-chic» al estilo de Becky; la mitad de su ropa provenía de tiendas de ropa usada, y la otra mitad se la cosía ella misma.

Cuando él le apretó la mano, los oscuros ojos de su hermana se llenaron de lágrimas.

—Si —dijo ella; lo rodeó con los brazos y lo estrechó con fuerza. Él la dejó, dándole torpes palmaditas en la espalda y en los brazos. Ella se apartó, enjugándose los ojos, y frunció el ceño.

—Dios, tienes la cara muy fría —dijo—. Deberías llevar bufanda. —Lo miró acusadora—. Bueno, ¿y dónde has estado?

—Ya te lo dije —contestó él—. Vivo con un amigo.

Ella soltó una breve carcajada.

—Vale, Simon, eso no dice nada —repuso—. ¿Qué diablos está ocurriendo?

—Becks…

—Llamé a casa para preguntar sobre Acción de Gracias —explicó Rebecca, mirando directamente a los árboles—. Ya sabes, qué tren debía coger y esas cosas. ¿Y sabes qué me dijo mamá? Me dijo que no fuera a casa, que no iba a haber ninguna Acción de Gracias. Así que te llamé a ti. No lo cogiste. Llamé a mamá para saber dónde estabas. Me colgó el teléfono. Sencillamente… me colgó. Así que fui a casa. Entonces vi todas esas cosas raras religiosas en la puerta. Me puse como loca con mamá, y ella me dijo que estabas muerto. Muerto. Mi propio hermano. Me dijo que estabas muerto, y que en tu lugar había un monstruo.

—¿Y qué hiciste?

—Me largué a toda leche —contestó Rebecca. Simon veía que estaba tratando de parecer dura, pero en su voz había un deje frágil y asustado—. Era evidente que a mamá se le había ido la cabeza.

—Oh —repuso Simon. Rebecca y su madre siempre habían mantenido una relación tirante. A Rebecca le gustaba referirse a su madre como «chalada» o «la señora loca». Pero era la primera vez que él tenía la sensación de que lo decía en serio.

—Totalmente de acuerdo: «Oh» —replicó Rebecca—. Me puse de los nervios. Te envié mensajes cada cinco minutos. Finalmente recibí ese estúpido mensaje de que estabas viviendo con un amigo. Ahora quieres verme aquí. ¿Qué diablos pasa, Simon? ¿Cuánto tiempo hace que dura esto?

—¿Cuánto tiempo hace que dura qué?

—¿A ti qué te parece, Simon? Lo de que mamá esté como una cabra. —Los pequeños dedos de Rebecca toquetearon la bufanda—. Tenemos que hacer algo. Hablar con alguien. Médicos. Conseguirle medicinas o lo que sea. No sabía qué hacer. No sin ti. Eres mi hermano.

—No puedo —repuso Simon—. Me refiero a que no puedo ayudarte.

—Sé que es una mierda —dijo ella con voz más suave—, y sólo estás en el instituto, Simon, pero tenemos que tomar estas decisiones juntos.

—Me refiero a que no puedo ayudarte a conseguirle medicación —explicó Simon—. O a llevarla al médico. Porque tiene razón: soy un monstruo.

Rebecca se quedó boquiabierta.

—¿Te ha lavado el cerebro?

—No…

—¿Sabes? —continuó ella con voz temblorosa—, pensaba que quizá te habría hecho daño, por la manera en que hablaba…, pero luego pensé: «No, ella nunca haría eso, pasara lo que pasase». Pero si te lo hizo, si te puso un dedo encima, Simon, te juro…

Simon no pudo resistirlo más. Se sacó el guante y le tendió la mano a su hermana. A su hermana, que le había cogido la mano en la playa cuando él era demasiado pequeño para entrar en el agua sin ayuda. Que le había limpiado la sangre después del entrenamiento de fútbol, y las lágrimas después de que su padre muriera y su madre se volviera una zombi tirada en la cama mirando al techo. Que le había leído en su cama en forma de coche de carreras cuando aún llevaba pijamas con pies. «Soy el Lorax. Hablo por los árboles». Que una vez, por accidente, le había encogido toda la ropa en la colada y se la había dejado de la talla de una muñeca, cuando trataba de ser hacendosa. Que le había preparado la comida para el colegio cuando su madre no tenía tiempo.

«Rebecca», pensó. La última atadura que tenía que cortar.

Ella le cogió la mano y se estremeció.

—Estás muy frío. ¿Has estado enfermo?

—Podrías decirlo así. —La miró, deseando que ella notara algo extraño en él, algo realmente extraño, pero ella sólo lo miró con ojos confiados. Él contuvo una oleada de impaciencia. No era culpa de ella. Ella no sabía—. Tómame el pulso.

—No sé cómo tomar el pulso a nadie, Simon. Soy graduada en historia del arte.

Él le cogió la mano y le puso los dedos sobre su muñeca.

—Aprieta. ¿Notas algo?

Ella se quedó quieta durante un momento, con el flequillo ondeándole sobre la frente.

—No. ¿Debería?

—Becky… —Él apartó la muñeca, frustrado. No le quedaba otra opción. Sólo había una manera—. Mírame —dijo él, y cuando ella lo hizo, él extendió los colmillos.

Ella gritó.

Gritó, y se cayó del banco sobre la tierra y las hojas. Varios paseantes los miraron con curiosidad, pero era Nueva York, y no se pararon ni se los quedaron mirando, sólo siguieron andando.

Simon se sintió fatal. Eso era lo que había querido, pero resultaba diferente verla agazapada allí, tan pálida que las pecas le resaltaban como manchas de tinta. Recordó decirle a Clary que no había peor sensación que no confiar en la gente que querías; se había equivocado. Era peor que la gente que querías te tuviera miedo.

—Rebecca —dijo, y se le quebró la voz—. Becky…

Ella negó con la cabeza, con la mano aún sobre la boca. Estaba sentada en la tierra, con la bufanda sobre las hojas. En otras circunstancias, habría sido divertido.

Simon se arrodilló a su lado. Los colmillos habían desaparecido, pero ella lo estaba mirando como si siguieran allí. Con mucho cuidado, él extendió la mano y le tocó el hombro.

—Becky —dijo—. Yo no te haría daño nunca. Ni tampoco se lo haría a mamá. Sólo quería verte por última vez para decirte que me marcho y que no tendrás que volver a verme. Os dejo solas a las dos. Podéis celebrar Acción de Gracias. No iré. No intentaré mantenerme en contacto. No…

—Simon. —Ella lo agarró del brazo, y luego tiró de él hacia ella, como un pez en el sedal. Él medio cayó sobre ella, y ella lo abrazó con fuerza; la última vez que le había abrazado así había sido en el funeral de su padre, cuando él había llorado de esa manera que se llora cuando parece que no se va a acabar de llorar nunca—. No quiero no volver a verte.

—Oh —soltó Simon. Se sentó en el suelo, tan sorprendido que la mente se le había quedado en blanco. Rebecca lo abrazó de nuevo, y él se permitió apoyarse en ella, aunque era más bajita que él. Ella lo había cogido cuando eran niños, y podía hacerlo de nuevo—. Pensaba que no querrías.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Soy un vampiro —contestó él. Era extraño oírlo así, en voz alta.

—¿Así que hay vampiros?

—Y hombres lobo. Y otras cosas raras. Eso… ocurrió. Quiero decir, me atacaron. No lo elegí, pero no importa. Ahora es lo que soy.

—¿Y tú… —Rebecca vaciló, y Simon notó que ésa era la gran pregunta, la que realmente importaba— muerdes a gente?

Pensó en Isabelle, y luego apartó rápidamente esa imagen.

«Y mordí a una niña de trece años. Y a un tipo. No es tan raro como parece».

No. Algunas cosas no eran asunto de su hermana.

—Bebo sangre de botella. Sangre animal. No hago daño a la gente.

—Vale. —Rebecca respiró hondo—. Vale.

—¿De verdad? ¿De verdad no pasa nada?

—Sí. Te quiero —dijo ella. Y le frotó la espalda con torpeza. Él notó algo húmedo en la mano y miró hacia abajo. Rebecca estaba llorando. Una de las lágrimas le había caído en los dedos. Otra la siguió, y él cerró la mano alrededor. Estaba temblando, pero no de frío; aun así, ella se sacó la bufanda y los cubrió a los dos.

—Ya lo arreglaremos —dijo ella—. Eres mi hermano pequeño, tontorrón. Te quiero pase lo que pase.

Se quedaron sentados juntos, hombro con hombro, mirando los espacios sombreados entre los árboles.

Había mucha luz en el dormitorio de Jace; el sol del mediodía se colaba por la ventana abierta. En cuanto Clary entró, con los tacones de las botas repicando contra la madera, Jace cerró la puerta y echó la llave. Se oyó un ruido metálico cuando dejó los cuchillos sobre la mesita de noche. Clary comenzó a volverse, para preguntarle si estaba bien, cuando él la cogió por la cintura y la estrechó contra sí.

Las botas hacían crecer a Clary, pero aun así él tuvo que inclinarse para besarla. La alzó cogida por la cintura; un segundo después, la boca de él estaba sobre la de ella, y Clary olvidó todos lo referente a la altura y la incomodidad. Jace sabía a sal y fuego. Clary trató de dejarlo todo atrás excepto la sensación: el familiar olor de su piel y de sudor, el frescor del cabello húmedo contra su mejilla, la forma de los hombros y la espalda de Jace bajo sus manos, y el modo en que su cuerpo se acoplaba al de él.

Él le sacó el jersey por la cabeza. Clary llevaba debajo una camiseta de manga corta, y notó en la piel el calor que manaba de Jace. Los labios de él entreabrieron los de ella, y Clary notó que se deshacía cuando él puso la mano sobre el primer botón de los vaqueros.

Necesitó de todo su autocontrol para cogerle la muñeca y detenerlo.

—Jace —dijo—. No.

Él se apartó, lo suficiente para que ella le viera el rostro. Los ojos estaban vidriosos, desenfocados. El corazón le latía contra ella.

—¿Por qué?

Clary cerró los ojos con fuerza.

—Anoche…, si no hubiéramos… si no me hubiera desmayado, no sé lo que habría pasado, y estábamos en medio de una sala llena de gente. ¿De verdad crees que quiero que mi primera vez contigo, o cualquier otra vez contigo, sea delante de un montón de extraños?

—Nosotros no tuvimos la culpa —protestó él, y le hundió los dedos suavemente en el cabello. La áspera palma de la mano le rascó ligeramente la mejilla—. Ésa cosa plateada era droga de hadas, te lo dije. Estábamos colocados. Pero ahora estoy sereno, y tú también…

—Y Sebastian está arriba, y yo estoy agotada, y… —«Y ésa sería una idea terrible, terrible, que ambos lamentaríamos»—. Y no me apetece —mintió ella.

—¿No te apetece? —preguntó él con evidente incredulidad en la voz.

—Lo siento si nadie te ha dicho esto antes, Jace, pero no. No me apetece. —Le miró fijamente la mano, que seguía en la cintura de los pantalones—. Y ahora, menos aún.

Él arqueó las cejas, pero en vez de decir algo, simplemente la soltó.

—Jace…

—Me voy a dar una ducha fría —dijo él, mientras se apartaba de ella. Su rostro era neutro, inescrutable. Cuando oyó el portazo del baño, Clary fue a la cama, perfectamente hecha y sin ningún residuo plateado sobre la colcha, y se dejó caer, con la cabeza entre las manos. Tampoco era que Jace y ella se pelearan; siempre había pensado que discutían más o menos como cualquier pareja normal, por lo general sin mal humor, y sus enfados nunca duraban mucho. Pero había algo en la frialdad de los ojos de Jace que la había impresionado, algo lejano e inalcanzable, que le hizo mucho más difícil apartar la pregunta que siempre le rondaba por la cabeza: «¿Sigue ahí algo del Jace real? ¿Queda algo que salvar?».

Ésta es la Ley de la Selva, como el cielo vieja y cierta, y el Lobo que la guarda verá prosperidad. Mas el que la rompe, perecerá. Como la enredadera en el árbol, la Ley va hacia delante y atrás: Porque la fuerza de la Manada es el Lobo, y la Manada, la fuerza del Lobo es.

Jordan miró sin ver el poema que tenía colgado en la pared de su dormitorio. Era un antiguo grabado que había encontrado en una tienda de libros de viejo, las palabras rodeadas por un elaborado borde de hojas. El poema era de Rudyard Kipling, y resumía tan bien las reglas por las que vivían los hombres lobo, la Ley que limitaba sus acciones, que se preguntó si el propio Kipling habría sido un subterráneo, o al menos tendría conocimiento de los Acuerdos. Jordan se había sentido obligado a comprar el grabado y colgarlo de la pared, aunque nunca le había interesado la poesía.

Llevaba dando vueltas por su apartamento durante una hora; varias veces, entre ataques de abrir la nevera y mirar dentro para ver si algo apetitoso había aparecido, había cogido el móvil para ver si Maia le había enviado un mensaje. No era así, pero no quería salir en busca de comida por si acaso ella iba al piso mientras él estaba fuera. También se dio una ducha, limpió la cocina, trató de ver la tele y fracasó, y comenzó el proceso de organizar todos sus DVD por colores.

Estaba inquieto. Inquieto de la manera que a veces lo estaba durante la luna llena, cuando sabía que el Cambio se acercaba y notaba el tirón de las mareas en la sangre. Pero la luna estaba decreciendo, no creciendo, y no era el Cambio lo que le hacía sentir como si tuviera algo corriéndole por la piel. Era Maia. Era estar sin ella, después de casi dos días enteros en su compañía, nunca a más de unos pasos de distancia.

Ella había ido sin él a la comisaría de policía, diciendo que no era el momento de alterar a la manada con alguien que no era miembro, aunque Luke estaba sanando. No hacía falta que Jordan la acompañara, dijo ella, porque lo único que tenía que hacer era preguntar a Luke si no le importaba que Simon y Magnus fueran a su granja al día siguiente, y luego llamaría por teléfono a la granja y diría a los que pudieran estar por allí que salieran de la propiedad. Tenía razón, y Jordan lo sabía. No había ningún motivo para que él fuera con ella, pero en cuanto se fue, la inquietud se apoderó de él. ¿Se iba porque estaba harta de estar con él? ¿Y qué había entre ellos? ¿Estaban saliendo?

«Quizá deberías habérselo preguntado antes de acostaros, genio», se dijo a sí mismo, y se dio cuenta de que volvía a estar delante de la nevera. El contenido no había cambiado: botellas de sangre, una libra de carne picada de ternera descongelándose y una manzana tocada.

La llave giró en la puerta principal y él se alejó de la nevera de un bote, volviéndose al mismo tiempo. Se miró. Iba descalzo, en vaqueros y con una camiseta vieja. ¿Por qué no se había molestado, mientras ella estaba fuera, en afeitarse, arreglarse y ponerse colonia, o algo? Se pasó las manos por el cabello rápidamente mientras Maia entraba en el salón y dejaba las llaves de repuesto en la mesita de centro. Se había cambiado de ropa: un jersey rosa suave y unos vaqueros. Tenía las mejillas sonrosadas del frío; los labios, rojos; los ojos, brillantes. Jordan tenía tantas ganas de besarla que casi le dolía.

En vez de eso, tragó saliva.

—Bueno…, ¿cómo te ha ido?

—Bien. Magnus puede usar la granja. Ya le he enviado un mensaje. —Fue junto a él y apoyó los codos en la barra de la cocina—. También le he dicho a Luke lo que Raphael dijo de Maureen. Espero que esté bien.

Jordan la miró, confundido.

—¿Por qué crees que debía saberlo?

Maia pareció desanimarse.

—Oh, Dios. No me digas que se suponía que era un secreto.

—No… pero me preguntaba…

—Bueno, si de verdad hay un vampiro renegado haciendo de las suyas en Lower Manhattan, la manada debe saberlo. Es su territorio. Además, quería que me aconsejara si debemos decírselo a Simon o no.

—¿Y qué hay de mi consejo? —Jugaba a parecer dolido, pero en realidad lo estaba muy poco. Lo habían discutido antes; si Jordan debía decir a su misión que Maureen estaba por ahí matando, o si sólo sería otra carga añadida a todo lo que Simon ya tenía entre manos. Jordan había opinado que era mejor no decírselo, porque ¿qué podría hacer él de todos modos?, pero Maia no había estado tan segura.

Ella se sentó de un salto sobre la barra y se volvió para mirarlo. Incluso sentada, era más alta que él, y sus ojos castaños relucían sobre los de él.

—Quería el consejo de un adulto.

Él le agarró las piernas, que ella balanceaba, y le pasó las manos por las costuras de los vaqueros.

—Tengo dieciocho años, ¿no soy lo suficientemente adulto para ti?

Ella le puso las manos sobre los hombros y los flexionó, como comprobando sus músculos.

—Bueno, sin duda has crecido…

Jordan la cogió por la cintura, la bajó de la barra y la besó. Un chisporroteante fuego le recorrió las venas cuando ella le devolvió el beso; su cuerpo se derretía contra el de él. El chico le hundió las manos en el cabello, le sacó la gorra de punto y dejó que los rizos le cayeran sueltos. Le besó el cuello mientras ella le sacaba la camisa por la cabeza y le acariciaba los hombros, la espalda y los brazos, ronroneando como un gato. Él se sintió como un globo de helio, flotando por besarla y ligero de alivio. Así que, después de todo, ella no se había cansado de él.

—Jordy —dijo ella—. Espera.

Ella casi nunca lo llamaba así, a no ser que fuera algo serio. El corazón de Jordan, ya desbocado, se aceleró aún más.

—¿Pasa algo?

—Es sólo que… cada vez que nos vemos, acabamos en la cama… y ya sé que empecé yo, no te culpo de nada…, pero tal vez deberíamos hablar.

Él la miró fijamente, a sus grandes ojos oscuros, el pulso del cuello, el rubor de las mejillas.

—Muy bien —dijo, haciendo un esfuerzo para hablar normal—. ¿De qué quieres hablar?

Ella lo miró. Después de un momento negó con la cabeza.

—De nada. —Le puso las manos tras la cabeza y lo acercó a ella; lo besó con fuerza, apretándose contra él—. De nada.

Clary no sabía cuánto tiempo había pasado hasta que Jace salió del cuarto de baño, secándose el cabello con la toalla. Lo miró desde el borde de la cama, donde aún seguía. Él se estaba poniendo una camiseta sobre la lisa piel dorada, marcada con blancas cicatrices.

Ella apartó la mirada cuando él cruzó el cuarto y se sentó a su lado en la cama, oliendo a jabón.

—Lo siento —dijo él.

Entonces, Clary sí que lo miró, sorprendida. Se había preguntado si en su estado actual él sería capaz de lamentar algo. La expresión de Jace era seria, un poco curiosa, pero no carente de sinceridad.

—Guau —exclamó ella—. Ésa ducha fría debe de haber sido brutal.

Él ladeó los labios, pero su expresión volvió a ser seria casi inmediatamente. Le puso la mano bajo la barbilla.

—No debería haberte presionado. Es que… hace sólo diez semanas, el mero hecho de abrazarnos ya era impensable.

—Lo sé.

Él le tomó el rostro entre las manos, sus largos dedos fríos contra la mejilla de ella, inclinando la cara. La estaba mirando, y todo en él resultaba tan familiar: el iris de sus ojos, de un dorado pálido, la cicatriz en la mejilla, el carnoso labio inferior, la pequeña mella en un diente, que conseguía que su aspecto no fuera tan perfecto que hasta molestara; sin embargo, de alguna manera era como volver a una casa donde hubiera vivido de niña, sabiendo que el exterior seguía igual, pero que dentro vivía una familia diferente.

—No me ha importado nunca —dijo él—. Te quería de todas formas. Siempre te he querido. Nada me ha importado excepto tú. Nunca.

Clary tragó saliva. El estómago se le retorció, y no sólo con la acostumbrada sensación que notaba cerca de Jace, sino con auténtica inquietud.

—Pero Jace… Eso no es cierto. Te importaba tu familia. Y siempre he pensado que estabas orgulloso de ser nefilim. Uno de los ángeles.

—¿Orgulloso? —repitió él—. Ser medio ángel, medio humano… Siempre eres consciente de tu propia insuficiencia. No eres un ángel. El Cielo no te ama. A Raziel no le importamos. Ni siquiera podemos rezarle. No rezamos a nada. No rezamos por nada. ¿Recuerdas cuando te dije que pensaba que tenía sangre de demonio porque eso explicaría el modo en que me sentía por lo que hacía? Pensar eso fue un alivio, en cierto sentido. Nunca he sido un ángel, ni de cerca. Bueno —añadió—, tal vez de los caídos.

—Los ángeles caídos son demonios.

—No quiero ser nefilim —continuó Jace—. Quiero ser otra cosa. Más fuerte, más rápido, mejor que un humano. Pero diferente. No sometido a las Leyes de un ángel al que no podríamos importarle menos. Libre. —Pasó la mano por un rizo de Clary—. Ahora soy feliz, Clary. ¿Acaso eso no importa?

—Creía que éramos felices juntos —repuso ella.

—Siempre he sido feliz contigo —dijo él—. Pero nunca he pensado que me lo mereciera.

—¿Y ahora sí?

—Ahora esa sensación ha desaparecido —contestó él—. Todo lo que sé es que te amo. Y, por primera vez, me basta con eso.

Ella cerró los ojos. Un momento después, él volvía a besarla, muy suavemente esta vez, trazándole la boca con los labios. Clary notó que se dejaba llevar por sus manos. Sintió cuando la respiración de Jace se aceleró y su propio pulso se sacudió. Él la fue acariciando por el cabello, por la espalda, hasta la cintura. Sus caricias eran reconfortantes, el latido de su corazón contra el de ella como una música conocida, y si el tono era un poco diferente, con los ojos cerrados, ella no lo apreciaba. Su sangre era la misma, bajo la piel, pensó ella, como había dicho la reina Seelie; su corazón se aceleraba con el de él, casi se había detenido cuando el de Jace lo había hecho. Si tuviera que hacerlo todo de nuevo, bajo la fría mirada de Raziel, haría exactamente lo mismo.

Ésta vez fue él quien se apartó, dejando los dedos sobre su mejilla y sus labios.

—Quiero lo que tú quieres —dijo él—. Sea lo que sea que quieras.

Clary sintió que la recorría un escalofrío. Las palabras eran sencillas, pero había una invitación peligrosa y seductora en la entonación de su voz: «Lo que quieras, cuando lo quieras». De nuevo, él le pasó la mano por el cabello, por la espalda, entreteniéndose en la cintura. Ella tragó saliva. Lo que podía aguantar tenía un límite.

—Léeme —dijo de repente.

Él la miró parpadeando sorprendido.

—¿Qué?

Ella miraba hacia los libros en su mesilla.

—Hay muchas cosas que asimilar —explicó ella—. Lo que dijo Sebastian, lo que pasó anoche, todo. Necesito dormir, pero estoy demasiado nerviosa. Cuando era pequeña y no podía dormir, mi madre me leía para que me relajara.

—¿Y ahora te recuerdo a tu madre? Tendré que buscar una colonia más masculina.

—No, pero… he pensado que estaría bien.

Él se tiró sobre las almohadas y tendió la mano hacia la pila de libros que tenía junto a la cama.

—¿Quieres que te lea algo en concreto? —Con una floritura cogió el primer libro del montón. Parecía viejo, encuadernado en cuero, con el título estampado en letras doradas sobre la cubierta. Historia de dos ciudades—. Dickens siempre es prometedor…

—Ése lo he leído. En la escuela —recordó Clary. Se apoyó en la almohada junto a Jace—. Pero no me acuerdo de nada, así que no me importaría oírlo de nuevo.

—Excelente. Me han dicho que tengo una voz melódica y encantadora para la lectura. —Abrió el libro por la primera página, donde se hallaba el título en unas letras muy elaboradas. Sobre él, había una larga dedicatoria, en tinta muy descolorida y casi ilegible, aunque Clary pudo descifrar la firma: «Finalmente con esperanza. William Herondale».

—Algún antepasado tuyo —comentó Clary, rozando la página con el dedo.

—Sí. Qué raro que Valentine lo tuviera. Mi padre debió de dárselo. —Jace abrió por una página cualquiera y comenzó a leer:

Su rostro se aclaró al cabo de poco, y habló con calma.

—No tenga miedo de oírme. No se acobarde ante nada de lo que yo diga. Soy como alguien que ha muerto joven. Toda mi vida puede haber pasado.

—No, señor Carton. Estoy segura de que la mejor parte de su vida aún puede ser; estoy segura de que puede llegar a ser mucho más digno de usted.

—Oh, ahora recuerdo la historia —exclamó Clary—. Un triángulo amoroso. Ella elige al tipo soso.

Jace rio por lo bajo.

—Soso para ti. ¿Quién puede decir lo que ponía calientes a las damas victorianas bajo sus enaguas?

—Es cierto, ¿sabes?

—¿Qué?, ¿lo de las enaguas?

—No. Que lees con una voz encantadora. —Clary volvió el rostro hacia él. En momentos como ése, más que cuando la estaba besando, era cuando dolía; momentos en que podría haber sido Jace. Mientras ella mantuviera los ojos cerrados.

—Todo eso, y abdominales de hierro —repuso Jace, mientras volvía la página—. ¿Qué más puedes pedir?