17. LOS DE TORVALDSLAND VISITAN EL CAMPAMENTO DE LOS KURII

Había un gran silencio.

Los hombres no hablaban.

Debajo nuestro, en el valle, extendido en más de diez pasangs, veíamos el campamento de los Kurii.

A los pies de Ivar Forkbeard, con la cabeza en el suelo, desnuda, esperando órdenes, se arrodillaba Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar.

—Vete —le dijo Ivar.

Ella alzó la cabeza y le miró.

—¿No puedo recibir un último beso, mi Jarl? —susurró.

—Vete —repuso él—. Si vives, recibirás algo más que besos.

—Sí, mi Jarl —dijo, y, obediente, se perdió en la oscuridad.

El hacha que yo llevaba estaba ensangrentada. Había probado la sangre de un guardia Kur.

No lejos de mí se encontraba Svein Diente Azul. Estaba de pie, inmóvil.

Cerca, detrás de nosotros, hallábase Gorm, Ottar y Rollo, y otros hombres de la casa de Forkbeard. Faltaban algunos ahns para el amanecer goreano.

La flecha de guerra había recorrido Torvaldsland. La habían llevado a la Ensenada de los Acantilados Verdes, al Campamento de Thorstein; desde el Glaciar del Hacha hasta el Roquedal de Einar; la habían llevado a las granjas montañesas, a los lagos, a la costa; la habían llevado a pie y en veloz navío; un millar de flechas tocadas por ella fueron a su vez tocadas por los hombres a cuyas casas las llevaron. Y éstos habían dicho: «Acudiremos». Y acudieron. Capitanes y piratas, granjeros, pescadores, cazadores, tejedores de redes, herreros, tallistas, artesanos y mercaderes, hombres con poco más que cuero y un hacha de nombre, y Jarls con mantos púrpuras y pomos de oro en sus espadas. Y en medio de ellos figuraban asimismo los esclavos, a quienes no se les permite tocar la flecha de guerra, pero sí arrodillarse ante los que la poseen.

Me preguntaba cuántos morirían, y si yo estaría entre ellos.

Al otro lado del valle había otros hombres que aguardaban también. La señal para el ataque sería un destello de sol en un escudo.

Debajo de nosotros, en el valle, distinguíamos las brasas de miles de hogueras en el campamento de los Kurii, Éstos dormían, aovillados, varios en cada refugio de pieles.

Los rebaños de los Kurii estaban tranquilos. En el cuadrante noroeste del campamento había cientos de verros y tarskos encerrados en corrales. Los boskos, miles de ellos, estaban al sur.

Cerca del centro del campamento, en un amplio redil, había cientos de eslines pastores, adiestrados para reunir y guiar animales.

Al norte y al oeste del centro del campamento distinguía las tiendas de Thorgard de Scagnar y sus hombres.

Sonreí.

—Casi es hora —me dijo Forkbeard, señalando el sol, que centelleaba en la cumbre del Torvaldsberg.

Asentí con la cabeza.

Entonces oímos el grito de caza de un eslín, y luego de otros dos.

Yo no envidiaba a Hilda, la esclava de Ivar. Los Kurii prestarían escasa atención a los eslines. Sus gritos no eran de alarma ni de furia. Sólo estaban recogiendo a otro animal, tal vez uno nuevo, que se habría acercado demasiado al campamento, o andaría extraviado, para devolverlo al rebaño con toda prontitud. La luz del alba comenzaba a bañar el valle. Por los ruidos de los eslines podíamos deducir el desarrollo de su acoso, y la situación de la esclavizada hija de Thorgard de Scagnar.

—Allí —dijo Ivar, señalando con el dedo.

Vimos su blanco cuerpo, y las sinuosas formas, oscuras y peludas, que se dirigían a él. Al punto la rodearon y ella se detuvo. Entonces los eslines le abrieron un pasadizo, indicándole qué dirección había de tomar. Adondequiera que se volviese, se encontraba con los colmillos y los siseos de los animales que la acompañaban. Cuando intentaba moverse en otra dirección que no fuera la que debía seguir, las bestias trataban de morderla cruelmente. Una sola dentellada podía arrancarle una mano o un pie. A poco, dos de los eslines se colocaron detrás de la muchacha y, gruñendo y mordisqueándole los talones, la llevaron delante de ellos. La veíamos correr, tratar de escapar de las veloces y terribles fauces. Más de una vez temimos que le dieran muerte. Si una hembra no puede ser guiada los eslines acaban con ella.

Casi en el centro del campamento había un rebaño de ganado de los Kurii un tanto diferente. Era a ese redil adonde llevaban a la hija de Thorgard de Scagnar. Ella cruzó rauda los travesaños y, en un momento, se encontró en la pisoteada hierba del interior, convertida en otro miembro del rebaño. Era lo que habíamos planeado.

—Me gustaría —manifestó Ivar Forkbeard— tener un rebaño como éste.

El rebaño, claro está, consistía en hermosos y bien alimentados animales, de piel lechosa y bípedos. Debía de haber unos tres o cuatro mil de ellos encerrados en el redil.

—Algunas de las muchachas son tuyas —le recordé.

—Y pienso recuperarlas —repuso. En ese rebaño, suponía, se encontraban varias de nuestras mujeres: Thyri, Aelgifu o Budín, Gunnhild, Olga, Morritos, Lindos Tobillos, la ex señorita Stevens, de Connecticut, ahora Pastel de Miel, la muchacha llamada Leah, de Canadá, y otras.

Aún ahora, Hilda estaría comunicando nuestras instrucciones a las aterradas muchachas, esclavas en su mayor parte. Pronto comprobaríamos a quiénes temían más: si a eslines y a Kurii, o a los machos goreanos, sus dueños. Si se negaban a obedecer, morirían. No tenían elección.

El sol ya bañaba, intenso y hermoso, las cumbres del Torvaldsberg.

—Ataos las bufandas —dijo Svein Diente Azul.

El aviso pasó rápidamente de hombre a hombre. También los del otro lado del valle estarían efectuando la misma acción. Todos nos atamos alrededor del hombro izquierdo una bufanda amarilla. Fue por medio de este recurso como los Kurii habían reconocido a sus cómplices entre los hombres de Thorgard de Scagnar. Nosotros también llevaríamos de esas bufandas. Ésta era nuestra venganza en aquellos que habían traicionado a su especie.

—Preparad las armas —ordenó Svein Diente Azul. Los hombres se movieron: sacaron las espadas de sus vainas; encajaron las flechas en el bordón, asieron con más firmeza las lanzas.

Me causaba extrañeza el que hombres, tan sólo hombres, se atrevieran a enfrentarse con los Kurii.

Claro que entonces no sabía nada de la furia.

Svein Diente Azul había bajado la cabeza.

Lo noté primero en el gigante, Rollo. No era un sonido humano. Era como el gruñido que emite el larl al despertar. Se me erizó el vello de la nuca. Me giré. La enorme cabeza se estaba irguiendo despacio, y volviéndose. Vi la sangre comenzar a recorrer las venas de su frente. Diríase que sus ojos despedían un terrible fulgor que parecía venir de muy adentro, borrando aquella mirada bobalicona. Vi sus puños cerrarse y abrirse. Tenía los hombros encorvados. Se agachó a medias, como si esperase, tenso, mientras el frenesí empezaba a arder en su interior.

—Ya empieza —me dijo Ivar Forkbeard.

—No lo entiendo —repuse.

—Calla —ordenó—. Ya empieza.

Entonces Svein Diente Azul, el poderoso Jarl de Torvaldsland, irguió la cabeza; pero en aquel momento no parecía ser él; era como si su rostro hubiese cambiado. De pronto se hirió el antebrazo con la amplia cuchilla de su lanza. Para mi horror, le vi succionar su propia sangre.

Vi a un hombre que se arrancaba puñados de cabellos para resistir el frenesí. Mas éste le invadía de tal modo que no podía dominarlo.

Los demás estaban inquietos. Algunos removían la tierra con las botas. Otros miraban en tomo suyo, sobrecogidos.

A un hombre comenzaron a girarle los ojos en las órbitas; un violento temblor se adueñó de su cuerpo y murmuraba incoherencias.

Otro hombre arrojó a un lado el escudo y se rasgó la camisa, mirando hacia el valle.

A otros los oía gemir, para que al cabo los gemidos dieran lugar a bramidos de incontenible furia.

—Matar Kurii —rezongaban—. Matar Kurii.

Vi a un hombre cegarse con sus propias uñas, sin dolor alguno. Con el ojo intacto miraba fijamente hacia el valle. Tenía espuma en la comisura de la boca, y su respiración era un terrible resuello.

—Fíjate en Rollo —dijo Forkbeard.

Las venas abultaban en el cuello y la frente del gigante, hinchadas con el latir de la sangre. No pude mirarle a los ojos. Mordía el borde del escudo, arrancando la madera, haciéndola trizas con los dientes.

—Es el frenesí de Odín —murmuró Forkbeard.

Hombre tras hombre, corazón tras corazón, la furia fue poseyendo al ejército de Svein Diente Azul. Al principio fue como una espantosa infección, una plaga; y después como un fuego invisible y consumidor.

De repente, Ivar Forkbeard echó la cabeza hacia atrás y, silenciosamente, gritó al cielo.

El frenesí le había poseído.

Oía el rechinar de los dientes en el acero, el sonido de los hombres mordiendo sus propias carnes.

Ya no podía mirar a Ivar Forkbeard: no era el hombre que había conocido. Su lugar lo ocupaba una bestia.

—¡Matar Kurii! —oía.

Miré hacia el valle. Me acordaba muy bien de la horrible y despiadada masacre que los Kurii habían hecho en la casa de Svein Diente Azul. Y llevaba conmigo, aún ahora, el brazal de oro que un día luciera Telima.

Entonces sentí en mi interior, como lava, el inicio de una extraña sensación.

—No —me dije—, he de resistir esta locura.

Saqué el brazal y me lo colgué al cuello con un trozo de cuerda.

Cerré los ojos. Aspiré por entre los dientes.

Abrí los ojos. Sentí una oleada de frenesí en mi interior; todo el valle pareció teñirse de rojo sangre. Quería destrozar, golpear, destruir.

Svein Diente Azul levantó la lanza de señales. Mil hombres retuvieron el aliento por un instante.

El sol destelló en el escudo. La lanza señaló hacia el valle.

Con un alarido frenético, el ejército, furioso, se precipitó hacia delante desde ambas laderas del valle.

—¡Los hombres de Torvaldsland —gritaron— han caído sobre vosotros!