El agua del aljibe no espumeaba.

—La han embrujado —dijo Xexo—. Cambiad el agua inmediatamente; de lo contrario, vosotros mismos os buscaréis la perdición.

Cambiar el agua era una labor pesada y difícil. Papá dudaba. La abuela y las mujeres del barrio que cogían agua de casa insistían en que había que hacerlo. Habían reunido entre ellas algún dinero y estaban dispuestas además a trabajar todo el día con los obreros de la limpieza.

Por fin se decidió. Comenzó el trabajo. Los obreros subían y bajaban con cuerdas, llevando fardos en las manos. Los cubos se vaciaban uno tras otro. El agua vieja salía para dejar su sitio al agua nueva.

Javer e Isa fumaban en la escalera, se decían algo y reían.

—¿De qué os reís? —dijo Xexo—. Mejor será que cojáis un cubo.

—Ese trabajo es como el de las pirámides de Egipto —dijo Javer.

La nuera de Nazo sonrió.

El ruido de los cubos era ensordecedor.

—Un mundo nuevo y no agua nueva es lo que hace falta —dijo Javer.

Isa se echó a reír.

Su padre los miró con gesto de reproche. La abuela bajaba la escaleras, sosteniendo una bandeja llena de tazas de café.

Los obreros bebían el café de pie, tomando aliento con dificultad. Estaban pálidos por la falta de oxígeno en el fondo del depósito. A uno de ellos lo llamaban Omer. Cuando bajaba, yo acercaba la cabeza a la boca del aljibe y gritaba su nombre.

«Oomeer», contestaba el depósito. Vacío, tenía una voz gruesa y ronca, como si estuviese resfriado.

—¿Sabes tú quién fue Omer u Homero? —me preguntó ha.

—No. Dímelo tú.

—Fue un viejo poeta griego, ciego.

—¿Quién le sacó los ojos, los italianos?

Ambos rieron.

—Escribió libros maravillosos sobre monstruos de un solo ojo y sobre una ciudad llamada Troya y un caballo de madera.

Asomé la cabeza a la boca del aljibe.

—Homero —grité.

En el aljibe se fundían fragmentos de luz y oscuridad.

«Hoomeeroo», me repitió. Me pareció escuchar el ruido del bastón del ciego golpeando el suelo.

—¿Qué haces en medio molestando? —dijo Xexo entre el estruendo de los cubos.