COMO CENIZAS
Clary volvió en sí lentamente, con la misma sensación de mareo que recordaba de aquella primera mañana en el Instituto, cuando se había despertado sin tener ni idea de dónde se hallaba. Le dolía todo el cuerpo, y notaba la cabeza como si alguien le hubiera golpeado con una barra de hierro. Estaba tumbada de lado, con la cabeza apoyada en algo áspero, y notaba un peso sobre los hombros. Miró hacia abajo y vio una delgada mano puesta protectoramente sobre su esternón. Reconoció las Marcas, las tenues cicatrices blancas, e incluso la forma de las venas del antebrazo. El peso que sentía en el pecho cesó, y se sentó con cuidado, deslizándose de debajo del brazo de Jace.
Se encontraban en su dormitorio. Clary reconoció la increíble pulcritud, la cama perfectamente hecha con la ropa metida en las esquinas como en los hospitales, aún intacta. Jace estaba durmiendo, apoyado en el cabezal, todavía con la ropa que había llevado la noche anterior. Incluso tenía puestos los zapatos. Sin duda se había quedado dormido abrazándola, aunque ella no lo recordaba. Todavía tenía salpicaduras de la sustancia plateada del club.
Se removió levemente, como si notara que ella se había apartado, y se colocó encima el brazo libre. No parecía herido, pensó Clary, sólo agotado; sus largas pestañas doradas reposaban sobre las sombras bajo los ojos. Parecía vulnerable, como un niño pequeño. Podría haber sido su Jace.
Pero no lo era. Clary recordaba el club, las manos de él en la oscuridad, los cadáveres y la sangre. Se le revolvió el estómago y se llevó una mano a la boca, tratando de controlar la náusea. Le asqueó lo que recordaba, y bajo la náusea había algo que la reconcomía, la sensación de que le faltaba algo.
Algo importante.
—Clary.
Se volvió. Jace tenía los ojos medio abiertos; la miraba a través de las pestañas, y el dorado de sus ojos parecía apagado por el cansancio.
—¿Cómo es que estás despierta? —le preguntó él—. Acaba de amanecer.
Clary apretó los puños sobre las mantas.
—Anoche —comenzó, con voz insegura—. Los cadáveres… La sangre.
—¿Los qué?
—Eso fue lo que vi.
—Yo no. —Jace negó con la cabeza—. Drogas de hadas. Sabías…
—Parecía tan real…
—Lo siento. —Cerró los ojos—. Quería divertirme. Se supone que te hace sentir feliz. Ver cosas bonitas. Pensaba que podríamos divertirnos juntos.
—Vi sangre —repuso ella—. Y gente muerta flotando en una especie de peceras.
Jace negó de nuevo; se le cerraban los párpados.
—Nada de eso era real…
—¿Incluso lo que pasó entre tú y yo…? —Clary calló, porque Jace tenía los ojos cerrados, y el pecho le subía y bajaba relajado. Se había dormido.
Clary se levantó sin mirar a Jace y fue al cuarto de baño. Se miró en el espejo mientras un adormecimiento se le extendía por los huesos. Estaba llena de manchas de residuo plateado. Le recordó la vez que un rotulador metálizado se le había roto dentro de la mochila, ensuciando todo lo que tenía dentro. Uno de los tirantes del sujetador se había roto, seguramente por donde Jace había tirado de él la noche anterior. Tenía los ojos rodeados de sombras y rayas negras de rímel, y tanto la piel como el pelo estaban pegajosos por la sustancia plateada.
Con una sensación de debilidad y mareo, se sacó el vestido y la ropa interior; lo tiró todo al cesto de la ropa sucia antes de meterse bajo el agua caliente.
Se lavó el cabello una y otra vez, tratando de sacarse toda la pasta seca de plata. Era como tratar de limpiar una mancha de óleo. Y el olor también se le pegaba, como el agua de un jarrón cuando las flores se han podrido, leve, dulzón y desagradable sobre la piel. Ninguna cantidad de jabón parecía capaz de librarla de él.
Cuando finalmente se convenció de que estaba tan limpia como conseguiría estarlo, se secó y fue al dormitorio principal a vestirse. Fue un alivio volverse a poner unos tejanos y unas botas, y hundirse en un cómodo jersey de algodón. Sólo entonces, cuando se puso la segunda bota, la sensación de que le faltaba algo la reconcomió de nuevo. Se quedó helada.
El anillo. El anillo de oro que le permitía hablar con Simon.
No lo tenía.
Lo buscó a la desesperada en el cesto de la ropa sucia para ver si se le había enganchado al vestido, y luego registró cada palmo de la habitación de Jace mientras él seguía durmiendo tranquilamente. Revisó la moqueta, la ropa de la cama y los cajones de la mesilla.
Al final se sentó, con el corazón golpeándole dentro del pecho y una sensación de náusea en el estómago.
Había perdido el anillo. En alguna parte, de alguna manera. Trató de recordar la última vez que lo había visto. Sin duda le había destellado en la mano mientras blandía la daga contra los demonios elapid. ¿Se le habría caído en la tienda de trastos? ¿En el club?
Se clavó las uñas en los muslos cubiertos por los vaqueros hasta que el dolor la hizo ahogar un grito.
«Concéntrate —se dijo a sí misma—. Concéntrate».
Quizá se le hubiera caído por el apartamento. Jace debía de haberla subido a la habitación en algún momento. No era muy probable, pero cualquier posibilidad, por pequeña que fuera, debía explorarse.
Se puso en pie y salió al pasillo tan en silencio como pudo. Fue hacia la habitación de Sebastian, y se detuvo vacilante. No podía imaginarse por qué el anillo podría estar allí, y despertarlo sólo sería contraproducente. Dio media vuelta y bajó la escalera, pisando con cuidado para minimizar el ruido de las botas.
La cabeza le iba a toda velocidad. Si no tenía modo de contactar con Simon, ¿qué iba a hacer? Tenía que contarle lo de la tienda de antigüedades, lo del adamas. Debería haber hablado con él antes. Tuvo ganas de dar un puñetazo a la pared, pero se forzó a pensar con calma, a considerar sus opciones. Sebastian y Jace estaban empezando a confiar en ella; si pudiera escapar de ellos durante un momento, en alguna de las ajetreadas calles de la ciudad, podría llamar a Simon desde un teléfono público. Podría meterse en un café con Internet y enviarle un correo electrónico. Ella sabía más de tecnología mundana que ellos. Perder el anillo no significaba que todo hubiera acabado.
No tenía intención de rendirse.
Estaba tan ocupada pensando qué iba a hacer que al principio no vio a Sebastian. Por suerte, él le daba la espalda. Se hallaba en el salón, de cara a la pared.
Clary ya estaba al final de la escalera, y se quedó inmóvil; luego corrió hasta el muro bajo que separaba la cocina de la sala y se aplastó contra él. Si Sebastian la veía, podría decirle que había bajado a buscar un vaso de agua.
Pero la oportunidad de observarlo sin que él lo supiera era demasiado tentadora. Se volvió un poco y miró por el borde de la barra de la cocina.
Sebastian seguía de espaldas a ella. Se había cambiado de ropa después de estar en el club. Ya no llevaba la casaca militar, sino una camisa y unos vaqueros. Al volverse, se le levantó la camisa, y Clary vio que llevaba el cinturón de armas alrededor de la cintura. Sebastian alzó la mano derecha y Clary pudo ver que sujetaba su estela, y había algo en la manera en que la sostenía, por un momento, con un cuidadoso aire pensativo, que le recordó el modo que su madre sujetaba un pincel.
Clary cerró los ojos. Era como la sensación de una tela al enredarse en un gancho, un tirón dentro del corazón siempre que reconocía algo en Sebastian que le recordaba a su madre o a sí misma. La constatación de que por mucho que su sangre estuviera envenenada, seguía siendo la misma sangre que corría por sus venas.
Abrió los ojos de nuevo, a tiempo de ver una puerta formándose delante de Sebastian. Éste cogió una bufanda que colgaba de una percha en la pared y la atravesó hacia la oscuridad.
Clary tuvo una fracción de segundo para decidirse. Quedarse y registrar las habitaciones, o seguir a Sebastian y ver adónde iba. Sus pies tomaron una decisión antes que su mente. Se apartó de la pared y corrió a través de la oscura abertura de la puerta momentos antes de que se cerrara tras ella.
La habitación donde yacía Luke sólo estaba iluminada por el brillo de las farolas de la calle, que se colaba entre los tablones de la ventana. Jocelyn sabía que debería haber pedido una lámpara, pero lo prefería así. La oscuridad ocultaba la gravedad de sus heridas, la palidez de su rostro y las profundas ojeras bajo los ojos.
En aquellas tinieblas, Luke se parecía mucho al muchacho que había conocido en Idris antes de la creación del Círculo. Lo recordaba en el patio de la escuela, delgado y castaño, con ojos azules y manos inquietas. Había sido el mejor amigo de Valentine, y por eso nadie se había fijado nunca en él. Ni siquiera ella, o no habría sido tan enormemente ciega como para no ver lo que él sentía por ella.
Recordaba el día de su boda con Valentine, el sol claro y brillante a través del techo de cristal del Salón de los Acuerdos. Valentine tenía veinte años y ella diecinueve; y recordaba lo poco que había agradado a sus padres que decidiera casarse tan joven. Su desaprobación no le había parecido importante; ellos no lo entendían. Estaba segura de que, para ella, nunca habría nadie más que Valentine.
Luke había sido su padrino. Recordaba su rostro mientras ella recorría el pasillo; lo había mirado un instante antes de centrar toda su atención en Valentine. Recordaba haber pensado que él no debía de encontrarse muy bien, que parecía que sintiera algún dolor. Y más tarde, en la Plaza del Ángel, mientras los invitados se entretenían —la mayoría de los miembros del Círculo estaban allí, desde Maryse y Robert Lightwood, ya casados, hasta Jeremy Pontmercy, de apenas quince años—, y ella estaba junto a Luke y Valentine, alguien había hecho una vieja broma sobre que si el novio no se hubiera presentado, la novia tendría que haberse casado con el padrino. Luke iba vestido de etiqueta, con las runas doradas de buena suerte en el matrimonio bordadas, y estaba muy apuesto, pero mientras todos los demás reían la broma, él se había puesto terriblemente pálido. «Debe de odiar la idea de casarse conmigo», había pensado ella en aquel momento. Recordaba haberle tocado el hombro, riendo.
—No pongas esa cara —había bromeado—. Sé que nos conocemos desde siempre, pero ¡te prometo que nunca tendrás que casarte conmigo!
Y entonces Amatis se había acercado, arrastrando con ella a Stephen riendo, y Jocelyn se había olvidado de Luke, y de la manera en que la había mirado, y del extraño modo en que Valentine lo había mirado a él.
En ese momento, miró a Luke y se sobresaltó. Tenía los ojos abiertos, por primera vez en muchos días, y fijos en ella.
—Luke —susurró.
Él parecía confuso.
—¿Cuánto tiempo… he dormido?
Jocelyn quiso tirarse a sus brazos, pero los gruesos vendajes que aún le rodeaban el pecho la contuvieron. Optó por cogerle la mano y llevársela a la mejilla, entrelazando los dedos con los de él. Cerró los ojos, y las lágrimas se le deslizaron bajo los párpados.
—Unos tres días.
—Jocelyn —dijo, y parecía realmente alarmado—, ¿por qué estamos en la comisaría? ¿Dónde está Clary? No recuerdo…
Ella bajó sus manos entrelazadas y con una voz tan serena como pudo, le contó todo lo que había sucedido: lo de Sebastian y Jace, el metal demoníaco clavado en su costado y la ayuda del Praetor Lupus.
—Clary —dijo él en cuanto ella hubo acabado—. Tenemos que ir tras ella.
Le soltó la mano a Jocelyn y trató de sentarse en la cama. Incluso en la tenue luz, ella pudo ver que su palidez se intensificaba y hacía una mueca de dolor.
—No es posible. Luke, túmbate, por favor. ¿No crees que si hubiera alguna manera de ir tras ella, habría ido?
Él colgó las piernas del borde de la cama para sentarse; luego, tragando aire, se apoyó hacia atrás sobre las manos. Tenía muy mal aspecto.
—Pero el peligro…
—¿No crees que no he pensado en eso? —Jocelyn le puso las manos sobre los hombros y lo empujó con suavidad para que volviera a tumbarse—. Simon se ha puesto en contacto conmigo todas las noches. Clary está bien. Lo está. Y tú no estás en condiciones de hacer nada al respecto. Matarte no serviría de nada. Por favor, confía en mí, Luke.
—Jocelyn, no puedo quedarme aquí tumbado.
—Sí que puedes —replicó ella, y se puso en pie—. Y lo harás, aunque tenga que sentarme sobre ti. ¿Qué diablos te pasa, Lucian? ¿Te has vuelto loco? Me aterroriza lo que le pueda pasar a Clary, y he estado asustada por ti. Por favor, no lo hagas, no me hagas esto. Si algo te pasara…
Él la miró sorprendido. Ya había una mancha roja en las blancas vendas que le envolvían el pecho, donde se le había abierto la herida al moverse.
—Yo…
—¿Qué?
—No estoy acostumbrado a que me ames —repuso él.
Había una modestia en sus palabras que ella no asociaba a Luke, y por un momento lo miró fijamente.
—Luke. Túmbate, por favor.
Como algo intermedio, él se recostó contra las almohadas. Respiraba pesadamente. Jocelyn fue a la mesita, sirvió un vaso de agua, regresó y se lo puso en la mano.
—Bébetelo —pidió—. Por favor.
Luke cogió el vaso, y sus ojos azules la siguieron mientras ella volvía a sentarse en la silla junto a la cama, de la que casi ni se había movido durante tantas horas que se sorprendió de que ella y la silla no se hubieran convertido en una.
—¿Sabes en qué estaba pensando? —preguntó ella—. ¿Justo antes de que te despertaras?
Él bebió un sorbo de agua.
—Parecías estar muy lejos.
—Estaba pensando en el día que me casé con Valentine.
Luke bajó el vaso.
—El peor día de mi vida.
—¿Peor que el día en que te mordieron? —preguntó ella, cruzándose de piernas.
—Peor.
—No lo sabía. No sabía lo que sentías. Ojalá lo hubiera sabido. Creo que las cosas habrían sido diferentes.
Él la miró con incredulidad.
—¿Cómo?
—No me habría casado con Valentine —respondió ella—. No, si lo hubiera sabido.
—Te habrías casado.
—No —replicó ella, tajante—. Era demasiado estúpida como para darme cuenta de lo que sentías, pero también era demasiado estúpida como para darme cuenta de lo que yo sentía. Siempre te he querido. Aunque no lo supiera. —Se inclinó hacia él y le besó en la frente con cuidado, para no hacerle daño; luego apretó la mejilla contra la de él—. Prométeme que no te pondrás en peligro. Prométemelo.
Jocelyn notó la mano de él en el cabello.
—Te lo prometo.
Ella se recostó en la silla, satisfecha en parte.
—Me gustaría poder retroceder en el tiempo. Arreglarlo todo. Casarme con el chico correcto.
—Pero entonces no tendríamos a Clary —le recordó él. Y a ella le encantó que usara el plural de una forma tan natural, como si no tuviera ninguna duda de que Clary fuera su hija.
—Si hubieras estado más tiempo con nosotras mientras ella crecía… —suspiró Jocelyn—. Tengo la sensación de que lo he hecho todo mal. Estaba tan concentrada en protegerla que creo que la he protegido demasiado. Se lanza de cabeza al peligro sin pensar. Cuando éramos pequeños, vimos a nuestros amigos morir luchando. Ella no. Y no quiero que lo viva, pero a veces me preocupa que ella crea que no puede morir.
—Jocelyn —dijo Luke con voz dulce—. La educaste para ser una buena persona. Alguien con valores, que cree en el bien y en el mal, y trata de ser buena. Como siempre has hecho tú. No puedes educar a un niño para que crea lo contrario de lo que crees tú. No me parece que ella crea que no puede morir. Pienso, como siempre has hecho tú, que Clary piensa que hay cosas por las que vale la pena morir.
Clary siguió a Sebastian por una red de calles estrechas, pegándose a las sombras junto a las paredes de los edificios. Ya no estaban en Praga; eso resultaba evidente al instante. Las calles estaban oscuras, el cielo en lo alto tenía el azul plano de primeras horas de la mañana, y los letreros sobre las tiendas y los negocios estaban en francés. Igual que los nombres de las calles: «RUE DE LA SIENE», «RUE JACOB», «RUE DE L’ABBAYE».
Mientras recorrían la ciudad, la gente se cruzaba con ella como si fueran fantasmas. Pasaba algún que otro coche; los camiones iban marcha atrás hacia las tiendas, con los repartos de primera hora de la mañana. El aire olía a agua de río y basura. Clary estaba bastante segura de dónde se hallaba, pero entonces torcieron por un callejón que los llevó a una amplia avenida, y una señal se alzó entre la neblinosa oscuridad. Flechas apuntando en diferentes direcciones, indicando el camino a la Bastilla, a Notre-Dame y al Barrio Latino.
«París —pensó Clary, mientras se metía detrás de un coche aparcado y Sebastian cruzaba la calle—. Estamos en París».
Resultaba irónico. Siempre había querido ir a París con alguien que conociera la ciudad. Siempre había querido caminar por sus calles, ver el río, dibujar los edificios. Nunca se había imaginado eso. Nunca se había imaginado seguir sigilosamente a Sebastian, cruzando el boulevard Saint Germain; más allá del bureau de poste de color amarillo brillante; por una avenida donde los bares estaban cerrados, pero las alcantarillas estaban llenas de botellas de cerveza y colillas de cigarrillos, y luego por una calle estrecha flanqueada de casas. Sebastian se detuvo ante una, y Clary lo hizo también, pegada a la pared.
Lo observó alzar la mano y marcar un código en el teclado junto a la puerta; se fijó en los movimientos de los dedos. Se oyó un clic; la puerta se abrió y él la cruzó. En cuanto la puerta se cerró, ella corrió tras él, se detuvo para teclear el código —X235— y esperó oír el sonido que significaba que la puerta estaba abierta. Cuando lo oyó, no supo si se sentía aliviada o sorprendida.
«No debería ser tan fácil».
Un momento después se encontró en un patio interior. Era cuadrado, y por todas partes lo rodeaban edificios corrientes. Se veían tres escaleras a través de otras tantas puertas abiertas. Sebastian, sin embargo, había desaparecido.
Así que no iba a ser tan fácil.
Salió al patio, sabiendo que al hacerlo se alejaba de la protección de las sombras y se mostraba donde podían verla. El cielo se iba aclarando más a cada momento. Saber que era visible le produjo un cosquilleo en la nuca, y se metió en las sombras de la primera escalera que encontró.
Era sencilla, con escalones de madera hacia arriba y hacia abajo, y un espejo barato en la pared, en el que pudo ver su pálido rostro. Olía a basura podrida y, por un momento, Clary se preguntó si estaría cerca de donde guardaban los cubos de basura, pero de repente cayó en la cuenta: el hedor indicaba la presencia de demonios.
Los cansados músculos comenzaron a temblarle, pero ella apretó los puños. Era dolorosamente consciente de su carencia de armas. Respiró hondo el apestoso aire y comenzó a descender por la escalera.
El olor se fue haciendo más intenso y el aire más oscuro mientras ella bajaba, y deseó tener una estela y una runa de visión nocturna. Pero no podía hacer nada al respecto. Siguió bajando por la escalera de caracol, y de repente agradeció la falta de luz cuando pisó algo pegajoso. Se agarró a la barandilla y trató de respirar por la boca. La oscuridad se hizo más densa, hasta que empezó a caminar como si fuese ciega, con el corazón latiéndole con tal fuerza que estaba segura de que debía de anunciar su presencia. Las calles de París, el mundo corriente, parecían estar a años luz. Sólo existían la oscuridad y ella, bajando, bajando, bajando…
Y entonces… una luz relució en la distancia, un pequeño punto, como la cabeza de una cerilla al encenderse. Se acercó más a la barandilla, casi agachándose, mientras la luz aumentaba de tamaño. Ya podía verse la mano, y también el contorno de los escalones bajo ella. Sólo quedaban unos pocos. Llegó al final de la escalera y miró alrededor.
Cualquier parecido con un edificio de pisos corriente había desaparecido. En algún punto del camino, la escalera de madera se había vuelto de piedra, y en ese momento se hallaba en una pequeña sala de paredes de piedra iluminada por una antorcha que producía una luz de un desagradable tono verdoso. El suelo era de roca pulida, y grabado con muchos símbolos extraños. Ella los rodeó mientras cruzaba la sala hacia la única otra salida, un arco de piedra, en cuyo punto más alto había un cráneo humano entre la V formado por dos enormes hachas ornamentales.
Oyó voces a través del arco. Demasiado distantes para entender lo que decían, pero sin duda eran voces.
«Por aquí —parecían decirle—. Síguenos».
Ella miró el cráneo, y sus ojos vacíos le devolvieron la mirada burlándose. Se preguntó dónde se hallaría; si París seguía sobre ella o si habría entrado en otro mundo totalmente distinto, como pasaba cuando se entraba en la Ciudad Silenciosa. Pensó en Jace, al que había dejado durmiendo en lo que casi le parecía otra vida.
Estaba haciendo aquello por él, se recordó. Para recuperarlo. Cruzó el arco y pasó al corredor, aplastándose instintivamente contra la pared. Avanzó sin hacer ruido; las voces se fueron haciendo más fuertes. Aunque tenue, el corredor no carecía de iluminación. Cada pocos pasos había una antorcha verdosa, que despedía un olor a quemado.
De repente se abrió una puerta en la pared a su izquierda, y las voces se oyeron con mayor claridad.
—… no como su padre —decía una, con palabras tan ásperas como papel de lija—. Valentine nunca trataría con nosotros en absoluto. Él nos esclavizaría. Éste nos está entregando el mundo.
Muy despacio, Clary miró pegada al marco de la puerta. La sala estaba vacía, con las paredes lisas y sin muebles. Dentro había un grupo de demonios. Todos parecidos a reptiles, con piel dura de color marrón verdoso, pero cada uno con seis patas de pulpo que hacían un ruido seco y rasposo al moverse. Las cabezas eran bulbosas, extrañas, con ojos negros facetados.
Clary tragó bilis. Recordó el rapiñador, que había sido uno de los primeros demonios que había visto. Algo en la grotesca combinación de lagarto, insecto y extraterrestre le revolvió el estómago. Se apretó más contra la pared y escuchó.
—Es decir, si confiamos en él. —Era difícil decir cuál de ellos estaba hablando. Sus patas se enrollaban y extendían al andar, subiendo y bajando por los cuerpos bulbosos. No parecían tener boca, sino racimos de pequeños tentáculos que vibraban al hablar.
—La Gran Madre confiaba en él. Es su hijo.
Sebastian. Era evidente que estaban hablando de Sebastian.
—Pero es un nefilim. Son nuestros mayores enemigos.
—También son sus enemigos. Porta la sangre de Lilith.
—Pero aquel al que llama compañero porta la sangre de nuestros enemigos. Es uno de los ángeles. —El demonio escupió aquella palabra con tal odio que Clary la sintió como un tortazo.
—El hijo de Lilith nos asegura que lo tiene bien dominado y, sin duda, él parece obediente.
Oyó una risa seca, de insecto.
—Vosotros los jóvenes os consumís de preocupación. Los nefilim llevan mucho tiempo protegiendo este mundo de nosotros. Sus riquezas son grandes. Lo beberemos hasta secarlo y lo dejaremos como ceniza. Y en cuanto al muchacho ángel, será el último de su raza en morir. Lo quemaremos en una pira hasta que quede reducido a huesos dorados.
A Clary la invadió la furia. Tragó aire; fue un sonido mínimo, pero un sonido. El demonio más cercano volvió la cabeza. Por un momento, Clary se quedó helada, atrapada por la mirada de sus ojos como espejos.
Luego se volvió y echó a correr. Corrió hacia el arco, la sala y la oscura escalera. Oyó un tumulto tras ella, las criaturas gritando, luego el roce y el correteo que hacían al perseguirla. Echó una mirada hacia atrás y se dio cuenta de que no iba a conseguirlo. A pesar de su ventaja inicial, ya casi estaban sobre ella.
Oía su propia respiración rasgada, de dentro afuera; cuando llegó al arco, se volvió en redondo y saltó para agarrarse a él con ambas manos. Se balanceó hacia delante con toda su fuerza, y hundió las botas en el primero de los demonios, haciéndolo caer con un agudo chillido. Aún colgando, agarró el mango de una de las hachas cruzadas bajo el cráneo y tiró de ella.
Estaba bien clavada y no se movió.
Clary cerró los ojos, apretó más la mano sobre ella y tiró con toda su fuerza. El hacha saltó de la pared con el sonido de algo arrancado, lanzando trozos de piedra y mortero. Clary perdió el equilibrio y cayó, y aterrizó agazapada, con el hacha ante ella. Era pesada, pero ella casi ni la notaba. Le estaba volviendo a pasar lo que le había ocurrido en la tienda de antigüedades. El tiempo parecía ir más despacio, las sensaciones se intensificaban. Notaba cada susurro del aire sobre la piel y todas las irregularidades del suelo bajo los pies. Se preparó para la llegada del primer demonio, que correteó bajo el arco y se alzó hacia atrás como una tarántula, pateando el aire sobre ella. Bajo los tentáculos de la cara había unas fauces babeantes.
El hacha que tenía Clary en la mano pareció lanzar un tajo por voluntad propia, y se hundió profundamente en el pecho de la criatura. Al instante, Clary recordó a Jace diciéndole que no intentara alcanzarlos en el pecho sino decapitarlos. No todos los demonios tenían corazón. Pero en ese caso tuvo suerte. La criatura se sacudió chillando; la sangre comenzó a burbujear por la herida, y luego el demonio desapareció; ella se fue hacia atrás del impulso, con su arma manchada de icor aún en la mano. La sangre del demonio era negra y apestosa, como la brea.
Cuando el siguiente se lanzó hacia ella, Clary se agachó mientras hacía un arco con el hacha; le cortó varias patas. Aullando, el demonio se fue de lado como una silla rota, pero el siguiente demonio ya pasaba sobre él, pisoteándolo, tratando de llegar hasta ella. Clary asestó otro golpe, y el hacha se hundió en el rostro de la criatura. El icor saltó rociando, y ella se tiró hacia atrás, apretándose contra la pared de la escalera. Si alguno se le podía colar por detrás, estaba muerta.
Enloquecido, el demonio al que había abierto el rostro se lanzó de nuevo hacia ella; Clary blandió el hacha y le cortó una pata, pero otra le envolvió la muñeca. Una ardiente agonía le subió por el brazo. Clary gritó y trató de soltarse la mano, pero el demonio la agarraba con demasiada fuerza. Era como si miles de agujas ardientes le atravesaran la piel. Aún gritando, le lanzó un puñetazo con el brazo izquierdo y le dio en la cara, justo donde tenía el tajo del hacha. El demonio lanzó un agudo siseo y aflojó un poco la presión; Clary pudo soltarse la mano y se echó hacia atrás.
Como surgido de la nada, un brillante cuchillo se hundió en el cráneo del demonio. Mientras Clary miraba sorprendida, el demonio se desvaneció, y vio a su hermano, con un cuchillo serafín en la mano y la camisa blanca salpicada de icor. Tras él, la sala estaba vacía excepto por el cuerpo de uno de los demonios, aún sacudiéndose, pero con líquido negro fluyendo de los muñones cortados como aceite de un coche aplastado.
Sebastian. Ella lo miró asombrada. ¿Acababa de salvarle la vida?
—Aléjate de mí, Sebastian —masculló ella entre dientes.
Él no pareció oírla.
—Tu brazo.
Ella se miró la muñeca, que aún le palpitaba de dolor. Una gruesa banda de heridas redondeadas la rodeaba donde las ventosas del demonio se le había enganchado, y se estaba oscureciendo, adquiriendo un asqueroso color azul negruzco.
Clary miró a su hermano. Su cabello blanco lo rodeaba con un halo en la oscuridad. O tal vez fuera que ella estaba perdiendo la vista. La luz también formaba un halo alrededor de la antorcha verde de la pared, y otro halo envolvía la hoja que brillaba en la mano de Sebastian. Él estaba hablando, pero sus palabras le llegaban confusas, indistintas, como si las pronunciara bajo el agua.
—… veneno letal —estaba diciendo él—. ¿En qué diablos estabas pensando, Clarissa? —su voz subía y bajaba. Ella trató de concentrarse—, luchar contra seis demonios dahak con una hacha de adorno…
—Veneno —repitió ella, y por un momento volvió a ver claramente el rostro de Sebastian, las arrugas de tensión alrededor de la boca y los ojos pronunciados e intensos—. Supongo que a fin de cuentas no me has salvado la vida, ¿no?
Tuvo un espasmo en la mano, y el hacha se le cayó, repicando contra el suelo. Notó que se le había enganchado el jersey a la áspera pared mientras comenzaba a bajar lentamente, deseando tan sólo tumbarse en el suelo. Pero Sebastian no quería dejarla descansar. La cogió por las axilas, la alzó y luego la cogió en brazos, con el brazo bueno de Clary rodeándole el cuello. Ella quería apartarse de él, pero carecía de la energía necesaria. Notó un punzante dolor en el codo, una quemazón… el roce de una estela. Un adormecimiento se le extendió por las venas. Lo último que vio antes de cerrar los ojos fue el rostro del cráneo del arco. Habría jurado que las cuencas vacías se reían de ella.