13

LA ARAÑA DE HUESO

Cuando la cabeza de la serpiente se lanzó hacia Clary, un fulgor brillante la atravesó, casi cegándola. Un cuchillo serafín, con el brillante borde cortando limpiamente la cabeza del demonio, que se desplomó, rociando veneno e icor; Clary rodó hacia un lado, pero parte de la sustancia tóxica le salpicó el torso. El demonio se desvaneció antes de que las dos mitades llegaran a tocar el suelo. Clary apretó los dientes para no gritar de dolor y fue a ponerse en pie. De repente, una mano entró en su campo de visión; una oferta para ayudarla a levantarse.

«Jace», pensó, pero al alzar los ojos, vio que miraba a su hermano.

—Vamos —la apremió Sebastian, todavía con la mano extendida—. Hay más.

Ella le cogió la mano y le dejó ponerla en pie. A él también le había salpicado la sangre del demonio: una sustancia verde negruzca que quemaba lo que tocaba, y chamuscaba la ropa. Mientras ella lo miraba, una de las cosas con cabeza de serpiente (demonios elapid, supo ella tardíamente, al recordar la ilustración en un libro) se alzó por detrás de él, con el cuello plano como el de una cobra. Sin pensar, Clary agarró a Sebastian del hombro y lo apartó con fuerza; él se tambaleó hacia atrás mientras el demonio atacaba, y Clary se alzó para frenarlo con la daga que se había sacado del cinturón. Inclinó el cuerpo hacia un lado mientras le clavaba la daga a la criatura, evitando sus fauces; el siseo del demonio se convirtió en un borboteo cuando la hoja se hundió y Clary tiró de ella hacia abajo, destripando a la criatura de la misma manera en que se destripa a un pescado. La ardiente sangre del demonio le estalló sobre la mano en un hirviente torrente. Clary gritó, pero no soltó la daga mientras el elapid desaparecía de la existencia.

Se volvió en redondo. Sebastian estaba luchando contra otro elapid junto a la puerta de la tienda; Jace estaba conteniendo a otros dos cerca de un aparador con cerámica antigua. El suelo estaba cubierto de añicos de loza. Clary echó el brazo hacia atrás y lanzó la daga, como le había enseñado Jace. La hoja cortó el aire y se clavó en el costado de una de las criaturas, que se alejó de Jace chillando y sacudiéndose. Éste se volvió y, al ver a Clary, le guiñó un ojo antes de cortarle la cabeza de un tajo al último demonio elapid, cuyo cuerpo se deshizo al desaparecer. Jace, salpicado de sangre negra, sonrió satisfecho.

Clary notó un subidón de algo, una sensación de vibrante euforia. Tanto Jace como Isabelle le habían hablado del subidón de la batalla, pero nunca antes lo había sentido. En ese momento, sí. Se sintió todopoderosa, con las venas vibrándole y la fuerza desenroscándosele desde la base de la columna. Todo parecía ir más despacio a su alrededor. Observó al demonio elapid herido girar y volverse hacia ella; se puso a correr hacia Clary sobre sus patas de insecto, con los labios ya separándose de los dientes. Ella retrocedió, arrancó la bandera antigua de su sujeción en la pared y golpeó con el extremo del asta al elapid en la boca abierta. La barra le atravesó el cráneo a la criatura, y el elapid desapareció, llevándose la bandera con él.

Clary rio a carcajadas. Sebastian, que acababa de terminar con los otros demonios, se volvió al oírla, y abrió mucho los ojos.

—¡Clary! ¡Detenlo! —gritó y, al volverse, ella vio a Mirek, que trataba de abrir una puerta en la parte trasera de la tienda.

Clary echó a correr, al mismo tiempo que se sacaba el cuchillo serafín del cinturón.

—¡Nakir! —gritó; saltó sobre el mostrador y luego saltó sobre él mientras su arma comenzaba a brillar con fuerza. Aterrizó sobre el demonio vetis, tirándolo al suelo. Uno de sus brazos de anguila trató de morderla, y ella lo cortó de un tajo con el cuchillo. Más sangre negra salió disparada. El demonio la miró con ojos rojos y aterrados.

—Para —resolló—. Puedo darte todo lo que quieras…

—Tengo todo lo que quiero —susurró ella, y bajó el cuchillo serafín. Lo hundió en el pecho del demonio, y Mirek desapareció con un grito hueco. Clary se golpeó con las rodillas en el suelo.

Al cabo de un instante, aparecieron dos cabezas por el lado del mostrador, mirándola: una rubia dorada y otra rubia plateada. Jace y Sebastian. Jace parecía asombrado; Sebastian, pálido.

—En nombre del Ángel, Clary —dijo a media voz—. El adamas

—Oh, ¿esa cosa que querías? Está aquí.

La pieza había medio rodado del mostrador. Clary la alzó; era un luminoso pedazo de color plata, manchado donde las manos ensangrentadas de Clary lo habían tocado.

Sebastian maldijo aliviado y le sacó el adamas de las manos, mientras Jace saltaba por encima del mostrador y, de un solo movimiento, caía junto a Clary. Se arrodilló y la acercó mientras le pasaba las manos por encima, con los ojos oscuros de preocupación. Ella lo cogió por las muñecas.

—Estoy bien —le aseguró. El corazón le latía con fuerza y la sangre aún le cantaba en las venas. Abrió la boca para decir algo, pero se inclinó hacia él y le puso las manos sobre las mejillas, clavándole las uñas—. Me siento bien.

Lo miró, desarreglado, sudoroso y ensangrentado como estaba, y quiso besarlo. Quiso…

—Muy bien, vosotros dos —interrumpió Sebastian. Clary se apartó de Jace y miró a su hermano. Los miraba sonriendo con ironía, mientras hacía girar perezosamente el trozo de adamas en la mano—. Mañana usaremos esto —dijo indicando el metal con la cabeza—. Pero esta noche, en cuanto nos hayamos aseado un poco, vamos a celebrarlo.

Simon entró descalzo en el salón, Isabelle tras él, y se encontraron con un sorprendente panorama. El círculo y el pentagrama en el centro del suelo resplandecían con una brillante luz plateada, como mercurio. Se alzaba humo del centro, una alta columna de un rojo muy oscuro, acabada en blanco. Toda la sala olía a quemado. Magnus y Alec estaban fuera del círculo, y junto a ellos, Jordan y Maia, quienes, a juzgar por los abrigos y gorras que llevaban, debían de acabar de llegar.

—¿Qué está pasando? —preguntó Isabelle, mientras se estiraba bostezando—. ¿Por qué todo el mundo está viendo el Canal Pentagrama?

—Espera un momento —contestó Alec, sombrío—. Ya lo verás.

Isabelle se encogió de hombros y sumó su observación a la de los demás. Mientras todos miraban, el humo blanco comenzó a girar, cada vez más rápido, un minitornado que recorría el centro del pentagrama y formaba palabras con marcas requemadas.

«¿HABÉIS TOMADO UNA DECISIÓN?».

—Ayyy —exclamó Simon—. ¿Lleva toda la mañana haciendo esto?

Magnus alzó los brazos. Llevaba pantalones de cuero y una camisa con un rayo metálico delante.

—Y toda la noche.

—¿Y pregunta lo mismo todo el rato?

—No, dice cosas diferentes. A veces, palabrotas. Azazel parece estar pasándolo bien.

—¿Puede oírnos? —Jordan inclinó la cabeza hacia el lado—. Eh, hola, demonio.

Las letras de fuego fueron apareciendo.

«HOLA, LICÁNTROPO».

Jordan dio un paso atrás y miró a Magnus.

—¿Esto es… normal?

Magnus parecía profundamente infeliz.

—Te aseguro que no es normal en absoluto. Nunca había invocado a ningún demonio tan poderoso como Azazel, pero incluso así… He revisado los libros, y no he encontrado ningún caso en que esto haya pasado antes. Esto se está descontrolando.

—Hay que enviar de vuelta a Azazel —repuso Alec—. De una forma permanente. —Meneó la cabeza—. Quizá Jocelyn tuviera razón. Nada bueno viene de invocar demonios.

—Estoy seguro de que yo vengo de alguien que invocó a un demonio —indicó Magnus—. Alec, lo he hecho cientos de veces. No sé por qué esta vez tiene que ser diferente.

—Azazel no puede salir, ¿verdad? —preguntó Isabelle—. Del pentagrama, me refiero.

—No —contestó Magnus—, pero tampoco debería ser capaz de hacer las otras cosas que está haciendo.

Jordan se inclinó hacia delante y apoyó las manos en las rodillas.

—¿Qué tal es estar en el Infierno, tío? —preguntó—. ¿Caliente o frío? He oído las dos cosas.

No hubo respuesta.

—Por Dios, Jordan —exclamó Maia—. Creo que lo has hecho enfadar.

Jordan tocó con el pie el borde del pentagrama.

—¿Puede predecir el futuro? ¿Qué, pentagrama, vamos a triunfar con el grupo de música?

—Es un demonio del Infierno, no una bola mágica, Jordan —replicó Magnus irritado—. Y aléjate del borde del pentagrama. Invoca a un demonio y atrápalo en un pentagrama, y no podrá hacerte daño. Entra en el pentagrama, y te pones a su alcance…

En ese momento, la columna de humo comenzó a condensarse. Magnus alzó la cabeza de golpe, y Alec se puso en pie, casi tirando la silla mientras el humo iba tomando la forma de Azazel. El traje apareció primero, uno de raya diplomática gris y plata, con elegantes gemelos, y luego pareció llenarlo; sus ojos llameantes fueron lo último en aparecer. Miró alrededor con evidente placer.

—Toda la banda está aquí —dijo—. ¿Habéis tomado una decisión?

—Sí —contestó Magnus—. Creo que no requeriremos tus servicios. Gracias de todas formas.

Se hizo el silencio.

—Ahora ya te puedes ir —añadió Magnus, agitando los dedos como despedida—. Va.

—Creo que no —repuso Azazel amablemente; sacó un pañuelo, lo sacudió y se pulió las uñas—. Creo que me quedaré. Me gusta estar aquí.

Magnus suspiró y le dijo algo a Alec, que fue a la mesa y volvió con un libro. Se lo pasó al brujo. Magnus lo abrió y comenzó a leer.

—«Espíritu maldito, aléjate. Regresa al reino del humo y las llamas, de cenizas y…».

—Eso no funciona conmigo —advirtió el demonio con voz cansina—. Pero inténtalo si quieres. Yo seguiré aquí.

Magnus lo miró con los ojos ardiendo de rabia.

—No puedes obligarnos a negociar contigo.

—Puedo intentarlo. No es que tenga nada mejor que hacer…

Azazel calló cuando una forma familiar entró corriendo en la sala. Era Presidente Miau, que perseguía lo que parecía un ratón. Mientras todos lo miraban sorprendidos y horrorizados, el gato cruzó el borde del pentagrama, y Simon, llevado por el instinto en vez de la razón, saltó dentro del pentagrama tras él y lo cogió en brazos.

—¡Simon!

Sin volverse supo que era Isabelle, que había soltado un grito instintivo. Se volvió para mirarla y la vio con la mano sobre la boca y contemplándolo con los ojos desorbitados. Todos lo miraban. Izzy palideció de horror, e incluso Magnus pareció inquieto.

«Invoca a un demonio y atrápalo en un pentagrama, y no podrá hacerte daño. Entra en el pentagrama, y te pones a su alcance».

Simon notó que le tocaban en el hombro. Dejó caer a Presidente Miau mientras se volvía; el gato salió corriendo del pentagrama y fue a esconderse bajo el sofá. Simon alzó la mirada. El enorme rostro de Azazel estaba sobre él. A esa distancia, veía las grietas en la piel del demonio, como grietas en el mármol, y las llamas que ardían en el fondo de los hundidos ojos de Azazel. Cuando el demonio sonrió, Simon vio que cada uno de sus dientes acababa en una aguja de hierro.

Azazel exhaló. Una nube de sulfuro caliente rodeó a Simon. Éste era vagamente consciente de la voz de Magnus, que subía y bajaba en una salmodia, y de que Isabelle gritaba algo mientras el demonio lo agarraba por los brazos. Azazel alzó a Simon del suelo, dejándolo con los pies colgando… y lo lanzó.

O trató de hacerlo. Las manos le resbalaron de Simon; éste se cayó al suelo hecho un ovillo, mientras Azazel salía disparado hacia atrás y parecía chocar contra una barrera invisible. Se oyó un ruido como de piedra al quebrarse. Azazel cayó de rodillas; luego se levantó penosamente. Lo miró rugiendo, los dientes destellaron y fue a por Simon, quien, al darse cuenta por fin de lo que estaba pasando, alzó una temblorosa mano y se apartó el cabello de la frente.

Azazel se detuvo en seco. Las manos, con las uñas acabadas con las mismas agujas de hierro que los dientes, se le cerraron a los costados.

—Errante —susurró—. ¿Eres tú?

Simon se quedó parado. Magnus seguía salmodiando suavemente en el fondo, pero todo lo demás estaba en silencio. Simon temía mirar atrás y ver los ojos de cualquiera de sus amigos. Clary y Jace, pensó, ya habían visto lo que hacía la Marca, su fuego. Nadie más. No era de extrañar que se hubieran quedado sin palabras.

—No —repuso Azazel, entrecerrando sus ardientes ojos—. No, eres demasiado joven, y el mundo demasiado viejo. Pero ¿quién osaría poner la marca del Cielo en un vampiro? ¿Y por qué?

Simon bajó la mano.

—Tócame de nuevo y descúbrelo —lo retó.

Azazel hizo un sonido resonante, mitad risa, mitad fastidio.

—Creo que no —contestó—. Si has estado tonteando para torcer la voluntad del Cielo, ni siquiera por mi libertad vale la pena jugarme mi destino aliándolo al tuyo. —Miró por la sala—. Estáis todos locos. Buena suerte, niños humanos. La vais a necesitar.

Y desapareció en medio de una llamarada, dejando detrás un humo negro y el hedor del sulfuro.

—No te muevas —dijo Jace, con la daga Herondale en la mano; con la punta, cortó la camisa de Clary desde el cuello hasta el borde. Cogió ambas partes y se las sacó con cuidado de los hombros, dejándola a ella sentada en el borde del lavabo sólo en pantalones y camisola. La mayoría del veneno y el icor le había caído sobre los vaqueros y el abrigo, pero la frágil seda de la camisa estaba destrozada. Jace la tiró al lavabo, y el agua crepitó; luego le puso la estela en el hombro a Clary y fue trazando una runa curativa.

Ella cerró los ojos, notando el calor de la runa, y luego un intenso alivio del dolor se le extendió por los brazos y la espalda. Era como la novocaína, pero sin atontarla.

—¿Mejor? —preguntó Jace.

Ella abrió los ojos.

—Mucho mejor. —Era perfecto; el iratze no tenía demasiado efecto sobre las quemaduras causadas por veneno de demonio, pero ésas tendían a curarse rápido en la piel de los cazadores de sombras. Lo cierto era que ya sólo le picaban un poco, y Clary, aún con el subidón de la pelea, casi ni las notaba—. ¿Tu turno?

Él sonrió y le ofreció la estela. Estaban en la parte trasera de la tienda de antigüedades. Sebastian había ido a cerrar la puerta y bajar las luces de delante, para no atraer la atención de ningún mundano. Le entusiasmaba «celebrarlo» y, cuando los había dejado, había estado dudando sobre si volver al apartamento y cambiarse o ir directos a un club en la Malá Strana.

Si en alguna parte de su fuero interno Clary sentía que no estaba bien celebrar algo, esa sensación se perdía en la vibración de su sangre. Era curioso que hubiera sido justamente luchando al lado de Sebastian que se le hubiera encendido el interruptor que parecía despertar los instintos de cazadora de sombras que tenía dentro. Quería saltar edificios de un solo bote, dar cien volteretas, y aprender a cruzar los cuchillos como una tijera, como hacía Jace. Pero en vez de todo eso, le cogió la estela y le pidió que se quitara la camisa.

Él se la quitó por la cabeza, y ella trató de mostrarse indiferente. Jace tenía un largo corte en el costado, de un rojo púrpura furioso en los bordes, y quemaduras de sangre de demonio en la clavícula y el hombro derecho. Aun así, era la persona más hermosa que Clary había conocido. Piel de color dorado pálido, anchos hombros, cintura y caderas estrechas, una fina línea de vello dorado que le iba del ombligo hasta perderse bajo la cintura de los pantalones. Apartó los ojos de él y le puso la estela en el hombro, dibujándole en la piel la que debía de ser la enésima runa curativa que él hubiera recibido.

—¿Bien? —preguntó cuando hubo acabado.

—Hum-hum. —Él se inclinó, y Clary pudo notar su olor: sangre y carboncillo, sudor y el jabón barato que habían encontrado en el lavabo—. Me ha gustado —dijo Jace—. ¿A ti no? ¿Luchar juntos así?

—Ha sido… intenso.

Él ya estaba entre sus piernas; se acercó más, enganchándole la cintura del pantalón con los dedos. Ella le puso las manos sobre los hombros y se vio el brillo del anillo de oro con forma de hoja en el dedo. Eso la despejó.

«No te distraigas; no te pierdas en esto. Éste no es Jace, no es Jace, no es Jace».

Él le rozó la boca con los labios.

—He pensado que era increíble. Tú has estado increíble.

—Jace —susurró ella, y entonces se oyó que golpeaban en la puerta. Jace la soltó sorprendido, y ella se resbaló hacia atrás; sin querer apretó el grifo, que se abrió y los roció a los dos con agua. Ella soltó un gritito de sorpresa y Jace se echó a reír. Fue a abrir la puerta mientras Clary se volvía para cerrar el grifo.

Por supuesto, era Sebastian. Estaba sorprendentemente limpio, si se tenía en cuenta lo que acababan de pasar. Se había cambiado la chaqueta de cuero manchada por una casaca militar antigua, que, sobre su camiseta, le daba el aspecto chic de una tienda de segunda mano. Llevaba algo en las manos, algo negro y brillante.

Sebastian arqueó las cejas.

—¿Hay alguna razón por la que hayas tirado a mi hermana al lavabo?

—La estaba alzando en volandas —contestó Jace; se agachó para recoger la camisa y se la puso. Al igual que Sebastian, su chaqueta era lo que más dañado había resultado, aunque también tenía una raja en el costado de la camisa, donde la garra de un demonio le había arañado.

—Te he traído algo que ponerte —dijo Sebastian, y le pasó la cosa negra brillante a Clary, que había salido del lavabo y estaba de pie, goteando agua con jabón sobre el suelo alicatado—. Es antiguo, y parece de tu talla.

Sorprendida, Clary le devolvió la estela a Jace y cogió la prenda que le ofrecía Sebastian. Era un vestido, casi un viso en realidad, de un negro intenso, con unos elaborados tirantes de cuentas y bajo de encaje. Los tirantes eran ajustables, y la tela se daba lo suficiente para que Sebastian tuviera razón, y seguramente le cupiera. En parte, no le gustaba la idea de ponerse algo que hubiera elegido Sebastian, pero tampoco podía ir a un club nocturno en unos vaqueros empapados y una camisola.

—Gracias —dijo al fin—. Muy bien, salid los dos mientras me cambio.

Los chicos salieron y cerraron la puerta. Ella los oía, chicos hablando en voz alta, y aunque no distinguía las palabras, sabía que estaban bromeando. Cómoda y amistosamente. Qué raro era aquello, pensó mientras se sacaba la ropa y se pasaba el vestido por la cabeza. Jace, que casi nunca se mostraba abierto con nadie, estaba riendo y bromeando con Sebastian.

Se volvió para mirarse en el espejo. El negro le aclaraba el color de la piel, hacía que sus ojos parecieran más grandes y el cabello más rojo; los miembros, largos, finos y pálidos. Las botas que había llevado por dentro de los vaqueros le añadían un toque duro al conjunto. No estaba segura de si estaba guapa, pero seguro que parecía alguien con quien valía la pena no meterse.

Se preguntó si Isabelle lo aprobaría.

Abrió la puerta del lavabo y salió. Estaba en la oscura trastienda, donde todos los trastos que no cabían delante estaban tirados de cualquier manera. Una cortina de terciopelo la separaba del resto del establecimiento. Jace y Sebastian se encontraban al otro lado de la cortina, charlando, aunque ella seguía sin captar las palabras. Apartó la cortina y salió.

Las luces estaban encendidas, aunque la persiana de metal estaba bajada, dejando el interior de la tienda invisible para el transeúnte. Sebastian estaba revisando los trastos de los estantes; los bajaba uno tras otro con sus largos dedos, los examinaba por encima y los volvía a dejar en el estante.

Jace fue el primero en ver a Clary. Ella vio que le chispeaban los ojos y se acordó de la primera vez que él la había visto arreglada, con la ropa de Isabelle, para la fiesta de Magnus. Al igual que entonces, los ojos de Jace fueron subiendo desde la botas, por las piernas, las caderas, la cintura y el pecho, para acabar deteniéndose en el rostro. Él esbozó una lenta sonrisa.

—Podría decir que eso no es un vestido, es ropa interior —dijo él—, pero dudo que eso favorezca mis intereses.

—¿Necesito recordarte que ésa es mi hermana? —preguntó Sebastian.

—La mayoría de los hermanos estarían encantados de ver a un caballero como yo custodiando a su hermana por la ciudad —repuso Jace, mientras cogía una chaqueta militar de una de las perchas y metía los brazos.

—¿Custodiar? —repitió Clary—. Lo siguiente que dirás es que eres un bribón y un perillán.

—Y entonces, acabaremos con un duelo a pistola al amanecer —añadió Sebastian mientras iba hacia la cortina de terciopelo—. Vuelvo en seguida. No me he sacado la sangre del pelo.

—Manías, manías —le soltó Jace, sonriendo, y luego cogió a Clary y la acercó a él. Su voz pasó a ser un susurro—. ¿Recuerdas cuando fuimos a la fiesta de Magnus? Saliste al vestíbulo con Isabelle, y a Simon casi le da una apoplejía.

—Curioso, estaba pensando en lo mismo. —Clary tiró la cabeza hacia atrás para mirarlo—. No recuerdo que tú dijeras nada entonces sobre mi aspecto.

Él metió los dedos bajo los tirantes del vestido; las yemas le rozaron la piel.

—Creía que no te gustaba mucho. Y no creí que una descripción detallada de todo lo que habría querido hacerte, expuesta delante de un público, hubiera servido para que cambiaras de opinión.

—¿Creías que no me gustabas? —Su voz se alzó incrédula—. Jace, ¿cuándo no le has gustado a una chica?

Él se encogió de hombros.

—Sin duda los manicomios de este mundo están llenos de las desafortunadas mujeres que no han sido capaces de ver mis encantos.

Clary tenía una pregunta en la punta de la lengua, una que siempre le había querido hacer pero no le había hecho. Al fin y al cabo, ¿qué importaba lo que hubiera hecho antes de conocerla? Como si él pudiera leerle los pensamientos en la cara, sus dorados ojos se suavizaron un poco.

—Nunca me ha importado lo que las chicas pensaran de mí —dijo—. No antes de ti.

«Antes de ti».

—Jace, me preguntaba… —La voz de Clary tembló un poco.

—Vuestro precalentamiento verbal es aburrido y molesto —soltó Sebastian, mientras reaparecía por la cortina de terciopelo, con el cabello húmedo y revuelto—. ¿Listos?

Clary se apartó de Jace, sonrojándose.

—Somos nosotros los que te hemos estado esperando —replicó Jace, impertérrito.

—Pues parece que habéis encontrado la manera de entreteneros durante ese terrible rato. Ahora vamos. Ya veréis como os encanta este sitio.

—Quiero recuperar mi depósito —dijo Magnus con tristeza. Estaba sentado sobre la mesa, entre las cajas de pizzas y las tazas de café, observando al resto del Equipo Bueno hacer todo lo que podían para limpiar la destrucción que había ocasionado la aparición de Azazel: los agujeros humeantes de las paredes, el moco negro y sulfuroso que goteaba de las tuberías del techo, la ceniza y otras sustancias negras terrosas que cubrían el suelo. Presidente Miau estaba tumbado en el regazo del brujo, ronroneando. Magnus se había librado de participar en la limpieza porque había permitido que su apartamento quedara medio destruido; Simon tampoco participaba de la limpieza porque después del incidente del pentagrama nadie sabía muy bien qué hacer con él. Había tratado de hablar con Isabelle, pero ella se había limitado a amenazarlo con la fregona.

—Tengo una idea —dijo Simon. Estaba sentado junto a Magnus, con los codos apoyados en las rodillas—. Pero no os va a gustar.

—Tengo la sensación de que no te equivocas, Sherwin.

—Simon. Me llamo Simon.

—Lo que sea. —Magnus agitó una delgada mano—. ¿Cuál es tu idea?

—Tengo la Marca de Caín —comenzó Simon—. Eso significa que nada puede matarme, ¿cierto?

—Te puedes matar tú —soltó Magnus, sin ayudar nada—. Por lo que sé, los objetos inanimados te pueden matar por accidente. Así que si estabas pensando en aprender la lambada en una plataforma engrasada sobre un foso lleno de cuchillos, yo no lo haría.

—Ya me has fastidiado el sábado.

—Pero nada más puede matarte —continuó Magnus. Había apartado la mirada de Simon, y observaba a Alec, que parecía estar peleándose con la mopa—. ¿Por qué?

—Lo que ha pasado en el pentagrama con Azazel me ha hecho pensar —contestó Simon—. Dices que invocar a ángeles es más peligroso que invocar a demonios, porque pueden aplastarte o hacerte arder con el fuego celestial. Pero si lo hiciera yo… —Dejó la frase colgando—. Bueno, yo no correría peligro, ¿no?

Eso captó de nuevo la atención de Magnus.

—¿Tú? ¿Invocar a un ángel?

—Podrías explicarme cómo hacerlo —continuó Simon—. Ya sé que no soy brujo, pero Valentine lo hizo. Si él pudo, ¿por qué yo no? Quiero decir, hay humanos que hacen magia.

—No podría prometerte que sobrevivieras —repuso Magnus, pero había una chispa de interés en su voz que contrastaba con la advertencia—. La Marca es la protección del Cielo, pero ¿te protegería del mismo Cielo? No sé la respuesta.

—No creía que la supieras. Pero aceptas que, de todos nosotros, yo soy el que tiene más posibilidades, ¿verdad?

Magnus miró a Maia, que estaba salpicando a Jordan con agua sucia y riendo mientras él se retorcía, soltando grititos. Maia se echó el rizado cabello hacia atrás, y se dejó una mancha sucia en la frente. Se la veía joven.

—Sí —concedió Magnus a regañadientes—. Probablemente sí.

—¿Quién es tu padre? —preguntó Simon.

Magnus miró instintivamente a Alec. Sus ojos eran de un color verde dorado, tan inescrutables como los ojos del gato que tenía en el regazo.

—No es mi tema favorito, Smedly.

—Simon —replicó Simon—. Y si voy a morir por todos nosotros, lo mínimo que podría hacer es recordar mi nombre.

—No morirás por mí —repuso Magnus—. Si no fuera por Alec, yo estaría…

—¿Dónde estarías?

—Tuve un sueño —contestó Magnus con una mirada distante—. Vi una ciudad de sangre, con torres hechas de huesos, y la sangre corría por las calles como agua. Quizá puedas salvar a Jace, vampiro diurno, pero no puedes salvar el mundo. La oscuridad se acerca. «Una tierra de oscuridad, como la misma oscuridad; y de las sombras de la muerte, sin ningún orden, y donde la luz es como la oscuridad».

»Si no fuera por Alec, me habría marchado de aquí.

—¿Y adónde irías?

—A esconderme. A esperar que pasara la tormenta. No soy un héroe. —Magnus cogió a Presidente Miau y lo dejó caer al suelo.

—Amas a Alec lo suficiente para quedarte aquí —dijo Simon—. Eso es bastante heroico.

—Tú amabas a Clary lo suficiente para destrozarte la vida por ella —replicó Magnus con una amargura nada característica en él—. Y mira lo que has conseguido. —Alzó la voz—. Muy bien, gente. Venid aquí. Sheldon tiene una idea.

—¿Quién es Sheldon? —preguntó Isabelle.

Las calles de Praga estaban frías y oscuras, y aunque Clary se arrebujaba en su chaqueta con quemaduras de icor, notó que el aire helado le cortaba la vibración exaltada que sentía en las venas, apagando lo que le quedaba del subidón de la pelea. Compró una copa de vino caliente para que la vibración siguiera y la rodeó con las manos para que le diera calor, mientras Jace, Sebastian y ella se perdían en el retorcido laberinto de calles cada vez más estrechas y oscuras. Las calles no tenían placas con nombres y no había otros peatones; lo único constante era la luna, que se movía entre las nubes en lo alto. Finalmente, unos escalones bajos de piedra los llevaron a una pequeña plaza, iluminada por un lado por un reluciente cartel de neón que decía «KOSTI LUSTR». Bajo el cartel había una puerta abierta, un lugar vacío en la pared que recordaba al hueco de un diente perdido.

—¿Qué quiere decir «Kosti Lustr»? —preguntó Clary.

—Significa «La Araña de Hueso». Es el nombre del club —contestó Sebastian mientras avanzaba. Su cabello claro reflejaba las cambiantes luces del neón: rojo intenso, azul frío y dorado metálico—. ¿Venís?

Clary chocó contra un muro de sonido y luz en cuanto entró en el club. Era un espacio grande y abarrotado que parecía haber sido el interior de una iglesia. Aún se veían las vidrieras en lo alto de los muros. Focos estroboscópicos destellaban sobre los felices rostros de los bailarines en la agitada multitud. Había una cabina de disc-jockey en una pared, y música trance rebosaba por los altavoces. La música la sacudía desde lo pies, se le metía en la sangre y le hacía vibrar los huesos. El ambiente estaba cargado de calor humano y de olor a sudor, humo y cerveza.

Estaba a punto de volverse y preguntarle a Jace si quería bailar, cuando notó una mano en la espalda. Era Sebastian. Clary se tensó, pero no se apartó.

—Vamos —le dijo él al oído—. No nos vamos a quedar aquí con toda la purria.

Su mano era como hierro presionándole la columna. Le dejó que la impulsara hacia delante, entre los que bailaban; la multitud parecía apartarse para dejarlos pasar, la gente alzaba los ojos para mirar a Sebastian, y luego los bajaban, apartándose. El calor aumentó, y a Clary casi le costaba respirar para cuando llegaron al otro lado de la sala. Allí había un arco en el que no se había fijado antes. Unos gastados escalones de piedra conducían hacia abajo, curvándose en la oscuridad.

Clary alzó los ojos cuando Sebastian le sacó la mano de la espalda. Se hizo la luz a su alrededor. Jace había sacado su piedra de luz mágica. Le sonrió; su rostro todo ángulos y sombras bajo la dura luz.

—Fácil es el descenso —comentó.

Clary se estremeció. Sabía el resto de la frase. «Fácil es el descenso al Infierno».

—Vamos. —Sebastian indicó con la cabeza, y comenzó a bajar, grácil y seguro, sin preocuparse de poder resbalar en las piedras pulidas por el tiempo. Clary lo siguió un poco más despacio. El aire fue enfriándose a medida que descendían, y el sonido de la música se desvaneció. Clary oía sus respiraciones y veía sus sombras, distorsionadas y descoyuntadas, que se proyectaban sobre las paredes.

Oyó una nueva música antes de llegar al final de la escalera. Tenían un ritmo incluso más machacón que la música de arriba; se le metió por los oídos y hasta las venas, y la sacudió por dentro. Cuando llegaron al último escalón, estaba casi mareada; entraron en una gigantesca sala que la dejó sin aliento.

Todo era de piedra; las paredes irregulares y con bultos y el suelo liso bajo los pies. Una enorme estatua de un ángel negro alado se alzaba junto a la pared del fondo, con la cabeza perdida entre la sombras de lo alto; de las alas colgaban tiras de granates que parecían gotas de sangre. Explosiones de color y luz estallaban como petardos por toda la sala, nada parecidas a las luces artificiales de arriba; eran hermosas y chispeantes como fuegos artificiales, y cada vez que estallaba uno, esparcía una lluvia brillante sobre la multitud que bailaba abajo. De grandes fuentes de mármol manaba agua burbujeante; pétalos de rosas negras flotaban en la superficie. Y por encima de todo, colgando sobre la atestada pista de baile de un largo cable dorado, había una enorme araña de luces hecha de huesos.

Era tan elaborada como macabra. La parte principal de la lámpara estaba formada por columnas vertebrales unidas; fémures y tibias colgaban como decoración de los brazos de la lámpara, que se alzaban para sostener cráneos humanos, cada uno de ellos sujetando un enorme cirio. Cera negra goteaba como sangre de demonio y aunque ninguno de ellos parecía notarlo, salpicaba a los bailarines. Éstos no eran humanos y giraban, se movían y aplaudían.

—Licántropos y vampiros —dijo Sebastian respondiendo a la pregunta que Clary no había llegado a formularle—. En Praga son aliados. Aquí es donde… se relajan. —Una brisa caliente soplaba por la sala, como un viento del desierto; le agitó el cabello plateado y se lo puso sobre los ojos, ocultándole la expresión.

Clary se sacó la chaqueta y la apretó contra el pecho casi como si fuera un escudo. Miró alrededor con ojos muy abiertos. Podía notar que el resto no eran humanos; los vampiros con su palidez y su gracia lánguida y ágil; los licántropos, fieros y rápidos. La mayoría eran jóvenes, y bailaban cerca, y se rozaban de arriba abajo contra el cuerpo de los otros.

—Pero… ¿no les importará que estemos aquí? ¿Nefilim?

—Me conocen —contestó Sebastian—. Y todos saben que estáis conmigo. —Le cogió la chaqueta—. La dejaré en el guardarropa.

—Sebastian…

Pero él ya se había ido.

Clary miró a Jace, que estaba a su lado. Él tenía los pulgares colgando del cinturón y miraba alrededor sin demasiado interés.

—¿Guardarropa vampírico?

—¿Por qué no? —Jace sonrió—. Te habrás fijado en que no se ha ofrecido a llevarse mi chaqueta. La caballerosidad ha muerto, te lo digo yo. —Inclinó la cabeza al ver la expresión confusa de Clary—. Lo que sea. Tal vez aquí haya alguien con quien quiere hablar.

—¿No es sólo por diversión?

—Sebastian nunca hace nada sólo por diversión. —Jace la cogió de las manos y tiró de ella hacia sí—. Pero yo sí.

Nadie mostró ningún entusiasmo con su plan, lo que a Simon no le sorprendió en absoluto. Hubo un fuerte coro de desaprobación, seguido de un clamor de voces tratando de convencerlo para que no lo hiciera, y preguntas, la mayoría dirigidas a Magnus, sobre la seguridad de todo aquel asunto. Simon apoyó los codos en las rodillas y esperó a que acabaran.

Finalmente, notó que le tocaban suavemente en el brazo. Se volvió, y para su sorpresa, era Isabelle. Ella le hizo un gesto para que la siguiera.

Acabaron entre las sombras de una de las columnas mientras la discusión seguía detrás de ellos. Como Isabelle había sido, al principio, de los que habían protestado con más fuerza, él se preparó para que le gritara. Sin embargo, ella sólo lo miró apretando los labios.

—Vale —dijo él finalmente, harto de su silencio—. Supongo que en este momento no estás nada contenta conmigo.

—¿Supones? Te daría una patada en el culo, vampiro, pero no quiero estropearme mis caras botas nuevas.

—Isabelle…

—No soy tu novia.

—De acuerdo —repuso Simon, aunque no pudo evitar una leve sensación de decepción—. Lo sé.

—Y nunca te he reprochado el tiempo que has pasado con Clary. Incluso te animé a hacerlo. Sé lo mucho que la quieres. Y sé lo mucho que te quiere. Pero esto… esto que pretendes hacer es correr un riesgo de locos. ¿Estás seguro?

Simon miró alrededor, al destartalado apartamento de Magnus, al pequeño grupo en el rincón, discutiendo sobre su destino.

—No es sólo por Clary.

—Bueno, no será por tu madre, ¿verdad? —replicó Isabelle—. ¿Porque te llamó monstruo? No tienes que demostrar nada, Simon. Es su problema, no el tuyo.

—No es eso. Jace me salvó la vida. Se lo debo.

Isabelle pareció sorprenderse.

—No estás haciendo esto sólo para pagar a Jace, ¿verdad? Porque, por ahora, me parece que todos estamos bastante igualados.

—No, no del todo —contestó él—. Mira, todos conocemos la situación. Sebastian no puede estar suelto por ahí. No es seguro. La Clave tiene razón. Pero si él muere, Jace muere. Y si Jace muere, Clary…

—Ella lo superará —dijo Isabelle, con una voz seca y firme—. Es dura y fuerte.

—Sufrirá. Quizá para siempre. No quiero que sufra así. No quiero que tú sufras así.

Isabelle se cruzó de brazos.

—Claro que no. Pero ¿crees que no sufrirá, Simon, si te pasa algo?

Simon se mordisqueó el labio. Lo cierto era que no había pensado en eso.

—¿Y tú qué?

—¿Yo qué?

—¿Sufrirías si me pasara algo?

Ella se lo quedó mirando, con la espalda muy tiesa y la barbilla firme. Pero le brillaban los ojos.

—Sí.

—Pero quieres que ayude a Jace.

—Sí, también.

—Entonces, tienes que dejarme hacerlo —concluyó él—. No es sólo por Jace, o por ti y Clary, aunque todos sois una gran parte. Es porque creo que la oscuridad se acerca. Creo a Magnus cuando lo dice. Creo que Raphael teme realmente una guerra. Creo que estamos viendo una pequeña parte del plan de Sebastian, pero no creo que sea una coincidencia que se llevara a Jace con él cuando se fue. O que Jace y él estén unidos. Sabe que necesitamos a Jace para ganar una guerra. Sabe lo que Jace es.

Isabelle no lo negó.

—Eres tan valiente como Jace.

—Quizá —repuso Simon—. Pero no soy nefilim. No puedo hacer lo que hace él. Y no significo tanto para tanta gente.

—Destinos especiales y tormentos especiales —susurró Isabelle—. Simon… tú significas mucho para mí.

Él le cubrió la mejilla con la mano.

—Eres una guerrera, Izzy. Eso es lo que haces. Es lo que eres. Pero si no puedes luchar contra Sebastian porque herirlo significa herir a Jace, no puedes luchar en esta guerra. Y si tienes que matar a Jace para ganar la guerra, creo que eso destruiría parte de tu alma. Y no quiero que eso ocurra, sobre todo si puedo hacer algo para evitarlo.

Isabelle tragó saliva.

—No es justo —dijo—. Que tengas que ser tú…

—Yo elijo hacerlo. Jace no tiene elección. Si muere, será por algo de lo que él no tiene ninguna culpa, no en realidad.

Isabelle respiró hondo. Descruzó los brazos y lo cogió del codo.

—Muy bien —repuso—. Vamos.

Lo llevó hacia los otros, que dejaron de discutir y la miraron cuando ella carraspeó, como si acabaran de darse cuenta de que ellos dos se habían apartado un momento.

—Ya basta —dijo Isabelle—. Simon ha tomado una decisión, y es él quien elige. Va a invocar a Raziel. Y lo vamos a ayudar en todo lo que podamos.

Bailaron. Clary trató de perderse en el fuerte ritmo de la música mientras la sangre le corría por la venas, igual que había sido capaz de hacerlo aquella vez en el Pandemónium con Simon. Claro que Simon bailaba fatal, y Jace era un bailarín excelente. Supuso que eso tenía sentido. Con todo el entrenamiento de control en la lucha y su gracilidad, no había mucho que no pudiera hacer con el cuerpo. Cuando él echó la cabeza hacia atrás, su cabello estaba oscuro de sudor, pegado a las sienes, y la curva del cuello le brilló bajo la luz de la araña de hueso.

Clary vio cómo lo miraban los otros bailarines: con admiración, especuladores, con ansia depredadora. Sintió por dentro una posesividad a la que no podía poner nombre o controlar. Se acercó más a él, rozándolo con el cuerpo, subiendo y bajando, de la manera que había visto hacer a otras chicas, pero que ella jamás se había atrevido a probar. Siempre había estado convencida de que se enredaría el pelo en la hebilla del cinturón de alguien, pero las cosas ahora eran diferentes. Sus meses de entrenamiento no sólo le servían para luchar, sino siempre que tenía que emplear el cuerpo. Se sentía fluida, manteniendo el control, de una manera en que no se había sentido antes. Se apretó contra Jace.

Él había tenido los ojos cerrados; los abrió justo cuando una explosión de color iluminó la oscuridad en lo alto. Gotas metálicas llovieron sobre ellos; algunas gotitas cayeron sobre el cabello de Jace y relucieron sobre su piel como el mercurio. Él se llevó los dedos a una gota de plata líquida que tenía en la clavícula y se la mostró a ella, con los labios curvados.

—¿Te acuerdas de lo que te dije la última vez en Taki’s? ¿Sobre la comida de las hadas?

—Recuerdo que me contaste que habías corrido por Madison Avenue desnudo con astas en la cabeza —contestó Clary, parpadeando para hacer caer las gotas de plata de sus párpados.

—Dudo que alguna vez llegara a probarse que había sido realmente yo. —Sólo Jace podía hablar mientras bailaba y no parecer torpe—. Bueno, esta cosa… —y se sacudió un poco del líquido plateado que se le mezclaba con el cabello y la piel, pintándolo de metal— es como eso. Te da…

—¿Colocón?

Él la observó con ojos oscurecidos.

—Puede ser divertido.

Otra de las cosas como flores flotantes estalló sobre su cabeza; la salpicadura fue de color azul plata, como el agua. Jace lamió una gota que le había caído en la mano, observando a Clary.

«Colocón». Clary no había tomado drogas nunca, y ni siquiera bebía. Tal vez se podría contar la botella de Kahlúa que Simon y ella habían cogido del armario de las bebidas en casa de la madre de él y se habían bebido cuando tenían trece años. Después se habían encontrado muy mal; Simon hasta había vomitado en un seto. No había valido la pena, pero recordaba la sensación de estar mareada, y de reírse tontamente y sentirse feliz sin razón.

Cuando Jace bajó la mano, tenía la boca manchada de plata. Seguía mirándola, con los ojos dorado oscuro bajo sus largas pestañas.

«Feliz sin razón».

Clary pensó en cómo habían estado juntos durante el tiempo entre la Guerra Mortal y antes de que Lilith comenzara a poseerlo. Entonces él había sido el Jace de la fotografía que tenía colgada en la pared: feliz. Ambos habían sido felices. Al mirarlo, no la había reconcomido ninguna duda, no había tenido esa sensación como de pequeños cuchillos bajo la piel, corroyendo la intimidad que había entre ellos.

Clary se acercó a él y lo besó, suave y definitivamente, en los labios.

En su boca estalló un sabor agridulce, una mezcla de vino y caramelo. Más líquido plateado llovió sobre ellos mientras Clary se apartaba de Jace, lamiéndose la boca deliberadamente. Jace respiraba pesadamente; fue a cogerla, pero ella se apartó dando una vuelta, riendo.

De repente, Clary se sintió libre y feroz, e increíblemente ligera. Sabía que se suponía que debía estar haciendo algo terriblemente importante, pero no podía recordar qué, o por qué le importaba. Los rostros de los danzantes que la rodeaban ya no le parecían lupinos y algo inquietantes, sino oscuramente hermosos. Se hallaba en una gran caverna resonante, y las sombras alrededor estaban pintadas de colores más bellos y brillantes que cualquier puesta de sol. La estatua del ángel que se alzaba en lo alto parecía benevolente, mil veces más que Raziel y su fría luz blanca, y una nota aguda manaba de él, pura, clara y perfecta. Clary comenzó a girar, cada vez más de prisa, dejando atrás el pesar, los recuerdos, la pérdida, hasta que se encontró con unos brazos que la rodearon desde atrás y la sujetaron con fuerza. Miró hacia abajo y vio unas manos marcadas rodeándole la cintura, delgados dedos hermosos, la runa de visión. Jace. Se acurrucó contra él, cerrando los ojos, y dejó que la cabeza le cayera sobre la curva de su hombro. Notaba su corazón contra la espalda.

«Ningún otro corazón late como latía el de Jace, ni podría latir así».

Abrió los ojos de golpe y se volvió rápidamente, extendiendo las manos para apartarlo.

—Sebastian —susurró.

Su hermano le sonrió de medio lado, plata y negro como el anillo Morgenstern.

—Clarissa —dijo él—. Quiero enseñarte algo.

«No».

La palabra se le ocurrió y se le fue, disolviéndose como azúcar en un líquido. No podía recordar por qué debía decirle que no a él. Era su hermano; debería quererlo. La había llevado a aquel hermoso lugar. Quizá hubiera hecho cosas malas, pero de eso hacía mucho tiempo, y ella ya no podía recordar cuáles habían sido.

—Oigo ángeles cantando —le dijo ella.

Él soltó una risita.

—Ya veo que has descubierto que esa cosa plateada hace algo más que relucir. —Él le acarició el pómulo con el índice; cuando lo apartó era de color plata, como si hubiera cogido una lágrima pintada—. Ven conmigo, chica ángel. —Le tendió la mano.

—¿Y Jace? —protestó ella—. Lo he perdido entre la gente…

—Nos encontrará. —Sebastian la cogió de la mano, su tacto era sorprendentemente cálido y reconfortante. Ella se dejó llevar hacia una de las fuentes en medio de la sala, y la sentó en el ancho borde de mármol para luego sentarse junto a ella, aún cogiéndole la mano—. Mira en el agua —le dijo—. Dime lo que ves.

Ella se inclinó y miró en la lisa superficie oscura de la fuente. Veía su propio reflejo mirándola, con ojos abiertos y enloquecidos, con el maquillaje corrido como si los tuviera morados, y el cabello revuelto. Y entonces Sebastian también se inclinó, y ella vio el rostro de él junto al suyo. La plata del cabello de Sebastian reflejada en el agua le hizo pensar a Clary en la luna sobre el río. Fue a tocar su brillo, y el agua se onduló, distorsionando sus reflejos y volviéndolos irreconocibles.

—¿Qué ves? —preguntó Sebastian, y había urgencia en su voz.

Clary meneó la cabeza; Sebastian estaba siendo muy tonto.

—Nos veo a ti y a mí —le dijo como si le reprendiera—. ¿Qué más iba a ver?

Él le puso la mano bajo la barbilla y le hizo volver el rostro hacia sí. Sus ojos eran negros, negros como la noche, y sólo un anillo de plata separaba la pupila del iris.

—¿No lo ves? Somos lo mismo, tú y yo.

—¿Lo mismo? —Ella lo miró parpadeando. Había algo en lo que estaba diciendo que no estaba nada bien, pero Clary no acababa de saber qué—. No…

—Eres mi hermana —insistió él—. Tenemos la misma sangre.

—Tú tienes sangre de demonio —replicó ella—. La sangre de Lilith. —Por alguna razón, eso le pareció divertido, y rio como una tonta—. Eres todo oscuro, oscuro, oscuro. Y Jace y yo somos luz.

—Tienes un corazón oscuro dentro de ti, hija de Valentine —dijo él—. Pero no quieres admitirlo. Y si quieres a Jace, será mejor que lo aceptes. Porque ahora, él me pertenece.

—Entonces, ¿a quién perteneces tú?

Sebastian separó los labios, pero no dijo nada. Por primera vez, pensó Clary, parecía que no tuviera nada que decir. Se sorprendió; sus palabras no habían significado mucho para ella, y sólo lo había preguntado por simple curiosidad. Antes de que Clary pudiera decir nada más, se oyó una voz por encima de ellos.

—¿Qué está pasando? —Era Jace. Miró a uno y a otro, con el rostro inescrutable. Le habían caído encima más brillantes gotas plateadas que le colgaban del dorado cabello—. Clary. —Parecía enfadado. Ella se apartó de Sebastian y se puso en pie de un salto.

—Lo siento —se disculpó ella, sin aliento—. Me he perdido entre la gente.

—Ya lo he notado —respondió Jace—. Estaba bailando contigo, y de repente has desaparecido, y un persistente licántropo ha tratado de desabrocharme los botones de los vaqueros.

Sebastian rio.

—¿Licántropo chica o chico?

—No estoy seguro. De cualquier manera, le habría ido bien un afeitado. —Cogió a Clary de la mano, rodeándole la muñeca con los dedos—. ¿Quieres ir a casa? ¿O bailamos un poco más?

—Bailamos más. ¿Está bien?

—Adelante. —Sebastian se echó hacia atrás y apoyó las manos en el borde de la fuente, con una sonrisa como el filo de una navaja—. No me importa mirar.

Algo pasó un instante ante los ojos de Clary: el recuerdo de la huella de una mano ensangrentada. Se fue tan rápido como había aparecido, y ella frunció el ceño. La noche era demasiado hermosa para pensar en cosas feas. Miró a su hermano un instante antes de dejar que Jace la guiara entre la gente hasta el otro lado, cerca de las sombras, donde había menos cuerpos. Otra bola de luz coloreada estalló en lo alto mientras caminaban, repartiendo plata; ella tiró la cabeza hacia atrás y cogió las gotas dulces y saladas con la lengua.

En el centro de la sala, bajo la araña de hueso, Jace se detuvo y ella se acercó a él. Lo rodeó con los brazos y notó el líquido plateado bajándole por la cara como lágrimas. La tela de la camisa de Jace era fina, y Clary podía notar el calor de su piel. Metió la mano por debajo de la ropa y le arañó las costillas con suavidad. Gotas de líquido plateado le salpicaron las pestañas cuando él bajó la mirada hacia ella y se inclinó para hablarle al oído. Él le pasó las manos por los hombros y se las bajó por los brazos. Ya no estaban bailarines: la música hipnótica los rodeaba, así como el remolino de los bailantes, pero Clary apenas lo notaba. Una pareja rio al pasar e hicieron un comentario despectivo en checo; Clary no lo entendió, pero supuso que decían: «¿No tenéis casa?».

Jace hizo un sonido impaciente, y luego se movió entre la gente, arrastrándola tras de sí hacia uno de los oscuro reservados que había adosados a las paredes.

Había docenas de esos reservados circulares, cada uno con un banco de piedra y una cortina de terciopelo, que se podía cerrar para proporcionar cierta intimidad. Jace cerró la cortina de golpe, y se estrellaron el uno contra el otro como el mar contra la orilla. Sus bocas chocaron y se unieron; Jace la levantó para apretarla contra sí, retorciendo la resbaladiza tela del vestido de Clary con los dedos.

Clary notaba el calor y la suavidad, las manos buscando y encontrando, cediendo y presionando. Sus manos estaban bajo la camisa de Jace, sus uñas le arañaban la espalda, salvajemente complacida cuando él ahogó un gemido. Él le mordió el labio inferior, y ella notó sabor a sangre en la boca, salada y caliente. Clary pensó que era como si quisieran abrirse en canal, meterse el uno en el cuerpo del otro y compartir los latidos del corazón, incluso aunque eso los matara.

El reservado estaba oscuro, tanto que Jace sólo era una silueta de sombras y oro. Su cuerpo clavaba a Clary a la pared. Sus manos le bajaban por el cuerpo; llegó al bajo del vestido y se lo fue subiendo por las piernas.

—¿Qué estás haciendo? —susurró ella—. ¿Jace?

Él la miró. La peculiar luz del club convertía sus ojos en una cuadrícula de colores quebrados. Su sonrisa era maliciosa.

—Puedes decirme que pare siempre que quieras —contestó él—. Pero no lo harás.

Sebastian corrió la polvorienta cortina de terciopelo que cerraba el reservado y sonrió.

Había un banco que seguía la pared de la salita circular, y un hombre estaba sentado en él, con los codos apoyados en una mesa de piedra. Llevaba la larga melena negra recogida hacia atrás, tenía una cicatriz o marca con forma de hoja en una mejilla y sus ojos eran verdes como la hierba. Vestía un traje blanco, y un pañuelo con una hoja verde bordada le asomaba en un bolsillo.

—Jonathan Morgenstern —saludó Meliorn.

Sebastian no lo corrigió. Las hadas daban gran importancia a los nombres, y nunca lo llamarían por nada que no fuera el nombre que su padre había elegido para él.

—No estaba seguro de si estarías aquí a la hora acordada, Meliorn.

—¿Debo recordarte que los seres mágicos no mentimos? —replicó el caballero. Alargó la mano y cerró la cortina. La música machacona quedó discretamente amortiguada, aunque no inaudible—. Ven y siéntate. ¿Vino?

Sebastian se sentó en el banco.

—No, nada. —El vino, como el licor de las hadas, sólo le nublaría los pensamientos, y las hadas parecían tener una gran tolerancia al alcohol—. Admito que me llevé una sorpresa cuando recibí el mensaje diciendo que querías verme aquí.

—Tú más que nadie deberías saber que la Señora tiene un interés especial en ti. Conoce todos tus movimientos. —Meliorn bebió un trago de vino—. Ha habido una gran alteración demoníaca en Praga esta noche. La reina estaba preocupada.

Sebastian abrió los brazos.

—Como puedes ver, no estoy herido.

—No me cabe duda de que una alteración tan grande atraerá la atención de los nefilim. De hecho, si no me equivoco, varios de ellos ya se han transportado en.

—¿En qué? —preguntó Sebastian, inocente.

Meliorn tomó otro trago de vino y lo miró fijamente.

—Ah, vale. Siempre olvido la curiosa manera en que hablan las hadas. Quieres decir que hay cazadores de sombras entre la gente de fuera, buscándome. Ya lo sé. Los he visto antes. La reina no me tiene en gran estima si piensa que no puedo ocuparme de los nefilim yo solo.

Sebastian sacó una daga del cinturón y la hizo girar; la poca luz del reservado relució sobre la hoja.

—Le informaré de lo que has dicho —masculló Meliorn—. Debo admitir que no tengo ni idea de qué interés puede tener en ti. Te he tomado la medida y la he hallado corta, pero yo no tengo los gustos de mi señora.

—¿Puesto en la balanza y hallado corto? —Divertido, Sebastian se inclinó hacia él—. Déjame que te diga una cosa, caballero hada. Soy joven. Soy guapo. Y estoy dispuesto a arrasar el mundo entero hasta los cimientos para conseguir lo que quiero. —Con la daga, recorrió una grieta de la piedra—. Como yo, la reina se contenta con un juego a largo plazo. Pero lo que quiero saber es esto: cuando el ocaso de los nefilim llegue, ¿la corte estará conmigo o contra mí?

El rostro de Meliorn era impasible.

—La Señora dice que a tu lado está.

Sebastian esbozó una medio sonrisa.

—Eso es una noticia excelente.

Meliorn soltó un bufido.

—Siempre he supuesto que la raza de los humanos consigo misma acabaría —comentó—. Durante mil años he profetizado que vosotros seríais vuestra propia muerte. Pero no esperaba que el final fuera así.

Sebastian dio vueltas a la daga entre los dedos.

—Nadie lo hace nunca.

—Jace —susurró Clary—. Jace, cualquiera podría entrar y vernos así.

Las manos de Jace no se detuvieron.

—No lo harán.

Le recorrió el cuello a besos, y consiguió que ella perdiera el hilo de sus pensamientos. Era difícil aferrarse a lo que era real, con sus manos sobre ella, la cabeza y sus recuerdos girando en un torbellino, y aferrada con tanta fuerza a la camisa de Jace que pensó que iba a rasgar la tela.

Notaba el frío de la pared de piedra en la espalda, pero Jace la estaba besando en el hombro, y le bajaba el tirante del vestido. Clary tenía calor y frío, y se estremecía. El mundo se había quebrado en trocitos, como las brillantes piezas dentro de un calidoscopio. Se iba a desmontar bajo las manos de él.

—Jace… —Se aferró a su camisa. Estaba pegajosa y viscosa. Se miró las manos y por un momento no comprendió lo que veía. Fluido plateado mezclado con rojo.

Sangre.

Alzó la mirada. Colgado boca abajo del techo, como una macabra piñata, había un cuerpo humano, atado por los tobillos. La sangre le goteaba de un corte en el cuello.

Clary gritó, pero el grito no produjo sonido. Empujó a Jace, que se tambaleó hacia atrás; tenía sangre en el pelo, en la camisa y en la piel desnuda. Ella se subió los tirantes del vestido, fue a trompicones hasta la cortina que ocultaba el reservado y la abrió.

La estatua del ángel ya no era exactamente como de costumbre. Las alas negras eran alas de murciélago; el rostro hermoso y benevolente se había retorcido en una mueca de desprecio. Colgando del techo en sogas retorcidas habían los cuerpos masacrados de hombres, mujeres y animales; los cuellos cortados, la sangre goteando como lluvia. De las fuentes manaba sangre, y lo que flotaba sobre la superficie no eran flores sino manos cortadas. Los que bailaban estaban cubiertos de sangre. Y mientras Clary miraba, una pareja pasó girando ante ella, el hombre alto y pálido y la mujer flácida entre sus brazos, con el cuello abierto, evidentemente muerta. El hombre se lamió los labios y se inclinó para tomar otro bocado, pero antes de hacerlo, miró a Clary y sonrió, y su rostro estaba manchado de sangre y plata. Clary notó la mano de Jace en el hombro, tirando de ella, pero se soltó de él. Estaba mirando los tanques de vidrio alineados contra las paredes, que había pensado que contenían peces brillantes. El agua no era clara, sino negruzca y espesa, y varios cuerpos humanos ahogados flotaban en ella, con el cabello revolviéndose como filamentos de medusas luminosas. Recordó a Sebastian flotando en su ataúd de cristal. Un grito le subió por la garganta, pero lo ahogó cuando el silencio y la oscuridad pudieron con ella.