10

LA CACERÍA EXTRAÑA

La antigua habitación de Jordan en la Casa Praetor era igual que el dormitorio de cualquier universidad. Había dos camas de hierro, cada una en una pared. Por la ventana que las separaba se veían los campos verdes tres pisos más abajo. El lado de Jordan estaba bastante vacío; parecía que se había llevado la mayoría de las fotos y los libros a Manhattan con él, pero aún quedaban algunas fotos de playas y del mar clavadas con chinchetas, y una tabla de surf apoyada contra una pared. Maia se sobresaltó un poco al ver que en la mesilla de noche había una foto de Jordan y de ella en un marco dorado, tomada en Ocean City, con el paseo y la playa tras ellos.

Jordan miró la foto y luego a ella, y se sonrojó. Dejó su mochila en la cama y se sacó la chaqueta, de espaldas a la chica.

—¿Cuándo regresará tu compañero de cuarto? —preguntó Maia después de un silencio, repentinamente incómodo. No estaba segura de por qué ambos se sentían violentos. Juntos en la camioneta, no lo habían estado en absoluto, pero allí, en el espacio de Jordan, los años que habían pasado sin hablarse parecían apartarlos.

—¿Quién sabe? Nick está en una misión. Son peligrosas. Podría no volver. —Jordan parecía resignado. Dejó la chaqueta en el respaldo de una silla—. ¿Por qué no te acuestas? Yo me voy a duchar. —Se dirigió al cuarto de baño, el cual, como Maia vio con alivio, estaba adosado a la habitación. No le habría gustado tener que emplear uno de eso baños compartidos situados al final del pasillo.

—Jordan… —comenzó, pero él ya había cerrado la puerta tras de sí.

Maia oyó correr el agua. Suspirando, se sacó los zapatos y se tumbó sobre la cama del ausente Nick. La manta era de cuadros azul oscuro y olía a piñas. Miró hacia arriba y vio que el techo estaba empapelado de fotos. El mismo chico rubio simpático, que aparentaba unos diecisiete años, le sonreía en todos los retratos. Nick, supuso. Parecía feliz. ¿Habría sido Jordan feliz allí, en la Casa Praetor?

Ella estiró el brazo y volvió hacia sí la foto de ellos dos juntos. Se la habían tomado hacía años, cuando Jordan era delgado, con unos grandes ojos castaños que le dominaban en el rostro. Estaban cogidos, y parecían bronceados y felices. El verano les había oscurecido la piel a ambos y había puesto mechas en el cabello de Maia; Jordan tenía la cabeza ligeramente vuelta hacia ella, como si fuera a decirle algo o a besarla. Maia no podía recordar qué. Ya no.

Pensó en el chico en cuya cama estaba tumbada, el chico que podría no regresar. Pensó en Luke, muriendo lentamente, y en Alaric, Gretel, Justine, Theo y todos los demás de la manada que habían perdido la vida en la guerra contra Valentine. Pensó en Max y en Jace; dos Lightwood perdidos, porque, tenía que admitirlo aunque sólo fuera para sí, no creía que llegaran a recuperar a Jace. Y al final, curiosamente, pensó en Daniel, el hermano al que nunca había llorado, y para su sorpresa, notó que las lágrimas le ardían en los ojos.

Se sentó de golpe. Notaba como si el mundo estuviera tambaleándose y ella estuviera aferrándose a él impotente, tratando de impedir que se hundiera en un abismo negro. Notaba las sombras cubriéndolo. Con Jace perdido y Sebastian por ahí, las cosas sólo podían empeorar. Sólo habría más pérdidas, más muerte. Tenía que admitir que lo más viva que se había sentido en semanas había sido durante esos momento del amanecer, besando a Jordan en la camioneta.

Como si fuera un sueño, se encontró poniéndose en pie. Cruzó la habitación y abrió la puerta del cuarto de baño. La ducha era un rectángulo de vidrio empañado; podía distinguir la silueta de Jordan a través de él. Dudó que pudiera oírla bajo el agua, mientras se sacaba el jersey, y dejaba caer los pantalones y la ropa interior. Respiró hondo, atravesó la estancia, abrió la mampara de la ducha y se metió dentro.

Jordan se dio la vuelta, apartándose el cabello mojado de los ojos. La ducha estaba caliente, y él tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes, como si el agua se los hubiera pulido. O tal vez sólo era el agua haciendo que le corriera la sangre bajo la piel mientras la miraba, a toda ella. Maia lo miró fijamente, sin vergüenza, observando la forma en que el medallón de Praetor Lupus le relucía en el hueco del cuello y cómo le caía la espuma por los hombros y el pecho mientras él seguía mirándola, parpadeando para que no le entrara el agua en los ojos. Era hermoso, pero eso ella ya lo había pensado siempre.

—¿Maia? —dijo él inseguro—. ¿Estás…?

—Shhh. —Ella le puso un dedo sobre los labios mientras cerraba la mampara de la ducha con la otra mano. Luego se acercó más a él, lo rodeó con los brazos y dejó que el agua les limpiara a los dos la oscuridad—. No hables. Sólo bésame.

Y él lo hizo.

—En el nombre del Ángel, ¿qué quieres decir con que Clary no está? —exigió saber Jocelyn, pálida—. ¿Cómo lo sabes, si te acabas de despertar? ¿Adónde ha ido?

Simon tragó saliva. Había crecido con Jocelyn siendo como una segunda madre para él. Estaba acostumbrado a que fuera muy protectora con su hija, pero la mujer siempre lo había visto como un aliado en aquello, alguien que se interpondría entre Clary y los peligros del mundo. Sin embargo, en ese momento lo miraba como a un enemigo.

—Me envió un mensaje anoche… —comenzó Simon, pero calló al ver que Magnus le hacía un gesto para que se acercara a la mesa.

—Más vale que te sientes —le dijo. Isabelle y Alec lo miraban asombrados, uno a cada lado del brujo, pero éste no parecía especialmente sorprendido—. Explícanos qué está pasando. Tengo la sensación de que nos va a llevar un rato.

Y así fue, aunque no tanto como Simon habría deseado. Cuando acabó de explicarse, encorvado en la silla y mirando la rascada mesa de Magnus, alzó la cabeza y vio a Jocelyn clavándole una mirada verde más fría que el agua ártica.

—¿Has dejado que mi hija se fuera… con Jace… a algún lugar inidentificable e ilocalizable adonde ninguno de nosotros puede acceder?

Simon se miró las manos.

—Yo puedo contactar con ella —contestó, y alzó la mano derecha con el anillo de oro en el dedo—. Ya te lo he dicho. He hablado con ella esta mañana. Me ha dicho que estaba bien.

—Para empezar, ¡nunca deberías haberla dejado marchar!

—No la dejé. Pero iba a ir de todas maneras. Pensé que sería mejor que tuviera algún tipo de contacto, ya que tampoco podía detenerla.

—Para ser justos —intervino Magnus—, dudo que nadie hubiera podido. Clary hace lo que quiere. —Miró a Jocelyn—. No puedes tenerla en una jaula.

—Confiaba en ti —le replicó Jocelyn—. ¿Y cómo salió de aquí?

—Abrió un Portal.

—Pero me dijiste que había palabras…

—Para impedir que entren las amenazas, no para mantener dentro a los invitados. Jocelyn, tu hija no es estúpida, y hace lo que cree correcto. No puedes detenerla. Nadie puede detenerla. Se parece muchísimo a su madre.

La mujer miró a Magnus durante un momento, con la boca ligeramente entreabierta, y Simon se dio cuenta de que el mago debía de haber conocido a la madre de Clary cuando ésta era joven, cuando había traicionado a Valentine y al Círculo, y casi había muerto en el Levantamiento.

—Sólo es una niña —replicó ella, y se volvió hacia Simon—. ¿Has hablado con ella? ¿Con esos anillos? ¿Desde que se fue?

—Ésta mañana —contestó el vampiro—. Ha dicho que estaba bien. Que todo iba bien.

En vez de tranquilizarse, Jocelyn sólo pareció más enfadada.

—Estoy segura de que eso es lo que ella dijo. Simon, no puedo creer que le hayas permitido hacerlo. Deberías haberla retenido…

—¿Cómo, atándola? —replicó el chico sin poder creérselo—. ¿Esposándola a la mesa?

—Si eso era lo que hacía falta. Eres más fuerte que ella. Me has decepcionado…

Isabelle se levantó.

—Bien, ya basta. —Miró enfadada a Jocelyn—. Es total y completamente injusto que le grites a Simon por algo que Clary ha decidido hacer por su cuenta. Y si él la hubiera atado, ¿qué? ¿La ibas a dejar atada eternamente? En algún momento la tendrías que soltar, y entonces, ¿qué? Ya nunca volvería a confiar en Simon, y no confía en ti porque le robaste los recuerdos. Y eso, si no me equivoco, fue porque estabas tratando de protegerla. Quizá si no la hubieras protegido tanto, sabría mejor lo que es peligroso y lo que no, ¡y tampoco se lo callaría todo, ni sería tan temeraria!

Todos se quedaron mirando a Isabelle, y Simon recordó algo que Clary le había dicho una vez: que Izzy soltaba discursos pocas veces, pero que cuando lo hacía, tenían peso. Jocelyn tenía los labios blancos de tan apretados.

—Me voy a la comisaría para estar con Luke —dijo finalmente—. Simon, espero que me informes cada veinticuatro horas de que mi hija está bien. Si no me dices algo todas las noches, acudiré a la Clave.

Salió furiosa del apartamento, dando un portazo tan fuerte que apareció una grieta en el yeso junto a la puerta.

Isabelle volvió a sentarse, esta vez junto a Simon. Él no dijo nada, pero le tendió la mano, y ella se la cogió, entrelazando los dedos.

—¿Y bien? —dijo Magnus finalmente, rompiendo el silencio—. ¿Quién se apunta a invocar a Azazel? Porque vamos a necesitar un montón de velas.

Jace y Clary se pasaron el día paseando por las estrechas calles laberínticas que corrían junto a los canales, cuyas aguas iban desde el verde oscuro hasta el azul sucio. Se metieron entre los turistas de la plaza de San Marcos, pasaron por el Puente de los Suspiros y bebieron tacitas de café fuerte en el Café Florian. El confuso laberinto de calles le recordó a Clary un poco a Alacante, aunque Alacante carecía de la sensación de elegante decadencia de Venecia. Ahí no había calzadas ni coches, sólo pequeños callejones retorcidos y puentes que se arqueaban sobre canales con agua tan verde como la malaquita. Mientras el cielo se oscurecía con el profundo azul del ocaso de finales de otoño, las luces comenzaron a encenderse en pequeñas boutiques, en bares y restaurantes que parecían salir de ninguna parte y volver a desaparecer después de que Jace y ella los sobrepasaran, dejando detrás luz y risas.

Cuando Jace preguntó a Clary si quería cenar, ella asintió con firmeza. Empezaba a sentirse culpable porque no había conseguido extraerle ninguna información y, además, lo cierto era que se estaba divirtiendo. Mientras cruzaban el puente hacia el Dorsoduro, una de las zonas más tranquilas de la ciudad, lejos de la multitud de turistas, Clary decidió que esa noche iba a sacarle algo que valiera la pena comunicar a Simon.

Jace le cogía la mano con firmeza mientras pasaban por el último puente y la calle se abría a una gran plaza junto a un enorme canal del tamaño de un río. La cúpula de una basílica se alzaba a la derecha. Al otro lado del canal, otra parte de la ciudad iluminaba la tarde, reflejando los destellos de luz en el agua. Las manos de Clary ansiaban el carboncillo y los lápices, para dibujar la luz mientras se apagaba en el cielo, el agua al oscurecerse, las quebradas siluetas de los edificios, y sus reflejos atenuados por el canal. Todo parecía lavado con un tono azul acerado. Las campanas de algunas iglesias tocaban.

Tensó la mano que cogía la de Jace. Allí se sentía muy lejos de todo lo que era su vida, distante de una manera que no se había sentido en Idris. Venecia compartía con Alacante la misma sensación de ser un lugar fuera del tiempo, arrancado del pasado, como si hubiera entrado en el dibujo de las páginas de un libro. Pero también era un lugar real, uno del que Clary había oído hablar toda su vida, que había deseado visitar. Miró de reojo a Jace, que estaba contemplando el canal. La luz azul acerada también estaba sobre él, oscureciéndole los ojos, las sombras bajo los pómulos y las líneas de la boca. Cuando él se dio cuenta de que lo miraba, le devolvió la mirada y le sonrió.

Él la guió alrededor de la iglesia y por una escalera de peldaños mohoso hasta un sendero junto al canal. Todo olía a piedra mojada, a agua, a humedad y a años. Mientras el cielo se oscurecía, algo cortó la superficie del agua a unos pasos de Clary. Oyó la salpicadura y miró a tiempo de ver a una mujer de pelo verde alzarse del agua y sonreírle; tenía un rostro hermoso, pero dientes de tiburón y ojos amarillos de pez. Llevaba el cabello entrelazado de perlas. Se volvió a hundir en el agua, sin hacer ninguna onda.

—Sirena —explicó Jace—. Hay varias viejas familias que viven en Venecia desde hace mucho, mucho tiempo. Son un poco raras. Por lo general, viven mejor en el agua limpia, mar adentro, alimentándose de peces en vez de basura. —Miró hacia el sol poniente—. Toda la ciudad apesta —comentó—. Estará bajo el agua en cien años. Imagínate nadar y tocar la punta de la basílica de San Marcos. —Señaló sobre el agua.

Clary sintió un destello de tristeza al pensar en la pérdida de tanta belleza.

—¿No pueden hacer nada?

—¿Para alzar toda la ciudad? ¿O para detener el mar? No mucho —contestó Jace. Habían llegado a unos escalones que subían. El viento soplaba desde el mar y le alzaba el cabello dorado oscuro de la frente y la nuca—. Todo tiende hacia la entropía. El propio universo se expande, las estrellas se separan unas de otras, y sólo Dios sabe lo que cae por las grietas que se abren entre ellas. —Calló un momento—. De acuerdo, eso ha sonado un poco raro.

—Quizá sea todo el vino del almuerzo.

—Aguanto bien el alcohol. —Torcieron una esquina, y un paisaje encantado de luces destelló ante ellos. Clary parpadeó, ajustando la visión. Era un pequeño restaurante con mesas fuera y dentro, con focos de calor rodeados de luces de Navidad como un bosque de árboles mágicos entre las mesas. Jace se soltó de ella el tiempo justo para conseguir una mesa, y en seguida estuvieron sentados junto al canal, oyendo al agua salpicar contra la piedra y el ruido de las barcas cabeceando con la marea.

Clary comenzaba a sentir oleadas de cansancio, semejantes a las del agua rompiendo contra los costados del canal. Le dijo a Jace lo que quería y dejó que él lo pidiera en italiano; se sintió aliviada cuando el camarero se marchó y ella pudo apoyar los codos en la mesa y la cabeza en las manos.

—Creo que tengo jet lag —comentó—. Jet lag interdimensional.

—¿Sabes?, el tiempo es una dimensión —repuso Jace.

—Pedante. —Le lanzó una miga de pan de la cestita que tenía delante.

Él sonrió.

—El otro día estaba tratando de recordar todos los pecados capitales —dijo él—. Avaricia, envidia, gula, ironía, pedantería…

—Estoy segura de que la ironía no es un pecado capital.

—Estoy seguro de que sí.

—Lujuria —dijo ella—. La lujuria es un pecado capital.

—Y azotar.

—Creo que eso forma parte de la lujuria.

—Creo que debería tener su propia categoría —repuso Jace—. Avaricia, envidia, gula, ironía, pedantería, lujuria y azotes. —Las luces navideñas blancas se le reflejaban en los ojos. Estaba más guapo que nunca, pensó Clary, y por lo tanto más distante, más difícil de tocar. Pensó en lo que había dicho sobre que la ciudad se hundía y sobre los espacios entre las estrellas, y recordó la letra de una canción de Leonard Cohen de la que el grupo de Simon solía hacer una versión no demasiado buena. «Hay una grieta en todo / Así es como entra la luz». Tenía que haber una grieta en la calma de Jace, alguna manera en que ella pudiera acceder al Jace real que creía que aún estaba ahí dentro.

Los ojos ambarinos la observaron. Le tocó la mano, y sólo un momento después, Clary se dio cuenta de que él tenía los dedos sobre el anillo de oro.

—¿Qué es esto? —preguntó—. No recuerdo que tuvieras un anillo hecho por las hadas.

Lo dijo en un tono neutro, pero a Clary el corazón le dio un vuelco. Mentirle a Jace a la cara era algo en lo que no tenía demasiada práctica.

—Era de Isabelle —contestó encogiéndose de hombros—. Estaba tirando todo lo que le había regalado su ex novio hada, Meliorn, y me gustó, así que me dijo que podía quedármelo.

—¿Y el anillo Morgenstern?

Ahí parecía adecuado decir la verdad.

—Se lo di a Magnus para que tratara de localizarte por medio de él.

—Magnus —repitió Jace como si el nombre le resultara desconocido, y exhaló—. ¿Aún sigues creyendo que venir conmigo ha sido la decisión correcta?

—Sí. Me alegro de estar contigo. Y… bueno, siempre he querido visitar Italia. Nunca he viajado mucho. Nunca había salido del país…

—Estuviste en Alacante —le recordó él.

—Sí, vale, aparte de visitar tierras mágicas que nadie más puede ver, no he viajado mucho. Simon y yo teníamos planes. Íbamos a viajar de mochileros por Europa después de graduarnos en el Instituto… —Clary fue bajando la voz—. Ahora parece una tontería.

—No, no lo parece. —Le puso un mechón de pelo tras la oreja—. Quédate conmigo. Podemos ver el mundo entero.

—Estoy contigo. No me voy a ninguna parte.

—¿Hay algún lugar especial que quieras ver? ¿París? ¿Budapest? ¿La torre inclinada de Pisa?

«Sólo si se le cae a Sebastian a la cabeza», pensó Clary.

—¿Podemos ir a Idris? Quiero decir, supongo, ¿puede ir allí el apartamento?

—No puede traspasar las salvaguardas. —Le acarició la mejilla—. ¿Sabes?, te he echado mucho de menos.

—¿Quieres decir que no has salido en citas románticas con Sebastian mientras estabas lejos de mí?

—Lo intenté —contestó Jace—, pero por mucho que lo emborraches, no acaba de colaborar.

Clary cogió su copa de vino. Estaba comenzando a gustarle. Lo notaba ardiéndole por la garganta, calentándole las venas, añadiendo una calidad de sueño a la noche. Estaba en Italia con su guapo novio, en una hermosa noche, comiendo alimentos deliciosos que se le deshacían en la boca. Ésos eran la clase de momentos que se recordaban toda la vida. Pero se sentía como si sólo consiguiera rozar la felicidad; siempre que miraba a su amado, la felicidad se le volvía a escapar. ¿Cómo podía a la vez ser Jace y no ser Jace? ¿Cómo se podía tener el corazón roto y ser feliz al mismo tiempo?

Yacían en la estrecha cama que era sólo para una persona, abrazados bajo la sábana de franela de Jordan. Maia apoyaba la cabeza en el brazo de él; el sol que entraba por la ventana le calentaba el rostro y los hombros. Jordan estaba apoyado en el codo. Inclinado sobre ella, con la mano libre acariciándole el cabello, estirándole los rizos y dejándolos escapar de nuevo de entre los dedos.

—He echado de menos tu cabello —dijo él, y la besó en la frente.

La risa surgió de algún lugar dentro de Maia, esa clase de risa que da cuando uno se siente atontado por el amor.

—¿Sólo mi cabello?

—No. —Él sonreía, con sus ojos avellana iluminados de verde y su cabello castaño totalmente revuelto—. Tus ojos. —Los besó, uno después de otro—. Tu boca. —La besó también, y ella enganchó los dedos en la cadena que le caía sobre el pecho desnudo y sujetaba el colgante de Praetor Lupus—. Todo de ti.

Maia se enredó la cadena en el dedo.

—Jordan… Lamento lo de antes. Molestarme por lo del dinero, y Stanford. Fue todo demasiado para mí.

Los ojos del chico se oscurecieron y agachó la cabeza.

—No es que no me guste lo independiente que eres. Es que… quería hacer algo bueno por ti.

—Lo sé —susurró ella—. Sé que te preocupa que te necesite, pero no debería estar contigo porque te necesite. Debería estar contigo porque te amo.

A Jordan se le iluminaron los ojos, incrédulos y esperanzados.

—¿Quieres… quieres decir que crees que es posible que puedas sentir eso por mí de nuevo?

—Nunca he dejado de amarte, Jordan —contestó ella, y él la besó con tal intensidad que fue casi doloroso. Ella se acercó más a él, y seguramente las cosas habrían ido como en la ducha de no ser por una seca llamada a la puerta.

—¡Praetor Kyle! —gritó una voz desde el otro lado de la puerta—. ¡Despierte! Praetor Scott desea verlo en su despacho.

Abrazado a Maia, Jordan maldijo por lo bajo. Riendo, ella le pasó lentamente la mano por la espalda y le metió los dedos por el cabello.

—¿Crees que Praetor Scott puede esperar? —susurró ella.

—Creo que tiene una llave de esta habitación y que la usará si le parece.

—No pasa nada —repuso ella, rozándole la oreja con los labios—. Tenemos mucho tiempo, ¿verdad? Todo el tiempo que podamos necesitar.

Presidente Miau estaba tumbado en la mesa frente a Simon, profundamente dormido, con las cuatro patas estiradas hacia arriba. Eso, pensó Simon, era una especie de logro. Desde que se había convertido en vampiro, solía no agradar a los animales; le evitaban si podían, y se erizaban o ladraban si se acercaba demasiado. Para Simon, al que siempre le habían gustado los animales, era una gran pérdida. Pero suponía que si ya eras la mascota de un brujo, quizá no te costaría aceptar a criaturas extrañas en tu vida.

Resultó que Magnus no había estado bromeando sobre las velas. Simon estaba descansando un momento y tomándose un café; lo aceptaba bien y la cafeína le aliviaba el incipiente aguijoneo del hambre. Durante toda la tarde, habían estado ayudando a Magnus a preparar el escenario para invocar a Azazel. Habían recorrido las tiendas de la zona buscando velas calientaplatos y cirios, que habían colocado cuidadosamente formando un círculo. Isabelle y Alec estaban salpicando las planchas del suelo con una mezcla de sal y belladona seca mientras Magnus les daba instrucciones, leyendo en voz alta de Ritos prohibidos. Manual del nigromante del siglo XV.

—¿Qué le has hecho a mi gato? —preguntó el brujo, que volvía al salón cargado con una cafetera y un círculo de tazas flotando alrededor de la cabeza, como un modelo de los planetas alrededor del sol—. Te has bebido su sangre, ¿no? ¡Has dicho que no tenías hambre!

Simon se indignó.

—No me he bebido su sangre. ¡Está bien! —Le apretó el estómago a Presidente. El gato bostezó—. Además, me has preguntado si tenía hambre cuando estabas pidiendo pizzas, así que he dicho que no, porque no puedo comer pizza. Estaba siendo educado.

—Eso no te da derecho a comerte a mi gato.

—¡A tu gato no le pasa nada! —Simon fue a coger al gato, que saltó enfadado sobre sus patas y se fue de la mesa—. ¿Lo ves?

—Lo que tú digas. —Magnus se dejó caer sobre la silla a la cabecera de la mesa; las tazas cayeron en sus sitios mientras Alec e Izzy se incorporaban, acabada su tarea. El brujo dio una palmada—. ¡Venid aquí todos! Es hora de reunirnos. Os voy a enseñar a invocar a un demonio.

Praetor Scott los estaba esperando en la biblioteca, aún en la misma silla giratoria, con una pequeña caja de bronce sobre el escritorio, entre ellos. Maia y Jordan se sentaron frente a él. Y Maia no pudo evitar preguntarse si se le notaría en la cara lo que Jordan y ella habían estado haciendo. Aunque tampoco era que el Praetor los estuviera mirando con mucho interés.

Éste empujó la caja hacia Jordan.

—Es un ungüento —dijo—. Aplicado sobre la herida de Garroway, debería filtrarle el veneno de la sangre y permitir que el acero demoníaco salga de él. Debería sanar en unos días.

A Maia le dio un brinco el corazón; al fin buenas noticias. Cogió la caja antes que Jordan y la abrió. Estaba llena con un ungüento oscuro y ceroso con un penetrante olor a hierbas, como hojas de laurel chafadas.

—Yo… —comenzó Praetor Scott, mirando a Jordan.

—Ella debe cogerlo —dijo el chico—. Es más cercana a Garroway y forma parte de su manada. Confían en ella.

—¿Estás diciendo que no confían en el Praetor?

—La mitad de ellos piensan que el Praetor es un cuento de hadas —repuso Maia, y luego añadió—: señor.

Praetor Scott parecía molesto, pero antes de que pudiera decir nada, sonó el teléfono de su mesa. Pareció vacilar, luego se llevó el auricular a la oreja.

—Scott —dijo, y luego, pasado un momento—: Sí…, sí, eso creo. —Colgó; su boca se curvó en una sonrisa no del todo agradable—. Praetor Kyle —dijo—. Me alegro de que te hayas pasado por aquí justamente hoy. Espera un momento. En cierto modo, este asunto te concierne.

A Maia le sorprendió esa afirmación, pero no tanto como se sorprendió un momento después, cuando comenzó a verse un resplandor trémulo en el rincón del despacho y lentamente fue apareciendo una silueta (era como ver las imágenes aparecer en la película en un cuarto oscuro) que fue tomando la forma de un joven. Tenía el cabello castaño, corto y liso, y un collar de oro le relucía contra la oscura piel del cuello. Se le veía pequeño y etéreo, como un niño del coro, pero había algo en sus ojos que le hacía parecer mucho más viejo.

—Raphael —exclamó Maia, al reconocerlo. Por la ligera transparencia se dio cuenta de que era una proyección. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto una de cerca.

Praetor Scott la miró sorprendido.

—¿Conoces al jefe del clan de vampiros de Nueva York?

—Nos vimos una vez, en el bosque de Brocelind —contestó Raphael, mirándola sin demasiado interés—. Es amiga del vampiro diurno.

—Tu misión —le dijo Praetor Scott a Jordan, como si éste pudiera haberlo olvidado.

Jordan frunció el cejo.

—¿Le ha pasado algo a Simon? —preguntó—. ¿Está bien?

—Esto no se refiere a él —respondió Raphael—, sino a la vampira renegada, Maureen Brown.

—¿Maureen? —exclamó Maia—. Pero si sólo tiene… ¿cuántos?, ¿trece años?

—Un vampiro renegado es un vampiro renegado —sentenció Raphael—. Y Maureen ha ido dejando todo un rastro por TriBeCa y el Lower East Side. Múltiples heridos y al menos seis muertos. Hemos conseguido cubrirlo, pero…

—Es la misión de Nick —informó Praetor Scott frunciendo el ceño—. Pero ha sido incapaz de localizarla. Quizá tengamos que enviar a alguien con más experiencia.

—Te insto a que lo hagas —repuso Raphael—. Si en este momento los cazadores de sombras no estuvieran tan concentrados en su propia… emergencia, sin duda ya se habrían implicado. Y lo que menos necesita el clan después del asunto con Camille son más críticas de los cazadores de sombras.

—¿Debo suponer que Camille también sigue sin aparecer? —preguntó Jordan—. Simon nos contó todo lo que había pasado la noche que Jace desapareció, y Maureen parecía estar cumpliendo la voluntad de Camille.

—Camille no ha sido creada recientemente, y por lo tanto no es de nuestra incumbencia —dijo Scott.

—Lo sé, pero… encontradla a ella y tal vez encontréis a Maureen, eso es lo único que digo —repuso Jordan.

—Si estuviera con Camille, no estaría matando al ritmo que lo hace —replicó Raphael—. Camille se lo impediría. Es sanguinaria, pero conoce al Cónclave y la Ley. Mantendría a Maureen y sus actividades lejos de su vista. No, el comportamiento de Maureen tiene todas las señales de un vampiro salvaje.

—Entonces, creo que tienes razón. —Jordan se apoyó en el respaldo de la silla—. Nick debería tener refuerzos para ocuparse de ella, o…

—¿O algo podría pasarle a él? En ese caso, quizá eso te ayude a centrarte más en el futuro —dijo Praetor Scott—. En tu propia misión.

Jordan se quedó boquiabierto.

—Simon no fue el responsable de transformar a Maureen —replicó—. Te dije…

Praetor Scott lo cortó con un gesto de la mano.

—Sí, ya lo sé, o te habríamos apartado de tu misión, Kyle. Pero tu sujeto la mordió, y durante tu vigilancia. Y fue su relación con el vampiro diurno, por distante que fuera, la que condujo finalmente a su transformación.

—El diurno es peligroso —dijo Raphael, con ojos brillantes—. Eso es lo que llevo diciendo desde siempre.

—No es peligroso —replicó Maia ferozmente—. Tiene buen corazón. —Vio que Jordan la miraba de reojo, pero fue tan rápido que se preguntó si lo habría imaginado.

—Bla, bla, bla —soltó Raphael, desdeñoso—. Vosotros, los licántropos, no podéis centraros en el asunto que nos ocupa. Confiaba en ti, Praetor, porque los subterráneos nuevos son tu departamento. Pero permitir que Maureen corra por ahí hace quedar mal a mi clan. Si no la encontráis pronto, llamaré a todos los vampiros de que pueda disponer. A fin de cuentas —sonrió y sus delicados incisivos refulgieron—, nos corresponde a nosotros matarla.

Una vez acabada la cena, Clary y Jace regresaron andando hacia el apartamento a través de una noche cubierta de niebla. Las calles estaban desiertas y el agua del canal brillaba como el cristal. Al torcer una esquina, se encontraron junto a un silencioso canal, flanqueado por casas cerradas. Las barcas cabeceaban suavemente sobre las ondas del agua, una media luna negra cada una.

Jace rio en silencio y avanzó, soltando la mano de la de Clary. Sus ojos se veían grandes y dorados bajo la luz de las farolas. Se arrodilló junto al canal, y ella vio un destello de plata blanca, una estela; una de las barcas se soltó de sus amarras y comenzó a ir hacia el centro del canal. Jace se volvió a guardar la estela en el cinturón, saltó y aterrizó suavemente sobre el asiento de madera en la proa de la barca. Le tendió la mano a Clary.

—Ven.

Ella le miró a él y luego a la barca, y negó con la cabeza. Sólo era un poco mayor que una canoa, pintada de negro, aunque la pintura estaba húmeda y levantada. Parecía tan ligera y frágil como un juguete. Se imaginó volcándola y acabando ambos en el canal.

—No puedo. La volcaré.

Jace meneó la cabeza con impaciencia.

—Sí que puedes —insistió—. Yo te he entrenado. —Para demostrarlo dio un paso atrás. Y se quedó de pie sobre el fino borde de la barca, al lado del soporte del remo. Miró a Clary con una sonrisa de medio lado. Según todas las leyes de la física, pensó ella, la barca, desequilibrada, debería estar volcándose de lado hacia el agua. Pero Jace se equilibraba allí, con la espalda recta, como si estuviera hecho de humo. Tras él estaba el fondo de agua y piedra, canales y puentes, ni un solo edificio moderno a la vista. Con su brillante cabello y su pose, podría haber sido algún príncipe del Renacimiento.

Le volvió a tender la mano.

—Recuerda. Eres tan ligera como quieras serlo.

Ella recordó. Horas de entrenamiento en cómo caer, cómo mantener el equilibrio, cómo aterrizar como había hecho Jace, igual que si fueras un poco de ceniza descendiendo suavemente. Clary tragó aire y saltó; el agua verdosa volaba bajo ella. Cayó sobre la proa de la barca, y se bamboleó un poco sobre el asiento de madera, pero se mantuvo firme.

Soltó el aire con un soplido de alivio y oyó a Jace reír mientras saltaba al fondo plano de la barca. Hacía agua. Una fina capa de agua cubría la madera. Él era como un palmo más alto que ella, y al estar ella sobre el asiento de la proa, sus cabezas estaban al mismo nivel.

Él le puso las manos en la cintura.

—¿Y adónde quieres ir? —le preguntó Jace.

Ella miró alrededor. Se habían alejado del margen del canal.

—¿Estamos robando una barca?

—Robar es una palabra muy fea —repuso él.

—¿Y cómo quieres llamarlo?

Él la alzó y le dio una vuelta antes de bajarla de nuevo.

—Un caso extremo de ir de tiendas.

Él la acercó más, y ella se tensó. Resbaló, y ambos acabaron sobre el fondo de la barca, que era plano y mojado, y olía a agua y madera mojada.

Clary se encontró sobre Jace, con una rodilla a cada lado de sus caderas. El agua empapaba la camisa del chico, pero a él no parecía importarle. Le rodeó el cuello con los brazos, y la camisa se le subió.

—Literalmente me has tumbado con la fuerza de tu pasión —observó él—. Buen trabajo, Fray.

—Sólo te has caído porque has querido. Te conozco —repuso ella. La luna brillaba sobre ellos como un foco, como si fueran las únicas personas bajo su luz—. No resbalas nunca.

Él le acarició el rostro.

—Quizá no resbale, pero caigo.

A Clary, el corazón le saltaba dentro del pecho, y tuvo que tragar antes de poder contestar, como si estuviera bromeando.

—Ésa puede ser tu peor chorrada de todos los tiempos.

—¿Y quién dice que sea una chorrada?

La barca cabeceó, y Clary se inclinó hacia delante, apoyando las manos en el pecho de Jace. Su cadera presionaba contra la de él, y le miró a los ojos, que perdieron su pícaro brillo dorado y se oscurecieron, al tiempo que la pupila se tragaba el iris. Podía verse a sí misma y el cielo nocturno en ellos.

Él se alzó apoyándose en un codo y le puso la otra mano en la nuca. Clary lo notó arquearse contra ella, rozándole los labios con los suyos, pero ella se apartó, sin aceptar el beso. Lo deseaba, lo deseaba tanto que sentía un agujero en su interior, como si el deseo la hubiera consumido por dentro. Por mucho que su cabeza dijera que ése no era Jace, no era su Jace, su cuerpo lo recordaba, su forma y su tacto, el olor de su piel y su cabello, y lo quería recuperar.

Ella sonrió contra la boca de él, como si lo estuviera tentando, y se movió de lado, acurrucándose junto a él sobre el fondo mojado de la barca. Él no protestó. La rodeó con un brazo. El balanceo de la barca bajo ellos era suave y arrullador. Clary tuvo ganas de apoyarle la cabeza en el hombro, pero no lo hizo.

—Vamos a la deriva —dijo.

—Lo sé. Quiero que veas una cosa.

Jace estaba mirando al cielo. La luna era una gran nube blanca, como una vela. El pecho de Jace subía y bajaba acompasadamente; enredó los dedos en el cabello de Clary. Ella estaba a su lado, esperando y observando mientras las estrellas se movían como un reloj astrológico, y se preguntó a qué estarían esperando. Al final lo oyó: un largo y lento ruido fluido, como el agua manando de un dique roto. El cielo se oscureció y se arremolinó mientras unas siluetas lo cruzaban a gran velocidad. Clary casi no podía distinguirlas a través de las nubes y la distancia, pero parecían hombres, con largos cabellos como cirros, montando caballos cuyos cascos relucían con el color de la sangre. El sonido de un cuerno de caza resonó en la noche, las estrellas temblaron y el cielo se plegó sobre sí mismo mientras los hombres se desvanecían tras la luna.

Clary dejó escapar el aliento lentamente.

—¿Qué ha sido eso?

—La Cacería Salvaje —contestó Jace. Su voz parecía distante y soñadora—. Los Sabuesos de Gabriel. La Multitud Furiosa. Tiene muchos nombres. Son hadas que desdeñan las cortes terrenales. Cabalgan por el cielo, en una cacería eterna. Una noche al año, un mortal puede unirse a ellos, pero una vez te has unido a la Cacería, no puedes dejarla.

—¿Y por qué querría alguien hacer eso?

Jace rodó sobre sí y de repente estuvo sobre Clary, presionándola contra el fondo de la barca. Ella casi ni se fijó en la humedad; notaba el calor manando de él en oleadas y vio que le ardían los ojos. Tenía una manera de apoyarse sobre ella que no la aplastaba, pero que al mismo tiempo le permitía notar todas las partes de él contra sí: la forma de las caderas, las costuras de los vaqueros y la marca de las cicatrices.

—Hay algo muy atractivo en esa idea —respondió él—. En perder totalmente el control, ¿no te parece?

Ella abrió la boca para responder, pero él ya la estaba besando. Clary lo había besado muchas veces, con besos suaves, intensos y desesperados, leves roces de labios que decían adiós, y besos que parecían durar horas, y ése no era diferente. De la misma manera que el recuerdo de alguien que ha vivido en una casa puede permanecer después de que esa persona se haya ido, como una especie de huella psíquica, su cuerpo «recordaba» a Jace. Recordaba su sabor, el ángulo de su boca sobre la de ella, las cicatrices de él bajo sus dedos y la forma del cuerpo bajo sus manos. Ella se olvidó de sus dudas y lo cogió para apretarlo contra sí.

Él rodó hacia un lado, sujetándola, al tiempo que la barca se balanceaba bajo ellos. Clary oía la salpicadura del agua mientras las manos de Jace le bajaban por el costado hasta la cintura y le acariciaba suavemente la sensible piel del final de la espalda. Trascurrieron infinitas eras, y sólo existía la boca de Jace sobre la de ella, el movimiento arrullador de la barca, las manos de él sobre su piel. Finalmente, después de lo que podrían haber sido horas o minutos, ella oyó a alguien gritar, una voz italiana enfadada, alzándose en la noche y cortando el silencio.

Jace se apartó, con una mirada perezosa y pesarosa.

—Será mejor que nos vayamos.

Clary lo miró, despistada.

—¿Por qué?

—Porque ése es el tipo al que le hemos robado la barca. —Jace se sentó y se bajó la camisa—. Y va a llamar a la policía.