12

LA MATERIA DEL CIELO

Cuando Alec regresó al apartamento de Magnus, todas las luces estaban apagadas, pero el salón relucía con una llama blanquiazul. Tardó unos instantes en darse cuenta de que procedía del pentagrama.

Se sacó los zapatos junto a la puerta y caminó de puntillas haciendo el menos ruido posible hasta el dormitorio principal. La habitación estaba a oscuras, la única iluminación era una tira de luces de Navidad multicolores que reseguía el marco de la ventana. Magnus estaba dormido boca arriba, con las sábanas a la cintura, con la mano plana sobre su abdomen sin ombligo.

Con movimientos rápidos, Alec se quedó en calzoncillos y se metió en la cama, esperando no despertarle. Por desgracia, no había contado con Presidente Miau, que se había colado bajo las sábanas. Alec apoyó el codo directamente en la cola del gato, y Presidente soltó un maullido y saltó de la cama, lo que hizo que Magnus se incorporara de golpe, parpadeando.

—¿Qué pasa?

—Nada —contestó Alec, maldiciendo mentalmente a todos los gatos—. No podía dormir.

—¿Así que has salido? —El brujo se volvió de lado y le tocó el hombro desnudo—. Tienes la piel fría, y hueles como una pesadilla.

—Estuve caminado por ahí —explicó el otro, y se alegró de que la luz fuera demasiado tenue para que Magnus le viera bien el rostro. Sabía que mentía fatal.

—Por ahí ¿dónde?

«En una relación se debe conservar cierto misterio, Alec Lightwood».

—Sitios —contestó despreocupadamente—. Ya sabes. Sitios misteriosos.

—¿Sitios misteriosos?

Alec asintió.

Magnus se volvió a dejar caer sobre la almohada.

—Ya veo que has ido a Loquilandia —masculló, y cerró los ojos—. ¿Me has traído algo?

Alec besó a Magnus en la boca.

—Sólo esto —contestó en voz baja, apartándose, pero Magnus, que había comenzado a sonreír, ya lo había cogido por los brazos.

—Bueno, si vas a despertarme —dijo—, al menos puedes hacer que valga la pena. —Y tiró de Alec para que se pusiera sobre él.

Considerando que ya habían pasado una noche en la cama juntos, Simon no se había esperado que su segunda noche con Isabelle fuera tan difícil. Pero claro, esta vez ella estaba sobria, y despierta, y era evidente que esperaba algo de él. El problema era que él no estaba seguro de saber el qué.

Él le había dado una de sus camisas para ponerse, y había mirado educadamente hacia otro lado mientras ella se metía bajo las sábanas y se tiraba hacia la pared, para dejarle mucho espacio.

Él no se había molestado en cambiarse, sólo se había quitado los zapatos y los calcetines y se había metido junto a ella en camiseta y vaqueros. Durante un momento, se quedaron hombro con hombro, y luego Isabelle se volvió hacia él, y le colocó torpemente un brazo sobre el costado. Las rodillas les chocaron. Una de las uñas de Isabelle le arañó en el tobillo. Él fue a moverse, y se dieron en la frente.

—¡Ay! —exclamó ella indignada—. ¿Esto no se te debería dar mejor?

Simon estaba perplejo.

—¿Por qué?

—Todas esas noches que has pasado en la cama de Clary, envuelto en vuestros hermosos abrazos platónicos —explicó ella, presionando el rostro contra el hombro de él, de modo que su voz sonaba amortiguada—. Me imaginaba…

—Sólo dormíamos —contestó Simon. No quería decir nada sobre lo bien que Clary se ajustaba a él, cómo estar en la cama con ella le resultaba tan natural como respirar, cómo el aroma de su cabello le recordaba su infancia, el sol, la sencillez y la gracia. Le daba la sensación de que no le ayudaría mucho.

—Lo sé. Pero yo no sólo duermo —replicó Isabelle, irritada—. Con nadie. Y ni siquiera suelo quedarme toda la noche. Nunca.

—Dijiste que querías…

—Oh, cierra el pico —dijo ella, y lo besó. Eso estaba un tanto mejor. Ya había besado a Isabelle antes. Le encantaba la textura de sus suaves labios y la sensación de hundirle las manos en el largo y oscuro cabello. Pero mientras ella se apretaba contra él, también notó el calor de su cuerpo, sus largas piernas desnudas contra él, el latido de su sangre… y el chasquido de sus colmillos al extenderse.

Se apartó rápidamente.

—¿Y ahora qué pasa? ¿No quieres besarme?

—Claro que quiero —trató de decir, pero tenía los colmillos en medio.

Isabelle lo miró con los ojos abiertos.

—Oh, tienes hambre —dijo ella—. ¿Cuándo fue la última vez que tomaste sangre?

—Ayer —consiguió decir él, con cierta dificultad.

Ella se tumbó sobre la almohada. Sus ojos eran increíblemente grandes, y negros, y brillantes.

—Quizá deberías alimentarte. Ya sabes qué pasa si no lo haces.

—No dispongo de sangre aquí. Tendría que ir al apartamento —contestó Simon. Los colmillos se le habían comenzado a esconder.

Isabelle lo cogió del brazo.

—No tienes por qué beber sangre fría de animal. Yo estoy aquí.

La impresión de esas palabras fue como un pulso de energía atravesándole el cuerpo, erizándole los nervios.

—No lo dices en serio.

—Claro que sí. —Comenzó a desabrocharse la camisa; fue dejando a la vista el cuello, la clavícula, el dibujo de las tenues venas visibles bajo la pálida piel. La camisa quedó abierta. Su sujetador azul cubría más que muchos biquinis, pero aun así, Simon notó que se le secaba la boca. El rubí le destelló como un semáforo rojo bajo la clavícula. «Isabelle». Como si le leyera el pensamiento, ella se echó el cabello hacia un lado y dejó al descubierto el cuello—. ¿No quieres…?

Él la cogió por la muñeca.

—Izzy, no lo hagas —le pidió con voz urgente—. No puedo controlarme, no puedo controlarlo. Podría hacerte daño, e incluso matarte.

A Isabelle le brillaron los ojos.

—No lo harás. Puedes contenerte. Lo hiciste con Jace.

—Pero Jace no me atrae.

—¿Ni siquiera un poco? —dijo con tono esperanzado—. ¿Un poquito? Porque eso sería como guay. Ah, bueno. ¿Qué le vamos a hacer? Mira, atracción o no, le mordiste cuando estabas hambriento y muriendo, y aun así te contuviste.

—No me contuve con Maureen. Jordan tuvo que apartarme.

—Lo habrías hecho. —Le puso los dedos sobre los labios, y luego se los bajó por el cuello, por el pecho, hasta llegar al punto donde su corazón había latido antes—. Confío en ti.

—Tal vez no deberías.

—Soy una cazadora de sombras. Puedo sacarte de encima si hace falta.

—Jace no me sacó de encima.

—Jace está enamorado de la idea de morir —repuso Isabelle—. Yo no.

Ella le colgó una pierna sobre las caderas (era sorprendentemente flexible) y se deslizó hacia él hasta que pudo rozarle los labios con los suyos. Simon quería besarla, lo quería tanto que todo el cuerpo le dolía. Abrió la boca de manera tentadora, le tocó la lengua con la suya, y notó un dolor agudo. Había pasado la lengua por el afilado borde de sus colmillos. Notó el sabor de su propia sangre y se apartó de golpe, volviendo el rostro al otro lado.

—Isabelle, no puedo. —Cerró los ojos. La notaba cálida y suave sobre su regazo, tentadora, torturante. Los colmillos le dolían mucho; notaba todo el cuerpo como si le estuvieran retorciendo afilados alambres por las venas—. No quiero que me veas así.

—Simon. —Isabelle le tocó la mejilla con suavidad, haciéndole volver la cara—. Tú eres así…

Los colmillos se le habían escondido, lentamente, pero aún le dolían. Escondió el rostro tras las manos y habló entre los dedos.

—Es imposible que quieras esto. Es imposible que me quieras a mí. Tu propia madre me echó de la casa. Mordí a Maureen; era sólo una niña. Quiero decir, mírame, mira lo que soy, dónde vivo, y lo que hago. No soy nada.

Isabelle le acarició el cabello. Él la miró a través de los dedos. De cerca, pudo ver que los ojos de la chica no eran negros, sino de un marrón muy oscuro, salpicados de dorado. Estaba seguro de ver lástima en ellos. No sabía lo qué esperaba que ella le dijera. Isabelle usaba a los chicos y los tiraba. Isabelle era hermosa, dura y perfecta, y no necesitaba nada. Y menos aún a un vampiro que ni siquiera sabía muy bien cómo ser vampiro.

Notaba su respiración. Ella olía dulce: a sangre, mortalidad y gardenias.

—No es cierto que seas nada —le dijo ella—. Simon. Por favor. Déjame verte la cara.

A regañadientes, él bajó las manos. Pudo contemplarla con más claridad. Se la veía suave y encantadora bajo la luz de la luna, la piel blanca y cremosa, y el cabello como una cascada negra. Ella le sacó las manos de alrededor del cuello.

—Míralas —dijo, tocando las cicatrices blancas de las Marcas sanadas, que le salpicaban la piel en el cuello, en los brazos y en la curva del pecho—. Feas, ¿verdad?

—Nada de ti es feo, Izzy —respondió Simon, sinceramente sorprendido.

—Se supone que las chicas no deben estar cubiertas de cicatrices —dijo Isabelle como si nada—. Pero a ti no te molestan.

—Son parte de ti… No, claro que no me molestan.

Ella le rozó los labios con los dedos.

—Ser vampiro es parte de ti. No te pedí que vinieras aquí anoche porque no se me ocurría a quién más pedírselo. Quiero estar contigo, Simon. Me da un miedo de muerte, pero así es.

Los ojos de Isabelle resplandecían, y antes de que él pudiera preguntarse más de un segundo si eran lágrimas, ya se había inclinado y la besaba. Ésa vez no fue difícil. Ésa vez, ella se apoyó en él, y de repente él estaba debajo de ella, y se le subía encima. El largo cabello negro los rodeaba como una cortina. Ella le susurró con suavidad mientras él le acariciaba la espalda. Notaba las cicatrices de ella bajo los dedos, y quiso decirle que para él eran como adornos, testimonios de su valentía que sólo la hacían más hermosa. Pero eso habría significado que dejara de besarla, y no quería hacerlo. Ella gemía y se removía entre sus brazos; ella le metió los dedos en el cabello mientras ambos rodaban hacia un lado, y entonces ella se quedó debajo de él; los brazos de Simon sentían la suavidad y el calor de Isabelle; su boca, el sabor de ella, y el olor de su piel, sal y perfume y… sangre.

Simon se tensó de nuevo, todo él, e Isabelle lo notó. Ella lo cogió por los hombros. En la oscuridad, ella brillaba.

—Hazlo —le susurró. Él le notaba como el corazón le golpeaba dentro del pecho—. Quiero que lo hagas.

Él cerró los ojos, apoyó la frente en la de ella y trató de calmarse. Los colmillos le habían vuelto a salir, apretándole el labio inferior, dolorosamente.

—No.

Las piernas largas y perfectas de Isabelle lo rodeaban, y tenía los pies enganchados por los tobillos, sujetándolo contra ella.

—Quiero que lo hagas. —Los pechos se le aplastaron contra él cuando ella se arqueó alzando el cuello hacia él. El olor de su sangre estaba por todas partes, rodeándolo, y llenaba la habitación.

—¿No tienes miedo? —susurró él.

—Sí. Pero aun así quiero que lo hagas.

—Isabelle… No puedo…

La mordió.

Sus colmillos, afilados como agujas, se hundieron en la vena del cuello de Isabelle como un cuchillo que cortara la piel de una manzana. La sangre estalló en su boca. Nunca había experimentado nada igual. Con Jace, Simon apenas había estado vivo; con Maureen, la culpabilidad lo había destrozado incluso mientras bebía de ella. Lo cierto era que nunca había tenido la sensación de que la persona a la que mordía disfrutara con ello.

Pero Isabelle ahogó un grito, abrió los ojos de golpe y su cuerpo se apretó contra el de él. Ronroneó como un gato; le acarició el cabello, la espalda, con cortos movimientos de las manos que le decían: «No pares, no pares». El calor manaba de ella, entraba en él, iluminando su cuerpo; Simon nunca había sentido, ni imaginado, nada igual. Notaba el fuerte y constante palpitar del corazón de Isabelle, latiéndole desde las venas de ella, y en ese momento fue como si estuviera vivo de nuevo, y el corazón se le contrajo de pura euforia…

Se apartó. No estaba seguro de cómo, pero se apartó y se tumbó de espaldas. Clavó los dedos con fuerza en el colchón. Aún se estremecía mientras los colmillos se le escondían. La habitación relucía a su alrededor, de la manera que lo hacía todo durante unos momentos después de beber sangre humana viva.

—Izzy… —susurró. Le daba miedo mirarla, temiendo que ahora que ya no le estaba clavando los colmillos en el cuello, ella lo mirara con repulsión y horror.

—¿Qué?

—No me has hecho parar —repuso él. Era mitad acusación, y mitad esperanza.

—No quería hacerlo.

Simon la miró. Ella estaba boca arriba; el pecho le bajaba y subía acelerado, como si hubiera estado corriendo. Tenía dos marcas de pinchazos en el costado del cuello, y dos hilillos de sangre el caían por el cuello hasta la clavícula. Obedeciendo un instinto que parecía surgir de lo más profundo de su ser, Simon se inclinó hacia ella y le lamió la sangre del cuello; notaba el sabor a sal, a Isabelle. Ella se estremeció, y agitó los dedos en su cabello.

—Simon…

Él se echó hacia atrás. Ella lo miraba con sus grandes ojos oscuros, muy seria, con las mejillas arreboladas.

—Yo…

—¿Qué? —En un momento de locura, Simon pensó que le iba a decir: «Te quiero», pero, en vez de eso, Isabelle meneó la cabeza, bostezó y le enganchó los dedos en una de las trabillas de los vaqueros. Ella le acarició la piel desnuda de la muñeca.

En algún sitio, Simon había oído que bostezar era señal de pérdida de sangre. Sintió pánico.

—¿Estás bien? ¿He bebido demasiado? ¿Te notas cansada? ¿Estás…?

Ella se apretó contra él.

—Estoy bien. Has parado. Y soy una cazadora de sombras. Producimos sangre a un ritmo tres veces mayor que una persona normal.

—¿Te ha…? —Casi ni se atrevía a preguntarlo—. ¿Te ha gustado?

—Sí. —Su voz era ahogada—. Me ha gustado.

—¿De verdad?

Ella soltó una risita.

—¿No lo has notado?

—He pensado que igual estabas fingiendo.

Ella se alzó sobre un hombro y lo miró desde arriba con sus brillantes ojos oscuros; ¿cómo podían unos ojos ser brillantes y oscuros al mismo tiempo?

—Yo no finjo, Simon —afirmó ella—. Y no miento, y no hago ver.

—Eres una rompecorazones, Isabelle Lightwood —dijo él, con tanta normalidad como pudo con su sangre aún corriéndole por las venas como fuego—. Una vez, Jace le dijo a Clary que me pisotearías con los tacones de tus zapatos de aguja.

—Eso fue entonces. Ahora eres diferente. —Isabelle lo miró fijamente—. No me tienes miedo.

Él le acarició el rostro.

—Y tú no tienes miedo a nada.

—No lo sé. —El cabello le cayó hacia delante—. Quizá tú me rompas el corazón. —Antes de que él llegara a decir nada, ella lo besó, y él se preguntó si ella notaría el sabor de su propia sangre—. Ahora, calla. Quiero dormir —le ordenó ella; se acurrucó contra él y cerró los ojos.

Ésa vez, de alguna manera, cupieron donde antes no habían cabido. Nada era torpe, nada se le clavaba, nada le molestaba en la pierna. No era una sensación de infancia, de sol y de suavidad. Era extraño, intenso, excitante, poderoso y… diferente. Simon se quedó despierto, con los ojos clavados en el techo, mientras acariciaba el sedoso cabello negro de Isabelle. Se sentía como si lo hubiera atrapado un tornado y lo hubiera depositado en algún lugar muy lejano, donde todo resultaba desconocido. Al final, volvió la cabeza y besó a Izzy, con mucha suavidad, en la frente; ella se removió y murmuró, pero no abrió los ojos.

Cuando Clary se despertó por la mañana, Jace seguía durmiendo, hecho un ovillo, con el brazo estirado lo justo para tocarle el hombro. Ella lo besó en la mejilla y se levantó. Estaba a punto de entrar en el cuarto de baño para ducharse cuando le pudo la curiosidad. Fue en silencio hasta la puerta del dormitorio, la entreabrió y miró afuera.

La sangre del pasillo había desaparecido; el enlucido estaba intacto. Estaba tan limpio que se preguntó si todo habría sido un sueño: la sangre, la conversación en la cocina con Sebastian, todo aquello. Dio un paso saliendo al corredor; puso la mano en la pared, donde había estado la huella de la mano ensangrentada…

—Buenos días.

Se volvió en redondo. Era su hermano. Había salido de su dormitorio sin hacer ningún ruido y estaba en mitad del pasillo, mirándola con una sonrisa de medio lado. Parecía recién duchado; húmedo, su cabello claro era del color de la plata, casi metálico.

—¿Estás pensando en ir vestida con eso todo el rato? —le preguntó, mirando el camisón.

—No, sólo estaba… —No quería decirle que había salido a comprobar si aún había sangre en el pasillo. Él se la quedó mirando, divertido y superior. Clary retrocedió—. Voy a vestirme.

Él dijo algo a su espalda, pero ella no se detuvo para escucharlo, corrió a la habitación de Jace y cerró la puerta. Al cabo de un instante, oyó voces en el pasillo: Sebastian de nuevo, y una chica, hablando en un italiano musical. La chica de la noche anterior, pensó Clary. La que él había dicho que estaba durmiendo en su cuarto. Sólo en ese momento se dio cuenta de que había estado casi segura de que Sebastian le había mentido.

Pero le había dicho la verdad.

«Te estoy dando una oportunidad —le había dicho él—. ¿No puedes darme tú una oportunidad?»

¿Podía? Era Sebastian. Le dio vueltas febrilmente mientras se duchaba y se vestía con cuidado. La ropa del armario, que había sido elegida para Jocelyn, se apartaba tanto de su estilo habitual que le costó elegir qué ponerse. Encontró unos vaqueros que, por el precio de la etiqueta, debían de ser de diseño, y una camisa de seda estampada con puntos y un lazo en el cuello, que tenía un aspecto vintage que le gustó. Se puso encima su propia chaqueta de terciopelo y volvió a la habitación de Jace, pero él ya no estaba, aunque no le resultó difícil encontrarlo. El ruido de platos, el sonido de risas y el olor de comida flotaban desde el piso de abajo.

Clary bajó los escalones de vidrio de dos en dos, pero se detuvo al pie de la escalera, mirando hacia la cocina. Sebastian estaba apoyado en la nevera con los brazos cruzados, y Jace estaba haciendo algo en una sartén con cebolla y huevos. Iba descalzo, tenía el cabello revuelto y la camisa abrochada de cualquier manera y, al verlo, el corazón de Clary dio un vuelco. Nunca lo había visto así, recién levantado, aún con el aura dorada del sueño rodeándolo, y sintió una penetrante tristeza de que todas esas primeras veces estuvieran sucediendo con un Jace que no era realmente su Jace.

Incluso parecía feliz, sin ojeras, riendo mientras daba la vuelta a los huevos en la sartén y pasaba una tortilla a un plato. Sebastian le dijo algo; Jace miró hacia Clary y sonrió.

—¿Revueltos o fritos?

—Revueltos. No sabía que fueras capaz de preparar huevos. —Se apartó de la escalera y se encaminó hacia la barra de la cocina. El sol entraba a raudales por las ventanas (aunque no había relojes en la casa, supuso que era alrededor de mediodía) y la cocina relucía de vidrio y cromo.

—¿Y quién no es capaz de preparar huevos? —se preguntó Jace en voz alta.

Clary alzó la mano, y Sebastian lo hizo también, al mismo tiempo. La chica no pudo evitar un cierto sobresalto, y bajó la mano rápidamente, pero no antes de que Sebastian la hubiera visto y le sonriera de medio lado. Siempre estaba sonriendo de medio lado. Clary deseó poder borrarle esa sonrisa de un tortazo.

Apartó la mirada de él y se ocupó en prepararse un plato de desayuno con lo que había en la mesa: pan, mantequilla, mermelada y beicon. También había zumo y té. Pensó que no comían nada mal. Claro que si podía guiarse por Simon, los chicos adolescentes siempre tenían hambre. Miró hacia la ventana y se quedó parada. La vista ya no era de un canal sino de una colina que se alzaba en la distancia, coronada por un castillo.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó.

—Praga —contestó Sebastian—. Jace y yo tenemos que hacer un recado aquí. —Miró por la ventana—. Lo cierto es que deberíamos ir saliendo.

Ella le sonrió con dulzura.

—¿Puedo ir con vosotros?

—No —contestó Sebastian, negando con la cabeza.

—¿Por qué no? —Clary cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Acaso es algún tipo de colegueo de tíos en el que no puedo participar? ¿Os vais a cortar el pelo igual?

Jace le pasó un plato con huevos revueltos, pero estaba mirando a Sebastian.

—Quizá pueda venir —dijo—. Quiero decir…, este recado en concreto… no es peligroso.

Los ojos de Sebastian eran como los bosques del poema de Frost, oscuros y profundos. No revelaban nada.

—Cualquier cosa puede volverse peligrosa.

—Bueno, la decisión es tuya. —Jace se encogió de hombros, cogió una fresa, se la metió en la boca y se lamió el jugo de los dedos. Eso, pensó Clary, sí que era una diferencia clara y absoluta entre ese Jace y el suyo. Su Jace tenía una curiosidad feroz y avasalladora por todo. Nunca se encogería de hombros y aceptaría el plan de otro. Era como el mar, lanzándose constantemente contra la orilla rocosa, y ese Jace era… un río tranquilo, reluciendo bajo el sol.

«¿Porque es feliz?».

Clary apretó el tenedor con fuerza, y los nudillos se le pusieron blancos. Odiaba esa vocecita en su cabeza. Como la reina Seelie, le sembraba dudas donde no debería haberlas y hacía preguntas que no tenían respuesta.

—Voy a buscar mis cosas. —Después de coger otra fresa, Jace se la metió en la boca y subió por la escalera. Clary torció la cabeza hacia arriba. Los escalones transparentes parecían invisibles, y daba la impresión de que Jace estuviera volando, no corriendo.

—¿No te comes los huevos? —dijo Sebastian. Había rodeado la barra sin hacer ningún ruido (maldito fuera), y la miraba con las cejas arqueadas. Tenía un ligerísimo acento, una mezcla del acento de la gente que vivía en Idris y algo más británico. Se preguntó si antes lo habría estado disimulando, o simplemente ella no lo había notado.

—La verdad es que no me gustan los huevos —confesó Clary.

—Pero no has querido decírselo a Jace, porque él parecía encantado de prepararte el desayuno.

Como eso era correcto, ella no dijo nada.

—Curioso, ¿verdad? —comentó Sebastian—. Las mentiras que dice la gente buena. Probablemente te preparará huevos todos los días durante el resto de tu vida, y tendrás que tragártelos porque no puedes decirle que no te gustan.

Clary pensó de nuevo en la reina Seelie.

—¿El amor nos hace a todos mentirosos?

—Justo. Aprendes rápido, ¿verdad? —Dio un paso hacia ella, y Clary notó un cosquilleo ansioso que le puso los nervios de punta. Llevaba la misma colonia que Jace. Reconoció el aroma cítrico y de pimienta negra, pero en él olía diferente. Como equivocado, de alguna manera—. Tenemos eso en común —añadió Sebastian, y comenzó a desabrocharse la camisa.

Ella se puso rápidamente en pie.

—¿Qué estás haciendo?

—Tranquila, hermanita. —Se desabrochó el último botón, y la camisa le colgó abierta. Sonrió perezoso—. Tú eres la chica de las runas mágicas, ¿no?

Clary asintió lentamente.

—Quiero una runa de fuerza —explicó él—. Y si tú eres la mejor, quiero que me la hagas tú. No le negarías una runa a tu hermano mayor, ¿verdad? —La recorrió con su oscura mirada—. Además, quieres darme una oportunidad.

—Y tú quieres que te dé una oportunidad —replicó ella—. Así que haré un trato contigo. Te doy la runa de fuerza si me dejas ir con vosotros.

Él acabó de sacarse la camisa y la dejó sobre la barra.

—Trato hecho.

—No tengo estela. —No quería mirarlo, pero resultaba difícil no hacerlo. Parecía estar invadiendo su espacio personal a propósito. Su cuerpo se parecía al de Jace: duro, sin ni un gramo extra de carne en ningún lado y los músculos marcados bajo la piel. También tenía cicatrices como Jace, aunque era tan pálido que las marcas blancas le resaltaban menos de lo que lo hacían sobre la piel dorada de su amado. En su hermano eran como un trazo dorado en un papel blanco.

Él se sacó una estela del cinturón y se la pasó.

—Usa la mía.

—Muy bien —repuso ella—. Date la vuelta.

Él lo hizo. Y ella tuvo que contener una exclamación. Tenía la espalda marcada con profundas cicatrices, una bajo otra, demasiado iguales para ser accidentales.

Marcas de latigazos.

—¿Quién te hizo esto? —preguntó ella.

—¿A ti qué te parece? Nuestro padre —contestó él—. Usaba un látigo hecho de metal demoníaco, para que ningún iratze curara las heridas. Se supone que deben ser para que recuerde.

—¿Recuerdes qué?

—Los peligros de la obediencia.

Clary le tocó una. La notó caliente bajo el dedo, como si fuera reciente, y áspera, cuando la piel de alrededor era suave.

—¿No querrás decir «desobediencia»?

—Quiero decir lo que he dicho.

—¿Te duelen?

—Todo el tiempo. —Impaciente, Sebastian miró hacia atrás—. ¿A qué estás esperando?

—A nada. —Le apoyó la punta de la estela en el omoplato y trató de mantener la mano firme. La cabeza le iba a mil, pensando lo fácil que sería Marcarlo con algo que le hiciera daño, lo enfermara, le retorciera las entrañas, pero ¿qué le pasaría entonces a Jace? Se sacudió el cabello del rostro, y dibujó con cuidado la runa fortis entre el omoplato y el hombro, justo donde, si fuera un ángel, tendría las alas.

Cuando acabó, él se volvió y le cogió la estela; luego se puso la camisa. Ella no esperaba que le diera las gracias, y no se las dio. Echó los hombros hacia atrás mientras se abrochaba la camisa y sonrió de medio lado.

—Eres buena —dijo, pero eso fue todo.

Al cabo de un momento, los escalones resonaron, y Jace volvió, poniéndose una chaqueta de ante. Se había colgado el cinturón de las armas y llevaba unos mitones oscuros.

Clary le sonrió con una ternura que no sentía.

—Sebastian dice que puedo ir con vosotros.

Jace arqueó las cejas.

—¿Cortes de pelo iguales para todos?

—Espero que no —repuso Sebastian—. Los rizos me sientan fatal.

Clary se miró.

—¿Tengo que ponerme el uniforme?

—La verdad es que no. No es el tipo de recado en el que esperamos tener que luchar. Pero es bueno estar preparado. Te traeré algo de la sala de armas —contestó Sebastian, y se fue arriba.

Ella se maldijo en silencio por no haber encontrado la sala de armas mientras estaba recorriendo la casa. Sin duda, habría algo dentro que quizá le diera alguna pista de lo que estaban planeando…

Jace le acarició la mejilla, y ella pego un bote. Casi había olvidado que estaba allí.

—¿Estás segura de querer venir?

—Totalmente. Me estoy volviendo loca dentro de esta casa. Además, tú me has enseñado a pelear. Me imagino que quieres que utilice tus enseñanzas.

Jace esbozó una sonrisa maliciosa; le echó el cabello hacia atrás y le murmuró algo en la oreja sobre emplear lo que había aprendido de él. Se apartó cuando Sebastian volvió, con la chaqueta puesta y un cinturón de armas en la mano. De él colgaban una daga y un cuchillo serafín. Se acercó a Clary y le puso el cinturón sobre las caderas con un lazo doble. Ella se quedó demasiado sorprendida para apartarlo, y él acabó antes de que ella pudiera reaccionar; se dio la vuelta y fue hacia la pared, donde había aparecido el contorno de una puerta, que resplandecía como si formara parte de un sueño.

La atravesaron.

Una suave llamada en la puerta de la biblioteca hizo que Maryse alzara la cabeza. A través de las ventanas se veía un día nublado y opaco, y las lámparas de pantalla verde lanzaban pequeños charcos de luz en la sala circular. Maryse no habría podido decir cuánto tiempo llevaba sentada ante el escritorio. Tazas de café vacías cubrían la mesa ante ella.

Se puso en pie.

—Entre.

Se oyó un leve chasquido al abrirse la puerta, pero ningún ruido de pasos. Un momento después, una figura en un hábito de color pergamino se deslizó dentro de la sala, con la capucha alzada, ocultándole el rostro.

«¿Nos has llamado, Maryse Lightwood?».

Maryse echó los hombros hacia atrás. Se notaba entumecida, cansada y vieja.

—Hermano Zachariah. Estaba esperando… Bueno. No importa.

«¿Al hermano Enoch? Él está por encima de mí, pero he pensado que quizá tu llamada tenga algo que ver con la desaparición de tu hijo adoptivo. Tengo un interés particular en su bienestar».

Ella lo miró con curiosidad. La mayoría de los Hermanos Silenciosos no daban su opinión ni hablaban de sus sentimientos personales, suponiendo que los tuvieran. Mientras se alisaba el cabello revuelto, salió de detrás del escritorio.

—Muy bien. Quiero enseñarte algo.

Nunca se había llegado a acostumbrar a los Hermanos Silenciosos, a la manera en que se movían sin hacer el menor ruido, como si no tocaran el suelo con los pies. Zachariah parecía flotar a su lado mientras lo guiaba por la biblioteca hasta un mapamundi colgado en la pared norte. Era un mapa de cazadores de sombras. Mostraba Idris en el centro de Europa, y la salvaguarda que lo rodeaba era un borde dorado.

En un estante debajo del mapa había dos objetos. Uno era una esquirla de cristal manchada de sangre seca. El otro una gastada muñequera de cuero, decorada con la runa de poder angelical.

—Son…

«La muñequera de Jace Herondale y la sangre de Jonathan Morgenstern. Según tengo entendido, los intentos de rastrearlos no han tenido éxito».

—No se trata precisamente de rastrearlos. —Maryse cuadró los hombros—. Cuando estaba en el Círculo, había un mecanismo que Valentine usaba y con el cual podía localizarnos a todos. A no ser que estuviéramos en ciertos lugares protegidos, él sabía dónde nos hallábamos en todo momento. He pensado que existe la posibilidad de que hiciera lo mismo con Jace cuando era pequeño. Nunca pareció que le costara encontrarlo.

«¿A qué clase de mecanismo te refieres?».

—Una marca. No una del Libro Gris. La teníamos todos. Casi lo había olvidado; después de todo, no había manera de sacársela.

«Si Jace la tuviera, ¿no lo sabría o se ocuparía de evitar que la empleáramos para localizarlo?».

Maryse negó con la cabeza.

—Podría ser tan pequeña como una marca blanca casi invisible bajo el cabello, como es la mía. No sabría que la tiene; Valentine no habría querido decírselo.

El hermano Zachariah se apartó de ella y examinó el mapa.

«¿Cuál ha sido el resultado de tu experimento?».

—Jace la tiene —contestó Maryse, pero no parecía ni complacida ni triunfal—. Le he visto en el mapa. Cuando aparece, el mapa se ilumina, como una chispa de luz, en el lugar donde se halla, y al mismo tiempo se ilumina la muñequera. Por eso sé que es él y no Jonathan Morgenstern. Jonathan no aparece nunca en el mapa.

«¿Y dónde está? ¿Dónde está Jace?».

—Lo he visto aparecer, sólo durante unos segundos cada vez, en Londres, Roma y Shanghái. Hace sólo un momento ha parpadeado en Venecia, y luego ha vuelto a desvanecerse.

«¿Cómo viaja tan rápido entre ciudades?».

—¿A través de un Portal? —Maryse se encogió de hombros—. No lo sé. Sólo sé que cada vez que el mapa parpadea, sé que está vivo… por ahora. Y es como si, por un momento, pudiera volver a respirar. —Cerró la boca con decisión, para que no le salieran más palabras: lo mucho que echaba de menos a Alec y a Isabelle, pero no podía soportar llamarlos para que volvieran al Instituto, donde se esperaría que, al menos Alec, se responsabilizara de la búsqueda de su propio hermano. Que aún pensaba en Max todos los días, y era como si alguien le hubiera vaciado los pulmones de aire y se llevaba las manos al corazón, temiendo morir. No podía perder a Jace, también.

«Lo entiendo».

El hermano Zachariah se cogió las manos por delante. Se le veían jóvenes, no huesudas o retorcidas, con los dedos largos. A menudo, Maryse se había preguntado cómo envejecían los Hermanos y cuánto tiempo vivían, pero esa información era un secreto de la orden.

«Hay pocas cosas más poderosas que el amor de la familia. Pero lo que no sé es por qué has decidido enseñarme esto».

Maryse respiró hondo y entrecortadamente.

—Sé que debería enseñárselo a la Clave —repuso—. Pero la Clave ya conoce el lazo que une a Jace con Jonathan. Los están buscando a los dos. Matarán a Jace si lo encuentran. Y sin embargo, guardarme esta información sin duda es traición. —Agachó la cabeza—. He llegado a la conclusión de que decíroslo a vosotros, los Hermanos, es algo que puedo soportar. Entonces, vosotros decidís si decírselo a la Clave. No… no podría soportar ser yo.

Zachariah guardó silencio durante un buen rato.

«Tu mapa te dice que tu hijo sigue vivo —le dijo después mentalmente, con amabilidad—. Si se lo das a la Clave, no creo que los ayude mucho, aparte de decirles que viaja muy de prisa y es imposible de rastrear. Eso ya lo saben. Conserva el mapa. Por ahora, no hablaré de él».

Maryse lo miró anonadada.

—Pero… tú sirves a la Clave…

«Una vez fui un cazador de sombras como tú. Viví como tú vives. Y al igual que tú, estaban aquellos a los que amaba lo suficiente para anteponer su bienestar a todo lo demás, a cualquier juramento, a cualquier deuda».

—¿Tuviste…? —Maryse vaciló un instante—. ¿Alguna vez tuviste hijos?

«No. Ningún hijo».

—Lo siento.

«No lo hagas. E intenta impedir que el miedo por Jace te devore. Es un Herondale, y son unos supervivientes…».

Algo se quebró dentro de Maryse.

—No es un Herondale. Es un Lightwood. Jace Lightwood. Es mi hijo.

Hubo un largo silencio.

«No trataba de decir lo contrario —dijo al fin el hermano Zachariah. Separó las manos y dio un paso atrás—. Hay algo que debes saber. Si Jace aparece en el mapa durante más de unos segundos cada vez, tendrás que decírselo a la Clave. Debes prepararte para esa posibilidad».

—No creo que pueda —repuso Maryse—. Enviarán a los cazadores tras él. Le prepararán una trampa. Es sólo un niño.

«Nunca ha sido “sólo” un niño», replicó Zachariah, y se marchó flotando de la sala.

Maryse no lo miró mientras se marchaba. Volvía a contemplar el mapa.

«¿Simon?».

El alivio se le abrió como una flor en el pecho. La voz de Clary, insegura pero familiar, le llenó la cabeza. Miró a un lado. Isabelle seguía durmiendo. La luz del mediodía se colaba por el borde de las cortinas.

«¿Estás despierto?».

Él se puso boca arriba y miró al techo.

«Claro que estoy despierto».

«Bueno, no estaba segura. Estás ¿a cuánto?, seis o siete horas de diferencia de donde estoy yo. Aquí está atardeciendo».

«¿Italia?».

«Ahora estamos en Praga. Es muy bonita. Hay un río muy grande y un montón de edificios con torres puntiagudas. Se parece un poco a Idris de lejos. Pero hace frío. Más frío que en casa».

«De acuerdo, acaba con el informe del tiempo. ¿Estás a salvo? ¿Dónde están Sebastian y Jace?».

«Conmigo. Pero me he apartado un poco. He dicho que quería disfrutar de la vista desde el puente».

«¿Así que soy la vista desde el puente?».

Ella se echó a reír, o al menos él notó algo como una risa en la cabeza, una risa suave y nerviosa.

«No me puedo entretener mucho. Aunque no sospechan nada. Jace… Jace seguro que no. Sebastian es más difícil de interpretar. Creo que no confía en mí. Ayer registré su habitación, pero no hay nada, absolutamente nada, que indique lo que están planeando. Anoche…».

«¿Anoche?».

«Nada. —Era curioso cómo ella podía estar dentro de su cabeza y él aún podía notar que le estaba ocultando algo—. Sebastian tiene en su cuarto la caja que había sido de mi madre. Con sus cosas de bebé dentro. No se me ocurre por qué».

«No pierdas el tiempo tratando de averiguar las razones de Sebastian —le sugirió Simon—. No vale la pena. Averigua qué van a hacer».

«Lo intento. —Parecía irritada—. ¿Sigues en casa de Magnus?».

«Sí. Hemos pasado a la fase dos de nuestro plan».

«¿Ah, sí? ¿Cuál era la fase uno?».

«La fase uno era estar sentados a la mesa pidiendo pizzas y discutiendo».

«¿Y cuál es la fase dos? ¿Sentarse alrededor de la mesa bebiendo café y discutiendo?».

«No exactamente. —Simon respiró hondo—. Hemos invocado al demonio Azazel».

«¿Azazel? —La voz mental de Clary se alzó; Simon casi se tapó las orejas—. Así que de eso iba tu estúpida pregunta sobre Los pitufos. Dime que estás bromeando».

«Hablo en serio. Es una larga historia. —Se la resumió lo mejor que pudo, mientras observaba a Isabelle respirar y la luz del exterior aumentaba de brillo—. Pensábamos que nos ayudaría a encontrar una arma que pudiera matar a Sebastian sin hacer daño a Jace».

«—Sí, ya, pero ¿invocar a un demonio? —Clary no parecía convencida—. Y Azazel no es un demonio cualquiera. Yo soy la que está aquí con el Equipo Malo. Vosotros sois el Equipo Bueno. No lo olvidéis».

«Ya sabes que nada es así de sencillo, Clary».

Fue como si pudiera notarla suspirar, un aliento que le recorrió la piel y le puso de punta el pelo de la nuca.

«Lo sé».

Ciudades y ríos, pensó Clary mientras separaba los dedos del anillo de oro que llevaba en la mano derecha y se apartaba de la vista del puente Carlos para volver con Jace y Sebastian. Éstos se hallaban al otro lado del viejo puente de piedra, señalando hacia algo que ella no podía ver. El agua era del color del metal y fluía en silencio alrededor de los viejos puntales del puente; el cielo era del mismo color, y estaba salpicado de nubes negras.

El viento le azotaba el cabello y el abrigo mientras caminaba para unirse a Jace y a Sebastian. Todos siguieron adelante, los dos chicos conversando en voz baja; Clary supuso que se podría haber unido a la conversación si hubiera querido, pero había algo en la tranquila belleza de la ciudad, con sus agujas alzándose entre la niebla en la distancia, que le hacía querer permanecer en silencio, mirar y pensar.

El puente daba a una serpenteante calle adoquinada con tiendas para turistas a ambos lados, que vendían granates rojo sangre y grandes trozos de ámbar polaco dorado, pesado cristal de Bohemia y juguetes de madera. Incluso a esa hora, había tipos fuera de los clubes nocturnos repartiendo pases gratis o tarjetas de descuento en las bebidas; Sebastian los apartaba con un gesto de impaciencia, y replicándoles molesto en checo. La presión de la gente aminoró cuando la calle se abrió a una vieja plaza medieval. A pesar del frío, estaba llena de gente y kioscos donde se vendían salchichas y sidra caliente especiada. Se detuvieron para comer algo junto a una alta mesa destartalada mientras el enorme reloj astronómico del centro de la plaza comenzaba a dar la hora. Empezó a oírse el ruido metálico de la maquinaria y un círculo de muñecos danzantes de madera fueron apareciendo por las puertas a ambos lados del reloj: los doce apóstoles, les explicó Sebastian, mientras los muñecos daban vueltas y vueltas.

—Hay una leyenda —comentó Sebastian, mientras se apoyaba en la mesa con las manos rodeando el tazón de sidra caliente— que dice que el rey hizo que le arrancaran los ojos al relojero cuando acabó el reloj, para que no pudiera volver a hacer nada tan hermoso.

Clary se estremeció y se acercó más a Jace. Éste había estado callado desde que habían salido del puente, como perdido en sus pensamientos. Bastante gente, sobre todo chicas, se paraba para mirarlo al pasar; su cabello rubio y brillante resaltaba entre los colores invernales de la Plaza Vieja.

—Eso es sádico —dijo ella.

Sebastian pasó un dedo por el borde de la taza y luego se lamió la sidra.

—El pasado es otro país.

—Un país extranjero —añadió Jace.

Sebastian lo miró con ojos perezosos.

—¿Qué?

—«El pasado es un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera» —recitó Jace—. Ésa es toda la cita.

Sebastian se encogió de hombros y apartó la taza. Daban un euro por devolverlas al puesto donde se compraba la sidra, pero Clary sospechaba que su hermano no se molestaría en hacerse pasar por un buen ciudadano a cambio de un triste euro.

—Vámonos.

Clary no se había acabado su sidra, pero de todas formas la dejó y siguió a Sebastian, que los llevó fuera de la plaza, por el laberinto de calles estrechas y retorcidas. Clary pensó que Jace había corregido a Sebastian. Sin duda había sido en algo de muy poca importancia, pero ¿acaso no se suponía que la magia de sangre de Lilith lo unía a su hermano de una manera que le obligaba a pensar que todo lo que Sebastian hacía estaba bien? ¿Podría ser una señal, aunque fuera mínima, de que el hechizo que los conectaba empezaba a perder fuerza?

Era una esperanza estúpida, y lo sabía. Pero a veces, la esperanza era lo único que quedaba.

Las calles se fueron haciendo más estrechas, más oscuras. Las nubes que colgaban en lo alto habían tapado por completo al sol del atardecer, y viejas farolas de gas ardían aquí y allí, iluminando la tenue neblina. Las calles eran de adoquines y las aceras cada vez más estrechas, obligándolos a caminar en fila india, como si estuvieran cruzando un estrecho puente. Ver a otros peatones, que aparecían y desaparecían entre la niebla, era lo único que hacía pensar a Clary que no habían atravesado alguna especie de pliegue temporal hacia una ciudad soñada, salida de su propia imaginación.

Finalmente llegaron a un arco de piedra que daba a una pequeña plaza. La mayoría de las tiendas habían apagado sus luces, aunque frente a ellos una seguía encendida. Ponía «ANTIKVARIAT» en letras doradas, y el escaparate estaba lleno de viejas botellas destinadas a contener diferentes sustancias, con las etiquetas medio levantadas escritas en latín. Clary se sorprendió cuando Sebastian se dirigió hacia la tienda. ¿Para qué iban a querer botellas viejas?

Olvidó esa idea en cuanto cruzaron el umbral. Por dentro, la tienda tenía una iluminación muy tenue y olía a bolas de naftalina, pero estaba atiborrada, hasta el último rincón, con una increíble selección de trastos y no tan trastos. Hermosos planisferios competían por el espacio con saleros y pimenteros con la forma de las imágenes del reloj de la plaza Vieja. Había pilas de viejas latas de tabaco y puros, sellos enmarcados, viejas cámaras fotográficas de fabricación rusa y de Alemania Oriental, así como un precioso cuenco de cristal tallado de un profundo color esmeralda colocado al lado de un montón de viejos calendarios manchados de humedad. Una bandera checa antigua colgaba de una asta.

Sebastian pasó entre las pilas hacia el mostrador situado al fondo de la tienda, y Clary se dio cuenta de que lo que había tomado por un maniquí era en realidad un anciano con un rostro tan marcado y arrugado como una sábana vieja, que estaba apoyado en el mostrador con los brazos cruzados. El mostrador tenía la parte delantera de vidrio y contenía montones de joyas antiguas, brillantes cuentas de vidrio, pequeños monederos de cadenitas con cierres de gemas y filas de gemelos de camisa.

Sebastian le dijo algo en checo, y el anciano asintió y señaló a Clary y a Jace con un gesto de la barbilla y una mirada suspicaz. Clary vio que tenía los ojos de un color rojo oscuro. Entrecerró los ojos, se concentró y comenzó a atravesar el glamour con el que se envolvía el hombre.

No le resultó fácil; parecía que se le pegara como papel engomado. Al final, Clary consiguió apartarlo lo suficiente para vislumbrar destellos de la auténtica criatura que tenía delante: alta y con forma humana; piel gris y ojos de rubí; una boca llena de dientes puntiagudos que le salían hacia todos lados y largos brazos serpenteantes que acababan en cabezas como de anguila: estrecha, de aspecto malvado y llena de dientes.

—Un demonio vetis —le murmuró Jace al oído—. Son como dragones. Les gusta amontonar cosas brillantes. Trastos, joyas, les da lo mismo.

Sebastian miraba hacia atrás a Jace y a Clary.

—Son mi hermano y mi hermana —dijo pasado un instante—. Se puede confiar en ellos plenamente, Mirek.

Un leve escalofrío recorrió a la chica bajo la piel. No le gustaba la idea de pasar por la hermana de Jace, incluso sólo ante un demonio.

—No me gusta esto —replicó el demonio vetis—. Dijiste que trataríamos sólo contigo, Morgenstern. Y aunque sé que Valentine tuvo una hija —su cabeza se agachó hacia Clary—, también sé que sólo tuvo un hijo.

—Es adoptado —repuso Sebastian con tranquilidad, haciendo un gesto hacia Jace.

—¿Adoptado?

—Creo que encontrarás que, en esta época, la definición de la familia moderna cambia a un ritmo impresionante —soltó Jace.

El demonio, Mirek, no pareció impresionado.

—Esto no me gusta —repitió.

—Pero te gustará esto otro —repuso Sebastian, y se sacó una bolsa, atada por arriba, del bolsillo. La volvió boca abajo sobre el mostrador, y cayó una tintineante pila de monedas de cobre, entrechocando mientras rodaban sobre el vidrio—. Peniques de los ojos de cadáveres. Cien. Ahora, ¿tienes lo que convenimos?

Una mano dentuda serpenteó sobre el mostrador y mordió una moneda con cuidado. Los rojos ojos del dragón se pasearon por el montón.

—Todo esto está muy bien, pero no es suficiente para comprar lo que buscas. —Hizo un gesto con un brazo ondeante, y en lo alto apareció lo que a Clary le pareció un trozo de cristal de roca, aunque más luminoso, más puro, plateado y hermoso. Se dio cuenta sorprendida de que era el material del que se hacían los cuchillos serafines—. Adamas puro —dijo Mirek—. La materia del Cielo. Invaluable.

La furia destelló en el rostro del Sebastian como un rayo, y por un momento Clary vio al malvado muchacho que había debajo, el que se había reído mientras Hodge agonizaba. Luego esa expresión desapareció.

—Pero habíamos acordado un precio.

—También habíamos acordado que vendrías solo —replicó Mirek. Sus ojos regresaron a Clary y a Jace, que no se había movido, pero cuyo aspecto era similar al de un gato controlando la inmovilidad—. Te diré qué más puedes darme —continuó el demonio—. Un rizo del hermoso cabello de tu hermana.

—Bien —contestó ella, dando un paso adelante—. Quieres un trozo de mi cabello…

—¡No! —Jace le cortó el paso—. Es un mago negro, Clary. No tienes ni idea de lo que puede hacer con un mechón de tu cabello o con un poco de sangre.

—Mirek —dijo Sebastian lentamente, sin mirar a Clary. Y en aquel momento, ésta se preguntó que, si su hermano quería cambiar un mechón de su cabello por el adamas, ¿qué podría impedírselo? Jace había protestado, pero también estaba obligado a hacer lo que Sebastian le dijera. En ese dilema, ¿qué ganaría? ¿La compulsión o los sentimientos de Jace hacia ella?—. De ninguna de las maneras.

El demonio parpadeó con un lento movimiento de reptil.

—¿De ninguna de las maneras?

—No tocarás ni un pelo de la cabeza de mi hermana —replicó Sebastian—. Ni renegarás de tu trato. Nadie estafa al hijo de Valentine Morgenstern. El precio que acordamos, o…

—¿O qué? —gruñó Mirek—. ¿O te arrepentirás? No eres Valentine, muchachito. Ése sí que era un hombre que inspiraba lealtad…

—No —repuso Sebastian, y el cuchillo serafín pasó del cinturón a su mano—. No soy él. No tengo la intención de tratar con los demonios como hizo Valentine. Si no puedo tener tu lealtad, tendré tu miedo. Entérate de que soy más poderoso de lo que nunca lo fue mi padre, que si no tratas honradamente conmigo, te quitaré la vida y cogeré lo que he venido a buscar. —Alzó el cuchillo que sostenía—. Dumah —susurró, y el cuchillo lanzó lo que parecía una brillante columna de fuego.

El demonio retrocedió, soltando varias palabras en un lenguaje que sonaba como a barro. Jace ya tenía una daga en la mano. Avisó a Clary, pero no lo suficientemente rápido. Algo le dio a ésta con fuerza en el hombro, y ella cayó de bruces al abarrotado suelo. Se dio la vuelta rápidamente, alzó la mirada…

Y gritó. Sobre ella había una gigantesca serpiente, o al menos tenía un grueso cuerpo escamoso y una cabeza ancha como la de una cobra, pero el cuerpo era articulado, como de insecto, con una docena de finas patas que se agitaban y acababan en garras. Clary se llevó la mano al cinturón de armas mientras la criatura se echaba hacia atrás, babeando veneno amarillo por las fauces, y atacaba.

Simon se había vuelto a dormir después de «hablar» con Clary. Cuando se despertó de nuevo, las luces estaban encendidas, e Isabelle se hallaba de rodillas en el borde de la cama, con vaqueros y una gastada camiseta que debía de haberle prestado Alec. Tenía agujeros en las mangas y se estaba soltando el hilo del bajo. Se había apartado la tela del cuello y con la punta de la estela se estaba trazando una runa en la piel del pecho, justo bajo la clavícula.

Simon se alzó apoyado en los codos.

—¿Qué estás haciendo?

Iratze —contestó ella—. Por eso. —Se echó el cabello hacia atrás, y él vio las dos marcas de pinchazos que él le había hecho en el cuello. Cuando ella terminó la runa, las marcas desaparecieron y sólo dejaron unas levísimas marcas blancas.

—¿Estás… bien? —La voz de Simon era un susurro. Suave. Estaba tratando de contener las otras preguntas que le quería hacer: «¿Te hice daño? ¿Ahora crees que soy un monstruo? ¿Ya te he acojonado del todo?».

—Estoy bien. He dormido hasta mucho más tarde de lo que suelo hacer, pero creo que seguramente es bueno. —Al ver su expresión, Isabelle se metió la estela en el cinturón. Avanzó hacia Simon con la gracia de un gato y se quedó sobre él, con él cabello cayendo sobre ambos. Estaban tan cerca que se tocaban la nariz. Ella lo miró sin parpadear—. ¿Por qué estás tan loco? —preguntó, y él notó su aliento en el rostro, tan suave como un susurro.

Él quiso cogerla y besarla, no morderla, sino sólo besarla, pero justo en ese momento sonó el timbre del apartamento. Un segundo después, alguien llamó a la puerta del cuarto; la golpeó con tanta fuerza que la hizo sacudirse en las bisagras.

—Simon. Isabelle. —Era Magnus—. Mira, no me importa si estáis durmiendo o haciéndoos cosas inconfesables el uno al otro. Vestíos y venid al salón. Ahora mismo.

Simon miró a los ojos a Isabelle, que parecía tan desconcertada como él.

—¿Qué pasa?

—Salid de ahí —insistió el brujo, y el sonido de sus pasos al marcharse se oyó muy fuerte.

Isabelle salió de encima de Simon, para decepción de éste, y suspiró.

—¿Qué crees que será?

—Ni idea —contestó Simon—. Reunión de emergencia del Equipo Bueno, supongo. —Había encontrado esa expresión divertida cuando Clary la había usado. Isabelle, sin embargo, sólo meneó la cabeza y suspiró.

—No estoy segura de que haya ningún Equipo Bueno últimamente —replicó.