11

IMPÚTALE TODO PECADO

Magnus dijo que no se podía utilizar electricidad durante la invocación de Azazel, así que el loft estaba iluminado únicamente con velas. Éstas ardían en un círculo en el centro de la sala, con diferentes alturas y brillos, aunque compartían una llama azul clara similar.

Dentro del círculo, Magnus había dibujado un pentagrama usando un palo de serbal, con el que había quemado triángulos solapados en el suelo. Entre los espacios formados por el pentagrama había símbolos diferentes de todos los que Simon había visto antes; no eran letras exactamente, ni tampoco runas, pero exudaban una fría sensación de amenaza, a pesar del calor de las llamas de las velas.

En el exterior había oscurecido, la clase de oscuridad que producían los atardeceres tempranos del inminente invierno. Isabelle, Alec, Simon y finalmente Magnus, que estaba salmodiando en alto lo que leía en Ritos prohibidos, se hallaban cada uno situado en un punto cardinal alrededor del círculo. La voz de Magnus subía y bajaba, y las palabras en latín parecían una plegaria, pero invertida y siniestra.

Las llamas se alzaron y los símbolos tallados en el suelo comenzaron a arder negros. Presidente Miau, que había estado observando desde un rincón de la habitación, se erizó y huyó entre las sombras. Las llamas azul claro crecieron, y Simon casi no podía ver a Magnus a través de ellas. La sala se estaba calentando; el brujo salmodiaba más de prisa, el cabello oscuro se le rizaba con el calor húmedo, el sudor le brillaba en los pómulos.

—Quod tumeraris: per Jehovam, Gehennam, et consecratam aquam quam nunc spargo, signumque crucis quod nunc facio, et per vota nostra, ipse nunc surgat nobis dicatus Azazel!

Hubo un estallido de fuego en el centro del pentagrama, y se alzó una espesa columna de humo negro, que se fue disipando lentamente por la sala, haciendo que todos menos Simon tosieran y se atragantaran. Giró como un torbellino, y se fue fusionando lentamente en el centro del pentagrama hasta que adoptó la forma de un hombre.

Simon parpadeó. No estaba seguro de qué se esperaba, pero no era eso. Un hombre alto de cabello de color caoba, ni joven ni viejo; un rostro sin edad, inhumano y frío. De espalda ancha, vestido con un traje negro de buen corte y lustrosos zapatos negros. Alrededor de cada muñeca tenía un surco rojo oscuro, las marcas de algún tipo de sujeción, cuerda o metal, que le había ido mordiendo la piel durante muchos años. En sus ojos danzaban llamas rojas.

Habló.

—¿Quién invoca a Azazel? —Y su voz era como de metal que rascase contra metal.

—Yo. —El brujo cerró con firmeza el libro que sujetaba—. Magnus Bane.

Azazel inclinó lentamente la cabeza hacia él. La cabeza pareció girarle de una forma antinatural sobre el cuello, como la de una serpiente.

—Brujo —dijo—. Sé quién eres.

Magnus arqueó las cejas.

—¿Lo sabes?

—Invocador. Represor. Destructor del demonio Marbas. Hijo de…

—Bueno —lo interrumpió el otro rápidamente—. No hace falta entrar en todo eso.

—Pero ahí está. —Azazel parecía razonable, incluso divertido—. Si lo que requieres es asistencia infernal, ¿por qué no invocas a tu padre?

Alec miró a su novio boquiabierto. Simon se compadeció de él. No creía que ninguno hubiera pensado que Magnus supiera quién era su padre, aparte de que habría sido algún demonio que habría engañado a su madre haciéndole creer que era su esposo. Era evidente que Alec no sabía más de eso que el resto de ellos, lo que, según suponía el vampiro, probablemente era algo que no le hacía mucha gracia.

—Mi padre y yo no nos llevamos muy bien —repuso Magnus—. Preferiría no implicarlo.

Azazel alzó las manos.

—Como digas, «amo». Me dominas con el sello. ¿Cuál es tu petición?

Magnus no dijo nada, pero por la expresión del rostro de Azazel resultaba evidente que el brujo le estaba hablando en silencio, de mente a mente. Las llamas saltaban y bailaban en los ojos del demonio, como niños ansiosos escuchando un cuento.

—Muy lista, Lilith —dijo el demonio al final—. Alzar a un chico de la muerte, y asegurar su vida ligándolo a alguien a quien no soportaríais matar. Siempre fue mejor manipulando las emociones humanas que la mayoría de nosotros. Quizá porque una vez fue algo casi humano.

—¿Existe alguna manera? —Magnus parecía impaciente—. ¿Es posible romper el lazo que los une?

Azazel negó con la cabeza.

—No sin matarlos a los dos.

—Entonces, ¿no hay manera de matar a Sebastian sin matar a Jace? —Era Isabelle, ansiosa; el brujo le lanzó una mirada para que callara.

—No con ninguna arma que yo pueda crear, o que tenga a mi disposición —contestó Azazel—. Sólo puedo fabricar armas cuya adscripción sea demoníaca. Un rayo lanzado por la mano de un ángel tal vez podría quemar la maldad que hay en el hijo de Valentine y, o bien romper su unión, o bien hacer que sea de una carácter más benevolente. Si puedo sugerir algo…

—Oh —dijo Magnus, entrecerrando los ojos—. Hazlo, por favor.

—Se me ocurre una solución más simple que separará a los dos chicos, mantendrá vivo al vuestro y neutralizará el peligro del otro. Y pediré muy poco a cambio.

—Eres mi sirviente —replicó el brujo—. Si deseas abandonar este pentagrama, harás lo que te diga, sin pedir favores a cambio.

Azazel siseó, y salieron llamas de sus labios.

—Si no estoy atado aquí, estoy atado allí. Para mí hay muy poca diferencia.

—«Porque esto es el Infierno, no he salido de él» —dijo Magnus, con el aire de alguien que citara un viejo proverbio.

Azazel mostró una sonrisa metálica.

—Quizá no seas tan orgulloso como el viejo Fausto, brujo, pero eres impaciente. Estoy seguro de que mi disposición a permanecer en este pentagrama superará con mucho tu deseo de vigilarme dentro de él.

—Oh, no lo sé —replicó Magnus—. Siempre he sido muy atrevido en lo que se refiere a decoración, y tenerte aquí añade un pequeño toque extra a esta sala.

—¡Magnus! —soltó Alec, a quien le desagradaba de manera ostensible la idea de que un demonio inmortal se aposentara en el loft de su novio.

—¿Celos, pequeño cazador de sombras? —Azazel sonrió malicioso—. Tu brujo no es mi tipo, y además, no querría para nada hacer enfadar a su…

—Basta —le cortó Magnus—. Dinos qué «muy poco» pides a cambio de tu plan.

Azazel juntó las puntas de los dedos, dedos de artesano, del color de la sangre, acabados en uñas negras.

—Un recuerdo feliz —contestó—. Uno de cada uno. Algo para entretenerme mientras estoy atado como Prometeo a su roca.

—¿Un recuerdo? —exclamó Isabelle perpleja—. ¿Quieres decir que se desvanecerá de nuestras cabezas? ¿Que no lo podremos recordar nunca más?

Azazel la miró a través de las llamas, entrecerrando los ojos.

—¿Qué eres, pequeña? ¿Una nefilim? Sí, cogeré vuestro recuerdo y será mío. No seguiréis sabiendo que os ocurrió a vosotros. Aunque, por favor, evitad darme recuerdos de los demonios que habéis masacrado a la luz de la luna. No es la clase de cosa que me guste. No, quiero que esos recuerdos sean… personales. —Sonrió, y sus dientes destellaron como una verja de hierro.

—Soy viejo —dijo Magnus—. Tengo muchos recuerdos. Renunciaré a uno si hace falta. Pero no puedo hablar por vosotros. Nadie debería verse obligado a renunciar a algo así.

—Lo haré —repuso Isabelle al instante—. Por Jace.

—Yo también, claro —indicó Alec.

Y entonces le llegó el turno a Simon. De repente pensó en Jace, cortándose la muñeca para darle su sangre en la pequeña cabina del bote de Valentine. Arriesgando su propia vida por la de Simon. Quizá en el fondo lo hiciera por Clary pero, aun así, estaba en deuda con él.

—Me apunto.

—Bien —dijo Magnus—. Tratad de pensar en recuerdos felices. Deben ser realmente felices. Algo que os guste recordar. —Echó una agria mirada al satisfecho demonio dentro del pentagrama.

—Estoy lista —avisó Isabelle. Tenía los ojos cerrados y la espalda tensa como si se preparara para algo doloroso. Magnus se acercó a ella y le puso los dedos en la frente, murmurando en voz muy baja.

Alec observó a su novio con su hermana, apretando la boca, y luego cerró los ojos. Simon también los cerró, deprisa, y trató de buscar un recuerdo feliz, ¿algo que tuviera que ver con Clary? Pero tantos de sus recuerdos estaban teñidos con su preocupación por su bienestar… ¿Algo de cuando era muy pequeño? Una imagen se le vino a la cabeza: un día caluroso de verano en Coney Island, él sobre los hombros de su padre, Rebecca corriendo tras ellos, con un puñado de globos en la mano. Mirando al cielo, tratando de buscar formas en las nubes, y el sonido de la risa de su madre.

«No —pensó—, eso no. No quiero perder ése…».

Notó un frío tacto en la frente. Abrió los ojos y vio a Magnus bajando la mano. Simon lo miró parpadeando; de repente tenía la mente en blanco.

—Pero no estaba pensando en nada —protestó.

Los ojos de gato de el brujo eran tristes.

—Sí, sí que pensabas.

Simon miró por la sala, un poco mareado. Los otros parecían estar igual, como si acabaran de despertarse de un sueño extraño; su mirada se encontró con la de Isabelle, vio el oscuro parpadeo de sus pestañas, y se preguntó en qué habría pensado ella, a qué alegría habría renunciado.

Un grave retumbo en el centro del pentagrama le hizo apartar la mirada de Izzy. Azazel se hallaba tan cerca del borde del pentagrama como podía, y un lento rugido de ansia le salía del cuello. Magnus se volvió hacia él y lo miró con desprecio. Cerró el puño, y algo pareció brillarle entre los dedos, como si sujetara una piedra de luz mágica. Lo lanzó, rápido y ladeado, hacia el centro del pentagrama. La visión de vampiro de Simon pudo seguirlo. Era una gota de luz que se extendió al volar, y que formó un círculo que contenía múltiples imágenes. Simon vio un trozo de océano azul, el borde de un vestido de satén que se acampanaba al girar quien lo llevaba, un destello del rostro de Magnus, un niño de ojos azules, y luego Azazel abrió los brazos y el círculo de imágenes se desvaneció en su cuerpo, como un resto de basura suelto absorbido por el fuselaje de un jet.

Azazel ahogó un grito. Sus ojos, que habían estado despidiendo lenguas de llamas rojas, ardieron como hogueras, y su voz crepitó al hablar.

—Ahhhh. Delicioso.

—Ahora tu parte del trato —exigió Magnus con firmeza.

El demonio se lamió los labios.

—La solución a vuestro problema es ésta. Me dejáis libre por el mundo, y me llevo al hijo de Valentine vivo al infierno. No morirá, y por lo tanto vuestro Jace vivirá, pero habrá dejado atrás este mundo, y la conexión irá consumiéndose lentamente. Recuperaréis a vuestro amigo.

—¿Y luego qué? —preguntó Magnus midiendo sus palabras—. Te dejamos libre por el mundo…, ¿y luego vuelves y te dejas atar de nuevo?

Azazel rio.

—Claro que no, brujo estúpido. El precio por el favor es mi libertad.

—¿Libertad? —exclamó Alec, incrédulo—. ¿Un Príncipe del Infierno libre por el mundo? Ya te hemos dado nuestros recuerdos…

—Los recuerdos eran el precio que habéis pagado por oír mi plan —contestó Azazel—. Mi libertad es lo que pagaréis para que lo lleve a cabo.

—Esto es un engaño, y lo sabes —replicó Magnus—. Pides lo imposible.

—Y tú también —repuso Azazel—. Por derecho, vuestro amigo está perdido para siempre. «Porque cuando un hombre hiciere voto al Señor, o hiciere juramento ligando su alma con obligación, no violará su palabra: hará conforme a todo lo que salió de su boca». Y según el hechizo de Lilith, sus almas están unidas, y ambos lo aceptaron.

—Jace nunca lo habría aceptado… —comenzó Alec.

—Dijo las palabras —afirmó Azazel—. De propia voluntad o bajo coacción, eso no importa. Me estáis pidiendo que rompa un lazo que sólo el Cielo puede romper. Pero el Cielo no os ayudará; lo sabéis tan bien como yo. Por eso los hombres invocan a los demonios y no a los ángeles, ¿no es cierto? Ése es el precio que pagaréis por mi intervención. Si no queréis pagarlo, entonces debéis aceptar que lo habéis perdido.

El rostro de Magnus estaba pálido y tenso.

—Conversaremos entre nosotros y discutiremos si tu oferta es aceptable. Mientras tanto: Desaparece. —Agitó la mano, y Azazel desapareció, dejando detrás el olor a madera quemada.

Las cuatro personas de la habitación se quedaron mirándose incrédulas.

—Lo que está pidiendo no es posible, ¿verdad? —preguntó Alec por fin.

—En teoría, cualquier cosa es posible —contestó Magnus, mirando al frente como si contemplara el abismo—. Pero soltar a un Demonio Mayor en el mundo, y no sólo un Demonio Mayor sino un Príncipe del Infierno, sólo por debajo del propio Lucifer… la destrucción que causaría…

—¿No es posible —inquirió Isabelle— que Sebastian pudiera causar una destrucción igual?

—Como ha dicho Magnus —intervino Simon en un tono amargo—, todo es posible.

—No podría haber crimen peor a ojos de la Clave —indicó—. Quien soltara a Azazel por el mundo se convertiría en un criminal buscado.

—Pero si fuera para destruir a Sebastian… —empezó Isabelle.

—No tenemos ninguna prueba de que Sebastian esté planeando nada —repuso Magnus—. Por lo que sabemos, todo lo que quiere es vivir tranquilamente en una casita de campo cerca de Idris.

—¿Con Clary y Jace? —dijo Alec, incrédulo.

Magnus se encogió de hombros.

—¿Quién sabe lo que quiere de ellos? Tal vez se sienta solo.

—Es imposible que se llevara a Jace de aquel tejado sólo porque necesita desesperadamente un amigo íntimo —afirmó Isabelle—. Está planeando algo.

Todos miraron a Simon.

—Clary está tratando de averiguar qué. Necesita tiempo, Y no me digáis: «No tenemos tiempo» —añadió—. Ella ya lo sabe.

Alec se pasó una mano por el cabello oscuro.

—Bien, pero hemos perdido todo un día. Un día que no tenemos. Basta de ideas estúpidas. —Su voz era extrañamente cortante.

—Alec —dijo Magnus. Le puso una mano en el hombro; Alec estaba quieto, mirando enfadado al suelo—. ¿Estás bien?

El chico lo miró.

—¿Y quién eres tú?

El brujo lanzó un grito ahogado; parecía realmente nervioso. Simon nunca recordaba haberlo visto así. Sólo duró un momento, pero ahí estaba.

—¡Alexander! —exclamó Magnus.

—Supongo que es demasiado pronto para hacer bromas sobre eso del recuerdo feliz —respondió Alec.

—¿Te parece? —Su novio alzó la voz.

Pero antes de que pudiera decir nada más, la puerta se abrió, y Maia y Jordan entraron. Tenían las mejillas enrojecidas por el frío, y ella llevaba la chaqueta de cuero de él, lo que sorprendió a Simon.

—Venimos directamente de la comisaría —explicó ella excitada—. Luke aún no ha despertado, pero parece que se va a poner bien… —Calló de golpe al ver el pentagrama, aún brillante, las nubes de humo negro y los trozos requemados del suelo—. Vale, ¿qué habéis estado haciendo vosotros?

Con un pequeño glamour y la habilidad de Jace para subirse a un viejo puente curvo con sólo un brazo, Clary y él escaparon corriendo de la policía italiana sin ser arrestados. Cuando se detuvieron, se dejaron caer contra una pared, riendo, hombro con hombro, con las manos entrelazadas. Clary sintió un momento de felicidad pura y simple, y tuvo que ocultar el rostro en el hombro de Jace, recordándose, con su dura vocecilla interna, que «ése no era él», antes de que su risa se trasformara en silencio.

Jace pareció interpretar su súbito mutismo como señal de que estaba cansada. Le cogió la mano con suavidad mientras regresaban a la calle desde donde habían comenzado su paseo, con el estrecho canal con puentes a ambos extremos. Entre ellos, Clary reconoció la casa sin ningún rasgo destacable de la que habían salido. Sintió un escalofrío por todo el cuerpo.

—¿Frío? —Jace la acercó a él y la besó; era mucho más alto que ella, y o bien tenía que inclinarse o bien alzarla; en ese caso hizo esto último, y ella contuvo un grito ahogado cuando él la alzó y la pasó a través de la pared de la casa.

La dejó en el suelo y de una patada cerró la puerta, que había aparecido de repente detrás de ellos, y estaba a punto de sacarse la chaqueta cuando se oyó una risita apagada.

Clary se apartó de Jace mientras se encendían luces alrededor. Sebastian estaba sentado en el sofá, con los pies sobre la mesita de centro. Tenía el cabello revuelto y los ojos de un negro vidrioso. Tampoco estaba solo. Había dos chicas, una a cada lado de él. Una era rubia e iba ligera de ropa, con sólo una falda muy corta y reluciente, y un top cogido al cuello. Tenía la mano abierta sobre el pecho de Sebastian. La otra era más joven, con un aspecto más dulce; el cabello corto y negro, una cinta de terciopelo negro en la cabeza y un vestido negro de encaje.

Clary se puso tensa.

«Vampira», pensó.

No sabía cómo lo sabía, pero lo sabía; si era por el brillo ceroso de la blanca piel de la chica morena o la infinita profundidad de sus ojos, o quizá Clary estuviera aprendiendo a notar esas cosas, como se suponía que las notaban los cazadores de sombras. La chica supo que ella lo sabía; Clary lo notó. La chica sonrió, mostrando sus dientecitos puntiagudos, y luego se inclinó para pasárselos a Sebastian por la clavícula. Él parpadeó, con las pestañas claras cubriendo los ojos oscuros. Miró a Clary, sin prestar atención a Jace.

—¿Has disfrutado de tu cita?

Ella deseó poderle replicar con algo grosero, pero sólo asintió con la cabeza.

—Bueno, entonces ¿te gustaría unirte a nosotros? —preguntó, abarcando a las chicas y a él con un gesto—. ¿Para una copa?

La chica morena rio y le preguntó algo a Sebastian en italiano.

—No —contestó éste—. Lei è mia sorella.

La chica se recostó en el asiento, decepcionada. Clary tenía la boca seca. De repente, notó la mano de Jace contra la suya, sus callosos dedos.

—Creo que no —contestó él—. Nos vamos arriba. Nos vemos por la mañana.

Sebastian agitó los dedos, y el anillo Morgenstern que llevaba en la mano destelló como una señal de fuego.

—Ci vediamo.

Jace condujo a Clary fuera de la sala y por la escalera de vidrio; sólo cuando se hallaron en el pasillo, ella notó que había recuperado el aliento. Ése Jace diferente era una cosa. Sebastian, otra totalmente distinta. La sensación de amenaza que emanaba era como el humo de un fuego.

—¿Qué ha dicho? —preguntó—. ¿En italiano?

—Ha dicho: «No, es mi hermana» —contestó Jace. No dijo lo que la chica le había preguntado a Sebastian.

—¿Hace eso a menudo? —quiso saber ella. Se habían detenido frente a la habitación del chico—. ¿Traer chicas a casa?

Jace le acarició el rostro.

—Hace lo que quiere, y yo no pregunto —explicó—. Podría traer un conejo rosa de dos metros en biquini, si quisiera. No es asunto mío. Pero si me estás preguntando si he traído chicas a casa, la respuesta es que no. No quiero a nadie excepto a ti.

No había sido eso lo que le preguntaba, pero de todas maneras asintió, como si se sintiera tranquilizada.

—No quiero volver abajo.

—Puedes dormir conmigo en mi habitación esta noche. —Sus ojos dorados relucían en la oscuridad—. O puedes dormir en la habitación principal. Ya sabes que nunca te pediría…

—Quiero estar contigo —respondió ella, y se sorprendió a sí misma con su vehemencia. Tal vez fuera que la idea de dormir en aquel dormitorio, donde Valentine había dormido, donde había esperado volver a vivir con su madre, le resultaba demasiado. O quizá fuera que estaba cansada, y que sólo había pasado una noche en la misma cama que Jace, y que habían dormido tocándose sólo las manos, como si una espada desenvainada se interpusiera entre ellos.

—Dame un segundo para arreglar la habitación. Está hecha un lío.

—Sí, cuando entré antes creo que tal vez viera una mota de polvo en el alféizar de la ventana. Tendrías que hacértelo mirar.

Ella le tiró de un rizo y lo dejó escapar entre los dedos.

—No quiero ir en contra de mis intereses, pero ¿quieres ponerte algo para dormir?

Clary pensó en el armario lleno de ropa del dormitorio principal. Tendría que ir acostumbrándose a la idea. Más le valdría comenzar ya.

—Iré a coger un camisón.

Un momento después, ante un cajón abierto, pensó que, claro, la clase de camisón que los hombres compraban porque querían que se los pusieran las mujeres de su vida, no eran necesariamente la clase de prenda que se comprarían ellas. Clary solía dormir con un top y unos pantalones cortos de pijama, pero allí todo era seda, o encaje, o casi no era, o todo eso a la vez. Al final se decidió por uno de seda verde claro que le llegaba a medio muslo. Pensó en la uñas rojas de la chica de abajo, la que tenía la mano sobre el pecho de Sebastian. Sus propias uñas estaban mordidas, y en las de los pies nunca se ponía más que esmalte incoloro. Se preguntó cómo sería ser más como Isabelle, tan consciente de tu poder femenino que lo pudieras emplear como una arma en vez de quedártelo mirando fascinada, como alguien a quien le ofrecen un regalo para la casa y no tiene ni idea de dónde colocarlo.

Se tocó el anillo de oro para que le diera suerte antes de dirigirse al dormitorio de Jace. Él estaba sentado en la cama, con el pecho descubierto y unos pantalones de pijama negros, leyendo un libro bajo el círculo de luz amarilla que formaba la lamparita de la mesilla de noche. Ella se quedó observándolo durante un momento. Pudo ver el delicado juego de los músculos bajo la piel cuando pasó la página, y pudo ver la Marca de Lilith sobre su corazón. No era como el encaje negro del resto de sus Marcas, sino de un rojo plateado, como sangre tintada con mercurio. No parecía pertenecerle.

La puerta se cerró tras ella con un clic, y Jace alzó los ojos. Clary vio cómo le cambiaba la cara. Quizá ella no fuera una gran admiradora del camisón, pero él seguro que lo era. La expresión del rostro de Jace le produjo un escalofrío.

—¿Tienes frío? —Jace apartó las sábanas; ella se metió en la cama, y él dejó el libro en la mesilla. Se removieron los dos bajo las sábanas hasta quedar cara a cara. Habían estado en la barca por lo que les habían parecido horas, besándose, pero en la cama era diferente. Aquello había sido en público, bajo la mirada de la ciudad y las estrellas. Eso era una intimidad repentina, sólo los dos bajo las sábanas, su aliento y el calor de sus cuerpos mezclándose. Nadie los vigilaba, nadie los pararía, no había razón para detenerse. Cuando él le puso la mano sobre la mejilla, Clary pensó que el rugido de su propia sangre en los oídos hasta podría ensordecerlo a él.

Sus ojos estaban tan cerca que Clary podía ver el entramado de oro y oro más oscuro en los irises de Jace, como un mosaico de ópalo. Había sentido frío durante tanto tiempo, que en ese momento se sentía arder y derretirse a la vez, disolviéndose en él, y eso que casi ni se tocaban. Notó que la mirada se le iba hacia los puntos donde él era más vulnerable: las sienes, los ojos y el pulso en la vena del cuello, y quiso besarlo ahí, sentir sus latidos contra los labios.

La mano derecha de Jace, marcada de cicatrices, le acarició la mejilla, el hombro y el costado, en un único movimiento que acabó en la cadera, con el que Clary se dio cuenta de por qué a los hombres les gustaban tanto los camisones de seda.

—Dime qué quieres —dijo él en un susurro que no disimulaba el deseo en su voz.

—Sólo quiero que me abraces —contestó ella—. Mientras duermo. Eso es todo lo que quiero ahora.

Los dedos de Jace, que le habían estado dibujando círculos en la cadera, se detuvieron.

—¿Eso es todo?

No, no era lo que Clary quería. Lo que quería era besarlo hasta perder la noción del espacio y el tiempo, como le había pasado en la barca; besarle hasta olvidar quién era ella y por qué estaba allí. Quería emplearlo como una droga.

Pero eso era muy mala idea.

Él la observó, inquieto, y Clary recordó la primera vez que lo había visto y cómo había pensado que parecía letal y hermoso, como un león.

«Es una prueba», pensó. Y tal vez una muy peligrosa.

—Eso es todo —contestó.

El pecho de Jace subía y bajaba. La Marca de Lilith parecía palpitarle contra la piel, justo sobre el corazón. Tensó la mano sobre la cadera de Clary. Ésta podía oír su propia respiración, tan superficial como la marea baja.

Él la atrajo hacia sí y la hizo volverse hasta que quedaron encajados como dos cucharillas, ella de espaldas a él. Ella tragó un grito ahogado. Notó el calor de la piel de Jace, como si tuviera una ligera fiebre. Pero la sensación de los brazos de él al rodearla le resultaba familiar. Los dos encajaban perfectamente, como siempre: la cabeza de ella bajo la barbilla de él, la columna de ella contra los duros músculos del estómago y el pecho de él, y las piernas de ella sobre las de él.

—Muy bien —susurró Jace, y su aliento en la nuca hizo que a Clary se le pusiera la piel de gallina—. Pues vamos a dormir.

Y eso fue todo. Lentamente, Clary se fue relajando, y el golpeteo de su corazón disminuyó. La sensación de los brazos de Jace rodeándola era la de siempre. Cómoda. Puso las manos sobre las de él y cerró los ojos, flotando en el espacio o en la superficie del mar, los dos solos.

Así durmió, con la cabeza bajo la barbilla de Jace, encajada contra él y con las piernas entrelazadas. Y durmió como no había dormido en semanas.

Simon estaba sentado en el borde de la cama en la habitación de invitados de Magnus, mirando una bolsa de lona que tenía en el regazo.

Oía voces provenientes del salón. Magnus estaba explicando a Maia y a Jordan lo que había pasado aquella noche, e Izzy añadía de vez en cuando algún detalle. Jordan decía algo sobre pedir comida china para no morirse de hambre; Maia rio y dijo que mientras no fuera de Jade Wolf, estaba bien.

«Morirse de hambre», pensó Simon. Estaba comenzando a tener hambre, tanta hambre como para notarla como un tirón en las venas. Era una hambre diferente del hambre humana. Se sentía como si le rascaran un hueco vacío en el interior. Pensó que si alguien lo golpeaba, sonaría como una campana.

—Simon. —Se abrió la puerta y entró Isabelle. Llevaba el cabello suelto, casi hasta la cintura—. ¿Estás bien?

—Sí.

La chica vio la bolsa de viaje en su regazo, y se le tensaron los hombros.

—¿Te marchas?

—Bueno, no planeaba quedarme para toda la eternidad —respondió Simon—. Quiero decir, anoche fue… diferente. Me pediste…

—Bien —le cortó ella en un tono inusualmente animado—. Bueno, al menos puede llevarte Jordan. Por cierto, ¿te has fijado en Maia y él?

—¿Fijarme en qué?

Isabelle bajó la voz.

—Sin duda, entre ellos ha pasado algo durante su viajecito. Ahora parecen una pareja.

—Bueno, eso está bien.

—¿Tienes celos?

—¿Celos? —repitió Simon, confuso.

—Bueno, Maia y tú… —Agitó una mano, mirándolo con los ojos entornados—. Erais…

—Oh, no, no, en absoluto. Me alegro por Jordan. Eso le hará muy feliz. —Y lo decía de corazón.

—Bien. —Entonces, Isabelle alzó el rostro, y él vio que tenía las mejillas arreboladas, y no sólo por el frío—. ¿Te quedarás aquí esta noche, Simon?

—¿Contigo?

Ella asintió, sin mirarlo.

—Alec va a ir al Instituto a buscar más ropa. Me ha preguntado si quería ir con él, pero prefiero… prefiero quedarme aquí contigo. —Alzó la barbilla y lo miró directamente—. No quiero dormir sola. Si me quedo aquí, ¿te quedarás conmigo?

Simon notó lo mucho que le molestaba pedirlo.

—Claro —contestó él, dándole toda la poca importancia que pudo, y al mismo tiempo, se sacó la idea del hambre de la cabeza, o al menos lo intentó. La última vez que había tratado de olvidar beber, había acabado con Jordan apartándolo de una Maureen semiinconsciente.

Pero aquello había sido cuando llevaba días sin comer. Ésa vez era diferente. Conocía sus límites. Estaba seguro.

—Claro —repitió—. Me encantará.

Camille sonrió sarcástica mirando a Alec desde el diván.

—¿Y dónde cree Magnus que estás ahora?

Alec, que había colocado una tabla de madera sobre dos ladrillos para hacer una especie de banco, estiró las largas piernas y se miró las botas.

—En el Instituto, cogiendo ropa. Iba a ir por Spanish Harlem, pero al final he venido por aquí.

Ella entrecerró los ojos.

—¿Y por qué?

—Porque no puedo hacerlo. No puedo matar a Raphael.

Camille echó las manos al cielo.

—¿Y por qué no puedes? ¿Acaso tienes algún tipo de lazo personal con él?

—Casi ni lo conozco —contestó Alec—. Pero matarlo es violar deliberadamente la Ley de los Acuerdos. No es que no haya roto Leyes antes, pero hay una diferencia entre romperlas por una buena razón o romperlas por una razón egoísta.

—Oh, Dios santo. —Camille comenzó a ir de un lado a otro—. ¡Líbrame de los nefilim con conciencia!

—Lo siento.

Ella entrecerró los ojos.

—¿Lo sientes? Ya te daré yo… —Se interrumpió—. Alexander —continuó en una voz más calmada—, ¿y qué hay de Magnus? Si continúas como hasta ahora, lo perderás.

Alec la observó mientras paseaba inquieta, felina y compuesta, con el rostro carente de cualquier expresión excepto de una curiosa compasión.

—¿Dónde nació Magnus?

Camille se echó a reír.

—¿Ni siquiera sabes eso? Dios. En Batavia, si quieres saberlo. —Ella soltó un bufido burlón al ver la cara de incomprensión de Alec—. Indonesia. Claro que entonces eran la Indias Orientales Neerlandesas. Su madre fue una nativa, me parece, y su padre, algún aburrido colono. Bueno, no su auténtico padre. —Los labios se le curvaron en una sonrisa.

—¿Quién era su auténtico padre?

—¿El padre de Magnus? Bueno…, un demonio, claro.

—Sí, pero ¿qué demonio?

—¿Y qué puede importar eso, Alexander?

—Tengo la sensación —continuó Alex, terco—, que es un demonio muy poderoso y de gran rango. Pero Magnus no quiere hablar de él.

Camille se dejó caer en el diván, suspirando.

—Bueno, claro que no. En una relación se debe conservar cierto misterio, Alexander Lightwood. Un libro que aún no se ha leído es siempre más atractivo que uno que te sabes de memoria.

—¿Quieres decir que le explico demasiado? —Alec se abalanzó sobre esa especie de consejo. En algún lugar, dentro de la cáscara fría y hermosa de una mujer, estaba alguien que había compartido una experiencia única con él: la de amar y ser amado por Magnus. Sin duda, ella debía de saber algo, algún secreto, alguna clave que evitaría que él lo fastidiara todo.

—Casi sin duda. Aunque llevas viviendo tan poco tiempo que no puedo imaginar cuánto tendrás para contarle. Sin duda te debes de haber quedado ya sin anécdotas.

—Bueno, a mí me parece que tu política de no contarle nada tampoco funcionó.

—No estaba tan interesada en conservarlo como tú.

—Bueno, si hubieras estado interesada en conservarlo —preguntó Alec, sabiendo que era una mala idea, pero incapaz de evitarlo—, ¿qué habrías hecho diferente?

Camille suspiró con gesto teatral.

—Lo que tú eres demasiado joven para comprender, es que todos ocultamos cosas. Se las ocultamos a nuestros amantes porque queremos mostrarles lo mejor de nosotros mismos, pero también porque si el amor es auténtico, esperamos que nuestro amado lo entienda, sin necesidad de preguntar. En una verdadera pareja, de las que duran años, siempre hay una comunión tácita.

—Pe… pero —tartamudeó Alec—, creía que le gustaría que fuera abierto con él. Quiero decir, me cuesta mucho abrirme con la gente, incluso con las personas a quienes conozco de toda la vida, como Isabelle o Jace…

Camille resopló con desprecio.

—Eso es otra cosa —repuso—. Cuando has encontrado a tu verdadero amor, no necesitas a más gente en tu vida. No me sorprende que Magnus crea que no puede ser abierto contigo, cuando te apoyas tanto en esa otra gente. Cuando el amor es verdadero, deberías satisfacer todos los deseos del otro, todas sus necesidades… ¿Me estás escuchando, joven Alexander? Porque mi consejo es muy valioso y no lo doy a menudo…

La sala estaba llena de la luz traslúcida del amanecer. Clary se sentó y observó cómo dormía Jace. Él estaba de lado, su cabello se veía de color bronce claro en el aire azulado. Tenía la mejilla sobre la mano, como un niño. La cicatriz en forma de estrella en su hombro estaba al descubierto, y también los dibujos de viejas runas a lo largo de los brazos, la espalda y los costados.

Clary se preguntó si otra gente consideraría esas cicatrices tan hermosas como ella, o si sólo las veía así porque lo amaba y eran parte de él. Cada una contaba la historia de un momento. Algunas hasta le habían salvado la vida.

Él murmuró algo en su sueño y se volvió de espaldas. Tenía mano con la runa de visión clara y negra sobre el dorso abierta sobre el vientre, y por encima de ella se hallaba la única runa que Clary no encontraba hermosa: la runa de Lilith, la que lo había unido a Sebastian.

Parecía latir, como el rubí del collar de Isabelle, como un segundo corazón.

Silenciosa como un gato, Clary se puso de rodillas sobre la cama. Extendió el brazo y cogió la daga Herondale de la pared. La foto de Jace y ella se soltó y revoloteó en el aire antes de caer boca abajo en el suelo.

Clary tragó saliva y volvió a mirar a Jace. Incluso en ese momento, estaba tan vivo, parecía resplandecer desde dentro como iluminado por un fuego interior. La cicatriz del pecho palpitaba con un latido continuo.

Clary alzó el cuchillo.

Clary se despertó sobresaltada, con el corazón golpeándole el pecho. La habitación le dio vueltas como un carrusel; aún era de noche, y el brazo de Jace la rodeaba; notaba su aliento cálido contra su nuca, podía notar los latidos de su corazón contra la espalda. Cerró los ojos y tragó el sabor amargo que notaba en la boca.

Había sido un sueño. Sólo un sueño.

Pero ya no podría volver a dormirse. Se incorporó con cuidado, apartó despacio el brazo de Jace y bajó de la cama.

El suelo estaba helado, y Clary hizo una mueca cuando lo tocó con los pies descalzos. En la media luz, encontró el pomo de la puerta del dormitorio y la abrió. Y se quedó helada.

Aunque no había ventanas en el pasillo, estaba iluminado por arañas colgantes. Charcos de algo que parecía oscuro y pegajoso manchaban el suelo. A lo largo de una de las paredes blancas se veía la clara marca de una mano ensangrentada. La sangre salpicaba la pared a intervalos, dirigiéndose hacia la escalera, donde había una única mancha larga y negra.

Clary miró hacia el dormitorio de Sebastian. Estaba en silencio, con la puerta cerrada, y no se veía ninguna luz por la rendija de abajo. Pensó en la chica rubia con el top cogido al cuello que contemplaba a Sebastian. De nuevo miró la huella de la mano ensangrentada. Era como un mensaje, una mano alzada, que le dijese «Detente».

Y entonces, se abrió la puerta de su hermano.

Él salió del cuarto. Llevaba una camiseta térmica sobre unos pantalones negros, y el cabello, blanco plata, estaba revuelto. Bostezaba; se sobresaltó cuando la vio, y una expresión de auténtica sorpresa le cruzó el rostro.

—¿Qué haces levantada?

Clary tragó aire. Sabía metálico.

—¿Qué estoy haciendo? ¿Qué estás haciendo tú?

—Ir abajo a buscar unas toallas para limpiar este estropicio —dijo como lo más normal del mundo—. Vampiros y sus jueguecitos…

—Esto no parece el resultado de ningún juego —replicó Clary—. Y a la chica, la chica humana que estaba contigo, ¿qué le ha pasado?

—Se asustó un poco al ver los colmillos. A veces pasa. —Al ver la expresión de Clary, se puso a reír—. Vino ella. Quería más. Ahora esta durmiendo en mi cama, si quieres comprobar que está viva.

—No… no es necesario. —Clary bajó la mirada. Le gustaría haberse acostado con algo más que con el camisón de seda. Se sentía desnuda—. ¿Y tú qué?

—¿Me estás preguntando si estoy bien? —inquirió Sebastian. No era ésa la intención de Clary, pero él parecía complacido. Se apartó el cuello de la camisa, y Clary vio dos marcas limpias de pinchazos junto a la clavícula—. Me iría bien un iratze.

Clary no dijo nada.

—Ven abajo —repuso él, y mientras pasaba ante ella, descalzo, le hizo un gesto para que lo siguiera por la escalera de vidrio. Al cabo de un instante, ella hizo lo que le pedía. Al pasar, él encendió las luces, y cuando llegaron a la cocina, estaba iluminada por una luz cálida—. ¿Vino? —preguntó él, mientras abría la puerta de la nevera.

Ella se sentó en uno de los taburetes junto a la barra de la cocina, alisándose el camisón.

—Sólo agua.

Lo observó servir dos vasos de agua mineral, uno para ella y otro para él. Su elegante economía de movimientos era igual que la de Jocelyn, pero el control con el que se movía debía de haberle sido inculcado por Valentine. Le recordaba la forma en que se movía Jace, como un bailarín muy bien entrenado.

Él le acercó el agua con una mano y con la otra se llevó el vaso a los labios. Cuando hubo bebido, dejó el vaso sobre la barra con un golpe.

—Probablemente ya lo sabes, pero hacer el tonto con vampiros da mucha sed.

—¿Y por qué voy a saberlo? —La pregunta le salió más seca de lo que pretendía.

Sebastian se encogió de hombros.

—Me imaginaba que habrías jugado un poco a los mordiscos con ese vampiro diurno.

—Simon y yo nunca hemos «jugado a los mordiscos» —replicó ella en un tono gélido—. Lo cierto es que no me puedo imaginar que alguien quiera que un vampiro se alimente de él a propósito. ¿Tú no odias y desprecias a los subterráneos?

—No —contestó él—. No me confundas con Valentine.

—Sí —masculló ella—. Un error difícil de cometer.

—No es culpa mía que yo sea igual que él y tú seas igual que ella. —Curvó la boca en un gesto de desprecio al pensar en Jocelyn. Clary lo miró con el ceño fruncido—. ¿Ves?, ahí estás. Siempre me estás mirando así.

—¿Así, cómo?

—Como si quemara refugios de animales para divertirme y le ofreciera tabaco a los huerfanitos. —Se sirvió otro vaso de agua. Cuando él volvió la cabeza, Clary vio que las marcas de pinchazos en el cuello ya estaban comenzando a sanar.

—Mataste a un niño —dijo ella con sequedad, y al momento de decirlo supo que debería haberse quedado con la boca cerrada y seguir fingiendo que no pensaba que Sebastian era un monstruo. Max estaba vivo en su cabeza como si fuera la primera vez que lo veía, dormido en un sofá del Instituto con un libro en el regazo y las gafas torcidas en su pequeño rostro—. Eso es algo que no podré perdonarte nunca.

Sebastian respiró hondo.

—Así que es eso —repuso—. ¿Pones tan pronto las cartas sobre la mesa, hermanita?

—¿Qué pensabas? —Su voz le sonó débil y cansada incluso a ella misma, pero él se encogió como si ella le hubiera gritado.

—¿Me creerías si te dijera que eso fue un accidente? —preguntó, mientras dejaba el vaso en la barra—. No quería matarlo. Sólo dejarlo inconsciente, para que no pudiera contar…

Clary lo hizo callar con una mirada. Sabía que no podría ocultar el odio en sus ojos; sabía que debía hacerlo; sabía que era imposible.

—Lo digo en serio. Sólo pretendía dejarlo inconsciente, como hice con Isabelle. Juzgué mal mi propia fuerza.

—¿Y Sebastian Verlac? ¿El auténtico? Lo mataste, ¿verdad?

Su hermano se miró las manos como si no se las reconociera: en la muñeca derecha llevaba una cadena de plata que sujetaba una placa plana de metal, como un nomeolvides; ocultaba la cicatriz por donde Isabelle le había cortado la mano.

—Se suponía que no iba a resistirse…

Asqueada, Clary comenzó a bajar del taburete, pero Sebastian la cogió por la muñeca y tiró de ella hacia sí. Le notó la piel, caliente contra la de ella, y recordó, en Idris, la vez que su tacto la había quemado.

—Jonathan Morgenstern mató a Max. Pero ¿y si no soy la misma persona? ¿No has notado que ni uso el mismo nombre?

—Suéltame.

—Crees que Jace es diferente —continuó diciendo Sebastian a media voz—. Crees que no es la misma persona, y que mi sangre lo ha cambiado. ¿No es cierto?

Ella asintió sin hablar.

—Entonces, ¿por qué es tan difícil de creer que pueda pasar al revés? Quizá su sangre me haya cambiado a mí. Tal vez ya no sea la misma persona que era.

—Apuñalaste a Luke —replicó ella—. Alguien que me importa. Alguien a quien quiero…

—Estaba a punto de hacerme pedazos con esa escopeta —respondió Sebastian—. Tú lo quieres, y yo no lo conozco. Estaba salvándome la vida, y la de Jace. ¿De verdad que no lo entiendes?

—Y tal vez sólo estás diciendo lo que crees que tienes que decir para que confíe en ti.

—¿A la persona que yo era antes le importaría que confiaras en mí o no?

—Si quisieras algo…

—Quizá sólo quiera a mi hermana.

Al oír eso, Clary lo miró a los ojos, involuntariamente, con gesto de incredulidad.

—No sabes lo que es la familia —replicó ella—. O qué hacer con una hermana, si tuvieras una.

—Tengo una —dijo él en voz baja. Había manchas de sangre en el cuello de su camisa, donde le rozaba la piel—. Te estoy dando una oportunidad. Para que veas que lo que estamos haciendo Jace y yo es lo correcto. ¿Puedes darme tú una oportunidad?

Ella pensó en el Sebastian que había conocido en Idris. Había sido divertido, amable, distante, irónico, intenso, enfadado. Pero nunca había sido de los que rogaban nada.

—Jace confía en ti —continuó él—. Pero yo no. Cree que lo amas lo suficiente para tirar por la borda todo lo que alguna vez has valorado o en lo que alguna vez has creído para venir y estar con él. Sin importar el qué.

Ella tensó el mentón.

—¿Y cómo sabes tú si no lo haría?

Él se puso a reír.

—Porque eres mi hermana.

—No nos parecemos en nada —espetó ella, y vio la lenta sonrisa que se formaba en el rostro de Sebastian. Se tragó el resto de sus palabras, pero ya era demasiado tarde.

—Eso es lo que yo habría dicho —repuso él—. Pero vamos, Clary. Estás aquí. No puedes regresar. Has apostado por Jace. Más te vale hacerlo de todo corazón. Ser parte de lo que está ocurriendo. Luego puedes decidir lo que opinas… de mí.

Ella asintió con un leve movimiento de cabeza, sin mirarlo a él sino al suelo.

Él le apartó el cabello que le había caído sobre los ojos, y las luces de la cocina destellaron sobre el brazalete que llevaba, el que ella había visto antes, con las letras grabadas. Acheronta movebo. Con osadía, ella lo cogió por la muñeca.

—¿Qué significa?

Él le miró la mano donde le tocaba la plata que llevaba en la muñeca.

—Significa «Así siempre a los tiranos». La llevo para que me recuerde la Clave. Se dice que fue lo que gritaron los romanos que asesinaron a César antes de que pudiera convertirse en un dictador.

—Traidores —dijo Clary, dejando caer la mano.

Los oscuros ojos de Sebastian destellaron.

—O luchadores por la libertad. La historia la escriben los vencedores, hermanita.

—¿Y tú pretendes escribir esta parte?

Él le sonrió de medio lado, con los ojos encendidos.

—Puedes apostar a que sí.