El Kur cayó ante la espada. Dando alaridos salté sobre otro, hiriéndolo antes de que pudiera incorporarse; luego me ocupé de un tercero.
Al mismo tiempo que iniciábamos el ataque, las muchachas del redil, siguiendo las órdenes que Hilda acababa de comunicarles, huyeron de allí a centenares, gritando, corriendo en tropel por el campamento. Los eslines pastores se lanzaron en medio de ellas, pero, aturdidos por su ingente número, tuvieron dificultades en escoger a mujeres para devolverlas al redil.
Muchos Kurii, saliendo repentinamente de sus tiendas, aturdidos, sólo vieron en principio al ganado bípedo que pasaba sin interrupción, quizá hasta que las hachas cayeron sobre ellos. La índole del ataque, y su gravedad, eran cosas que no podían determinar.
Un Kur alzó su gran hacha. Yo cargué contra él, asestándole un mandoble antes de que pudiera golpearme.
Torcí violentamente la hoja del hacha, al desplomarse la bestia, desprendiéndola de su maxilar y su hombro.
—¡Tarl Pelirrojo! —oí gritar. Era la frenética voz de una muchacha. Me volví. Ahora me doy cuenta de que era Thyri, pero no la reconocí en aquel momento. Yo, poderoso y temible, con el hacha a punto y la ropa empapada en sangre, la miré fijamente, mientras que a mis pies el Kur expiraba entre convulsiones. Ella se puso la mano delante de la boca, los ojos aterrados, y echó a correr.
Vi a un Kur agarrar a un hombre del campamento de Thorgard de Scagnar y arrancarle la cabeza.
Los atacantes, al igual que los hombres de Thorgard de Scagnar, llevaban bufandas amarillas en los hombros. Muchos Kurii, desconcertados al principio, habían sucumbido bajo las hachas de aquéllos, en teoría sus aliados. Ahora, sin embargo, trataban de aniquilar indiscriminadamente a todos los humanos armados. Muchos fueron los hombres de Thorgard que sucumbieron bajo los dientes y el acero de los Kurii, y varios los Kurii que cayeron ante las armas de los hombres de Thorgard, mientras luchaban furiosamente para defenderse.
Una vez vi que Ivar Forkbeard trataba de alcanzar a Thorgard de Scagnar. Pero Ivar se vio bloqueado por Kurii y guerreros y entró de nuevo en el combate.
Oía el griterío de las esclavas.
Vi que dos Kurii se dirigían a Gorm. Dos veces el hacha se desplazó lateralmente, desde atrás: la primera hacia la izquierda y la segunda hacia la derecha, seccionándoles los espinazos.
Un eslín de seis patas, de casi cuatro metros de longitud, pasó a todo correr, rozándome el muslo.
Gorm, enloquecido, se dedicaba a descuartizar, chillando, los cuerpos de los Kurii caídos a sus pies.
—¡Protegedme! —oí.
Una hembra se arrojó a mis pies, y me apoyó la cabeza en el tobillo.
—¡Protegedme! —lloriqueó. Miré hacia abajo. Ella levantó la cara, aterrada, manchada de lágrimas. Era Leah, la muchacha canadiense. La rechacé con el pie. Había trabajo de hombres que hacer.
Recibí de lleno el ataque del Kur. El mango de su hacha golpeó el de la mía en la mitad, haciéndome caer sobre la rodilla. Poco a poco me fui levantando, empujando el mango, que el Kur sujetaba ahora con las dos zarpas, hacia arriba y hacia atrás. La bestia volvió a empujar con todas sus fuerzas y su peso, convencida de que podría acabar con la insignificante resistencia de un humano. Lo sostuve el tiempo suficiente para convencerme de que podía, y entonces retiré el mango rápidamente, lanzándome a un lado y levantando el hacha. El Kur cayó de bruces, sobresaltado. Pisé el mango del hacha. Él trató de sacarlo, y furiosamente se revolcó hacia un lado. En ese momento le propiné un hachazo que le partió el omóplato izquierdo. Aullando, el Kur se puso en pie de un salto, reculando ante mí, descubriendo los colmillos. Lo seguí. Se giró de repente y dio un brinco apartándose. Lo atrapé delante de la abertura de una tienda vestuario, una de las de Thorgard de Scagnar, acaso la suya propia. El Kur, dando la vuelta, ahora mirándome, retrocedió; tropezó contra la cuerda de una tienda, arrancando de cuajo su estaca. Salté hacia delante, hiriéndole de nuevo, esta vez en la cadera izquierda. El costado de su peluda pierna estaba empapado en sangre. Encorvado, gruñendo, entró en la tienda caminando de espaldas. Le seguí. Un griterío surgió de la tienda, el griterío de las chicas de seda de Thorgard; muchas de ellas eran bajas y rollizas, con cuerpos deliciosos. Algunas estaban encadenadas por el tobillo izquierdo. Las sedas que vestían, ceñidas y transparentes, no habían sido diseñadas para ocultar su belleza, sino para realzarla y subrayarla, para exponerla sensualmente a la inspección de un dueño. Ellas retrocedieron medrosas, refugiándose entre los cojines, reculando hasta el lateral de la tienda. Apenas les eché un vistazo. Pasarían a ser propiedad de los vencedores.
El Kur, sin dejar de retroceder, arrancó del suelo uno de los mástiles de la tienda. Ésta cedió de su lado, y la bestia dio un gruñido. Empuñó el mástil y avanzó con la punta del mismo por delante, como si se tratara de una lanza. Luego lo blandió, en un conato de ataque. Esperé. La pérdida de sangre lo había debilitado. Volvió a girar sobre sí mismo y corrió hacia la pared opuesta de la tienda. Hizo un vano esfuerzo por rasgar la seda, y fue allí donde acabé con él. Desprendí el hacha del cuerpo y volví la cara hacia las mujeres. Me acerqué resueltamente a ellas, que estaban de rodillas, abrazadas unas con otras. Bajaron la vista, temblorosas. Salí de la tienda.
—¿Dónde está Thorgard de Scagnar? —preguntó Ivar Forkbeard. Llevaba la camisa medio arrancada. Tenía sangre de Kur en el pecho y en la cara.
—No lo sé —respondí.
Detrás de Ivar Forkbeard, desnuda, con su collar, iba Hilda, la hija de Thorgard.
—¡Hay Kurii replegados junto a los corrales de verros! —gritó un hombre.
Ivar y yo nos dirigimos allí a toda prisa.
El repliegue estaba condenado al fracaso. Las lanzas cayeron en medio de los resueltos Kurii. Varios de ellos se desplomaron en el barro y la porquería de los corrales de verros, y los animales, chillando despavoridos, huyeron a la desbandada saltando por encima de los cuerpos.
En las inmediaciones de los corrales de verros hallamos a esclavos encadenados, apresados por los Kurii en sus expediciones de pillaje, y utilizados como porteadores. Había más de trescientos de tales infelices.
Svein Diente Azul estaba en los corrales, encabezando la partida que había deshecho el repliegue. Éste lo capitaneaba el Kur que tuviera el mando en el ataque a su casa. Parecía ser que dicho Kur había huido, dispersándose con los otros. Diente Azul pasó por encima del cadáver de un Kur. Con la mano señaló los esclavos encadenados.
—Soltadlos —ordenó— y dadles armas. Aún hay trabajo que hacer.
No bien les hubieron quitado los grillos, los esclavos, afanosos, recogieron las armas y fueron en busca de Kurii.
—No permitas que los Kurii escapen hacia el sur —le dijo Svein Diente Azul a Ketil, guardián de su granja montañesa, que era un afamado luchador de lucha libre.
—Una numerosísima manada de boskos les cierra la salida —anunció Ketil—. Algunos han resultado pisoteados y todo.
—¡Nos han engañado! —vociferó un hombre—. ¡El verdadero repliegue de Kurii está al otro lado del campamento! ¡Cientos de ellos! ¡No hay defensa! ¡Ha sido una estratagema para atraernos aquí, permitiendo que los Kurii se reagrupasen masivamente en otra parte!
Mi corazón dio un vuelco.
No era de extrañar que el jefe de los Kurii hubiera desaparecido, abandonando a su ejército. Me preguntaba si sabrían que su auténtico objetivo se hallaba en otro sitio. No pude sino admirarlo. Era un verdadero general, un enemigo de lo más peligroso y mortífero, desaprensivo y brillante.
—Parece —comentó Ivar Forkbeard, sonriendo con desidia— que tenemos un adversario respetable.
—¡La batalla se vuelve contra nosotros! —gritó uno.
—¡Hemos de contenerlos! —exclamó Ivar Forkbeard. Oíamos los alaridos de los Kurii, procedentes del otro lado del campamento, a casi un pasang de distancia. También nos llegaban los gritos de los hombres.
—Unámonos a la lucha, Tarl Pelirrojo —invitó Forkbeard.
Hombres que huían pasaron a toda carrera frente a nosotros. Forkbeard golpeó a uno, derribándole.
—A la batalla —dijo. El hombre se volvió y, empuñando su arma, regresó al combate—. ¡A la batalla! —gritó Forkbeard—. ¡A la batalla!
—¡No podemos contenerlos! —bramó un hombre—. ¡Arrasarán el campamento!
—¡A la batalla! —repitió Forkbeard.
Corrimos furiosamente en dirección al combate.
Allí, alzada ya, vimos la lanza de señales de Svein Diente Azul. A su alrededor se agolpaban los Kurii. Era como una bandera en una isla. Debajo de ella se encontraba el invencible Rollo, repartiendo hachazos a diestra y siniestra. Todo Kur que se aproximaba a la lanza de señales moría en el acto. Cientos de hombres, en hileras desordenadas y dispersas, extendidas lateralmente, nos acompañaban. Al tropezarse con esta nueva resistencia, los Kurii, excesivamente desplegados, profirieron penetrantes chillidos y se replegaron a fin de reagruparse para otro ataque.
—¡Formad filas! —gritó Svein Diente Azul—. ¡Formad filas!
Entonces, para nuestra sorpresa, vimos que de entre las hileras de los Kurii salían, espoleadas a latigazos, trescientas o cuatrocientas esclavas. Estaban atadas unas con otras en grupos de cuatro y de cinco. Eran ganado que los Kurii, aprovechando la confusión, habían capturado en el campamento e iban a utilizar para deshacer nuestras líneas. Vi a Budín en medio de ellas. Oíamos el chasquear de los látigos y los gritos de dolor. Las muchachas corrían hacia nosotros, cada vez más deprisa, evitando las látigos. Detrás de ellas, rápidamente, avanzaban los Kurii.
—¡Atacad! —gritó Svein Diente Azul. Las hileras de hombres también se arrojaron hacia delante.
Faltaban menos de diez metros para que se produjera el choque, cuando Svein Diente Azul y sus lugartenientes, que encabezaban la furiosa arremetida, hicieron una señal que ninguna esclava del norte malinterpreta: la señal del vientre. Casi juntamente, gritando, las muchachas se lanzaron al suelo en medio de los cadáveres, con lo cual los hombres de Torvaldsland pasaron en tropel por encima de ellas sin perder un instante y embistieron a los sobresaltados Kurii sin estorbo alguno. Yo abatí a uno de los Kurii armado de látigo: «Cuando haya de aplicarse el látigo a las espaldas de las esclavas —le dije— nosotros nos encargaremos de ello». Al punto se trabó un violento combate, en medio y encima de los cuerpos de las amarradas esclavas. Las que podían se cubrían la cabeza con las manos. Los cuerpos, humanos y de Kurii, caían ensangrentados sobre la hierba. Las esclavas, medio aplastadas, algunas con los huesos rotos, no dejaban de chillar. Hacían penosos esfuerzos por levantarse; algunas lo conseguían, pero las cuerdas les impedían moverse con soltura. La mayoría yacían boca abajo, temblorosas, mientras los pies corrían a su alrededor y las armas entrechocaban sobre sus cabezas. Los Kurii, unos mil setecientos o mil ochocientos de ellos, retrocedían.
—Cortad las ataduras a las muchachas —ordenó Svein Diente Azul. Las espadas liberaron con presteza a las histéricas esclavas yacentes. Muchas estaban cubiertas de sangre. Svein Diente Azul, y otros, las levantaban agarrándolas por el pelo.
—¡Id al redil! —gritaba. Ellas corrían hacia allí dando traspiés.
—¡Ayudadla! —ordenó Diente Azul a dos aterradas muchachas. Ellas se inclinaron para alzar y sostener a una de sus hermanas de cautiverio que tenía la pierna rota.
—¡Tarl Pelirrojo! —gimió Gunnhild. Lancé mi espada a su cuello, cortando la cuerda que la unía a dos muchachas.
—Ve al redil —le dije.
—¡Sí, mi Jarl! —gritó, corriendo hacia allí. Las muchachas que fueron capaces se escabulleron del campo, para regresar al redil en que los Kurii las encerraran al principio.
—¡Atacan! —vociferó un hombre.
Dando un ensordecedor alarido, los Kurii se lanzaron de nuevo hacia nosotros. Nuestras líneas estuvieron a punto de ceder, pero, tras unos minutos de feroz combate, las bestias se replegaron.
Me parecía asombroso que hubiéramos resistido a los Kurii, pero así era.
Los Kurii se habían parapetado detrás de un cuadrado formado con una muralla de escudos, y no daban muestras de querer atacar de nuevo.
—Nos masacrarán en cuanto anochezca —dijo un hombre.
—Retirémonos ahora —sugirió otro.
—¿Creéis que nos perseguirán en la oscuridad? —preguntó Svein Diente Azul. Miró hacia arriba—. Es más de mediodía.
Tengo hambre. —Miró a algunos de sus hombres—. Acercaos a los Kurii caídos. Cortad carne. Asadla delante de nuestras líneas.
—Bien —dijo Ivar Forkbeard—. Tal vez romperán el cuadrado para nosotros.
Pero el cuadrado no se rompió. Ni una bestia hizo ademán alguno. Svein Diente Azul tiró un trozo de carne de Kur al suelo, disgustado.
—Tu plan ha fracasado —dijo Ivar Forkbeard.
—Sí —admitió Svein Diente Azul severamente—, esperan a que anochezca.
—A veces —argumenté— los Kurii reaccionan a la sangre por reflejo.
—Ya han recibido su dosis de sangre —dijo Ivar Forkbeard—. El aire está saturado de ella. —Hasta yo podía olería, mezclada con el humo de las hogueras.
Pero el cuadrado de los Kurii no se alteró.
—Tienen paciencia —dijo Svein Diente Azul—. Esperan a que anochezca.
Al mismo tiempo, Ivar Forkbeard y yo intercambiamos miradas, sonriendo.
—Romperemos el cuadrado —le aseguré a Svein Diente Azul—. Lo haremos en un ahn. Reúne la comida y el agua que puedas. Da de comer y de beber a los hombres. Estate preparado.
Él nos miró, como si estuviéramos locos.
—Lo estaré —repuso, toqueteando el diente de ballena Hunjer que colgaba en torno a su cuello.
Los Kurii irguieron las cabezas, con aprensión. Escucharon los bramidos antes de que llegaran a oídos de los hombres.
La tierra comenzó a temblar.
El polvo, cual humo, como si la tierra estuviera ardiendo, se levantó del suelo.
Se miraron unos a otros.
Entonces el aire se llenó del retumbar de pezuñas, del bramar de los boskos.
Centenares de ellos, con la testa baja, enfurecidos, inexorables, las pezuñas aporreando el suelo, embistieron contra el cuadrado. Todos oímos, aun por encima del estruendo de los animales, chillidos y gritos, el aterrado clamor de los Kurii. Oímos el rechinar de astas sobre metal, los alaridos de los Kurii corneados y aplastados por las pezuñas. No hay nada en Gor que resista a la arremetida de los boskos enfurecidos. Los mismos larls huirán, presa del pánico, si se topan con una. La manada atravesó el cuadrado y, entre correteos y apiñamientos, salió por el otro extremo, dirigiéndose a las laderas del valle. Los Kurii, azogados y heridos, desbaratada su formación, retrocedieron, sólo para encontrar a hombres vociferantes en medio de ellos, la arrojada horda de Svein Diente Azul.
—¡Hostigadlos! ¡Hostigadlos! —gritaba Diente Azul—. ¡Sin cuartel!
Una vez más el campamento se convirtió en un tumulto de pequeñas refriegas, sólo que ahora los Kurii escapaban adonde podían. Si era hacia el norte, se les permitía hacerlo, ya que en esa dirección se hallaba el «puente de joyas». Desde el amanecer este «puente», que consistía en más de cuatrocientos arqueros coronando el desfiladero, había estado al acecho. El que exista una aparente vía de escape sirve para que el enemigo se crea con posibilidades de salvarse, y esté, por tanto, menos dispuesto a pelear con ferocidad; un enemigo acorralado resulta doblemente peligroso.
Ivar y yo recorrimos el campamento en llamas, empuñando las hachas. Los hombres nos seguían.
Si encontrábamos algún Kurii, le dábamos muerte.
Pasamos por delante de las estacas del inmenso redil. En el interior, atisbando a través de las barras, sin atreverse a salir, había cientos de esclavas. En medio de ellas vimos a Morritos. A sus espaldas hallábase Leah, la muchacha canadiense. Ivar le lanzó un beso a Morritos, a la manera goreana. Ella extendió las manos por entre las estacas, pero dimos la vuelta y nos alejamos de allí.
Vimos a un eslín que llevaba a una muchacha de vuelta al redil. Ella giraba sobre sí misma, gritando, riñéndolo, pero la bestia, gruñendo implacable, le hirió los talones de una dentellada.
Ivar y yo nos echamos a reír.
—En cuanto a llevar mujeres, son bestias inmejorables —observó.
—Mi Jarl —dijo una voz. Nos giramos. Hilda se arrodilló ante Ivar Forkbeard, su cabellera le cubrió los pies—. ¿No puedo seguir a mi Jarl? —imploró—. Una humilde esclava ruega acompañar a su Jarl.
—Pues acompáñame —repuso Ivar afablemente, echando a andar.
—¡Gracias, mi Jarl! —gimió, poniéndose en pie de un salto, y empezando a llevar el paso a su izquierda.
Oímos, detrás de una tienda, el gruñido de un Kur. Ivar y yo la rodeamos rápidamente.
Era un gran Kur, pardusco, de ojos centelleantes y anillos en las orejas. Con la zarpa izquierda arrastraba a una hembra humana. Era Thyri. Ivar me indicó con un gesto que me quedara quieto. Un hombre cerraba el paso al Kur; llevaba un vestido de lana blanca y un collar de negro hierro. Tenía el hacha levantada. El Kur no dejaba de gruñir, pero el hombre, Tarsko, esclavo de Forkbeard, en otro tiempo Wulfstan de Kassau, no se movía. Hoy había visto varias veces a ese muchacho en acción. En las líneas de Svein Diente Azul había peleado como seis hombres. Su hacha y sus ropas estaban completamente ensangrentadas.
El Kur tiró a la muchacha a un lado. Ella cayó lloriqueando, los ojos repletos de terror.
El Kur echó un vistazo en derredor y de pronto, con un veloz movimiento de la zarpa, agarró un hacha kur.
Wulfstan no atacó. Se limitó a esperar. Los belfos del Kur se retrajeron. Ahora sujetaba firmemente el hacha entre sus enormes puños. No dejaba de gruñir.
Thyri estaba tendida de costado, las palmas de las manos en el suelo, la pierna derecha debajo de su cuerpo. Contemplaba a las dos bestias que se la disputaban: el Kur y la bestia humana, cuya hacha ensangrentada le confería un aspecto terrible. La pelea fue rápida, precisa. Ivar estaba complacido.
—Lo has hecho bien —le dijo al joven—. Lo has hecho bien antes, en el combate, y ahora. Estás libre.
—¡Wulfstan! —gritó Thyri. Se levantó de golpe y corrió hasta él, llorosa, apretando la cabeza contra su pecho—. ¡Te quiero! —gimió—. ¡Te quiero!
—La moza es tuya —dijo riendo Ivar Forkbeard.
—¡Te quiero! —repitió Thyri.
—Arrodíllate —le ordenó Wulfstan. Alarmada, Thyri lo hizo—. Ahora me perteneces —dijo Wulfstan.
—¡Pero seguramente me pondrás en libertad, Wulfstan! —gritó.
Wulfstan levantó la cabeza y emitió un largo y estridente silbido, parecido al que emplean los Kurii para llamar a los eslines pastores. Uno de los animales debía de encontrarse a unos cien metros puesto que acudió inmediatamente. Wulfstan aupó a Thyri por un brazo y la arrojó delante de la bestia.
—Llévala al redil —le ordenó Wulfstan al animal.
—¡Wulfstan! —gritó Thyri. Entonces la bestia, gruñendo, embistió y se detuvo a poca distancia de ella, siseando, los ojos encendidos—. ¡No, Wulfstan! —exclamó Thyri, reculando ante la bestia, sacudiendo la cabeza.
—Si luego te deseo todavía —dijo él—, te rescataré del redil junto con otras que pueda reclamar como mi parte en el botín.
—¡Wulfstan! —protestó ella. El eslín trató de morderla, y la muchacha, llorosa, dio la vuelta y se escabulló en dirección al redil, con la bestia dándole dentelladas para que no se desviara.
Los tres nos echamos a reír.
—¡Ivar! ¡Ivar! —gritó una voz.
Ivar alzó la vista y vio que Ottar, en la ladera del valle, le hacía señas con la mano.
Dirigimos allí nuestros pasos; Ottar permanecía al lado de las tiendas de campaña, caídas y calcinadas, de Thorgard de Scagnar.
—Aquí hay prisioneros y un cuantioso botín —dijo Ottar.
Señaló con la mano a unos once hombres de Thorgard de Scagnar. Se les había despojado de cascos, cintos y armas. Estaban de pie, con las muñecas engrilletadas por delante.
—No veo más que botín —dijo Forkbeard.
—¡Arrodillaos! —ordenó Ottar.
—Véndelos como esclavos en Lydius —dijo Forkbeard. Dio la vuelta y se apartó de los hombres.
—¡Agachad la cabeza! —mandó Ottar.
Ellos hincaron las rodillas, y apoyaron las cabezas contra la tierra lodosa.
Forkbeard examinó los numerosos cofres, arcas y sacos de riquezas.
A un lado se arrodillaban las chicas de seda que viera antes en la tienda de campaña. Había diecisiete de ellas. Bajo el cielo encapotado, postradas en el fango, tenían un aspecto muy diferente del que tuvieran en la tienda. Sus sedas estaban pringosas de lodo, al igual que sus piernas y las plantas de sus pies. Tenían las manos atadas a la espalda. Estaban amarradas en hatajos por el cuello. Enfrente de ellas, erguida y arrogante, con un látigo en la mano, hallábase Olga.
—¡Las he cogido a todas para vos, mi Jarl! —exclamó Olga jubilosa, blandiendo el látigo—. Me limité a ordenarles, con confianza y autoridad, que se arrodillaran en fila, de espaldas a mí, para ser atadas. ¡Y lo hicieron! —Forkbeard se rió de las adorables bagatelas.
—Son esclavas —dijo. Ninguna de las muchachas se atrevía siquiera a alzar la vista para mirarle. Vimos también, a un lado, a la ex señorita Peggy Stevens de la Tierra, ahora Pastel de Miel. Sus ojos reflejaban su alegría de ver a Forkbeard, de ver que seguía con vida. Corrió a él y se postró a sus pies. Ivar Forkbeard la aupó por la argolla del collar Kur que llevaba, hasta ponerla de puntillas. Sonrió con lascivia.
—Al redil contigo, esclava —dijo.
Ella le miró con adoración.
—Sí, amo —susurró.
—Esperad —dijo Olga—. No permitáis que vaya sola.
—¿Cómo es eso? —preguntó Ivar.
—¿Os acordáis, mi Jarl —preguntó Olga—, de la chica de oro, la que llevaba aros en las orejas, la del sur, que perdió en el concurso de belleza frente a Gunnhild?
—Bien que me acuerdo —respondió Ivar, relamiéndose.
—¡Fijaos! —dijo Olga risueña. Se acercó a un trozo de tela de tienda de campaña que cubría holgadamente, como por azar, un objeto indefinido. Tumbada en la tierra, con las piernas dobladas hacia arriba y las manos atadas a la espalda, hallábase la chiquilla de delicioso cuerpo, morena, vestida de áurea seda, ahora pringosa y rota. Furibunda, se contorsionó hasta ponerse en pie.
—¡No soy una muchacha Kur! —bramó. Efectivamente, no llevaba el pesado collar de cuero, con argolla y cerradura, que los Kurii ponían a su ganado hembra. Lucía collar de oro, pendientes y una combinación de seda dorada, increíblemente escueta, de la suerte con que los amos atavían a veces a sus esclavas para exhibirlas.
—Tengo un dueño humano —dijo colérica—, al que exijo me devolváis en seguida.
—La apresamos Pastel de Miel y yo —explicó Olga.
—Tu amo —dijo Ivar, haciendo memoria, acordándose del capitán tras el cual iba ella en la asamblea, acompañándole—, es Rolf del Fiordo Rojo. —Yo sabía que Rolf del Fiordo Rojo era un capitán de categoría inferior. Él y sus hombres habían participado en el combate.
—¡No! —exclamó riendo la muchacha—. Después del concurso de belleza, que yo perdí debido a las artimañas de los jueces, fui vendida al representante de otro, uno de mucho más importante que un simple Rolf del Fiordo Rojo. ¡Mi dueño es verdaderamente poderoso! ¡Soltadme ahora mismo! ¡Temedle!
Olga, para la indignidad de la muchacha, le arrancó su dorada seda, revelando su cuerpo a Forkbeard.
—¡Oh! —gritó ella, furiosa.
Gunnhild había ganado el concurso, y lo había ganado limpiamente. Pero me vi obligado a reconocer que la moza que estaba delante de nosotros, esforzándose por desatarse las muñecas, sin un palmo de tela que cubriera sus encantos, era increíblemente atractiva. Sería una deliciosa brazada en el lecho.
—¿Cómo te has atrevido a desnudarme? —clamó la muchacha.
—¿Quién es tu amo? —inquirió Ivar Forkbeard.
Ella se irguió altivamente. Echó los hombros hacia atrás.
En sus ojos, encendidos de furia, había la arrogancia de la esclava de ilustre dueño. Sonrió con desprecio e insolencia, y luego anunció:
—Thorgard de Scagnar.
—¡Thorgard de Scagnar! —llamó una voz, la de Gorm. Nos volvimos. Thorgard de Scagnar, con la vestimenta desgarrada, cubierta de sangre, el asta de una lanza atada a lo ancho de sus espaldas, y otra delante de sus brazos, las muñecas extendidas hacia fuera, sujetas a los costados de su caja torácica, ceñido su vientre con una cuerda, guiado por hombres armados de lanzas, avanzó dando traspiés. Le habían atado un trozo de tosca cuerda de tienda de campaña en tomo del cuello, por cuyo extremo Gorm lo llevó a rastras delante de Forkbeard.
La chica de oro contempló a Thorgard de Scagnar horrorizada, y luego, con idéntica expresión, a Ivar Forkbeard.
—Ahora eres mía —declaró éste. Luego le dijo a Pastel de Miel—: Lleva a mi nueva esclava al redil.
—Sí, amo —repuso ella riendo. Entonces agarró a la chica del sur por el pelo—. Venga, esclava —dijo. Y se la llevó arrastrada.
—Creo —comentó Ivar Forkbeard—, que se la prestaré durante un mes a Gunnhild y a mis otras mozas. Les divertirá disponer de su propia esclava. Luego, en cuanto concluya el mes, se la entregaré a la tripulación, y entonces será como mis otras esclavas, ni más ni menos.
Ivar se volvió para mirar a Thorgard de Scagnar. Estaba orgullosamente erguido, los pies separados. Hilda, desnuda, con su collar, estaba postrada a un lado, detrás de Forkbeard. Se tapaba con las manos como mejor podía.
Forkbeard señaló con la mano las varias esclavas prisioneras, el botín de la tienda de Thorgard.
—Llévalas al redil —le dijo a Olga. Ésta se golpeó la palma de la mano con el látigo.
—En pie, esclavas —dijo. Las muchachas se esforzaron por levantarse—. ¡Al redil, de prisa! —espetó—. ¡Se os entregará a los hombres! —Las mozas echaron a correr. A medida que iban pasando por delante de Olga, ésta les metía prisa con un fuerte azote en el trasero. Tras esto, muy satisfecha, riendo, correteó tras el hatajo de llorosas muchachas.
Forkbeard volvió su atención a Thorgard de Scagnar, quien le contemplaba impasible.
—Algunos de sus hombres han escapado —informó Gorm. Y luego preguntó—: ¿Le quitamos la ropa?
—No —repuso Forkbeard.
—Arrodíllate —le dijo Gorm a Thorgard, ásperamente. Le empujó con el asta de su lanza.
—No —dijo Forkbeard.
Los dos hombres se miraron mutuamente. Entonces Forkbeard ordenó:
—Córtale las ataduras.
Así se hizo.
—Dale una espada —dijo Forkbeard.
Así se hizo también. Y tanto los hombres como Hilda retrocedieron, despejando el terreno. Thorgard aferró el puño de la espada. Estaba nublado.
—Siempre fuiste un necio —dijo Thorgard a Forkbeard.
—Todo hombre tiene su lado débil —observó Ivar.
De súbito, lanzando un grito de furia, Thorgard de Scagnar, con la barba ondeando detrás de él, se abalanzó sobre Forkbeard, que rechazó el ataque. Pude determinar la fuerza del mandoble por la forma en que cayó sobre la espada, y cómo la espada de Forkbeard reaccionó a él. Thorgard era un hombre enormemente fuerte. Poco dudaba que pudiera debilitar con sus golpes el brazo de un hombre, y no bien el brazo fuera incapaz de reaccionar con firmeza, comenzaría a dar tajos en el cuerpo. Yo había visto pelear a hombres así. Mas no creía que Forkbeard se cansara. En su propio navío remaba frecuentemente. Recibía en su espada los potentísimos mandobles, cual relámpagos de acero, y los desviaba. Sus ataques, con todo, eran escasos. Hilda, con la mano delante de la boca, aterrados los ojos, contemplaba esta guerra entre tan poderosos combatientes.
Repentinamente, Thorgard dio un paso hacia atrás. Forkbeard le sonrió con una torcida sonrisa. No flaqueaba todavía. Thorgard retrocedió otro poco, con cautela. Forkbeard le siguió. Vi tensión en los ojos de Thorgard y, por primera vez, temor. Había consumido muchas energías.
—Soy yo el necio —dijo Thorgard.
—No podías saberlo —repuso Forkbeard.
Entonces Ivar Forkbeard fue obligando a retroceder a Thorgard, paso a paso; nosotros les íbamos siguiendo. Más de cien metros lo obligó a retroceder, golpe tras golpe.
Se detuvieron una vez, observándose el uno al otro. Pocas dudas parecían existir ya en cuanto al resultado de la batalla.
Luego les seguimos otro largo trecho; remontaron aún la ladera del valle, hasta un lugar elevado, precipitoso, que daba al Thassa.
No comprendía por qué Forkbeard no había dado aún el mandoble definitivo.
Al fin, de espaldas al acantilado, Thorgard de Scagnar no pudo retirarse más. No podía siquiera levantar el brazo.
Detrás de él, verde y hermoso, se extendía el Thassa. El cielo estaba encapotado. Soplaba un viento leve, que le agitaba el pelo y la barba.
—Ataca —dijo Thorgard.
En el Thassa, a unos cientos de metros de la costa, había barcos. Advertí que uno de ellos era el Eslín Negro, el navío de Thorgard. Gorm nos había dicho que varios de sus hombres habían escapado. Habrían logrado llegar al barco y huir.
Vi que Hilda, a mi lado, tenía los ojos ansiosos.
—Ataca —repitió Thorgard.
Habría sido un golpe sencillo. Los hombres de Ivar Forkbeard estaban pasmados.
Ivar regresó con nosotros.
—Se me ha escapado —explicó.
Gorm y varios más corrieron hasta el acantilado. Thorgard, aprovechando sin vacilar la oportunidad, había dado la vuelta y se había arrojado a las aguas. Vimos como nadaba en dirección a un botecito que acababan de lanzar del Eslín Negro y que remaba ya hacia él.
—He sido muy confiado —admitió Forkbeard.
Hilda se le acercó cautelosamente e hincó las rodillas delante de él. Reclinó delicadamente la cabeza sobre sus pies; luego la alzó y, con lágrimas en los ojos, le miró.
—Una muchacha os lo agradece… —dijo— mi Jarl.
—Al redil contigo, moza —masculló Forkbeard.
—¡Sí, mi Jarl! —repuso ella.
Se levantó de un salto. No bien se hubo dado la vuelta, Forkbeard le dio de plano con la espada, fuerte y dolorosamente. A fin de cuentas, no era más que una vulgar esclava. Ella gritó, alarmada, sollozando, y avanzó más de doce pasos dando traspiés antes de recuperar el equilibrio. Luego se giró y, sollozando, riendo, exclamó jubilosa:
—¡Os amo, mi Jarl! ¡Os amo! —Él levantó de nuevo el arma, amenazándola con lo ancho de la misma, y ella volvióse y, riendo y llorando a un tiempo, simplemente una de sus muchachas, se escabulló hacia el redil.
Forkbeard, yo y los demás retornamos a las tiendas de Thorgard de Scagnar.
Svein Diente Azul estaba allí. Vimos una larga hilera de Kurii engrilletados, con la piel roñosa, a los que conducían a través del campamento empujándolos con astas de lanzas.
—El puente de joyas dio buen resultado —dijo Svein Diente Azul a Ivar Forkbeard—. Nuestros arqueros abatieron a cientos de los que huían. Las saetas de Torvaldsland encontraron grata la matanza.
—¿Escapó alguno? —inquirió Ivar.
Diente Azul se encogió de hombros.
—Varios —contestó—, pero creo que los hombres de Torvaldsland poco han de temer ahora el regreso de un ejército Kur.
Pensé que lo que acababa de decir era del todo cierto. Los Kurii habían descubierto que los hombres podían oponerse a ellos.
—¿Qué haréis con los Kurii prisioneros? —pregunté a Svein Diente Azul.
—Les romperemos los colmillos y les arrancaremos las uñas —contestó—. Convenientemente encadenados, se utilizarán como bestias de carga.
El gran plan de los Otros, de los Kurii de los mundos de acero, su más profunda y brillante indagación de las defensas de los Reyes Sacerdotes, había fracasado. Diríase que los Kurii nativos, de hallarse restringidos a las primitivas armas que les estaban autorizadas a los hombres, serían incapaces de conquistar Gor, aislando a los Reyes Sacerdotes en Sardar hasta que se les pudiera destruir. Ivar Forkbeard y Svein Diente Azul podían felicitarse por su victoria. Yo, más familiarizado con los Kurii, con las guerras secretas de los Reyes Sacerdotes, sospechaba que a los hombres aún les quedaban cosas por oír acerca de tales bestias.
Pero estas reflexiones eran para otros, no para Bosko de Puerto Kar, no para Tarl Pelirrojo.
Que fueran otros quienes lucharan por los Reyes Sacerdotes. Si había tenido algún compromiso en tales cuestiones, hacía mucho que lo cumpliera.
De pronto, por primera vez desde que abandonara Puerto Kar, sentí un entumecimiento, un frío en el lado izquierdo de mi cuerpo. Durante un instante no pude mover el brazo ni la pierna. Estuve a punto de caer. A poco la sensación se extinguió. Mi frente estaba cubierta de sudor. El veneno de la espada de Thyros ocultábase todavía en mi organismo. Había venido al norte para vengar la muerte de Telima. Sin embargo, parecía que había fracasado. En mi talega estaba el brazal que me diera Ho-Hakak en Puerto Kar, el que había encontrado en donde Telima sufriera el ataque.
Había fracasado.
—¿Te sientes bien? —preguntó Ivar.
—Sí —respondí.
—He encontrado tu arco y tus flechas —dijo Gorm—. Estaban entre las armas del botín.
—Te lo agradezco —dije. Encordé el arco, lo tensé y lo desencordé nuevamente. Me pasé el carcaj por encima del hombro izquierdo.
—Dentro de cuatro días, en cuanto podamos reunir las provisiones —dijo Svein Diente Azul—, celebraremos un gran banquete, ya que ésta ha sido una importante victoria.
—Sí —dije—, celebremos un gran banquete, ya que ésta ha sido una importante victoria.