El sol brillaba intermitentemente entre las nubes. Caía una lluvia de gotas escasas que parecía sonreír tímidamente. La puerta de madera se abrió y doña Vino salió a la calle. Menuda, toda vestida de negro, con el bolso color rojo de sus instrumentos bajo el brazo, partió con paso vivo por la calzada. La lluvia caía leve y gozosa. En algún lugar había boda. Doña Vino se dirigía allí. Había engalanado a todas las novias de la ciudad. Sus manos secas, extrayendo del bolso un sinfín de pinzas, de hilos, de fibras, de cajas, llenaban los rostros de las novias de salpicaduras de estrellas, de ramitas de ciprés, de signos celestes que flotaban en el misterio blanco de los polvos.
Mi aliento empañó tenuemente el cristal y doña Vino se emborronó. Sólo se distinguía su movimiento negro al fondo de la calle. De ese mismo modo saldría para vestir un día a mi propia novia. ¿Puedes hacerle una estrella en la mejilla, doña Vino? Llevaba tiempo pensando en aquella pregunta.
Entretanto, ella había pasado a la otra calle, allí donde habitualmente parecía aún más pequeña, entre las casas de una altura insoportable. Tras los portones pesados, cargados de barras metálicas, estaban las bellas novias.