Un guerrillero. En el barrio del centro se había ido uno de guerrillero. Una semana antes era una persona corriente: con casa, llamadas a la puerta, bostezos antes de dormir; era el nieto segundo de Bido Sherif. Y de pronto se había convertido en guerrillero. Ahora estaba en la montaña. Caminaba, las montañas estaban cubiertas de brumas invernales, que rodaban por los barrancos como en una pesadilla. El guerrillero estaba allí. Todos estaban aquí. Sólo él estaba allí.
—¿Por qué dicen «se ha ido el guerrillero»?
—Porque… Porque se ha ido de la ciudad.
—¿Y por qué no vuelve?
—¡Uf, me aburres todo el día con esas preguntas!
Una bruma cegadora, cargada de electricidad, partía la ciudad en dos. Los barrios altos se encontraban por encima de ella, como en tierra de dioses, y los bajos por debajo, como en el infierno. En días así, cuando la ciudad quedaba de ese modo dividida por la niebla, era peligroso subir de abajo arriba o bajar de arriba abajo. Los rayos habían matado tiempo atrás a dos viejas comadres.
El invierno arrojaba lluvia y viento sobre la ciudad como nunca lo había hecho antes. Las nubes se apresuraban a descargar cuanto antes la porción de truenos, granizo y lluvia que llevaban consigo. El horizonte estaba ahogado en niebla.
Mamá lo encontró una mañana fría. Había bajado a la planta baja para sacar agua del pozo con un cubo. Nos calentábamos junto al fuego, cuando oímos sus pasos precipitados por la escalera.
—Se le habrá caído el cubo al pozo —dijo la abuela.
Mamá entró con aspecto inquieto. Llevaba en la mano un pequeño paquete descuidadamente envuelto, un paquete de papel o de trapo, no se distinguía bien.
—¿Brujería? Ya empezamos otra vez…
—Tíralo al suelo —dijo la abuela.
Mamá lo tiró. Papá se levantó con brusquedad, cogió el envoltorio y comenzó a deshacerlo con sus dedos nerviosos. Yo miraba con los ojos desorbitados, esperando que de aquel paquete terrible cayeran de un momento a otro uñas, pelos, ceniza y alguna vieja moneda turca.
Pero no cayó nada del envoltorio. Al abrirse se transformó por sí solo en un papel arrugado. Papá le dio varias vueltas de un lado y de otro y después comenzó a leerlo.
—¿Qué es? —preguntó mamá.
—Alguna deuda —dijo la abuela.
Papá no respondió. Me acerqué y miré por encima de su hombro. Era un papel escrito a máquina. Tenía algo añadido al final. Mis ojos quedaron presos en aquellos dos renglones escritos a mano. Aquellas letras inclinadas hacia adelante, como si se apresuraran bajo la lluvia y el viento… las conocía: era la letra de Javer.
—¿Qué es? —preguntó otra vez mamá.
Papá volvió a envolver el papel arrugado.
—Nada —dijo—. No digáis nada a nadie.
Por la tarde vinieron las mujeres, una tras otra.
—¿También a vosotros os han echado panfletos?
—Sí, ¿y a vosotros?
—La señora Majnur fue a avisar a los gendarmes.
—Es la hecatombe.
—¿Qué quiere decir partido comunista?
—¡Vete a saber!
—Cosas sorprendentes —dijo la abuela—. Cosas que nunca habían sucedido.
Por la noche hubo nuevas detenciones.
—El mundo se está volviendo salvaje —dijo la abuela.
La ciudad se volvía verdaderamente salvaje. Las chimeneas aullaban, enajenadas, con el viento.
—¿Qué viento es ése?
El hombre del cabello semicanoso pronunciaba discursos por todas partes tratando de calmar la ciudad. Nunca olvidaba mencionar los cinco kilos de hierro.
Vísperas de invierno. Miraba la primera escarcha que vestía el mundo y pensaba de qué país serían los harapos que nos traería esta vez el viento invernal.