El ataque se produjo de repente, deforma despiadada. La sirena no funcionó. La ciudad se estremeció como una mujer epiléptica; se tambaleó, estuvo a punto de desplomarse. Era domingo; las nueve de la mañana. Por primera vez en su vida, la antiquísima ciudad, atacada miles de veces con catapultas, piedras, arietes, fue atacada desde el aire aquel domingo de octubre próximo a la mitad del siglo. Los cimientos gimieron como cegados por el dolor de la conmoción. Miles de ventanas aterradas arrojaron sus cristales al suelo con fuertes estampidos.
Tras el estruendo terrible, el mundo pareció ensordecer. La ciudad, convulsa, miraba al cielo límpido que parecía querer disculparse por su infinitud. Por el firmamento se alejaban aquellas tres pequeñas cruces plateadas, que habían hecho tambalearse los cimientos de aquella masa gigantesca de piedra.
El bombardeo causó sesenta y dos muertos. A la vieja de la vida, Neslian, la encontraron entre las ruinas, cubierta de cintura para abajo de piedras, vigas y trozos de yeso. No comprendía lo que había ocurrido. Agitaba sus largos brazos en el aire y gritaba: «Quién me ha matado». Tenía ciento cuarenta y dos años. Era ciega.