21. BRINDO POR EL HONOR DE TYROS

—Permitidme besaros, amo —suplicó Leah. Se arrimó a mí. Estaba desnuda sobre el áspero banco del norte. Mi brazo izquierdo la rodeaba, estrechándola contra mí; en la mano derecha tenía, sujeto por su asa de alambre de oro, un gran cuerno de hidromiel humeante. La muchacha, acuciada por el deseo, se restregaba contra la basta túnica de lana de Torvaldsland. Yo bajé la vista y miré a sus ojos alzados, implorantes. Era el deseo de una esclava. Aparté la mirada y bebí. Ella rompió a llorar. Me eché a reír, y me volví de nuevo hacia ella. Miré sus grandes ojos oscuros, húmedos. Alrededor del cuello llevaba el collar del norte de hierro negro, remachado. Entonces nuestros labios se juntaron.

Una esclava morena rellenó de hidromiel mi cuerno. Me sirvió con la cabeza tímidamente bajada, sin mirarme. Era la única de la casa que no iba desnuda, aunque, naturalmente, por orden de su dueño, llevaba el vestido muy subido y abierto, a partir de los hombros, hasta el vientre. Como cualquier otra moza, llevaba en el cuello un sencillo collar de hierro negro. Antes había llevado un collar Kur, y, junto con cientos de otras, había sido rescatada de los rediles. Svein Diente Azul había resuelto que el ostentar el collar Kur equivalía a ostentar el collar de metal y que, por sí solo, aquél bastaba para degradar al individuo a la esclavitud, condición ésta que le priva de su categoría legal y los derechos correspondientes a ella, tales como el derecho a la convivencia en compañía. De acuerdo con esto, Bera, que había sido la compañera de Svein Diente Azul, descubrió de repente, para su asombro, que era solamente una muchacha en medio de otras. Diente Azul la seleccionó de entre una hilera, como parte de su botín. Aun cuando le había contrariado muchísimo en estos últimos años, Diente Azul tenía cariño a la arrogante moza. No fue hasta que la hubo azotado, como a cualquier otra muchacha, que ella descubrió que en su relación se había operado un cambio, y que ahora ella era, en verdad, lo que precisamente parecía ser: su esclava. Su adusta presencia ya no privaría de júbilo sus banquetes. Ya no miraría por encima del hombro a las esclavas, tratando de hacerles sentir vergüenza de su belleza. Ahora era igual que ellas. Ahora tenía nuevas tareas a las que aplicarse: el cocinar, hacer mantequilla y acarrear agua; el perfeccionar su porte y su atractivo; y el dar un desmedido placer en el lecho a su amo, Svein Diente Azul, Jarl de Torvaldsland; si ella no lo hacía, sabía muy bien, como muchacha esclavizada que era, que lo harían otras; no fue hasta su reducción a la esclavitud, claro está, que comprendió por primera vez lo buen macho, lo atractivo y poderoso que era Svein Diente Azul, a quien había hecho caso omiso durante años; al verle objetivamente por primera vez, desde la perspectiva de una esclava, quien no es nada, y comparándole con otros hombres libres, comprendió de súbito lo poderoso, formidable y magnífico que en verdad era. Se aplicó diligentemente a complacerle, en el servicio y en el placer, y, si él lo permitiese, en el amor. Bera se acercó al siguiente hombre para llenarle de hidromiel su copa del pesado pichel que acarreaba. Iba descalza, sudaba, y la felicidad la invadía.

Eché un trago.

La joven Leah volvió a refregarse contra mí. Bajé la vista y la miré.

—Eres una esclava retozona —le dije.

Ella me miró riendo.

—A una muchacha que lleve collar no se le permiten las inhibiciones. —Era cierto. Las esclavas tienen que revelar totalmente su naturaleza sexual, si no se las azota. En la Tierra, Leah había sido una chica reservada y melindrosa, incluso altiva y engreída. Yo había logrado sacarle estas confidencias. Pero en Gor, como a las otras de su jaez, tales mentiras y falsas decencias le estaban prohibidas. En Gor, si una muchacha tiene la desgracia de caer en la esclavitud, no le queda otro remedio que exponer sus más recónditos deseos y sensaciones ante el amo, aun cuando él pueda, si le parece bien, burlarse cruelmente de su desdicha y sus flaquezas. Un ejemplo lo aclarará. Toda mujer, glandularmente normal, siente de cuando en cuando deseos, que a menudo la alarman, de contonearse lascivamente, desnuda, delante de un fornido macho. Si, lamentablemente, cae en la esclavitud, la danza de la pasión, que la esclava ejecuta desnuda, será ciertamente lo mínimo que se le ordenará hacer. Considérese entonces la situación de la muchacha. Se la obliga, para su vergüenza, a hacer lo que durante años, en lo más hondo de sí, ha suspirado por hacer. ¡Pero cuán indefensa y vulnerable está! La danza ha terminado, ella cae en la arena, o sobre las baldosas. ¿Ha dejado satisfecho al amo? No puede hacer más. Alza la vista. Ha sido despojada de su orgullo al igual que de sus atavíos, a excepción de la marca y el collar. Tiene lágrimas en los ojos. Se halla a su merced. Si él la repudia, ella se avergüenza: ha fracasado como mujer. Probablemente será vendida con desprecio. Pero si descubre, para su espanto, que su danza ha agradado al hombre, y éste la señala, sabe que después de semejante actuación es inconcebible que él la respete, pues ella sólo puede ser una esclava entre sus brazos. Ha danzado como una esclava; la usarán como una esclava.

Leah me miró. La volví a besar, de lleno en su roja boca de esclava. Besaba bien, trémula toda ella. Y antes había danzado formidablemente. Luego, excitada, estimulada sin remedio, incontenible e incontrolable, se había comportado magníficamente en el lecho. Bajé la vista y la miré. Con los ojos húmedos, llevó ávidamente sus labios a los míos. La besé otra vez. Me alegraba de que Forkbeard me la hubiera cedido.

—¡Quiero decir algo! —gritó Svein Diente Azul, poniéndose en pie, alzando un cuerno de hidromiel—. ¡La proscripción declarada en su día por la casa de Svein Diente Azul contra la persona de Ivar Forkbeard, queda, desde este preciso instante, en esta casa y en este lugar, en nombre de Svein Diente Azul, Jarl de Torvaldsland, levantada! —proclamó.

Hubo grandes aplausos y aclamaciones.

—¡Las acusaciones relacionadas con ella —bramó Diente Azul, derramando hidromiel— quedan revocadas!

Hubo más vítores y gritos de entusiasmo en la arrasada vivienda de Diente Azul, en medio de cuyas calcinadas ruinas habíanse distribuido los bancos y mesas del festín.

—Svein Diente Azul y yo —dijo Forkbeard levantándose, tirando a Hilda de su regazo—, hemos tenido nuestras diferencias.

Sonaron estruendosas carcajadas.

—Sin duda —continuó—, es posible que volvamos a tenerlas.

Nuevamente hubo carcajadas.

—Un hombre, para ser grande, requiere grandes enemigos. —Entonces Forkbeard elevó su hidromiel hacia Svein Diente Azul—. Eres un gran hombre, Svein Diente Azul —dijo—, y has sido un gran enemigo.

—Ahora —dijo Svein Diente Azul—, si ello está dentro de mis posibilidades, demostraré que también soy un buen amigo.

Entonces Diente Azul se encaramó a la mesa y se quedó allí de pie; Forkbeard, asombrado, hizo lo propio. Luego los hombres avanzaron resueltamente el uno hacia el otro y, llorando, se dieron un impetuoso abrazo.

Contados ojos, diría yo, en las ruinas de aquella casa, a la luz de las antorchas, bajo las estrellas, con la cumbre del Torvaldsberg a lo lejos, iluminada por el resplandor de las tres lunas, estaban secos.

Svein Diente Azul, rodeando con sus brazos a Forkbeard, gritó con voz ronca:

—¡Sabed que, de ahora en adelante, Ivar Forkbeard figura entre los Jarl de Torvaldsland!

Nos pusimos en pie y vitoreamos el inmenso honor que Diente Azul le acababa de hacer a Forkbeard.

—¡Los regalos! —gritó Ivar Forkbeard. Sus hombres se adelantaron portando cofres y abultados sacos. Esparcieron su contenido enfrente de la mesa. Era el botín del templo de Kassau, y los zafiros de Schendi. Sus hombres distribuyeron las riquezas. Luego se ordenó a las esclavas recoger los zafiros en copas y llevarlas a todas las mesas, sirviéndolas a los hombres como si se tratara de vino. Ivar Forkbeard se acercó a mí personalmente y me puso en la mano un zafiro de Schendi.

—Gracias, Ivar —dije. Y me lo guardé en la talega. Para mí era un obsequio repleto de significado.

—¡Ivar! —gritó Svein Diente Azul, no bien el botín se hubo distribuido, señalando a Hilda, que, con su collar, desnuda, estaba abrazada al costado de Forkbeard—. ¿No vas a regalar también esta preciosa chuchería?

—¡No! —exclamó Forkbeard, soltando la carcajada—. ¡Esta preciosa chuchería, esta linda bagatela, me la guardo para mí!

—Entonces tomó a Hilda en brazos y la besó. Ella se fundió con él, en el fantástico y total sometimiento de la esclava.

—¡Visitantes! —gritó un hombre—. ¡Visitantes que desean entrar en la casa de Svein Diente Azul!

Miramos hacia donde estuvieran las inmensas puertas de la casa de Svein Diente Azul.

—Dales la bienvenida —dijo Diente Azul, y, personalmente, abandonó la mesa, portando una jofaina de agua y una toalla para recibir a los invitados en el umbral.

—Refrescaos —les invitó— y pasad.

Dos hombres, con séquito, respondieron al saludo de Svein Diente Azul; se lavaron las manos y la cara, y se adelantaron.

Me puse en pie.

—Te hemos buscado —explicó Samos de Puerto Kar—. Temía que llegáramos demasiado tarde.

—¿Cómo es que me habéis buscado? —pregunté.

—El veneno —contestó—, el que impregna las espadas de los hombres de Sarus de Tyros, se esconde aún en tu cuerpo.

—No hay antídoto —afirmé—. Eso me dijo Iskander de Turia, que conoce la toxina.

—Guerrero —dijo el hombre que iba con Samos—, os traigo el antídoto.

—Tú eres Sarus de Tyros —dije—. Buscabas mi apresamiento y mi vida. Hemos luchado como enemigos en los bosques.

—Habla —dijo Samos a Sarus.

Sarus me miró. Era un hombre flaco, de ojos claros y músculos firmes, marcado por numerosas cicatrices. No era de buena familia, pero había ido ascendiendo de graduación hasta alcanzar la capitanía en Tyros. Su acento no era de casta alta; lo había adquirido en los muelles de la isla Ubarato de la precipitosa Tyros, en la que, durante años, según mis informes, había sido el jefe de pandillas de criminales; tras su detención, lo habían llevado a rastras delante de Chenbar, el Eslín Marino, para que lo condenara al empalamiento; a Chenbar le había agradado su aspecto, y, en vez de eso, había hecho que le enseñaran a manejar la espada; dada su habilidad e inteligencia el joven y robusto bandido había ascendido rápidamente en el servicio del Ubar; eran como hermanos; yo estaba seguro de que no había en Tyros hombre más leal a su Ubar que Sarus.

—Las armas de mis hombres y las mías propias, sin saberlo nosotros, fueron tratadas, antes de que partiéramos de Tyros, con una toxina compuesta por Sullius Maximus, en otro tiempo un Ubar de Puerto Kar. Os juro que es así. Los de Tyros somos guerreros y nada tenemos que ver con venenos. A mi regreso a Tyros, Sullius preguntó si había habido heridos entre nuestros enemigos, y yo le informé de que, en efecto, os habíamos herido a vos con derramamiento de sangre. Su risa, como de loco, al darme la espalda, me asustó. Le obligué a decirme la verdad. Un terrible sufrimiento se adueñó de mí. Era a vos a quien mis hombres y yo, los que habíamos sobrevivido, debíamos la vida. Marlenus nos habría llevado a Ar para allí ser mutilados y empalados públicamente. Vos fuisteis magnánimo al respetarnos como guerreros y hermanos de espada. Exigí un antídoto. Sullius Maximus, preso de hilaridad, arreglándose el manto, me informó de que no lo había. Resolví matarle, y luego embarcarme para Puerto Kar para que pudierais, si así lo deseabais, cortarme el cuello con vuestras propias manos. Cuando mi espada estaba a punto de atravesar el corazón del envenenador, Chenbar, mi Ubar, movido por su llanto, me ordenó que no continuara. Con presteza informé a mi Ubar de la deshonra que Sullius Maximus había causado al Ubarato. «¡Os he librado de un enemigo!». —gritó Sullius—. «¡Agradecedlo! ¡Recompensadme!». «El veneno —dijo Chenbar— es un arma de mujeres, no de guerreros. ¡Me has deshonrado!». «¡Dejadme vivir!», imploró el envenenador. «¿Conservas todavía, Sarus, la espada emponzoñada?», inquirió mi Ubar. «Sí, mi Ubar», repuse. «Dentro de diez días, miserable Sullius —decretó mi Ubar—, se te cortará la carne con el acero de Sarus. Al décimo día, si de nuevo quieres mover el cuerpo por voluntad propia, sería mejor para ti que hubieras inventado un antídoto». Sullius Maximus, entonces, tembloroso y demudado, con paso incierto, fue conducido sin demora por guardias a sus aposentos, a sus redomas y productos químicos.

Sarus esbozó una sonrisa. Sacó un frasco de su talega. Contenía un líquido purpurino.

—¿Se ha ensayado? —preguntó Samos.

—En el cuerpo de Sullius Maximus —contestó Sarus—. Al décimo día, en sus brazos y piernas, y dos veces, transversalmente, en su pómulo derecho, para que su rostro quede marcado y se conozca su deshonra. Fui yo quien le herí con el acero emponzoñado, derramando sangre con cada corte.

Sonreí. Sullius Maximus era un hombre apuesto, extremadamente vanidoso, todo un lechuguino. No debió de apreciar la alteración de su fisionomía, producida por la espada de Sarus.

—En pocos segundos —continuó Sarus— el maléfico líquido surtió efecto. Los ojos de Sullius estaban enloquecidos de miedo. «¡El antídoto! ¡El antídoto!» suplicaba. Le sentamos en una silla curul, ataviado como un Ubar, y le dejamos allí. Queríamos que el veneno actuase, que arraigara perfectamente en su organismo. Al día siguiente le administramos el antídoto. Fue eficaz. Ahora vuelve a estar en la corte de Chenbar, muy escarmentado, pero sigue desempeñando el cargo de consejero. No está muy contento, dicho sea de paso, con la desfiguración de su rostro. Se hacen muchas bromas a costa de ello en la corte. Nos tiene poco afecto, tanto a mí como a vos, Bosko de Puerto Kar.

—Te ha llamado «Bosko de Puerto Kar» —dijo Ivar Forkbeard, que se encontraba a mi lado.

Sonreí.

—Es un nombre por el que algunas veces se me conoce —expliqué.

Sarus me ofreció el frasco.

Lo cogí.

—Antes de que se produzca la asimilación —advirtió Sarus de Tyros— se padecen delirios y fiebre, pero, al final, el cuerpo se ve libre tanto de veneno como de antídoto. Os lo doy a vos, Bosko de Puerto Kar, con las excusas de mi Ubar, Chenbar, y las mías, un marinero a su servicio.

—Me sorprende —comenté— que Chenbar, el Eslín Marino, vele tanto por mi bienestar.

Sarus se echó a reír.

—No vela por vuestro bienestar. Guerrero. Más bien vela por el honor de Tyros. Pocas cosas le satisfarían más a Chenbar que batirse con vos en el anfiteatro de Tyros. Él os debe mucho: una derrota, cadenas y una mazmorra, y tiene muy buena memoria, mi Ubar. No, no vela por vuestro bienestar. En todo caso quiere que conservéis la salud y la energía para que pueda batirse con vos, equitativamente, con el frío acero.

—¿Y tú, Sarus? —pregunté.

—Yo velo por vuestro bienestar, Bosko de Puerto Kar —repuso sencillamente—. Vos me disteis la libertad, a mí y a mis hombres, en la costa de Thassa, y nos permitisteis vivir. Esto jamás lo olvidaré.

—Fuiste un buen jefe —dije—, al llevar a tus hombres, heridos algunos de ellos, desde lo alto de la costa de Thassa hasta Tyros.

Sarus bajó la mirada.

—Hay un sitio en mi casa de Puerto Kar —dije— para alguien como tú, si quieres servirme.

—Mi sitio está en Tyros. Bebed, Bosko de Puerto Kar, y restituid el honor de Chenbar, y el honor de Sarus, y de Tyros.

Quité el tapón del frasco.

—Puede ser veneno —dijo Samos.

Lo olí. Su olor era dulce, no muy distinto al de un jarabe de Turia.

—Sí —convine—, puede serlo.

—No lo tomes —me recomendó Forkbeard.

Pero había vuelto a sentir en mi cuerpo, después de la batalla, los efectos del veneno. Poco dudaba que, con el tiempo, éste me obligara a recluirme de nuevo en mi silla.

—Lo tomaré —dije.

Forkbeard miró a Sarus de Tyros.

—Si muere —amenazó—, tu muerte no será ni rápida ni agradable.

—Soy vuestro rehén —dijo Sarus.

—Tú, el llamado Sarus de Tyros —dijo Ivar—, bebe tú primero.

—No hay suficiente —observó Sarus.

—Encadenadle —mandó Forkbeard. Trajeron cadenas.

—Sarus de Tyros —dije a Ivar—, es un invitado en la casa de Svein Diente Azul.

Así, pues, no se inmovilizó a Sarus con cadenas.

Levanté el frasco hacia Sarus de Tyros.

—Brindo —dije— por el honor de Tyros.

Entonces bebí de un trago el contenido del frasco.