La tormenta rasgaba el cielo sobre las montañas, derramando con excesivo ímpetu torrentes de lluvia que chocaban contra el suelo con un sonido tan agudo como el del metal sobre la piedra. Furibundos relámpagos arrojaban un violento fuego de artillería que se estrellaba contra el rugido de los cañonazos de los truenos.
Había una especie de jubilosa maldad en el aire, un chisporroteo de genio y resentimiento que bullía de poder.
Aquello encajaba a la perfección con el estado de ánimo de Malory.
¿No se había preguntado qué más podía ir mal? Ahora, en respuesta a esa pregunta cansada y completamente retórica, la naturaleza —con toda su cólera maternal— estaba mostrándole cómo de mal podían ir aún las cosas.
Había un ruidito que no presagiaba nada bueno en algún lugar del salpicadero de su adorado y pequeño Mazda, del que todavía le quedaban diecinueve letras por pagar. Para cumplir con esos pagos, necesitaba conservar su puesto de trabajo.
Odiaba su trabajo.
Eso no formaba parte del plan vital de Malory Price, que ella había comenzado a redactar a los ocho años de edad. Veinte años después, ese borrador se había convertido en una lista de control con títulos, subtítulos y referencias cruzadas. La revisaba de forma meticulosa todos los primeros de año.
Se suponía que tenía que adorar su trabajo. Eso decía, clarísimamente, debajo del encabezado «Profesión».
Llevaba trabajando en La Galería siete años, los tres últimos como directora, lo cual cumplía lo previsto. Y le encantaba estar rodeada de arte y tener casi carta blanca en las exposiciones, las adquisiciones, la promoción y la organización de muestras y actos.
Lo cierto es que había empezado a pensar en La Galería como si fuese suya, y sabía bien que al resto del personal, los clientes, los artistas y los artesanos les sucedía lo mismo.
James P. Horace podía ser el propietario de la pequeña y elegante galería de arte, pero nunca ponía en tela de juicio las decisiones de Malory, y en sus visitas —cada vez más escasas— la felicitaba siempre por las compras, el ambiente y las ventas.
Era perfecto, es decir, exactamente lo que Malory pretendía que fuese su vida. Después de todo, si no era perfecto, ¿qué gracia tenía?
Todo había cambiado después de que James lanzara por la borda cincuenta y tres años de cómoda soltería y se agenciase una esposa joven y sexy. «Una esposa —pensó Malory entrecerrando resentida sus ojos azul acero— que ha decidido convertir La Galería en su mascota personal».
Daba igual que la nueva señora de Horace supiese menos que cero de arte, negocios, relaciones públicas o trato con los empleados. James veneraba a su Pamela, y el puesto de ensueño de Malory se había transformado en una pesadilla diaria.
«Pero he estado manejándolo lo mejor posible», pensó mientras miraba con el entrecejo fruncido a través del chorreante y oscuro parabrisas. Había planeado su estrategia: se limitaría a esperar a que Pamela se diese por vencida. Permanecería tranquila y centrada hasta que aquel pequeño y desagradable bache hubiese pasado y la carretera estuviese lisa de nuevo.
Ahora esa estrategia se había esfumado. Malory había perdido la calma después de que Pamela revocase las órdenes que ella había dado para una exposición de vidrio artístico y pusiera patas arriba su bellamente organizada galería llenándola de cachivaches y unos tapices espantosos.
Malory se dijo que había cosas que podía tolerar, pero que le diesen una bofetada de mal gusto en su propio espacio no era una de ellas.
Por otro lado, estallar ante la esposa del propietario no era el mejor camino para mantener la seguridad laboral. Sobre todo después de haber utilizado las palabras «miope y ordinaria guapita descerebrada».
Un rayo dividió en dos el cielo sobre la cumbre que se alzaba delante de ella y Malory se estremeció, tanto por el recuerdo de su mal humor como por aquel estallido de luz. Había sido un movimiento pésimo por su parte, lo que solo demostraba qué ocurría cuando te dejas vencer por las emociones y los impulsos.
Para rematarlo, había salpicado de café con leche el traje de Escada de Pamela. Pero eso había sido un accidente.
Más o menos.
Por mucho que la apreciara James, Malory sabía que su medio de vida estaba pendiente de un hilo muy fino. Y cuando el hilo se rompiera, ella se hundiría en la miseria. Las galerías de arte no abundaban en un pueblo bonito y pintoresco como Pleasant Valley. Debería buscar otra área de trabajo de forma provisional o trasladarse.
Ninguna de las dos opciones le dibujó una sonrisa en la cara.
Le encantaba Pleasant Valley, le encantaba estar rodeada por las montañas del oeste de Pensilvania. Adoraba el ambiente de pueblo pequeño, esa combinación entre lo pintoresco y lo sofisticado que atraía a los turistas y a las multitudes que llegaban del cercano Pittsburgh en impulsivas escapadas de fin de semana.
Incluso cuando era una niña que crecía en las afueras de Pittsburgh, Pleasant Valley era exactamente la clase de lugar en que se imaginaba viviendo. Anhelaba las montañas, con sus sombras y texturas, y las aseadas calles de los municipios del valle, la sencillez del ritmo de vida, los amigables vecinos.
La decisión de arroparse con el manto de Pleasant Valley la tomó cuando, a los catorce años, pasó allí un largo fin de semana con sus padres.
Igualmente decidió, mientras deambulaba por La Galería aquel otoño de tanto tiempo atrás, que algún día formaría parte de ese recinto.
Claro que entonces pensaba que allí se exhibirían sus cuadros, pero ese era uno de los puntos de su lista que se había visto obligada a eliminar sin que se hubiese cumplido.
Nunca sería una artista. Pero tenía que estar, necesitaba estarlo, involucrada con el arte, y rodeada por él.
Además, no deseaba regresar a la ciudad. Quería conservar su magnífico y espacioso apartamento, a dos manzanas de La Galería, con sus vistas sobre los Apalaches, los crujidos de su viejo suelo y las paredes cubiertas de obras artísticas cuidadosamente seleccionadas.
Pero esa esperanza parecía tan desdibujada como el cielo tormentoso.
Tampoco había sido inteligente con el dinero; Malory tuvo que admitirlo con un hondo suspiro. Le parecía absurdo dejarlo descansar en un banco cuando podía convertirse en algo encantador para mirar o para ponerse. Hasta que lo utilizabas, el dinero no era más que papel. Malory era propensa a emplear montones de papel.
Tenía un descubierto en el banco. Otra vez. Había sobrepasado el límite de sus tarjetas de crédito. También otra vez. Pero se recordó que poseía un fabuloso vestuario. Y el inicio de una impresionante colección de arte que le tocaría vender, pieza tras pieza y probablemente con pérdidas, para mantener un techo sobre su cabeza si Pamela dejaba caer el hacha.
Pero a lo mejor esa noche lograba algo de tiempo y buena voluntad. No le apetecía asistir a aquel cóctel de recepción en el Risco del Guerrero. «Un nombre extravagante para un lugar terrorífico», pensó. En otros tiempos se habría sentido entusiasmada ante la oportunidad de ver el interior de la enorme y antigua mansión situada en lo alto de la cresta montañosa. Y por codearse con gente que podría ser mecenas de las artes.
Sin embargo, la invitación era extraña; estaba escrita con una elegante letra en un papel grueso de color piedra, con el dibujo de una llave de oro decorada en lugar de membrete. Aunque la llevaba metida en su bolso de noche junto con la polvera, el teléfono móvil, el pintalabios, las gafas, un bolígrafo nuevo, tarjetas de visita profesionales y diez dólares, Malory recordaba el texto.
Solicitamos el placer de contar con tu compañía para tomar un cóctel y conversar el 4 de septiembre a las 20:00 en el Risco del Guerrero. Tú eres la llave. La cerradura te aguarda.
«La verdad es que suena muy raro», se dijo Malory, y apretó los dientes cuando el coche se estremeció debido a una fuerte racha de viento. Con la suerte que estaba teniendo, lo más probable es que fuese una encerrona para algún plan de venta piramidal.
La casa había permanecido vacía durante años. Sabía que la habían comprado hacía poco, pero los detalles eran escasos. «Un equipo llamado Tríada», recordó. Supuso que era una especie de corporación que buscaba transformar el lugar en hotel o en mini centro turístico.
Eso no explicaba por qué habían invitado a la directora de La Galería pero no a su propietario ni a su entrometida esposa. Pamela se había mostrado bastante molesta por el desaire…, y eso ya era algo.
De todos modos, Malory habría prescindido de esa velada. No acudía a una cita con un hombre (otro aspecto más de su vida que estaba hecho unos zorros en esos momentos), y conducir sola por las montañas hasta una casa sacada de una película de terror de Hollywood debido a una invitación que la incomodaba no estaba en su lista de actividades divertidas en mitad de una semana laboral.
La invitación ni siquiera proporcionaba un número de contacto ni solicitaba confirmación, y eso, según ella, resultaba arrogante y grosero. Su intención de hacer caso omiso a la tarjeta habría sido igual de arrogante y grosera, pero el problema era que James había reparado en el sobre que descansaba sobre la mesa de su directora.
Se sintió entusiasmado y muy complacido ante la idea de que ella acudiese a la recepción, y la incitó a fijarse en todos los detalles del interior de la mansión para que luego pudiera exponérselos minuciosamente. Y le recordó que si, de vez en cuando, podía sacar a relucir el nombre de La Galería en la conversación, eso sería muy bueno para el negocio.
Si Malory consiguiese unos cuantos clientes, podría compensar el percance del traje de Escada y el comentario de «guapita descerebrada».
Su coche ascendía en medio de resoplidos por la cada vez más estrecha carretera que atravesaba el frondoso y oscuro bosque. Siempre había pensado en aquellas colinas y arboledas como algo que cercaba su bonito valle con un efecto similar al de La leyenda de Sleepy Hollow.
Si lo que producía aquel traqueteo en el salpicadero era algo serio, podría acabar quedándose tirada en la cuneta, acurrucada en el coche oyendo los aullidos y el azote de la tormenta e imaginando jinetes sin cabeza mientras aguardaba la llegada de una grúa que no podía permitirse pagar.
Obviamente, la solución era no quedarse tirada.
Le dio la impresión de vislumbrar destellos luminosos a través de la lluvia y los árboles, pero sus limpiaparabrisas se movían a la máxima velocidad y aun así apenas podían retirar con eficacia aquel diluvio interminable.
Cuando un nuevo relámpago alumbró el cielo, Malory agarró con más fuerza el volante. Como a cualquiera, le gustaba una buena tempestad, pero deseaba disfrutar de ella en un lugar cubierto, el que fuese, mientras se tomaba una reconfortante copa de vino.
Debía de estar cerca. ¿Hasta dónde podía ascender una única carretera antes de que tuviese que comenzar a bajar por el otro lado de la montaña? Sabía que el Risco del Guerrero se hallaba en la cima de la sierra, guardando el valle que se extendía a sus pies; o dominando ese mismo valle, según el punto de vista que se adoptara. No se había cruzado con ningún otro coche desde hacía varios kilómetros.
«Eso demuestra que nadie con un mínimo de cerebro ha cogido el coche con este tiempo», pensó.
La carretera se bifurcaba, y la curva de la derecha era un torrente de agua enmarcado por enormes pilares de piedra. Malory redujo la velocidad y miró embobada los guerreros de tamaño natural que se erguían en lo alto de los pilares. Quizá fuera la tormenta, la noche o su ánimo alterado, pero se le antojaron más humanos que pétreos, con el pelo que se les agitaba ante el rostro y las manos que aferraban la empuñadura de la espada. Con los destellos de los relámpagos, casi podía ver cómo se les tensaban los músculos de los brazos y del pecho, amplio y descubierto.
Hubo de resistirse a la tentación de salir del coche para observarlos más de cerca. Pero el escalofrío que le recorrió la columna vertebral mientras atravesaba las verjas de hierro abiertas la impulsó a girarse de nuevo hacia los guerreros, con tanto recelo como admiración por la habilidad del escultor.
Luego pisó el freno y derrapó en la gravilla de la calzada. El corazón se le subió a la garganta mientras contemplaba boquiabierta el asombroso ciervo que se erguía arrogantemente a unos pasos del parachoques, con la extensa silueta de la casa detrás de él.
Durante unos segundos, Malory tomó al ciervo por una estatua más, aunque no alcanzase a comprender por qué alguien con dos dedos de frente instalaría una escultura en medio del camino. De todas formas, tampoco nadie con dos dedos de frente elegiría vivir en aquella casa del promontorio.
Entonces los ojos del animal brillaron con un penetrante azul zafiro ante el resplandor de los faros del coche, y su cabeza coronada por una impresionante cornamenta se giró levemente. «Fastuoso», concluyó Malory cautivada. La lluvia se deslizaba por su pelaje, que a la luz del siguiente relámpago pareció tan blanco como la luna.
El ciervo la observó, pero en sus relucientes ojos no se reflejaba nada de miedo, ni de sorpresa. Había en ellos, si eso fuera posible, una especie de divertido desdén. Luego se alejó sin más a través de la cortina de lluvia y los ríos de niebla, y se desvaneció.
—¡Guau! —Malory soltó un largo suspiro y se estremeció en el interior de su coche—. ¡Y otra vez guau! —murmuró, y miró hacia la mansión.
La había visto en fotos y en cuadros. Había visto su silueta encorvada sobre el valle, allá arriba. Pero era bien distinto verla de cerca y en medio de una furiosa tormenta.
Se dijo que era un combinado de castillo, fortaleza y casa de los horrores. Estaba hecha de piedra tan negra como la obsidiana, con salientes, torres, aristas y almenas amontonadas y dispuestas como si un niño muy listo y malvado las hubiese colocado a su antojo. Contra aquella negrura por la que chorreaba la lluvia, unas ventanas estrechas y largas que podrían contarse por cientos resplandecían con luz dorada.
Había alguien a quien no le preocupaba lo más mínimo el recibo de la luz.
La niebla flotaba alrededor de la base del edificio, como un foso de bruma.
En un nuevo estallido eléctrico, Malory pudo entrever un estandarte blanco con una llave dorada ondeando violentamente en una de las agujas más altas.
Se acercó más con el coche. Había gárgolas agazapadas a lo largo de las paredes y gateando por el alero. El agua de lluvia salía a borbotones de sus burlonas bocas y resbalaba por sus garras mientras miraban a Malory con una mueca.
La joven se detuvo ante el borde de un amplio pórtico y consideró muy seriamente volver a enfrentarse a la tormenta y alejarse de allí.
Se llamó cobarde e idiota infantil. Luego se preguntó a sí misma cuándo había perdido su sentido de la aventura y la diversión.
Los insultos surtieron tal efecto que pronto estuvo tamborileando con los dedos en la manija de la puerta.
Pero al oír un veloz golpeteo en su ventanilla lanzó un fuerte grito.
El grito se transformó en una especie de lamento agudo cuando un huesudo rostro rodeado por una capucha negra se pegó al cristal para mirar al interior.
«Las gárgolas no cobran vida», se aseguró Malory, y se repitió esas palabras mentalmente mientras bajaba el cristal un precavido centímetro.
—Bienvenida al Risco del Guerrero. —La voz del hombre tronó por encima de la lluvia, y su cordial sonrisa dejó al descubierto un gran número de magníficos dientes—. Si deja las llaves puestas en el coche, señorita, yo me encargaré de él por usted.
Antes de que ella pudiese pensar en bajar los seguros de un manotazo, él le había abierto la puerta. Bloqueó el embate del viento y de la lluvia con su propio cuerpo y con el paraguas más grande que Malory había visto jamás.
—La dejaré sana y salva en la entrada.
¿Qué acento era aquel? ¿Inglés? ¿Irlandés? ¿Escocés?
—Gracias.
Cuando se disponía a salir del coche, notó que una fuerza extraña la mantenía clavada en su sitio. El pánico inicial se convirtió en vergüenza al advertir que no se había desabrochado el cinturón de seguridad.
Una vez libre, se cobijó debajo del paraguas, esforzándose en regularizar su respiración mientras se encaminaba a la entrada. La puerta era doble, lo bastante amplia para dar cabida a un tráiler, y exhibía unas aldabas de plata mate, grandes como unas bandejas para asar pavo, que representaban cabezas de dragones.
«Menuda bienvenida», pensó Malory un instante antes de que las puertas se abrieran a una luz y una calidez desbordantes.
Apareció una mujer con una magnífica cascada de cabello liso y rojo como el fuego que enmarcaba un rostro blanco como el alabastro y de ángulos y curvas perfectos. Sus ojos verdes parecían regocijados por un chiste que solo ella conocía. Era alta y delgada e iba vestida con un largo y vaporoso traje negro. Entre sus pechos colgaba un amuleto de plata que albergaba una gruesa piedra de color claro.
Sus labios, tan rojos como el pelo, sonrieron mientras alargaba una mano resplandeciente de anillos.
—Señorita Price, bienvenida. Una tormenta emocionante, aunque estoy segura de que también angustiosa si uno ha de salir de casa. Pase.
Su mano era cálida y fuerte y permaneció cogida a la de Malory mientras la guiaba al vestíbulo principal.
La luz se derramaba desde un candelabro de cristal tan delicado que semejaba caramelo hilado que chispeara sobre las espirales y volutas de plata. El suelo era de mosaico, y mostraba a los guerreros de la verja y lo que parecía un número indeterminado de figuras mitológicas. Malory no podía arrodillarse para examinarlo como le habría gustado, y pronto hubo de controlarse para no soltar un gemido orgásmico ante los cuadros que abarrotaban las paredes, pintadas con un color como el de la mantequilla fundida.
—Me alegro muchísimo de que haya podido unirse a nosotros hoy —afirmó la mujer—. Yo soy Rowena. Por favor, permítame acompañarla al salón; allí hay encendido un fuego delicioso. Estamos en una época temprana del año para eso, pero yo creo que la tormenta lo requería. ¿Ha sido difícil llegar hasta aquí?
—Más bien un desafío, señorita…
—Rowena, solo Rowena.
—… Rowena. Me pregunto si podría disponer de un momento para refrescarme antes de reunirme con el resto de los invitados.
—Por supuesto. El tocador de señoras —dijo señalando una puerta situada debajo de la larga curva de la escalera principal—. El salón se encuentra en el primer piso, a la derecha. Tómese su tiempo.
—Gracias.
En cuanto Malory entró en aquella habitación, decidió que la palabra «tocador» se quedaba muy corta para definir un recinto tan exquisito y espacioso.
La media docena de velas que había sobre la repisa de mármol desprendían oleadas de luz y aroma. Junto a la pila, de generoso tamaño, había dispuestas toallas de color borgoña ribeteadas con encaje de tono crudo. El grifo dorado relucía bajo la extravagante forma de un cisne.
Allí, el suelo de mosaico mostraba una sirena sentada en una roca que sonreía hacia el mar azul mientras se peinaba su cabello rojizo.
En esta ocasión, después de comprobar dos veces que había cerrado con llave, Malory se puso de rodillas para estudiar el dibujo con detalle.
«Espléndido —pensó mientras deslizaba el dedo por las baldosas—. Antiguo, sin duda, y realizado de manera brillante».
¿Había algo más emocionante que la capacidad de crear belleza?
Se incorporó y se lavó las manos con un jabón que olía ligeramente a romero. Se tomó un momento para admirar la colección de ninfas y sirenas de Waterhouse enmarcadas en las paredes antes de sacar el neceser del bolso.
Poco podía hacer por el pelo. Aunque se lo había peinado hacia atrás y recogido en la nuca con un pasador de strass, el mal tiempo le había desbaratado sus rizos rubio oscuro. Mientras se empolvaba la nariz, se dijo que también eso era un peinado; algo del tipo bohemio y descuidado. No resultaba sofisticado como el de la pelirroja, pero a ella le sentaba bastante bien. Volvió a aplicarse pintalabios, satisfecha al comprobar que aquel rosa pálido había sido una buena inversión. Lo sutil le sentaba mucho mejor a su tez lechosa.
Había pagado demasiado por el traje de cóctel, por supuesto. Pero, mientras se alisaba las estrechas solapas de satén, se recordó que a una mujer se le permitía tener algunas debilidades. Además, el azul pizarra iba de maravilla con sus ojos, y aquel modelo entallado tenía a la vez un estilo profesional y elegante. Cerró el bolso y alzó la barbilla.
«De acuerdo, Mal, vamos a ver si cerramos algún negocio».
Salió del tocador y se obligó a no retroceder hasta el vestíbulo para contemplar los cuadros a sus anchas.
Sus tacones repiquetearon enérgicamente. Siempre disfrutaba con aquel sonido. Era poderoso, femenino.
Cuando atravesó el primer arco de la derecha, se le escapó un jadeo de emoción antes de que pudiese contenerlo. Nunca había visto nada igual, ni dentro ni fuera de un museo. Antigüedades tan bien conservadas que sus superficies destellaban como espejos; los colores vivos y profundos que reflejaban el talento de un artista; alfombras, cojines y colgaduras que eran tan obras de arte como las pinturas y las esculturas. En la pared más lejana había una chimenea en cuyo interior Malory podría ponerse de pie con los brazos extendidos al máximo. Estaba ribeteada en malaquita y en ella ardían enormes troncos de los que brotaban lenguas de fuego rojas y doradas.
Aquel era el escenario ideal para una mujer con el aspecto de haber salido de un cuento de hadas.
Malory anhelaba quedarse horas allí deleitándose con aquella maravilla de luz y color. Hacía mucho que se había olvidado de la joven inquieta que había conducido encogida en el coche bajo la lluvia.
—Después de entrar aquí, he tardado cinco minutos en conseguir que los ojos no se me salieran más de las órbitas.
Malory se sobresaltó; luego se giró y se quedó mirando a la mujer que se hallaba enmarcada en la ventana lateral.
Era morena, con un espeso cabello castaño que le rozaba la mandíbula y los hombros con un elegante balanceo. Debía de medir unos quince centímetros más que Malory, la cual no llegaba al metro sesenta y cinco, y tenía unas exuberantes curvas que encajaban a la perfección con su altura. El conjunto estaba realzado por unos pantalones y una chaqueta hasta la rodilla de color negro y exquisita factura y un ajustado top blanco.
Sujetaba una copa de champán en una mano y alargó la otra mientras cruzaba la habitación. Malory vio que sus ojos eran de un marrón oscuro, penetrantes y directos. Tenía la nariz fina y recta, la boca ancha y sin pintar. Cuando sonrió, en sus mejillas aparecieron unos leves hoyuelos.
—Soy Dana, Dana Steele.
—Malory Price. Encantada de conocerte. Una chaqueta preciosa.
—Gracias. He sentido un gran alivio al ver llegar tu coche. Este es un sitio increíble, pero estaba empezando a asustarme la idea de deambular por aquí a solas. Han pasado casi quince minutos de la hora prevista. —Dio unos golpecitos a la esfera de su reloj—. Es de suponer que deberían haber aparecido algunos invitados más.
—¿Dónde está la mujer que me ha recibido en la puerta? Rowena.
Dana frunció los labios mientras miraba hacia el arco de la entrada.
—Se desliza de acá para allá con ese aspecto magnífico y misterioso. Me ha dicho que nuestro anfitrión se reunirá con los presentes dentro de muy poco.
—¿Quién es nuestro anfitrión?
—Tu duda es la misma que la mía. ¿No te he visto antes? —añadió—. ¿En el valle?
—Es posible. Soy la directora de La Galería. —«De momento», pensó.
—Claro. He ido allí a ver un par de exposiciones. Y a veces entro a dar una vuelta y mirarlo todo con avaricia. Yo trabajo en la biblioteca. Soy bibliotecaria de consulta.
Ambas se volvieron al oír entrar a Rowena. «Aunque lo de que se desliza es una forma mejor de expresarlo», pensó Malory.
—Veo que ya se han presentado ustedes mismas. Encantador. ¿Le apetece algo de beber, señorita Price?
—Tomaré lo mismo que ella.
—Perfecto. —Antes de que acabara de pronunciar esa palabra, una doncella uniformada entró con dos copas de champán en una bandeja de plata—. Ahí están los canapés. Por favor, sírvanse lo que deseen y siéntanse como en casa.
—Espero que el tiempo no haya disuadido al resto de los invitados de venir —apuntó Dana. Rowena se limitó a sonreír.
—Estoy segura de que todos los que esperamos estarán aquí pronto —dijo al fin—. Si me disculpan un momento…
Y salió.
—Vale, esto es muy raro. —Dana cogió un canapé al azar y descubrió que era un hojaldre de langosta—. Delicioso, pero raro.
—Fascinante. —Malory bebió un sorbo de champán y recorrió con los dedos una estatuilla de bronce de un hada yacente.
—Aún estoy intentando averiguar por qué me han enviado una invitación. —Ya que los canapés estaban allí y ella también, Dana cogió otro—. Nadie más de la biblioteca ha sido invitado. En realidad, nadie de toda la gente que conozco. Empiezo a lamentar no haberle pedido a mi hermano que me acompañase. Él tiene un buen olfato para las cagadas.
Malory no pudo evitar sonreír con ganas.
—No te expresas como ninguna de las bibliotecarias que he conocido. Tampoco tienes pinta de serlo.
—Quemé todos mis modelitos estampados de Laura Ashley hace diez años. —Se encogió levemente de hombros. Impaciente, y comenzando a sentirse también irritada, tamborileó con los dedos sobre la copa de champán—. Voy a concederle diez minutos más a esta historia, y luego me largo.
—Si tú te vas, yo me marcho también. Me sentiré mejor metiéndome otra vez de lleno en esa tormenta si conduzco detrás de otro coche.
—Sigue igual. —Dana dirigió un gesto ceñudo a la ventana y observó la lluvia que golpeaba el cristal—. Vaya mierda de noche. Y también ha sido una mierda de día al cien por cien. Tener que conducir hasta aquí y luego de vuelta a casa en medio de este temporal solo por dos copas de vino y unos canapés es el remate del remate.
—Lo mismo digo. —Malory se acercó a un maravilloso cuadro de un baile de máscaras. Le recordó a París, aunque no había estado allí más que en sueños—. Yo solo he venido hasta aquí con la esperanza de establecer contactos para La Galería. Un seguro de trabajo —añadió, alzando su copa en un brindis burlesco—. En estos precisos momentos, mi puesto se halla en un estado precario.
—El mío también. Entre los recortes de presupuesto y el nepotismo, mi posición ha sido «modificada» y han reducido mi número de horas a veinte por semana. ¿Cómo coño se supone que voy a vivir con eso? Y mi casero acaba de anunciarme que mi alquiler va a subir a principios del próximo mes.
—Hay un ruidito extraño en mi coche… y empleé todo mi presupuesto de manutención en estos zapatos.
Dana miró hacia abajo y frunció los labios.
—Son cojonudos. Mi ordenador se ha estropeado esta mañana.
Divirtiéndose con aquello, Malory se apartó de los cuadros y se giró hacia Dana enarcando una ceja.
—Yo llamé a la nueva esposa de mi jefe «guapita descerebrada» y derramé café con leche sobre su traje de marca.
—De acuerdo, tú ganas. —Impulsada por el espíritu de la camaradería, Dana dio unos pasos y entrechocó su copa con la de Malory—. ¿Te parece que vayamos en busca de la diosa galesa para que nos explique qué ocurre aquí?
—¿Así que ese acento es galés?
—Es divino, ¿no crees? Pero sea de donde sea, pienso…
Enmudeció cuando se oyó el inconfundible sonido de unos tacones sobre las baldosas.
Lo primero en que reparó Malory fue en el cabello. Era negro y corto, con un denso flequillo tan recto como si lo hubiesen perfilado con la ayuda de una regla. Debajo había unos ojos leonados, grandes y alargados, que la impulsaron a pensar de nuevo en las hadas de Waterhouse. La joven tenía un rostro triangular que resplandecía, quizá debido a la emoción, los nervios o un excelente maquillaje.
Al percibir el modo en que sus dedos estrujaban el bolsito negro que sostenían, Malory apostó por los nervios.
Iba de rojo, un rojo luminoso, con un minúsculo vestido que se ceñía a su curvilíneo cuerpo y dejaba al descubierto unas piernas espléndidas. Los tacones que habían resonado por el corredor medían sus buenos diez centímetros y eran afilados como estiletes.
—Hola. —La joven saludó con voz entrecortada y parpadeó al pasear la vista por la estancia—. ¡Hum! La mujer que estaba en la puerta me ha dicho que entrara sin más.
—Únete a la fiesta. O lo que sea. Yo soy Dana Steele y esta es mi igualmente confundida compañera de velada, Malory Price.
—Yo soy Zoe McCourt. —Dio otro paso con cautela hacia el interior del salón, como si esperase que alguien le dijera que había habido un error y la echase de allí—. Dios bendito. Este sitio es como de película. Es, hum, precioso y todo eso, pero no dejo de pensar que ese espeluznante tipo del esmoquin puede entrar en cualquier momento.
—¿Vincent Price? No es pariente mío —repuso Malory con una sonrisa—. Ya veo que tú no sabes mejor que nosotras de qué va esto.
—No. Creo que me han invitado por equivocación, pero… —Se interrumpió, con los ojos desorbitados, cuando un sirviente entró para ofrecerle una copa en bandeja de plata—. Ah…, gracias. —La tomó con mucho cuidado y luego sonrió mirando el vino espumoso—. ¡Champán! Desde luego, esto tiene que ser una equivocación. Pero no podía perderme la oportunidad de venir. ¿Dónde están los demás?
—Buena pregunta. —Dana ladeó la cabeza fascinada y divertida, mientras Zoe bebía un sorbito de champán para probarlo—. ¿Eres del valle?
—Sí. Bueno, desde los dos últimos años.
—Tres de tres —murmuró Malory—. ¿Conoces a alguien más que haya recibido una invitación para esta noche?
—No. De hecho me he dedicado a preguntarlo, lo que quizá sea la razón de que hoy me hayan despedido. ¿Esa comida de ahí está a nuestra disposición?
—¡Que te han despedido! —Malory intercambió una mirada con Dana—. Tres de tres.
—Carly…, esa es la propietaria del salón de belleza en que trabajo. Trabajaba. —Después de corregirse, Zoe se dirigió hacia una bandeja de canapés—. Me ha oído comentar lo de esta noche con una de las clientas, y eso la ha sacado de quicio. ¡Vaya, esto está buenísimo!
Ya no hablaba de forma entrecortada y parecía haberse relajado. Malory detectó en su voz un leve acento que no supo identificar.
—De todas maneras, Carly me la tenía jurada desde hacía meses. Imagino que ver que ella no recibía la misma invitación que yo habrá sido la gota que ha colmado el vaso. Lo siguiente que recuerdo es que me decía que en la caja faltaban veinte dólares. Jamás en mi vida he robado nada. Mala pécora. —Dio otro trago de champán, esta vez con más entusiasmo—. Y después, ¡zas!, me pone de patitas en la calle. No importa. No va a importarme. Encontraré otro empleo. Además, no soportaba trabajar allí. Dios…
Malory pensó que sí le importaba. Lo vio en el fulgor de los ojos de Zoe, donde se mezclaban el miedo y la rabia.
—Eres peluquera —dijo.
—Sí. Especialista en cabello y piel, si prefieres la versión pretenciosa. No soy de la clase de personas a las que invitan a fiestas fantásticas en lugares fantásticos, por eso di por hecho que habían cometido un error.
Malory sacudió la cabeza mientras reflexionaba sobre eso.
—Yo no creo que Rowena sea capaz de cometer errores. Bajo ningún concepto.
—Bueno, no lo sé. Yo no tenía intención de venir hasta que se me ha ocurrido que podría animarme. Pero luego a mi coche le ha costado arrancar, otra vez. Y encima he tenido que buscar una niñera.
—¿Tienes un bebé? —preguntó Dana.
—Ya no es un bebé. Simon tiene nueve años, y es estupendo. Lo del trabajo no me preocuparía si no tuviese un hijo que mantener. Y no he robado esos malditos veinte dólares…, ni siquiera veinte centavos. Yo no soy una ladrona. —Se mordió un labio, ruborizada—. Perdón. Lo siento mucho. Supongo que las burbujas me aflojan la lengua.
—No te preocupes por eso. —Dana frotó uno de los brazos de Zoe con afecto—. ¿Quieres oír una cosa muy extraña? Mi trabajo y mi salario han quedado reducidos a la mínima expresión. No sé qué cojones voy a hacer. Y Malory cree que su jefe está a punto de darle la patada.
—¿En serio? —Zoe miró a las otras dos jóvenes—. La verdad es que es rarísimo.
—Y tampoco conocemos a nadie más a quien hayan invitado a venir hoy aquí. —Malory echó una ojeada cautelosa hacia la entrada y bajó la voz—: Por lo que parece, nosotras tres somos las únicas privilegiadas.
—Yo soy bibliotecaria, tú eres peluquera y ella dirige una galería de arte. ¿Qué tenemos en común?
—Que estamos sin trabajo. —Malory frunció el entrecejo—. O poco nos falta. Ya solo eso es bastante raro si consideramos que el valle tiene una población de unos cinco mil habitantes. ¿Qué probabilidades hay de que tres mujeres se estrellen contra un muro profesional el mismo día y en el mismo pueblecito? Además, las tres somos del valle. Y somos mujeres… ¿de la misma edad? Yo tengo veintiocho años.
—Yo, veintisiete —dijo Dana.
—Yo, veintiséis…, veintisiete en diciembre. —Zoe se estremeció—. Todo esto es demasiado raro. —Se le abrieron mucho los ojos mientras observaba su copa a medias, y la soltó inmediatamente—. No pensaréis que nos han puesto algo en la bebida, ¿verdad?
—No creo que vayan a drogarnos para vendernos en el mercado de trata de blancas. —El tono de Dana era mordaz, pero ella también dejó su copa—. La gente sabe que estamos aquí, ¿no? Mi hermano lo sabe, y también mis compañeros de trabajo.
—Mi jefe, su esposa, tu exjefa —le dijo Malory a Zoe—, tu niñera. Además, esto es Pensilvania, por el amor de Dios, no…, yo qué sé, Zimbabwe.
—Yo digo que vayamos en busca de la misteriosa Rowena y de algunas respuestas. Estamos juntas en esto, ¿verdad? —Dana señaló con la cabeza a Malory y después a Zoe.
Zoe tragó saliva.
—Chicas, soy vuestra nueva mejor amiga. —Para sellar sus palabras, tomó a Dana de la mano y luego a Malory.
—¡Qué delicioso verlas!
Las manos de las tres siguieron unidas mientras se giraban para mirar al hombre que se alzaba bajo el arco de entrada. Él sonrió y entró en la estancia.
—Bienvenidas al Risco del Guerrero.