El cuerpo de un hombre, partido por la mitad, pasó junto a mí rodando enloquecidamente.
Los Kurii saltaban por los amplios laterales de la casa, asestando hachazos, derribando a los hombres cuando trataban de escabullirse para recuperar sus armas. Los escudos de madera de Torvaldsland atajaban menos los mandobles de lo que pieles secas de fruto de lamia, extendidas sobre bastidores de bordar, habrían resistido la daga de cesto de cuádruple filo de Anango o el guantelete-hacha del Skjem oriental.
Una y otra vez las hachas de los Kurii seccionaban los espinazos de quienes se esforzaban por hacerse con sus armas, y se clavaban en las vigas de la casa, erizándolas de astillas.
El humo me sofocaba. Me picaban los ojos. A mi lado, un hombre gritó. Recibí un golpe que me derribó, me vi llevado por la multitud; durante un momento sólo fui consciente del suelo de tierra, de los juncos que lo cubrían, del frenético bosque de pies a la carrera. Mi mano izquierda resbaló en la tierra, en la sangre. Recibí otro golpe, pero entonces, a duras penas, logré ponerme en pie. La multitud, presa de pánico, me llevó de un lado a otro insensatamente. Ni siquiera podía sacar mi arma.
Las hachas de los Kurii caían sin cesar. La casa resonaba con sus aullidos. Vi a un hombre de armas, con la espalda rota, alzado en la mano tentacular de uno de los intrusos. La criatura rugía, con la testa echada hacia atrás. Los blancos colmillos semejaban escarlatas a la luz de las llamas. Luego arrojó al hombre más de treinta metros hacia el fondo de la estancia. Vi a otro que pendía de las fauces de un Kur. Estaba aún con vida. Sus ojos daban muestras de conmoción. Sospeché que no sufría. Sin duda comprendía lo que pasaba, pero, de algún modo, diríase que nada tenía que ver con él. Era como si le sucediera a algún otro. Entonces el Kur cerró las fauces. En el último instante hubo un terrible reconocimiento en los ojos del hombre. Luego cayó partido en dos.
Vi fugazmente a Ivar Forkbeard. Tenía a Hilda por el brazo e intentaba llevarla hacia uno de los cuartos laterales, entre los mortíferos Kurii. Voceaba órdenes a sus hombres, que estaban congregados a su alrededor. Svein Diente Azul estaba de pie sobre la larga mesa. No le oía en medio del griterío.
La enorme hacha de un Kur me pasó rozando. Cuatro hombres que en vano trataban de retroceder, bloqueados por el muro que formaba la muchedumbre, fueron derribados por el golpe.
Los que se hallaban cerca de los Kurii se esforzaban por introducirse en la multitud.
Las hachas de los Kurii, en sus movimientos a los bordes de la multitud, nos impedían hacer otra cosa que permanecer apiñados.
Algunos, a espaldas de los Kurii, escaparon por la doble puerta de la casa. Los vi correr, destacados brevemente contra las llamas. Pero afuera había Kurii apostados; los hombres, desprevenidos, se abalanzaron sobre sus hachas. Luego los Kurii se colocaron en el umbral, gruñendo, las armas en alto.
Varios fueron hasta allí y se arrodillaron ante las bestias, para implorar clemencia. Pero no se hicieron distingos entre ellos: las veloces hachas descendieron repetidamente, haciéndolos trizas. Los Kurii sólo hacen prisioneros cuando se les antoja.
Vi que varios de los hombres de Forkbeard lograban introducirse sin ser vistos en uno de los cuartos laterales. Gorm y Ottar estaban entre ellos.
Esperaba que consiguieran escapar. Tal vez podrían arrancar la membrana de una de las ventanas, deslizarse a través de ella y, aprovechando la confusión de afuera, emprender la huida.
Forkbeard, para mi sorpresa, reapareció un momento, procedente del cuarto, mirando en derredor. Las llamas teñían su cara de rojo. Empuñaba su espada.
No veía a Hilda. Supuse que habría entrado en el cuartito con los hombres.
Entonces vi a Forkbeard, con una mano en el brazo del extraño gigante, Rollo, conduciéndole a la puerta del cuartito. Rollo no parecía afectado por la matanza que se desarrollaba en tomo suyo. Tenía la mirada perdida. Noté que su hacha estaba ensangrentada. La sangre de los Kurii, como la de los hombres, es roja, y de parecida composición química.
Rollo desapareció en el interior del cuartito.
A mi izquierda escuché el chillido de una esclava. Vi que un Kur le ataba una correa al cuello. Arrastró a la muchacha, que se revolvía, medio ahogándose, hasta un lugar a la izquierda de la puerta. Allí aguardaba otro Kur, que sostenía en su zarpa tentacular las correas de más de veinte esclavas, que se arrodillaban, sobrecogidas, alrededor de sus piernas. El Kur que había atado a su presa entregó entonces la correa al otro, que la aceptó, añadiéndola a las demás. La muchacha se arrodilló rápidamente en medio de sus compañeras. Yo sabía que los Kurii consideran manjares exquisitos a las hembras humanas.
Hecho esto, el primer Kur cogió otra correa del interior de su escudo, y examinó la estancia. Una chica, de hinojos en el suelo, reparó en él y echó a correr dando gritos. Metódicamente fue tras ella, encaminándola a una esquina, con la correa oscilando en su zarpa.
A mis espaldas oía los golpes de las hachas, que eran las de los hombres, cortando la madera.
Luché por zafarme de la multitud.
Dando la vuelta vi a Svein Diente Azul y a cuatro más, que trataban de abrir un boquete. Sin embargo, lo tenían difícil, pues el gentío los apretujaba.
Vi a Ivar Forkbeard, no lejos de mí. Había decidido no escapar.
Había sacado la espada; mas ésta resultaría poco eficaz contra los grandes escudos de metal y las envolventes hachas de los Kurii.
Forkbeard miró en derredor.
Había habido más de mil hombres en la casa. Con toda seguridad, por lo menos trescientos yacían muertos.
Vi al Kur que diera caza a la esclava, dirigiéndose ahora al improvisado corral de junto a la puerta. Llevaba a rastras a la esclava, que se revolvía frenética, los ojos desencajados, los dedos prendidos al collar a fin de impedir que la estrangulara. Luego entregó su correa al Kur que sujetaba las otras y, dejando la presa bajo su custodia, giró sobre sí mismo para dar caza a otro manjar delicioso del rebaño que había en la estancia.
Ahora los Kurii, a ambos lados, permanecían entre nosotros y las armas. En este momento todas las puertas nos estaban vedadas. Éramos unos seiscientos o setecientos hombres, eficazmente rodeados.
—¡Haced sitio! —gritó—. ¡Utilicemos las hachas!
Tratando de recular ante los Kurii que lentamente se aproximaban, los hombres, aterrados, nos hacían retroceder, cada vez más.
Conseguí zafarme de la multitud, y ocupar una posición en el borde de la misma, entre hombres y Kurii. Si me derribaban de un hachazo prefería que fuera en una situación en la que pudiera moverme con toda libertad. Desenvainé la espada.
Vi retraerse los belfos de uno de los Kurii.
—Tu espada no sirve —dijo Ivar Forkbeard, que ahora estaba junto a mí.
Cautelosamente, el Kur se acercó un poco más.
No creía que tardaran mucho en liquidarnos. El humo saturaba la atmósfera. Los hombres se asfixiaban y tosían. También advertí que las narices de los Kurii se reducían a estrechas rendijas. Las chispas les caían sobre la piel.
Hice a un lado una de las lámparas de aceite de tharlarión que colgaban del techo, a unos doce metros de altura.
—¡Lanzas! —gritó Ivar—. ¡Necesitamos lanzas!
Pero había pocas lanzas en la multitud atenazada por el miedo, y las que había no podían arrojarse a causa del apiñamiento.
A la izquierda vi al Kur que se había dirigido a la asamblea.
En la comisura de su boca había sangre y saliva.
Clavó los ojos sobre mí.
Entonces supe que era mi enemigo.
Nos habíamos encontrado.
Un hacha vino de golpe hacia mí. La había lanzado el Kur que descubriera los colmillos. Me precipité a un lado y el hacha se hundió en la tierra; me hallaba en la guardia de la bestia; empuñé el hacha y, con un movimiento súbito, la hinqué hasta la empuñadura en su pecho. El Kur profirió un gruñido de perplejidad, que sólo oí tras desprender la hoja, cuando reculé de un salto. El otro Kur la miró, desconcertado; luego se vino abajo.
Reinó un silencio sólo turbado por el crepitar de las llamas.
Entonces, el jefe de los Kurii comprendió el horror de mi acción.
Había matado un Kur.
—¡Atacad! —gritó Ivar Forkbeard—. ¡Atacad! ¿Acaso sois dóciles tarskos que no os atrevéis a atacar? ¡Hombres de Torvaldsland, atacad!
Mas ningún hombre se movió.
Simples humanos, no se atrevían a arremeter contra los Kurii. Antes esperarían, impotentes, su carnicería.
Eran incapaces de moverse, tan paralizados estaban por el terror.
Los ojos del jefe de los Kurii refulgían al mirarme. Ahora su horror se había convertido en rabia.
Yo, uno del rebaño, del ganado, había osado matar a un miembro de la especie suprema, a una forma de vida superior.
El chillido de la sangre de los Kurii volvió a resonar en la casa de Svein Diente Azul. A ambos lados del jefe, aullando, los Kurii avanzaron furiosamente hacia nosotros. Nos embistieron asimismo por los costados, blandiendo las hachas.
No quiero hablar con detalle de lo que ocurrió después. Los Kurii, con hachas como láminas de una lluvia de acero, despedazaron aquella aterrada muchedumbre, desgarrándola en cientos de aullantes fragmentos de terror. A un hombre muy próximo a mí lo cortaron en dos, de la cabeza al cinto, de un solo mandoble. Cuando el Kur estaba tratando de desprender su hacha del cadáver, conseguí atravesarle el pescuezo con mi espada, por debajo de la oreja izquierda. Vi a Ivar Forkbeard, que había perdido la espada tras hundirla en el cuerpo de otro Kur, hincar repetidamente su cuchillo en el enorme pecho de la bestia. Era difícil tenerse en pie; resbalábamos en la sangre. Cerca de la pared quité de un tirón la lanza de las manos de un hombre de armas caído. Sentí náuseas un instante al ver los pulmones al descubierto, aspirando aire, la mano arañando la pared. Arrojé la lanza. Alcanzó de lleno el cuerpo de un Kur. Su hacha cayó. Mi acción había salvado a un hombre. Pero en el próximo instante, éste había sucumbido bajo el hacha de otro. Arrimé la espalda a la pared. Cayó una viga en llamas. Oí gritar a esclavas. Los Kurii alzaron la vista. Sus narices estaban cerradas como protección ante el humo. Los ojos de muchos de ellos, por lo común de pupila negra y córnea amarillenta, estaban rojos, hinchados, surcados de venas. Vi a uno, que padecía los efectos de humo y las chispas, levantar los ojos de su comida, y luego volver a hozar el desgarrado pecho del cadáver que estaba devorando. Ivar Forkbeard, con la lanza, atajó el ataque de un Kur desarmado. Plantó profundamente el astil de la lanza en la tierra, y la bestia, llevada por su propio impulso, quedó empalada en ella; mordiendo el aire, los ojos como fuego, el Kur retrocedió tambaleándose y cayó de espaldas. Ivar dio un salto, apartándose de otra hacha que iba a por él.
Al otro lado de la estancia vi al jefe de los Kurii.
Recordé sus palabras en la asamblea: «¡Mil de vosotros podéis morir bajo las garras de un solo Kur!».
Puede que en la casa no quedaran más de cien o ciento cincuenta hombres con vida.
—¡Seguidme! —gritó Svein Diente Azul. Su hacha, y las de sus hombres, habían abierto un hueco al fondo de la estancia. Como urts presos de pánico, treinta y cinco o cuarenta hombres se metieron en él, atascándose a veces brevemente, algunos desgarrándose la carne con la madera astillada. «¡De prisa! ¡De prisa!», gritaba Diente Azul. Sus ropas estaban medio destrozadas, pero alrededor del cuello llevaba todavía la cadena con el diente de la ballena Hunjer teñida de azul, por la cual los hombres de Torvaldsland le conocían. Svein empujó a dos más de sus hombres a través de la abertura. Los Kurii imposibilitaban mi acceso a ella. Ivar Forkbeard y otros se hallaban en una situación parecida. Cayó otra viga del techo, llameando y despidiendo humo, se estrelló en el suelo de tierra y quedó ladeada contra la pared. Las colgaduras que adornaran la estancia habían sido consumidas por el fuego; las paredes desnudas se chamuscaban rápidamente.
Vi que diez Kurii saltaban hacia el fondo de la sala para impedir que otros se fugaran.
Se apostaron delante de la abertura, con las hachas en alto, gruñendo. Un hombre que se acercó demasiado recibió un golpe que le seccionó el espinazo.
Uno que imploraba piedad en el centro de la estancia fue partido en dos y el hacha se hincó en el suelo y emergió cubierta de tierra, sangre y franjas de ceniza.
—¡Las lámparas! —me gritó Forkbeard—. ¡Las lámparas, Pelirrojo!
Otra viga cayó pesadamente.
Vi al Kur que sujetaba las correas de las esclavas capturadas, más de cuarenta de ellas, sacarlas a rastras de la estancia. Chillando y tropezando, inermes, las mujeres seguían a su bestial dueño.
Vi a Kurii que, metódicamente, asestaban hachazos a los caídos, por si alguien había tratado de ocultarse en medio de los muertos. Algunos hombres, mezclados entre los cadáveres, chillaban al abatirse las hachas sobre ellos. También a los heridos se les despachaba sistemáticamente.
Ahora los Kurii rodeaban el grupo de hombres que se hallaban junto a la pared oeste de la casa.
La mayoría de ellos gemían y gritaban de angustia; muchos cayeron de rodillas.
Dos Kurii se volvieron en mi dirección.
Vi que Ivar Forkbeard se encontraba en medio de los hombres apiñados. Resultaba fácil de ver porque era uno de los pocos que estaban de pie. Tenía un aspecto imponente: los reflejos de las llamas le teñían de escarlata; las venas de su frente semejaban cables purpúreos; sus ojos refulgían casi como los de los mismos Kurii. Su larga espada, ahora de nuevo en su mano, volvía a estar cubierta de sangre fresca; le habían arrancado la manga izquierda y había señales de garras en su cuello.
—¡Levantaos! —les gritó a los hombres—. ¡Levantaos! ¡Luchad! —Pero aun los que estaban de pie parecían paralizados de terror—. ¿Sois de Torvaldsland? —preguntó—. ¡Luchad! ¡Luchad! —Mas ningún hombre osaba moverse. En presencia de los Kurii se comportaban como ganado.
Los belfos de los Kurii se retrajeron. Alzaron sus hachas.
Entonces, la voz de Forkbeard, a través del humo y las chispas, medio sofocada, llegó nuevamente a mí.
—¡Las lámparas! —volvió gritar como antes—. ¡Las lámparas, Pelirrojo!
En ese momento le comprendí, a diferencia de antes: ¡Las lámparas de aceite de tharlarión suspendidas de las vigas! ¡Las aberturas en el techo de la estancia, a través de las cuales pasaba el humo! Había pretendido que yo escapase.
—¡Primero Forkbeard! —exclamé. No me iría sin él. Habíamos jugado a Kaissa.
—¡Eres un tonto!
—¡Aún no he aprendido a romper el gambito del Hacha del Jarl! —repliqué.
Envainé la espada. Retrocedí, topando casualmente con la pared. Tenía los brazos cruzados.
—¡Tonto! —gritó Forkbeard.
Miró en derredor, a los hombres que no podían luchar, ni siquiera moverse.
Envainó bruscamente su espada y dio un brinco, aferrándose a la cadena de una de las lámparas.
Los dos que se habían vuelto hacia mí levantaron ahora sus hachas.
Volqué la mesa y me parapeté tras ella. Las dos hachas golpearon simultáneamente los pesados travesaños, haciendo saltar madera en grandes trozos que giraron por los aires, hasta el mismo techo.
Salvé de un salto la mesa.
Oí los gruñidos de alarma de los Kurii.
Entonces me así a una de las grandes lámparas de bronce colgantes. El aceite se derramó, inflamado por la mecha. Me balanceé frenéticamente. El fuego prendió en mi manga izquierda.
Oí a un Kur chillar de dolor; miré hacia abajo y me remonté un poco para evitar el golpe de un hacha; un Kur se tambaleaba de un lado a otro; el costado izquierdo de su testa, empapada en aceite, estaba ardiendo; la bestia profería horribles chillidos y terminó por desgarrarse el ojo izquierdo. Ascendí a pulso por la cadena y ésta se sacudió violentamente; me esforcé por detenerla. El fuego de mi manga fluctuaba. Me quedé sin aliento; temía quebrarme el cuello. Los Kurii aullaban debajo de mí; había sangre en la cadena. Trepé aún más arriba. Entonces la cadena se alargó, tirante; un hacha pasó girando y se clavó en una viga transversal, en un tris de partirla. Subí más alto; en ese momento comprendí de pronto por qué la cadena se había puesto tirante: tenía que soportar el peso de un Kur que trepaba con rapidez. La viga, encima de mi cabeza, crujía; la cadena estaba tensa como un cable y la argolla a cuyo través pasaba comenzaba a desgajarse. Los eslabones se deformaban por el fuerte roce. Trepé los últimos centímetros de la cadena, rodeé la viga con el brazo; sentí que unas garras me asían la pierna y luego se cerraban en tomo de ella; me solté de la viga, profiriendo el grito de guerra de Ko-ro-ba, y caí sobre el Kur. Al punto comencé a desgarrar con uñas y dientes la carne de su cuello y su testa; mis dedos rígidos coma dagas se hundieron en sus ojos; le arranqué a mordiscos las venas de la muñeca del brazo con que se sujetaba a la cadena. En ese instante comprendimos por primera vez, tanto el Kur como yo, que había en la superficie de Gor animales tan salvajes como los de su especie, animales de menor tamaño y fuerza pero no menos crueles y, a su manera, no menos terribles. Rechazándome, chillando, dando dentelladas, la bestia me soltó, pero yo me abracé a sus hombros y a su cuello; le arranqué media oreja de un mordisco. Me encaramé a la viga; un rojo orificio, del que sobresalían colmillos como clavos blancos, se alargaban hacia mí; saqué la espada y, mientras el Kur ascendía, los ojos sangrantes, la oreja arrancada, tras de mí, le cercené la mano. La bestia cayó de espaldas, empequeñeciéndose, hasta que se estrelló pesadamente contra la tierra enrojecida, a doce metros debajo de mí; se quebró el pescuezo. Me arranqué la llameante manga y la eché, en la punta de la espada, a la cara del siguiente Kur. La mano del primero seguía agarrada a la cadena, con sus seis dedos de articulaciones múltiples; el Kur, con un movimiento de testa, se desprendió de la tela en llamas y apartó su perforada jeta de la espada, luego mordió ésta, sajándose la boca. Alargó la zarpa hasta la viga. Le cercené los dedos, perdió el equilibrio y también cayó de espaldas. «¡Venga!», oí. Vi a Forkbeard en una viga cercana. «¡Apúrate!», gritó. El humo me ahogaba. Largué una estocada al próximo Kur, metiéndole la hoja por el oído hasta el cerebro. Parte del tejado se vino abajo en un revolear de llamas y madera. «¡Apúrate!», oí, como si viniera de muy lejos. Derribé de un mandoble al siguiente Kur. Gruñó, tratando de agarrarme. La argolla a cuyo través pasaba la cadena, incapaz de resistir más rato el peso de los Kurii, se desprendió de la madera entre una lluvia de astillas. Vi que cadena y argolla se desplomaban, llevándose consigo a cuatro Kurii. Otra parte del tejado se derrumbó, a no más de seis metros de mí. Abajo, cubierto de chispas, apenas visibles en el humo, distinguí a Kurii que miraban hacia arriba, burlados por sus presas. Una viga se vino abajo, a menos de tres metros de ellos. Su jefe les gruñó algo. Sus ojos, refulgentes, se clavaron en mí. Luego, junto con los demás, giró sobre sí mismo y abandonó apresuradamente la casa. Envainé la espada. «¡Rápido!», gritó Forkbeard. Salté de una viga a otra para reunirme con él. Una vez juntos, se introdujo con dificultad en uno de los respiraderos del techo. Yo le seguí. A poco nos encontrábamos de pie en el llameante tejado de la casa de Svein Diente Azul. Alcé la vista y distinguí las estrellas y las lunas de Gor. «¡Sígueme!», gritó Ivar. A lo lejos se vislumbraba el Torvaldsberg. La luz de la luna se reflejaba en sus nieves. Forkbeard se encaminó a toda prisa hacia el ángulo noroeste de la vivienda. Desapareció por encima del canto del tejado. Me asomé y le vi, a la luz de la luna, descendiendo cuidadosamente, valiéndose de las hendiduras y salientes de las vistosas tallas que adornaban las vigas de aire de la casa. Con celeridad, el brazo chamuscado por el fuego, el corazón martilleando en mi pecho, resollando, fui tras él.