Malory se encerró en su apartamento durante dos días. Se sumergió en un montón de libros, llamadas telefónicas y correos electrónicos. Había llegado a la conclusión de que era absurdo ir de un lado a otro tras una docena de ángulos de vista distintos y suposiciones. Mejor, mucho mejor, llevar a cabo la búsqueda con tecnología y una lógica sistemática.
Ella no podía funcionar, no podía pensar, en medio del desorden. Y esa era la razón, tal como admitió mientras etiquetaba cuidadosamente otro documento, de que hubiese fracasado como artista.
El arte, la creación de auténtico arte, requería una capacidad innata y misteriosa para desarrollarse en el caos —al menos esa era su opinión—, para poder ver, comprender y sentir docenas de formas, texturas y emociones a la vez.
Ella carecía de ese don en todos sus aspectos, mientras que el autor de Las Hijas de Cristal lo poseía a manos llenas.
El cuadro del Risco del Guerrero, u otro pintado por el mismo artista, era el camino. Ahora estaba segura de eso. ¿Por qué si no seguía volviendo a él? ¿Por qué había, de alguna forma, entrado en el lienzo cuando soñaba? ¿Por qué la habían elegido para encontrar la primera llave más que por sus conocimientos y sus contactos con el mundo del arte?
Le habían dicho que mirara en el interior y en el exterior. ¿Dentro de la pintura o en otra del mismo autor? ¿«En el exterior» significaba mirar lo que rodeaba el retrato?
Abrió una carpeta y examinó de nuevo la fotografía del cuadro. ¿Qué rodeaba a las hermanas? Paz y belleza, amor y pasión…, y la amenaza de la destrucción. «Al igual que el método para restaurar lo destruido», reflexionó.
Una llave en el cielo, otra en los árboles, otra en el agua. Desde luego, estaba convencida de que no tenía que buscar una llave en el aire o colgada en una rama. Entonces, ¿qué significaban? ¿Y cuál de las llaves era la suya?
¿Demasiado literal? Tal vez. Quizá «en el interior» se refería a que debía mirar dentro de sí misma, ver sus impresiones ante el cuadro, la respuesta emocional y también la intelectual.
«Donde canta la diosa», recordó mientras se apartaba de los montones de papeles para dar vueltas por la casa. En el sueño no cantaba nadie. Pero la fuente le había sonado como música. A lo mejor tenía algo que ver con la fuente. Quizá la del agua fuese su llave.
Llena de frustración, pensó que, aunque no había salido de su apartamento, no había parado de andar.
Le dio un brinco el corazón al oír un repiqueteo en las puertas de cristal del patio. Al otro lado estaban el hombre y su perro.
Instintivamente, Malory se llevó una mano al pelo, que en algún momento de la mañana se había recogido en una cola de caballo. Ni siquiera se había molestado en maquillarse ni se había cambiado la camiseta y los holgados pantalones con los que había dormido.
No solo no tenía su mejor aspecto, sino que estaba segura de que jamás lo había tenido peor.
Cuando abrió la puerta, Flynn verificó sus temores, pues, tras observarla un buen rato con detenimiento, al fin dijo:
—Preciosa, necesitas salir.
Ella notó que apretaba la boca en un mohín malhumorado.
—Estoy ocupada. Estoy trabajando.
—Sí.
Flynn echó un vistazo a los perfectos montones de documentos que llenaban la mesa del comedor, la bonita cafetera y la taza de porcelana. Había pequeños recipientes, del mismo plástico rojo, con lápices, clips y post-its.
Un pisapapeles de cristal rodeado de cintas de colores sujetaba unas páginas mecanografiadas. Había una caja de plástico debajo de la mesa, e imaginó que por las noches Malory guardaba en ella todo lo relacionado con el proyecto, para sacarlo de nuevo a la mañana siguiente. Le resultó impresionante, y extrañamente delicioso, que, incluso sola y trabajando, mantuviera las cosas ordenadas.
Moe golpeó la pierna de Malory con el hocico y luego se preparó para saltar. Malory ya conocía la señal, y alargó la mano.
—No saltes —ordenó, y Moe se estremeció, deseoso de obedecer. Cómo recompensa, le dio una palmadita de felicitación en la cabeza—. No tengo ninguna…
—No lo digas —avisó Flynn—. No pronuncies ningún nombre de comida. Pierde la cabeza. Vamos, se está de maravilla fuera. —Cogió la mano de Malory—. Iremos a dar un paseo.
—Estoy trabajando. ¿Y por qué tú no?
—Porque ya son más de las seis, y me gusta fingir que tengo una vida más allá del periódico.
—¿Más de las seis? —Se miró la muñeca, y recordó que no se había puesto el reloj por la mañana. Era otra prueba de que el eficiente tren de su vida se había salido de su trazado—. No me había dado cuenta de que era tan tarde.
—¿Ves cómo necesitas dar un paseo? Aire puro y ejercicio.
—Quizá, pero no puedo salir así.
—¿Por qué no?
—Voy en pijama.
—No parece un pijama.
—Pues lo es, y no voy a salir en pijama, ni con el pelo así de mal y sin maquillar.
—No hay ningún código indumentario para sacar al perro. —De todos modos, era un hombre con una madre y una hermana, y conocía las reglas—. Pero si quieres cambiarte, esperaremos.
Se las había visto con las suficientes mujeres como para saber que la espera podía oscilar entre diez minutos y el resto de su vida. Desde que había aprendido a pensar en el proceso de acicalamiento femenino como en una especie de ritual, no le importaba. Le daba la oportunidad de sentarse en el patio, con Moe tumbado a sus pies, y garabatear en su cuaderno ideas para nuevos artículos. En su opinión, solo desperdiciabas el tiempo si no hacías algo con él. Si el «algo» era quedarse mirando el infinito mientras dejabas que el pensamiento siguiera la corriente principal, eso estaba muy bien.
Pero como la corriente principal del momento era cómo podría volver a poner las manos encima de Malory, decidió ser más productivo y encauzar sus energías hacia el trabajo.
Ya que Brad regresaba al valle, El Correo necesitaba un artículo minucioso sobre él, los Vane y Reyes de Casa. La historia de la familia y sus empresas, el rostro de sus negocios en el clima económico actual y sus planes para el futuro.
Él mismo se encargaría de eso, y así combinaría sus intereses personales y profesionales. Al igual que iba a hacer con Malory. De modo que empezó a anotar los aspectos que la describían. La lista quedó encabezada por «rubia, inteligente y bella».
—Eh, esto es un comienzo —le dijo a Moe—. La escogieron por una razón, y la razón ha de tener algo que ver con quién o qué es ella. O con lo que no es.
«Organizada, artística». Nunca había conocido a nadie que lograra ser ambas cosas a la vez.
«Soltera, desempleada». Hum, quizá deberían escribir un reportaje sobre los veinteañeros y treintañeros del valle. Las posibilidades de ligar en un pequeño pueblo de Estados Unidos. Si se lo encargara a Rhoda, a lo mejor ella volvería a dirigirle la palabra.
Alzó la vista cuando captó un movimiento por el rabillo del ojo, y vio a Malory cruzando la puerta del patio. No había tardado tanto en transformarse como había imaginado. Se puso en pie y agarró a Moe por el collar para que no se abalanzara sobre Malory.
—Tienes un aspecto estupendo. Y hueles aún mejor.
—Y me gustaría seguir así. —Se inclinó y dio un leve golpecito con un dedo en la nariz de Moe—. Así que no saltes.
—¿Por qué no bajamos en coche hasta el río? Allí podrá correr como un loco.
Tenía que concederle unos cuantos puntos a Flynn: había logrado transformar un paseo con el perro en una cita, y lo había hecho con suavidad. Con tanta suavidad que Malory no reparó en que aquello era una cita hasta que se encontraron sentados sobre una manta junto al río, comiendo pollo frito mientras Moe corría a su alrededor ladrando alborozado a las ardillas.
Pero resultaba difícil quejarse cuando el aire era fresco y relajante y la luz perdía intensidad según el sol iba descendiendo por el oeste. Cuando desapareciese tras las cumbres, todo se tornaría difuminado y gris, y haría más frío. Necesitaría la chaqueta fina que había cogido…, al menos la necesitaría si se quedaban a ver salir las estrellas. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que vio salir las estrellas?
Ahora que estaba allí, se preguntó si la hibernación autoimpuesta, por breve que hubiera sido, había valido para algo más que para crearle un atasco mental.
Ella no era asocial. Necesitaba el contacto con la gente: conversaciones, estímulos, sonido y movimiento. Y darse cuenta de eso solo le servía para comprender cuánto precisaba formar parte del mundo laboral.
Aunque se hiciera con el millón de dólares que aguardaba al final del arco iris, necesitaría seguir trabajando. Solo por la energía que proporcionaba el día a día.
—Debo admitirlo, me alegro de que me hayas sacado de casa.
—Tú no eres una ermitaña. —Metió la mano en el envase para coger otro muslo de pollo mientras ella lo miraba frunciendo el entrecejo—. Tú eres un animal social. Tomemos a Dana, por ejemplo; ella es más una ermitaña que un animal social. Si la dejaras sola, sería totalmente feliz con un tanque de café y rodeada de montañas de libros. Al menos durante unas semanas, después tendría que salir a tomar aire. Yo…, yo me volvería loco tras un día o dos. Necesito el contacto con los demás. Y tú también.
—Tienes razón, y no estoy segura de cómo sentirme después de que hayas descubierto eso tan pronto.
—Lo de pronto es relativo. He pasado más o menos un año pensando en ti a lo largo de la última semana. Dedicándote tiempo y energía. Hacía mucho que no empleaba tantas horas pensando en una mujer. Te lo digo por si acaso te lo preguntabas.
—No sé lo que me estoy preguntando. Bueno, sí, lo sé —se corrigió—. ¿Por qué no has mencionado la llave ni te has interesado por lo que estoy haciendo para encontrarla?
—Porque por ahora ya has tenido suficiente de eso. Si hubieses querido hablar del tema, lo habrías sacado tú misma a relucir. No eres vergonzosa.
—Sí, es cierto. ¿Por qué me has traído hasta aquí, lejos del pueblo?
—Es tranquilo. Hay una bonita vista. A Moe le gusta. Hay una pequeña posibilidad de que acabe desnudándote sobre la manta…
—Cambia «pequeña» por «ninguna».
—«Pequeña» basta para mantenerme esperanzado. —Pinchó con un tenedor de plástico en la ensalada de patata—. Y quería ver si Brad ya estaba instalándose. —Miró más allá de la cinta de agua hacia la casa de madera de dos pisos llena de recovecos que había en la orilla opuesta—. Pero parece que no.
—Lo echas de menos.
—Y que lo digas.
Malory arrancó una brizna de hierba y se la pasó por los dedos distraídamente.
—Yo tengo algunas amigas de la universidad. Estábamos muy unidas, y supongo que todas creíamos que siempre estaríamos así. Ahora nos hemos dispersado y apenas nos vemos. Una o dos veces al año, si podemos ponernos de acuerdo en la fecha. Nos comunicamos a través del teléfono o el correo electrónico de vez en cuando, pero no es lo mismo. Las echo de menos. Echo de menos a las que éramos cuando éramos amigas, y echo de menos esa telepatía que se desarrolla, de modo que sabes lo que está pensando la otra o lo que haría en la misma situación. ¿Es igual para ti?
—Sí, casi igual. —Alargó una mano y jugueteó con las puntas del pelo de Malory del mismo modo distraído con que ella jugueteaba con la brizna de hierba—. Pero nosotros volvemos a ser niños juntos. A ninguno le entusiasman las llamadas telefónicas. A lo mejor es porque Brad y yo pasamos la mayor parte de la jornada laboral colgados del teléfono. Funcionamos con mensajes electrónicos. Jordan, él es el rey del cibercorreo.
—Estuve con él unos diecinueve segundos en una firma de libros, en Pittsburgh, hará unos cuatro años. Todo él moreno y guapo, con un brillo peligroso en los ojos.
—¿Te gustan peligrosos?
Eso la hizo reír. Flynn estaba sentado en una raída manta comiendo el pollo que cogía de un envase de plástico, mientras su enorme y tonto perro ladraba a una ardilla que se hallaba a tres metros, subida a un árbol.
De repente se encontró tumbada de espaldas con el cuerpo de Flynn sobre el suyo, y la risa enmudeció.
Su boca sí que era peligrosa. Había sido una insensata al olvidarlo. Por afable y despreocupado que pareciera en la superficie, su interior albergaba tormentas. Tormentas eléctricas y violentas que podían azotar a los desprevenidos antes de que pudiesen pensar en ponerse a resguardo.
Pues no pensaría en nada, y las dejaría rugir. Y también dejaría aflorar esa parte secreta de sí misma, esa parte que jamás se había arriesgado a exponer. Que saliera, aunque se la arrebataran.
—¿Qué tal te está yendo esto? —murmuró él mientras pegaba su asombrosa boca a la garganta de Malory.
—Bien, muy bien.
Flynn alzó la cabeza y la miró. Y el corazón se le estremeció dentro del pecho.
—Aquí hay algo. Algo grande.
—Creo que no…
—Sí. —Lo dijo con impaciencia inesperada y convincente—. Quizá no quieras…, a mí no me entusiasma la idea, pero lo crees. De verdad que odio usar una metáfora tan obvia, pero es como girar una llave en una cerradura. Puedo oír el maldito clic. —Se incorporó y se pasó una mano temblorosa por el pelo—. No estoy preparado para oír ningún maldito clic.
Malory se sentó de golpe y se sacudió nerviosamente la pechera de la camisa. Le desconcertaba que el temperamento de Flynn pudiese resultarle a la vez irritante y estimulante.
—¿Y tú piensas que yo quiero oír alguno? Ahora mismo tengo bastantes problemas entre manos sin que suenen tus clics en mi cabeza. Necesito dar con la primera llave, he de resolver ese asunto. Tengo que encontrar un trabajo, y no quiero un trabajo estúpido. Quiero…
—¿Qué? ¿Qué quieres?
—No lo sé. —Se puso en pie precipitadamente. Sentía furia en su interior. No sabía de dónde provenía ni adónde necesitaba ir. Se giró y se quedó mirando la casa del otro lado del río, con los brazos cruzados con fuerza sobre el pecho—. Y yo siempre sé lo que quiero.
—En eso me ganas.
Se levantó, pero no se acercó a Malory. Fuera lo que fuese lo que golpeaba dentro de él —rabia, necesidad, miedo—, era demasiado inestable para arriesgarse a tocarla.
La brisa jugaba con los extremos de sus rizos, como antes había hecho él mismo. Todas aquellas nubes alborotadas del color del oro viejo parecían sacadas de un cuadro. Se la veía tan esbelta, tan perfecta mientras le daba la espalda a medias y el sol poniente dibujaba una fina línea de fuego en las cimas de las colinas del oeste…
—La única cosa que de verdad he deseado… —añadió, y según lo decía comprendía que no mentía— eres tú.
Ella lo miró mientras unas alas nerviosas empezaban a agitarse en su estómago.
—No creo que sea la única mujer con la que has querido acostarte.
—No. En realidad, la primera fue Joley Ridenbecker. Teníamos trece años, y aquel deseo en particular nunca fue satisfecho.
—Ahora estás bromeando.
—No, para nada. —Avanzó hacia ella; su voz era más dulce—. Deseaba a Joley tanto como eso significaba para mí a los trece años. Era algo intenso, incluso doloroso, con un toque tierno. Al final descubrí lo que significaba. He deseado a muchas mujeres a lo largo de mi vida. Hasta he amado a una; y esa es la razón por la que conozco la diferencia entre desear a una mujer y desearte a ti. Si no fuera más que sexo, no me jodería tanto.
—Pues no es culpa mía si estás jodido. —Le puso cara de pocos amigos—. Y no suenas ni pareces jodido.
—Tiendo a ser realmente razonable cuando estoy fastidiado de verdad. Es una maldición. —Cogió la pelota que Moe había soltado a sus pies y la arrojó con fuerza—. Y si crees que es genial poder ver las dos caras de un asunto, apreciar la validez de ambas posturas, déjame decirte que duele como una patada en tus partes.
—¿Quién era ella?
Flynn se encogió de hombros, luego tomó la pelota que le había llevado Moe y la lanzó de nuevo.
—No importa.
—Yo diría que sí. Y que ella también, todavía.
—Es solo que no salió bien.
—Vale. Debería volver ya a casa. —Se arrodilló sobre la manta para recoger los restos de su picnic improvisado.
—Esa es una habilidad que admiro, y nadie la domina como las mujeres. Ese implícito «vete a la mierda»… —Lanzó por los aires la pelota de Moe una vez más—. Ella me dejó. O yo no me marché con ella. Depende del punto de vista. Estábamos juntos la mayor parte del año. Ella era reportera para una cadena de televisión local, pasó a presentadora de informativos los fines de semana, y después todas las noches. Era buena, y teníamos un montón de debates y discusiones sobre el impacto y el valor de nuestros particulares medios de información. Eso resulta mucho más sexy de lo que pueda parecer. De todos modos, planeábamos casarnos e irnos a Nueva York. Entonces recibió una oferta de un canal asociado de allí. Se marchó y yo me quedé.
—¿Por qué te quedaste?
—Porque soy el jodido George Bailey.
—No te entiendo.
—Qué bello es vivir. George Bailey renuncia a su sueño de viajes y aventuras por permanecer en su pueblo natal y salvar el banco. Yo no soy Jimmy Stewart, pero El Correo sí que se convirtió en mi banco. Mi padrastro, el padre de Dana, cayó enfermo. Mi madre me traspasó algunas de las responsabilidades del editor jefe. Yo daba por hecho que sería algo temporal, hasta que Joe se recuperase; pero los doctores, y mi madre, querían alejarlo de los crudos inviernos de aquí. Ellos dos deseaban, merecían, una temporada de retiro. Ella me amenazó diciendo que si no me hacía cargo del periódico lo cerraría. Y mi madre no amenaza en vano. —Con una risa forzada, tiró otra vez la pelota—. Puedes apostar un riñón a que no bromeaba. O un Flynn dirige El Correo del Valle o desaparece El Correo.
«Michael Flynn Hennessy», pensó Malory. Así que Flynn era el apellido familiar, y una herencia.
—Si ella hubiera sabido que querías algo distinto…
Él consiguió sonreír.
—Ella no quería algo distinto. Yo podría haberme largado, haberme marchado con Lily a Nueva York. Toda la gente que trabajaba en el periódico se habría quedado sin empleo. La mitad de ellos, quizá más, no habrían sido contratados por quienquiera que hubiese abierto otro diario. Mi madre sabía que no me iría. —Examinó la pelota que tenía en la mano, le dio vueltas lentamente y dijo con suavidad—: Además, nunca le gustó Lily.
—Flynn…
Él cedió ante la desesperación de Moe y arrojó la pelota.
—He sonado penoso y patético… Entonces quería irme, porque amaba a Lily. Pero no la amaba lo suficiente para hacer las maletas y marcharme con ella cuando me lanzó un ultimátum. Ella no me amaba lo bastante para quedarse, o para darme tiempo hasta que solucionara las cosas aquí y me reuniera con ella.
«Entonces ninguno de los dos amaba al otro», pensó Malory; pero no dijo nada.
—Un mes después de aterrizar en Nueva York, me llamó para romper nuestro compromiso. Necesitaba centrarse en su carrera, no podía manejar el estrés de una relación, y mucho menos si era a larga distancia. Yo era libre para verme con otras personas y seguir con mi vida, mientras ella iba a casarse con su trabajo.
»Seis meses más tarde estaba casada con un ejecutivo de informativos de la NBC. Subía la escalera con paso firme. Consiguió lo que quería, y al final yo también.
Se volvió hacia Malory. Su rostro estaba calmado de nuevo; los verdes ojos, limpios, como si detrás de ellos no hubiese habido furia jamás.
—Mi madre tenía razón… Odio con todo mi cuerpo que tuviera razón, pero la tenía. Este es mi sitio, y estoy haciendo exactamente lo que quería hacer.
—El hecho de que lo veas dice mucho más de ti que de cualquiera de ellas.
Flynn lanzó la pelota por última vez.
—He hecho que sientas pena de mí.
—No —respondió ella, aunque no era cierto—. Has hecho que sienta respeto por ti. —Se levantó, caminó hasta él y le dio un beso en la mejilla—. Creo que recuerdo a esa tal Lily de los informativos locales. Pelirroja, ¿verdad? ¿Con una buena dentadura?
—Esa sería Lily.
—Tenía una voz demasiado nasal, y el mentón poco pronunciado.
Él se inclinó y la besó también en la mejilla.
—Es muy bonito que digas algo así. Gracias.
Moe regresó corriendo y dejó la pelota en el suelo, entre los dos.
—¿Cuánto tiempo puede estar haciendo esto? —preguntó Malory.
—Una eternidad, o hasta que se me caiga el brazo.
Malory dio un buen puntapié a la pelota.
—Está oscureciendo —dijo mientras Moe, feliz, se alejaba a toda prisa—. Deberías llevarme a casa.
—O podríamos llevar a Moe a casa y después… Ah, veo por el modo en que arqueas las cejas y arrugas la boca que tu mente se ha ido a lo más inmundo. Iba a decir que podríamos ir al cine.
—No es cierto.
—Por supuesto que sí. De hecho, hasta tengo la sección de la cartelera en el coche para que le eches un vistazo.
Malory notó que volvían a estar bien y que quería besarlo…, esta vez de forma amistosa; pero en vez de hacerlo le siguió el juego para acabar la partida.
—Tienes el periódico entero en el coche porque es tu periódico.
—Aunque sea así, dejaré que tú elijas la película.
—¿Y si es cine de autor y subtitulada?
—Entonces sufriré en silencio.
—Ya sabes tú que no hay ninguna película de ese tipo en los multicines del pueblo.
—Eso es lo de menos. Vamos, Moe, súbete al coche.
Malory llegó a la conclusión de que le había beneficiado alejarse del enigma y los problemas durante unas horas. Por la mañana se sintió más descansada, más optimista. Y le sentaba bien estar interesada y atraída por un hombre complicado.
Flynn era complicado. Y aún más porque daba la impresión, al menos en un principio, de ser sencillo. Eso lo convertía en otro enigma que resolver.
No podía negarse lo del clic que había mencionado Flynn. ¿Por qué habría de hacerlo? Ella no se tomaba las relaciones como un juego; era cauta. Eso significaba que necesitaba averiguar si el clic era simplemente sexual o incluía algo más.
«Enigma número tres», se dijo mientras se sentaba para continuar con la investigación.
Su primera llamada telefónica de la mañana la dejó atónita. Unos instantes después estaba revisando a toda prisa sus viejos libros universitarios de historia del arte.
La puerta de la casa de los Vane estaba abierta de par en par. Había un buen número de hombres corpulentos metiendo o sacando muebles y cajas. A Flynn le dio dolor de espalda solo de verlos.
Recordó un fin de semana de años atrás, cuando él y Jordan se habían mudado a un apartamento, y cómo ellos dos, con la ayuda de Brad, subieron un sofá de segunda mano que pesaba tanto como una Honda por tres tramos de escaleras.
«Qué días aquellos», rememoró Flynn. Gracias a Dios, ya quedaban lejos.
Moe saltó del coche detrás de él y, sin esperar una invitación, se abalanzó al interior de la casa. Se oyó un estrépito y después una palabrota. Mientras iba tras él corriendo, Flynn rezó para que no hubiese mordido el polvo una de las antigüedades de la familia Vane.
—¡Cristo bendito! ¿Y a esto lo llamas un cachorro?
—Era un cachorro… hace un año. —Flynn miró a un viejo amigo, que en ese momento estaba siendo saludado y baboseado por Moe. Y su corazón se regocijó—. Siento lo de… ¿Eso es una lámpara?
Brad miró la porcelana china que estaba esparcida en el vestíbulo.
—Lo era hace un minuto. Muy bien, chicarrón. Baja.
—Fuera, Moe. ¡Atrapa al conejo!
—¿Qué conejo?
—El que vive en sus sueños. —Flynn avanzó para dar un fuerte abrazo a Brad. Los pedazos rotos crujieron bajo sus pies—. ¡Eh!, te veo muy bien. Para ser un ejecutivo.
—¿Quién es un ejecutivo?
La verdad es que no lo parecía en absoluto, con unos vaqueros desgastados y una camisa de trabajo. Flynn pensó que se le veía alto, fibroso y en forma. El hijo mimado de los Vane, el príncipe de la familia, que era tan feliz dirigiendo a un grupo de empleados de la construcción como en una reunión de la junta directiva. Quizá más feliz.
—Anoche estuve cerca de aquí, pero esto estaba desierto. ¿Cuándo has llegado?
—Muy tarde. Quitémonos de en medio —propuso Brad mientras los operarios metían otro cargamento. Alzó un pulgar y lo guio a la cocina.
La casa estaba siempre amueblada y disponible para ejecutivos y mandamases visitantes de la corporación Vane. Aquel había sido el hogar de la familia en el valle, y Flynn había llegado a conocerlo tanto como el suyo propio.
Habían renovado la cocina desde los días en que él pedía galletas allí, pero la vista desde las ventanas y desde la terraza que rodeaba la casa era la misma. Bosques y agua, y las colinas alzándose al fondo.
Algunas de las mejores partes de su niñez estaban ligadas a aquella casa. Al igual que al hombre que era ahora el dueño.
Brad sirvió café y luego llevó a Flynn a la terraza.
—¿Cómo te sientes al volver? —preguntó Flynn.
—Aún no lo sé. En general, raro.
Se inclinó sobre la barandilla y miró a lo lejos. Todo era lo mismo. Nada era lo mismo. Se giró; era un hombre que se sentía cómodo en su propia piel. Tenía encima una o dos capas de la gran ciudad, y también se sentía cómodo con eso.
Su pelo era de un rubio que había oscurecido con los años, al igual que los hoyuelos de sus mejillas estaban ahora más cerca de ser pliegues. Para su alivio. Sus ojos eran de un gris piedra, enmarcados por cejas rectas. Solían mirar con intensidad, incluso cuando el resto de su rostro sonreía.
Flynn sabía que no era la boca la que revelaba el estado de ánimo de Brad. Eran los ojos. Cuando estos sonreían, la sonrisa era sincera. Como en ese mismo instante.
—Hijo de puta. Es fantástico verte.
—Nunca pensé que pudieras regresar, no durante un tiempo prolongado.
—Yo tampoco. Las cosas cambian, Flynn. Y supongo que así es como ha de ser. En los últimos años notaba un cierto desasosiego, y al final he llegado a la conclusión de que era ansiedad de estar en casa. ¿Cómo te van a ti las cosas, señor editor jefe?
—Bien. Doy por supuesto que te suscribirás a nuestro periódico. Yo mismo me encargaré de eso —añadió con una sonrisa—. Colocamos una bonita caja roja al lado de los buzones en la carretera. El reparto de la mañana suele llegar aquí a las siete.
—Apúntame.
—Lo haré. Y quiero una entrevista con Bradley Charles Vane IV tan pronto como puedas.
—Joder, dame un poco de tiempo para instalarme antes de ponerme el traje de empresario.
—¿Qué tal el próximo lunes? Yo vendré hasta aquí.
—Santo Cristo, te has convertido en Clark Kent. No, peor, en Lois Lane… sin sus magníficas piernas. No sé qué tengo el lunes, pero le diré a mi ayudante que lo organice.
—Estupendo. ¿Qué te parece si cogemos unas cervezas y nos ponemos al día esta noche?
—Respaldo la propuesta. ¿Cómo está tu familia?
—A mamá y Joe les está yendo bien allá en Phoenix.
—En realidad, yo estaba pensando más en la deliciosa Dana.
—¿No irás a intentar ligar con ella otra vez? Es embarazoso.
—¿Está liada con alguien?
—No, no está liada con nadie.
—¿Sigue igual de escultural?
Flynn se estremeció.
—Cierra el pico, Vane.
—Me encanta picarte con ese tema. —Con un suspiro, Brad recuperó la compostura—. Aunque es entretenido, esa no es la razón por la que te he pedido que vinieras. Hay algo que creo que querrás ver. Le estuve dando vueltas cuando me contaste esa historia en que se han metido tu hermana y sus amigas.
—¿Sabes algo de las dos personas del Risco del Guerrero?
—No, pero sé algo sobre arte. Vamos, lo tengo en la sala principal. Había acabado de desempaquetarlo personalmente cuando he oído llegar tu coche.
Avanzaron por la terraza y doblaron la esquina hasta las puertas dobles de cristal bordeadas por paneles grabados.
La sala principal tenía un techo altísimo con una galería alrededor y una generosa chimenea con el hogar y la repisa de granito verde ribeteado de roble dorado. Había espacio para dos sofás, uno en el centro de la estancia y el otro pegado a la pared, en una acogedora zona para conversar.
Había más espacio al otro lado de un ancho arco, donde se hallaba el piano y donde Brad había pasado incontables y tediosas horas practicando.
Allí, apoyado contra el hogar de una segunda chimenea, había un cuadro.
Los músculos del estómago de Flynn se aflojaron.
—Dios, oh, Dios.
—Se llama Después del hechizo. Lo adquirí en una subasta hará unos tres años. ¿Recuerdas que te mencioné que había comprado una pintura porque una de las figuras que aparecían era igual que Dana?
—No te presté ninguna atención. Siempre estabas tomándome el pelo con Dana.
Se puso en cuclillas y contempló el cuadro. Él no sabía de arte, pero incluso con su limitada vista artística se lo habría jugado todo por afirmar que la misma mano que había pintado aquella obra había creado la del Risco del Guerrero.
Sin embargo, en la que tenía delante no había alegría ni inocencia. El tono era sombrío, afligido; y la única luz, una luz muy débil, surgía de los tres féretros de cristal en que tres mujeres parecían dormir. Tenían el rostro de su hermana, el de Zoe y el de Malory.
—He de hacer una llamada. —Flynn se enderezó y sacó su móvil—. Hay alguien que debe ver esto de inmediato.