Volaban despacio con las alas extendidas y durante un instante creí que aterrizarían en el campo abandonado del aeropuerto, pero de pronto viraron bruscamente y se dirigieron a la ciudad. Sus alas resplandecían amenazadoras en el cielo. Estaban ya casi sobre nuestras cabezas, precisamente a la altura desde la que, por lo general, entraban en picado. Después de realizar una última maniobra, se lanzaron una tras otra sobre la ciudad, casi en vertical.

Había llegado la primavera. Desde la ventana de la segunda planta observaba la llegada de las cigüeñas. Sobrevolando la cúspide de los minaretes y de las chimeneas altas, buscaban los nidos antiguos y por las grandes elipses que describían en el cielo no resultaba difícil adivinar su tristeza y su sorpresa al encontrar los nidos dañados por la onda expansiva de las bombas, por el viento y la lluvia del pasado invierno. Las miraba y pensaba que las cigüeñas no podrían saber nunca lo que puede suceder a una ciudad durante el invierno, durante el período en que están ausentes.