Era mediodía en las níveas laderas del Torvaldsberg.
Ivar y yo miramos hacia atrás. Vimos que nos venían siguiendo, cuatro de ellos, como puntos negros.
—Descansemos —dijo Ivar.
Cerré los ojos ante el cegador reflejo del sol en la nieve. Él se sentó, con la espalda apoyada en una roca. Yo hice lo propio, con las piernas cruzadas, tal cual se sienta un guerrero.
Al descender de la ardiente casa de Svein Diente Azul, había visto a Kurii moviéndose por doquier, pero cerca de la entrada. A la luz de las llamas, desparramados en todas direcciones sobre la tierra del patio, distinguimos cuerpos y fragmentos de cuerpos. Varios Kurii, agachados en medio de ellos, los devoraban. En una esquina de la empalizada, apretadas unas contra otras, pálidos sus cuerpos ahora desnudos, hallábanse las esclavas con sus collares de cuero, amarradas, las correas en los peludos puños de su dueño. Saltamos al patio sin ser vistos y nos deslizamos por detrás de la casa, procurando, en la medida de lo posible, ocultarnos entre los edificios. Llegamos a la empalizada, trepamos a su pasarela e, inadvertidos, la salvamos de un salto.
Abrí los ojos y miré hacia el valle. Los cuatro puntos habían aumentado de tamaño.
Forkbeard, luego de nuestra huida de la empalizada de Svein Diente Azul, se empeñó en llegar hasta su campamento. Había sido una tarea furtiva y peligrosa. Para nuestro asombro, el campo estaba infestado de Kurii. No podía imaginar su número. Tal vez hubiera cientos, o incluso miles. Diríase que estaban en todas partes. Dos veces nos persiguieron, pero, a mitad del rastreo, aturdidos por la sangre fresca, nuestros perseguidores cambiaron su rumbo. Vimos, en un momento dado, a dos Kurii que se disputaban un cadáver. A veces nos echábamos al suelo en medio de los caídos. Una vez un Kur pasó a un metro de mi mano. Aulló con placer a las lunas, y luego se marchó. Hasta cuatro o cinco veces nos infiltramos en patios repletos de Kurii que se daban un festín, ajenos a nuestra presencia. Sin duda alguna, el ataque se había emprendido simultáneamente contra la casa y los campamentos aledaños de la asamblea. Nuestro asombro ante los Kurii y su número se vio incrementado por la constatación de que había hombres entre ellos, hombres que llevaban bufanda amarilla y a los que no atacaban. Mis puños se cerraron con rabia. Los Kurii, como suele ocurrir, habían conseguido aliados humanos.
—Mira —había dicho Forkbeard, señalando la playa desde una elevación en la que estábamos tendidos boca abajo. A poca distancia de la costa, entre los demás, estaban fondeados numerosos buques, todos ellos desconocidos. Eran negros y se mecían en el agua centelleante. Un buque destacaba entre los otros: era amplio y tenía ochenta remos.
—¡El Eslín Negro! —exclamó Ivar—. ¡El barco de Thorgard de Scagnar!
Había cientos de Kurii entre nosotros y los barcos.
Ivar y yo nos miramos mutuamente.
Entonces comprendimos el significado del Kur que habíamos visto hacía mucho en el Eslín Negro, el que había acompañado a Thorgard de Scagnar a sus propiedades.
Los Kurii son animales terrestres, a los que desagrada el agua. En su marcha hacia el sur, la flota de Thorgard de Scagnar cubriría su flanco oeste. Les proporcionaría, sobre todo, los medios de comunicación con las islas goreanas y, si convenía, los recursos para llevar a buen puerto la invasión. La flota podría, si era necesario, aprovisionar además a la horda que avanzaba, o, de presentarse peligros, evacuar a grandes secciones de la misma. Sin embargo, tenía la sospecha de que la estrategia no se conocía detalladamente más que en los lobos de acero, los mundos de acero del espacio, en los cuales, con toda certeza, había sido elaborada y desde los cuales pudiera acaso dirigirse. Era posible que los Reyes Sacerdotes, cuyos poderes se habían debilitado gravemente en la Guerra del Nido, fueran incapaces de resistir una invasión a gran escala. Ésta era la más audaz y tremenda maniobra de los Kurii de las naves, dirigida a los humanos, pero, de hecho, una comprobación de la voluntad y la naturaleza de los Reyes Sacerdotes, sus verdaderos enemigos. Si éstos toleraban la conquista de Gor por los Kurii se convertirían, al cabo de una o dos generaciones, en una isla en medio de un mar hostil; entonces sólo sería una cuestión de tiempo el conseguir un armamento de gran poder tecnológico para destruirlos. La Tierra, inevitablemente, caería después.
Ivar me indicó con la mano que guardara silencio. Permanecimos inmóviles. A unos metros de nosotros, aislada, acercándose, había una doble columna de hombres, cada uno de los cuales llevaba una bufanda amarilla. Algunos portaban antorchas. No había Kurii entre ellos. A la cabeza iba un barbudo hombretón de ondeante capa y astado casco. Era Thorgard de Scagnar. También él, al hombro, llevaba una bufanda amarilla.
Pasaron por delante de nosotros.
—¿No circularíamos con mayor libertad si luciéramos también bufandas amarillas? —inquirió Forkbeard.
—No es imposible —repuse.
—Pues apropiémonos de algunas —sugirió.
—Muy bien.
Dos sombras envolvieron a los últimos dos hombres de la columna.
Ivar se había metido la bufanda en el cinto; yo me la puse en el hombro derecho y la até flojamente a la cadera izquierda; dejamos a los dos hombres de Thorgard de Scagnar para los Kurii.
Camino de la tienda de Ivar un Kur apareció ante nosotros, gruñendo.
—Bestia inútil, estúpido animal —rezongó Ivar, agitando la bufanda—. ¿No ves la bufanda amarilla?
Entonces pasó muy cerca del Kur. Yo le seguí y rocé su piel. Era suave, no desagradable al tacto, de unos cinco centímetros de espesor. Su cuerpo, debajo de la piel, estaba caliente.
Indudablemente, el Kur no entendía el goreano. En caso contrario nos habría matado a los dos. Sin embargo, vio la bufanda. A desgana, gruñendo, nos dejó pasar.
Poco después, Ivar, los puños crispados, se hallaba en el lugar de su campamento. La tienda estaba medio quemada, con los mástiles caídos. No había señales de vida. Los arcones estaban diseminados. Una cacerola volcada reposaba en las cenizas. Vimos monedas esparcidas. Un trozo de cuerda, cortada, estaba a un lado. La estaca, a la que se habían asegurado las cadenas de las esclavas, había sido arrancada del suelo.
—Mira —le dije, retirando una parte de la tienda. Ivar se reunió conmigo. Miramos con desdén el cadáver de un Kur, las fauces abiertas, los ojos clavados en las lunas. Tenía la cabeza medio seccionada del cuerpo.
—Alguno de mis hombres lo hizo bien —comentó Forkbeard. Entonces miró alrededor.
—Por la mañana —dije—, se darán cuenta de que no pertenecemos a las huestes de Thorgard de Scagnar; entonces nos perseguirán.
—Es muy posible —dijo Ivar, mirándome— que ya nos estén persiguiendo los Kurii de la casa de Svein.
—Conocen nuestro olor. Las bufandas no nos protegerán de ellos.
—¿Qué propones?
—Tenemos que huir.
—No —replicó Ivar—. Tenemos que ir al Torvaldsberg.
—No lo comprendo —admití.
Forkbeard miró en derredor, a los restos de su campamento. A lo lejos distinguimos tiendas en llamas; el cielo estaba muy rojo, iluminado por el fuego de la casa de Diente Azul. Se oían, a mucha distancia, los aullidos de los Kurii.
—Es hora —dijo, dando la vuelta y echando a andar— de ir al Torvaldsberg.
Se alejó a grandes zancadas de su campamento. Le seguí.
Era poco después de mediodía en las níveas laderas del Torvaldsberg.
Miré hacia abajo, al valle. No distinguíamos claramente los contornos de los Kurii que nos acosaban. Avanzaban con rapidez.
Puede que estuvieran a un pasang y medio de distancia. Llevaban escudos y hachas.
—Continuemos nuestro viaje —dijo Ivar.
—¿No nos enfrentaremos con ellos aquí? —pregunté.
—No. Continuemos nuestro viaje.
Levanté la vista, hacia los intimidantes riscos del Torvaldsberg.
—Es una locura emprender la escalada —aduje—. Carecemos de cuerdas, de equipo. Ninguno de los dos somos montañeros del Voltai.
Miré hacia atrás. Ahora los Kurii se hallaban a un pasang, en las escabrosas laderas más bajas, trepando sin pausa. Se habían colgado los escudos y hachas a las espaldas. No bien llegaron a una escarpada extensión de hielo, en vez de rodearla extendieron las garras y la escalaron a toda prisa. Forkbeard y yo habíamos perdido varios ahns al bordear tales obstáculos. En la nieve, los Kurii, desplegando sus anchos apéndices de seis dedos, andaban a cuatro patas. Gracias a su peso no se hundían demasiado. Forkbeard y yo habíamos tardado un ahn, atravesando costras de nieve, en llegar a nuestra posición actual. Estaba claro que los Kurii cubrirían la misma distancia en un tiempo mucho más breve.
En cuanto la nieve daba paso a pequeñas extensiones de roca las bestias se detenían un momento, los hocicos bajos, interpretando señales que le hubieran resultado imperceptibles a un humano. Luego alzaban la cabeza, escudriñaban las rocas de encima de ellas, y seguían adelante sin demora.
Ivar Forkbeard se levantó. Ahora carecíamos de resguardo entre nuestra posición actual y el inicio de las cumbres más abruptas.
Debajo nuestro oímos a Kurii que, al verle, aullaban de placer. Uno advirtió de nuestra presencia a otro que no nos había visto aún. Entonces todos ellos se incorporaron, brincando, levantando los brazos.
—Están contentos —dije.
Luego los Kurii, con redoblada presteza, avanzaron hacia nosotros.
—Continuemos nuestro viaje —sugirió Forkbeard.
Me resbaló el pie y me agarré con las manos en el inestable saliente. Luego recuperé el apoyo.
El sol daba de lleno en el risco. Me dolían los dedos. Tenía los pies fríos de la nieve y el hielo. Pero la parte superior de mi cuerpo estaba empapada en sudor.
—Mueve sólo una mano o un pie a la vez —me aconsejó Ivar—. Sígueme.
Estábamos ahora a la doceava hora, pasados dos ahns del mediodía goreano. No miraba hacia abajo.
Una roca se estrelló contra el granito, cerca de mí, haciéndolo pedazos y dejando una brecha. Debía de tener el tamaño de un tarsko. El sobresalto casi me hizo flaquear. Traté de serenarme. Oí a un Kur que trepaba debajo de mí.
El Torvaldsberg es, sobre todo, un pico extremadamente peligroso. A pesar de todo, es posible escalarlo sin equipo, como yo mismo descubrí. Tiene la forma de una amplia cuchilla de lanza, que se ha doblado cerca de la punta. Tendrá sobre cuatro pasangs y medio de altura, o unos seis kilómetros terrestres. No es la montaña más alta de Gor, pero sí una de las más impresionantes. También es, a su terrible manera, hermosa.
Seguía a Forkbeard lo más cerca posible. No me costó mucho comprender que sabía muy bien lo que estaba haciendo. Diríase que poseía un misterioso sentido para localizar minúsculos salientes y hendiduras en la piedra, casi invisibles desde unos sesenta centímetros por debajo de ellos.
Los Kurii son excelentes escaladores gracias a sus peculiaridades físicas; aun así, nos seguían con dificultad.
Yo intuía el motivo.
Debía de ser el catorceavo ahn cuando Ivar alargó la mano y me ayudó a encaramarme a una cornisa. Yo jadeaba.
—Los Kurii —dijo—, no pueden alcanzar este saliente por la misma ruta.
—¿Por qué? —pregunté.
—Los asideros —explicó—, tienen muy poca hondura, y los Kurii pesan mucho.
—¿Asideros?
—Sí. Seguramente habrás notado lo útiles que son.
Le miré. Más de una vez había estado a punto de despeñarme.
—¿Y has notado cómo se han vuelto menos hondos?
—He notado que la subida resultaba más difícil —admití—. Parece que conoces bien la montaña.
Ivar sonrió.
No había sido casual que poseyera el misterioso don de localizar un sendero de ascenso allí donde no se creía hubiera alguno.
—Has estado aquí antes —le dije.
—Sí —repuso—. De muchacho escalé el Torvaldsberg.
—Has hablado de asideros.
—Los excavé yo —dijo. Se echó hacia atrás, sonriendo divertido. Se frotó las manos. Tenía los dedos fríos. Escuchamos, a unos veinte metros más abajo, un Kur que raspaba la piedra con las uñas, buscando grietas o resquicios.
—Esta cornisa —dijo Forkbeard—, es una trampa para Kurii. Cuando era joven un Kur me persiguió en este paraje. Me había rastreado durante dos días. Me dirigí a la montaña. El Kur fue lo bastante imprudente como para ir tras de mí. Escogí e hice practicable un sendero que la bestia pudiera recorrer, hasta los últimos siete metros; a lo largo de los últimos siete metros excavé asideros poco profundos en la superficie, adecuados para un hombre que trepase cuidadosamente, pero demasiado poco hondos para los dedos de un Kur.
Debajo nuestro oí un gruñido de frustración.
—Así fue como, de muchacho, maté al primer Kur —dijo Ivar. Se puso en pie. Fue a una esquina de la cornisa, en donde, apiladas, había varias piedras de gran tamaño—. Las piedras que reuní entonces siguen aquí —dijo—. Encontré varias en la cornisa; otras las cogí de más arriba.
No envidiaba al Kur de abajo.
Me asomé a la cornisa.
—Está trepando todavía —susurré. Saqué la espada. No sería difícil impedir que el animal llegara a la cornisa por cualquier ruta directa.
—Es estúpido —comentó Forkbeard.
Detrás del primer Kur, a unos metros de distancia, iba un segundo. Había otros dos mucho más abajo, allí donde la ladera era menos escarpada. Los dos más próximos a nosotros les habían dejado las armas a sus compañeros.
El primer Kur estaba a unos dos o tres metros por debajo de nosotros cuando, de repente, resbaló en la roca y, con un chillido bestial, arañando la piedra, se deslizó cosa de un metro y medio hacia abajo y luego cayó de espaldas, girando en el aire, aullando y, unos cinco ihns después, se estrelló contra las rocas del fondo del precipicio.
—Los asideros —dijo Ivar—, no son lo bastante profundos para soportar el peso de un Kur.
El segundo Kur estaba a unos ocho metros de distancia. Miraba hacia arriba, gruñendo.
La roca que lanzó Ivar lo arrancó del casi vertical muro de piedra.
Él, al igual que su colega, cayó sobre las rocas del fondo del precipicio.
La trampa, tendida para un enemigo por un chico de Torvaldsland hacía muchos años, seguía siendo eficaz. Yo admiraba a Ivar Forkbeard. Aun en su juventud había sido ingenioso y astuto.
Los otros dos Kurii se agazaparon en la ladera, sin quitarnos ojo. Portaban escudos y hachas a la espalda.
No trataron de acercarse a nosotros.
Ahora nuestra posición no era muy conveniente. Nos hallábamos aislados en una cornisa, en la que no había ni comida ni agua. Trepando un poco podríamos conseguir nieve o hielo, pero de comida ni hablar. Con el tiempo nos iríamos debilitando, seríamos incapaces de escalar correctamente. Como cazadores, los Kurii eran bestias pacientes. Si ésos se habían alimentado bien antes de emprender nuestra persecución, no necesitarían comida durante días. Estaba casi seguro de que se habían alimentado bien. Había habido mucha carne a su disposición. Existían pocas posibilidades de abandonar la cornisa sin que se dieran cuenta. Los Kurii poseen una magnífica visión nocturna. Además, sería extremadamente peligroso tratar de desplazarse por el Torvaldsberg de noche, teniendo en cuenta que ya lo era hacerlo de día.
Me froté las manos y eché el aliento en ellas. También tenía los pies fríos. Ahora que había dejado de trepar, el sudor de la camisa se me había congelado. Por la noche, en el Torvaldsberg, aun en pleno verano, un hombre que no llevara ropa de invierno podría congelarse. Entonces un fuerte viento comenzó a soplar sobre la cornisa. Desde donde nos encontrábamos distinguíamos los calcinados restos de la casa y las propiedades de Svein Diente Azul, los devastados prados de la asamblea, el mar, Thassa, con los barcos en la playa.
Miré a Forkbeard.
—Continuemos nuestro viaje —dijo.
—Bajemos y enfrentémonos con los Kurii, mientras aún nos quedan fuerzas —propuse.
—No; sígannos adelante —dijo.
Moviéndose con cuidado, comenzó a trepar. Fui detrás de él. Luego de un ahn más o menos, volví la cabeza. Los dos Kurii, por un camino paralelo, nos estaban siguiendo.
Aquella noche en el Torvaldsberg no nos helamos.
Nos acurrucamos en una cornisa, entre rocas, al abrigo del viento, tiritando de frío, abatidos, atentos a los Kurii.
Pero no se acercaron.
Habíamos elegido bien el lugar.
Dos veces llovieron piedras sobre la cornisa, pero un resalte nos protegió.
—¿Te gustaría oírme cantar? —preguntó.
—Sí —repuse—, puede que ahuyente a los Kurii.
Sin inmutarse por mi ironía, por brillante que fuera, Ivar rompió a cantar. Diríase que conocía muchísimas canciones.
Ya no llovieron más piedras sobre la cornisa.
—Las canciones, ya lo ves, incluso calman a los Kurii —afirmó Ivar.
—Lo más probable —repliqué—, es que se hayan retirado para no oírlas.
—Bromeas de maravilla —reconoció Forkbeard—, no lo habría pensado de ti.
—Sí —admití.
—Te enseñaré una canción, y la cantaremos a dúo. —La canción versaba de los problemas de un hombre que intentaba satisfacer a cien esclavas, una tras otra; es bastante monótona, y el número de esclavas disminuye en una a cada turno. Huelga decir que es una canción que no se despacha rápidamente. Yo tengo, dicho sea de paso, una buena voz para el canto.
Al cantar notábamos poco el frío. Sin embargo, hacia el alba, dormitamos por turnos.
—Hemos de conservar las fuerzas —dijo Forkbeard.
Qué maravilloso era el sol matutino.
—Si los Kurii están encima de nosotros —dije, acordándome de la lluvia de piedras—, ¿no hemos de aprovechar la ocasión para descender?
—Los Kurii acorralan a su presa —argumentó Forkbeard—. A la luz, estarán debajo de nosotros. Querrán impedir que escapemos. Además, tendríamos pocas oportunidades de escapar, aun cuando estuvieran sobre nosotros. El descenso es difícil. —Me acordé de los dos Kurii, arrimándose precariamente a la pared de piedra, uno de los cuales se había despeñado al tratar de alcanzamos, y el otro al que Ivar había hecho caer lanzándole una pesada piedra. Me estremecí.
—Helos allí —dijo Ivar, señalando por encima del borde. Les saludó con la mano. Luego se volvió a mí jovialmente—. Continuemos nuestro viaje —dijo.
—Hablas como si tuvieras algún objetivo —comenté.
—Lo tengo —repuso.
Nuevamente emprendimos la escalada. Poco después, oímos y vimos a los Kurii, a unos setenta metros por debajo de nosotros, hacia un lado; volvían a seguimos.
Fue poco después de la décima hora, el mediodía goreano, cuando coronamos la cima del Torvaldsberg.
Si bien abunda la nieve en las alturas del Torvaldsberg, en la cima también había muchas extensiones de roca desnuda, barridas por el viento, que allí diríase constante. Atravesé un trozo de nieve encostrada, que me llegaba al tobillo, para subir a una roca redondeada, carente de nieve.
No puedo expresar la belleza del panorama que se ofrecía desde el Torvaldsberg. Ivar estaba a mi lado, sin decir palabra.
—Estuviste aquí una vez —le dije—, de muchacho.
—Sí —repuso Ivar—. Nunca lo he olvidado.
—¿Viniste aquí para morir?
—No. Pero he sido incapaz de averiguarlo.
Le miré, perplejo.
—No pude averiguarlo antes —confesó—. No puedo averiguarlo ahora.
—¿El qué? —pregunté.
—Ahora no importa —replicó.
Dio la vuelta.
Los dos Kurii se acercaban. Los observamos. Ellos, curiosamente, se detuvieron también. Permaneció uno al lado del otro, en la nieve, contemplando el mundo.
Luego se volvieron a nosotros. Desatamos nuestras armas. Los Kurii se descolgaron sus escudos y hachas. Sacamos las espadas. Los Kurii se sujetaron en el brazo izquierdo los pesados escudos de hierro; cogieron las grandes hachas, asidas a unos sesenta centímetros del extremo del mango, en sus enormes puños.
Ivar y yo saltamos de la roca; los dos Kurii, uno para cada uno, se aproximaron. Tenían las orejas echadas atrás; eran cautelosos; se inclinaban un poco hacia delante, arrastrando los pies, agachándose.
Recordé que los Reyes Sacerdotes tenían a los Kurii y a los hombres por especies harto equivalentes, productos similares, de similares procesos evolutivos, de crueles selecciones, si bien en mundos muy lejanos entre sí.
«Kur —me pregunté—, ¿eres mi hermano?».
La gran hacha se abalanzó sobre mí. Me desvié, resbalé, di contra la nieve. Traté de darme impulso para estoquear con mi espada. Resbalé otra vez. El hacha cayó en donde había estado. Un trozo de granito, arrancado de la roca, me hirió. Caí de espaldas. El Kur, sin prisa, con el hacha a punto, fue tras de mí. Veía sus ojos por encima del escudo, el hacha liviana en su descomunal puño. «¡Aaah!», grité, haciendo un amago de ataque. El hacha se tensó, pero no llegó a caer. Entonces la bestia gruñó y la echó hacia atrás, en toda la extensión de su largo brazo. Yo sabía que la hoja no podría alcanzarme a tiempo. Ataqué. Era lo que el Kur deseaba. Me había burlado. El escudo, con fantástica potencia, describiendo un arco oblicuo, me alcanzó, arrojándome por los aires más de quince metros. Di contra la nieve, rodando, medio cegado. El hacha cayó otra vez, triturando granito. Yo ya estaba de pie. El escudo volvió a golpearme como un mazo, y de nuevo me vi arrojado a un lado. Me levanté dando traspiés. No podía mover el brazo izquierdo. Supuse que estaba roto. Tenía el hombro como madera. El hacha osciló de nuevo. Caí hacia atrás. Al girar perdí el equilibrio, grité y caí de la cima. Me frenó una cornisa a seis metros más abajo. El hacha, como un péndulo, se precipitó sobre mí. Me pegué a la superficie de la cornisa. El hacha me rozó. Vi, a mi derecha, un pequeño e irregular boquete, oscuro y mellado, de unos treinta centímetros de ancho. Me levanté de un salto y corrí hasta el borde de la cornisa. La pared era impracticable. Los belfos del Kur se retrajeron, revelando los colmillos. Vi a Ivar, arriba, con ojos de loco. «¡Ivar!», grité, «¡Ivar!». Escuché el grito de la sangre de un invisible Kur. Ivar se volvió y saltó a la cornisa, reuniéndose conmigo. Los dos Kurii se quedaron arriba, gruñendo. «¡Mira!», le grité, señalando la abertura. Al verla, sus ojos centellearon. Moví los dedos de la mano izquierda. Los sentía. No sabía si tenía o no el brazo roto. Metí la espada en la vaina. Ivar asintió con la cabeza. Uno de los Kurii, gruñendo, saltó a la cornisa. Le tiré una piedra. La piedra dio contra el escudo con un fuerte ruido metálico, rebotó y se precipitó al abismo. Empujé a Forkbeard hacia el boquete. Lo alcanzó de un salto y se introdujo en él retorciéndose. El segundo Kur se dejó caer. Le arrojé otra piedra, más pesada que la anterior. Ésta, con un sonido de granito contra metal, fue rechazada también. Forkbeard me asió de la mano y me arrastró hacia adentro. Uno de los largos brazos del Kur se metió por el boquete, buscándonos. Forkbeard le asestó un mandoble con la espada, pero la hoja se desvió al golpearse el codo contra la piedra. El Kur retiró el brazo. Avanzando a rastras, nos adentramos en la pequeña abertura. Afuera veíamos las cabezas de los dos Kurii, que escrutaban el interior. Sus zarpas tentaculares exploraban el ancho de la abertura. Uno de ellos metió la cabeza y medio hombro. Forkbeard, con la espada lista, gateó para asestarle un golpe. El Kur se apartó. Luego, los dos se sentaron en la cornisa, a unos metros del boquete. Los Kurii son pacientes cazadores. Esperarían. Me froté el brazo izquierdo. Lo levanté y lo moví. No estaba roto. Había descubierto que el escudo Kur no era un arma tan devastadora como el martillo de guerra de Hunjer. Me pregunté cuántos de los que lo habían descubierto seguirían con vida.
Miré afuera. Los Kurii aguardaban.
—Ven conmigo —dijo Ivar. Su voz sonaba emocionada. Me volví a él. Me preguntaba cuán profunda podría ser esta pequeña caverna. Esperaba que no más de siete u ocho metros como máximo. Sobre las manos y las rodillas gateé para reunirme con él.
—¡Aquí, en la pared! —exclamó.
Me cogió los dedos y los apretó contra la pared. Noté unas marcas, más bien verticales, con extensiones angulares.
—¡Lo has descubierto! —gritó—. ¡Lo has descubierto. Tarl Pelirrojo!
—No lo entiendo —repuse.
—¡Sígueme! —susurró Forkbeard—. ¡Sígueme!