13. VISITANTES EN LA CASA DE SVEIN DIENTE AZUL

Cuando Ivar Forkbeard hubo anunciado su identidad, Svein Diente Azul no se había mostrado muy satisfecho.

—¡Prendedlo y calentad aceite! —fue lo primero que gritó.

—¡Vuestro juramento! ¡Vuestro juramento! —exclamaron sobrecogidos los sacerdotes rúnicos.

—¡Prendedlo! —bramó Diente Azul; pero sus hombres ya lo habían refrenado enérgicamente, mirando a Ivar Forkbeard con mal disimulada desaprobación.

—¡Me has engatusado! —gritó Diente Azul.

—Sí —admitió Forkbeard—. Es verdad.

Svein Diente Azul, sujeto por dos hombres, se esforzaba por desenvainar su gran espada de acero azulado.

El sumo sacerdote rúnico se interpuso entre el violento Diente Azul y Forkbeard, quien estaba, inocentemente, contemplando formaciones nubosas.

El sacerdote sostuvo en alto el pesado anillo de Thor.

—¡Sobre este anillo habéis jurado! —gritó.

—Y también habéis jurado por muchas otras cosas —agregó Forkbeard, innecesariamente en mi opinión.

Las venas destacaban en la frente y el cuello de Svein Diente Azul. Era un hombre poderoso. A sus oficiales no les resultaba fácil contenerle.

Por fin, con ojos llameantes, se calmó.

—Iremos a parlamentar —dijo.

Se retiró, con sus oficiales superiores, al fondo del estrado. Numerosas palabras vehementes circularon entre ellos, y más de uno echó alguna que otra sombría mirada en dirección a Forkbeard, quien, entonces, despojado ya de su disfraz, saludaba jovialmente a varios conocidos de entre la concurrencia.

—¡Larga vida a Forkbeard! —gritó uno de ellos. Los hombres de armas de Svein Diente Azul se revolvieron inquietos y estrecharon el círculo que formaban en torno del estrado. Yo subí a él y me coloqué detrás de Forkbeard, con la mano en el puño de la espada para protegerle si era necesario.

Entretanto, el debate al fondo del estrado continuaba. Las cuestiones parecían razonablemente claras, aunque yo sólo captaba fragmentos de lo que se decía; aludían a los placeres de cocer vivos a Forkbeard y a su séquito en oposición al peligroso precedente que podría sentarse si la paz de la asamblea se desbarataba, unido a la pérdida de reputación que sobrevendría a Svein Diente Azul en caso de que renegara de sus juramentos, pública y voluntariamente prestados. Asimismo pusieron mientes en el aciago efecto que produciría en los sacerdotes rúnicos la ruptura de los juramentos, y no sólo en ellos, sino que también los dioses pudieran no juzgar muy a la ligera semejante violación de la fe y patentizar su indignación por medio de signos tales como plagas, huracanes y carestía. En contra de estas consideraciones se alegó que ni siquiera los mismísimos dioses podrían culpar a Svein Diente Azul, bajo tales circunstancias, por no cumplir un juramento de poca monta, obtenido con engaños; un temerario individuo llegó incluso tan lejos como para insistir en que, bajo tan especiales circunstancias, era una solemne obligación que incumbía a Svein Diente Azul el renunciar a su juramento y mandar a Forkbeard y a sus partidarios, a excepción de los esclavos, quienes serían confiscados, a las marmitas de aceite. Afortunadamente, en medio de su elocuencia, el individuo estornudó, presagio que suprimió en seguida, decisivamente, la influencia de sus razonamientos.

Al fin Diente Azul se volvió para mirar a Forkbeard. Su rostro estaba rojo de ira.

El sumo sacerdote rúnico elevó el anillo sagrado del templo.

—La paz de la asamblea —dijo Diente Azul—, y la paz de mi casa, te amparan hasta que la asamblea concluya. Así lo he jurado. Así lo sostengo.

Hubo muchos aplausos y vítores, Forkbeard sonrió satisfecho.

—Sabía que sería así, mi Jarl —dijo.

No pude sino admirar a Svein Diente Azul: era un hombre de palabra.

—Mañana por la noche —dijo—, en cuanto acabe la asamblea, márchate de este lugar. Mi juramento rige hasta entonces, y sólo hasta entonces.

—Tenéis seis tálmits que me pertenecen, creo —dijo Forkbeard.

Svein Diente Azul le miró furioso.

—Nunca, en la historia de la asamblea, un campeón lo ha hecho tan bien.

Diente Azul tendió los tálmits a Forkbeard, pero éste, humildemente, inclinó la cabeza. Entonces Svein se los ciñó a la frente con sus propias manos.

Hubo aplausos y vítores, en los que yo participé. A su manera, Svein Diente Azul no era un mal tipo.

—Me miráis con malos ojos porque soy un proscrito —argumentó Ivar Forkbeard.

—¡Te miro con malos ojos, y no te franquearía las puertas de mi casa, porque eres el mayor sinvergüenza y canalla de Torvaldsland! —replicó Svein Diente Azul.

Me di cuenta de que este cumplido satisfacía muchísimo a Forkbeard quien, engreído como era, estaba celoso de su reputación.

—Pero dispongo de medios con los que comprar mi libertad de la proscripción a que vos mismo me sometisteis —afirmó.

—¡Esto es ridículo! —bufó Svein Diente Azul. Varios de sus hombres rieron—. Ningún hombre —dijo, mirando súbitamente a Ivar Forkbeard— podría pagar un precio como el que yo fijé por ti.

—¿Habéis oído hablar —inquirió Forkbeard— de la liberación de Chenbar, el Eslín Marino, de las mazmorras de Puerto Kar? —Sonrió—. ¿Os habéis enterado del saqueo del templo de Kassau?

—¡Tú! —gritó Diente Azul.

Vi que sus ojos brillaban, de repente, con avaricia. Entonces supe con toda seguridad que era de Torvaldsland. Hay una vena de ladrón en todos ellos.

—Fijé por ti un precio tan alto —dijo con lentitud— con el propósito de que ningún hombre pudiera pagarlo. Era un centenar de piedras de oro, el peso de un hombre adulto en zafiros de Schendi y la única hija de mi enemigo, Thorgard de Scagnar.

—¿Puedo presentaros mis respetos esta noche en vuestra casa? —preguntó Forkbeard.

Svein Diente Azul le miró alarmado. Se toqueteó el pesado diente de ballena Hunjer, que, teñido de azul, colgaba de su cuello en una cadena.

Bera, su mujer, se puso en pie. Noté que su mente discurría con rapidez.

—Ven esta noche a nuestra casa, Campeón —concedió ella. Diente Azul no la contradijo. La mujer del Jarl había hablado. Las mujeres libres del norte tienen mucho poder.

—Sí —aceptó Diente Azul—, ven esta noche a mi casa… Campeón.

Habíamos comido bien en la casa de Svein Diente Azul.

Los esclavos giraban los espetones sobre el gran fuego. Las esclavas, aunque llevaban collar a la manera de Torvaldsland y servían a los hombres, iban completamente ataviadas. Sus vestidos de lana blanca, tiznados y manchados de grasa, les llegaban a los tobillos. Corrían de un lado a otro, trabajando duro. Noté que Bera no les quitaba la vista de encima; una de ellas trató de besar, furtiva y ansiosamente, a un guerrero que la había asido por la cintura y le había deslizado la mano por debajo de la falda, haciéndola chillar de placer; pero Bera reparó en su acto y dio orden de que la llevaran a la cocina y la azotaran. Imaginé que, de no haber estado ella presente, el banquete pudiera haber tomado otros derroteros; era indudable que los hombres, más de mil, no aprobaban mucho su frígida presencia. Pero era la mujer de Svein Diente Azul. Supuse que se retiraría dentro de un rato, llevándose con toda probabilidad a Svein consigo. Sería entonces cuando los hombres podrían disfrutar de las esclavas. Ningún Jarl de los que yo conocía podía retener a los hombres en su casa a menos que hubiera abundancia de mujeres a su disposición. Esta noche, sin embargo, diríase que Bera no tenía intención de retirarse temprano.

Luego de que se hubiera consumido gran cantidad de comida, Svein Diente Azul le dijo a Ivar Forkbeard:

—Tengo entendido que disponemos de la suma con que podría pagarse tu precio.

Forkbeard se levantó.

—Traed oro y zafiros —ordenó—. Y una balanza también.

Para el asombro de todos los que se encontraban en la sala, los hombres de Forkbeard trajeron, de la estancia lateral, cajas y sacos de oro, y también una pesada bolsa de piel, llena de diminutos objetos.

Todo el mundo se congregó a su alrededor.

—¡Haced sitio! —exclamó Forkbeard.

El oro se pesó durante más de dos ahns, en dos pares de balanzas: una proporcionada por Forkbeard y otra por la casa de Svein Diente Azul. Para mi alivio, los pesos concordaron.

El oro se acumulaba.

Los ojos de Svein Diente Azul y Bera, entrecerrados, brillantes, desbordaban placer.

—Aquí hay cuarenta pesas de oro —dijo un hombre de Svein, casi como si no pudiera creerlo—, cuatrocientas piedras de oro.

La multitud profirió al unísono una exclamación sofocada.

Entonces Forkbeard cogió la bolsa de piel y la vació; una cascada de joyas polícromas y refulgentes cubrió el suelo: los zafiros de Schendi, todos tallados con la forma de una minúscula pantera.

—¡Aaah! —exclamó la multitud.

—Pesadlas —ordenó Forkbeard.

Las joyas, al igual que el oro, fueron pacientemente pesadas. Su peso superaba el de un hombre adulto.

Ivar Forkbeard permanecía detrás de estas riquezas, sonriente, con las manos extendidas.

—No creía que existieran tales riquezas en Torvaldsland —susurró Bera.

Svein Diente Azul estaba muy impresionado. Apenas podía articular palabra. Con semejantes tesoros no habría Jarl en Torvaldsland que se le pudiera comparar, siquiera remotamente. Su poder sería idéntico al de un Ubar del sur.

Pero los hombres de Torvaldsland no se contentan con cualquier cosa.

—Había, Forkbeard, una tercera condición —dijo Diente Azul, sonriendo.

—¿Oh, sí, mi Jarl? —preguntó Ivar.

—Sólo revocaré tu proscripción cuando me entregues, además, a la hija de mi enemigo, Thorgard de Scagnar.

Los hombres de Diente Azul, insatisfechos, murmuraron coléricamente.

—¡No cabe duda de que Forkbeard ha pagado con creces su precio! —exclamó uno.

—¿A qué hombre se le ha puesto un precio semejante y lo ha pagado? —gritó otro.

—¡Silencio! —tronó Svein Diente Azul. Miró ceñudo a sus hombres.

—¡Nadie, ni un ejército ni una flota —vociferó un tercero—, podría arrebatarle la hija a un Jarl tan poderoso como Thorgard de Scagnar!

—Diríase que me pedís lo imposible, mi Jarl —observó Ivar Forkbeard.

—Te pido lo imposible —repuso Svein Diente Azul—. A ti, Ivar Forkbeard, amigo mío, me apetece pedirte lo imposible.

Los hombres de Forkbeard refunfuñaron enojados. Asieron resueltamente sus armas. Aun los hombres de Diente Azul estaban enfurecidos. Sin embargo, Diente Azul, su Jarl, enfrentaba audazmente su voluntad a la de ellos. ¿Quién osaría desafiar la voluntad de su Jarl?

Diente Azul volvió a sentarse en el asiento mayor.

—Sí, amigo Forkbeard —dijo—, estoy en mi derecho de pedirte lo irrealizable, lo imposible.

Forkbeard dio la vuelta y, mirando hacia la entrada de la sala, gritó:

—¡Traed a la hembra!

No hubo sonido alguno en la amplia casa, salvo el crepitar del fuego y de las antorchas.

Los hombres, los esclavos y las esclavas se separaron. Desde las puertas de la estancia, abiertas de par en par, se acercaban ahora cuatro figuras: Ottar, que había acompañado a Forkbeard a la asamblea, dos de sus hombres, con lanzas, y, entre ellos, vestida con ricas vestiduras de encubrimiento, con velo y capucha, como las que se lucen en el sur, la figura de una joven.

Se detuvieron ante la mesa, enfrente del asiento mayor de Svein Diente Azul.

—¿Qué bufonada es ésta? —inquirió Diente Azul con severidad.

—No es una bufonada, mi Jarl —replicó Forkbeard. Tendió la mano hacia la muchacha—. ¿Puedo presentarle a mi Jarl, a Hilda, hija de Thorgard de Scagnar?

La joven alargó la mano hacia la capucha y se la quitó, liberando su cabellera; luego se desabrochó los dos velos y los dejó caer.

—Es ella —susurró un hombre que se sentaba a la mesa de Svein Diente Azul—. Yo estuve una vez en la casa de Thorgard. ¡Es ella!

—¿Eres… eres —tartamudeó Svein— la hija de Thorgard de Scagnar?

—Sí, mi Jarl —respondió.

—Antes de que Thorgard de Scagnar tuviera el Eslín Negro —dijo Svein, lentamente—, tenía otro navío. ¿Cómo se llamaba?

Tharlarión Astado —repuso ella—. Y lo tiene todavía —añadió—, pero ahora le sirve de buque insignia.

—¿Cuántos remos lleva?

—Ochenta —contestó Hilda.

—¿Quién cuida de las pesqueras de Thorgard? —preguntó un hombre.

—Grim, en otro tiempo Grim de Hunjer.

—Una vez, en combate —dijo Svein—, herí a Thorgard de Scagnar.

—La cicatriz —repuso ella— está en su muñeca izquierda, oculta bajo una muñequera tachonada.

Svein reclinó el cuerpo en el trono.

—En esta misma batalla —continuó Hilda—, él os hirió a vos, y más gravemente. Tenéis la cicatriz en el hombro izquierdo.

Bera se puso colorada.

—Es cierto —admitió Svein Diente Azul.

—¡Es ella! —repitió el hombre sentado a la mesa de Svein—. ¡Os lo digo yo!

—¿Cómo te capturaron? —preguntó Diente Azul.

—Con añagazas, mi Jarl. Me capturaron en mi propio aposento; me pusieron manillas y me cubrieron la cabeza.

—¿Qué hicieron para burlar a los centinelas?

—Me tiraron al mar por la ventana de mi aposento. Había un bote esperando. Me recogieron como un pescado y me hicieron prisionera, obligándome a echarme boca abajo en el bote, como una vulgar esclava.

Tanto los hombres de Forkbeard como los de Diente Azul profirieron grandes gritos de entusiasmo.

—¡Pobre desgraciada! —exclamó Bera.

—Esto le podría ocurrir a cualquier hembra —replicó Hilda—, incluso a vos, ilustre señora.

—¡Los hombres son bestias! —gritó Bera. Miró a Ivar, a los hombres de éste y a mí, furiosamente—. ¡Avergonzaos, bestias! —gritó.

—Svein Diente Azul, Jarl de Torvaldsland, os presento a Hilda, hija de Thorgard de Scagnar —dijo Ivar—. Hilda, hija de Thorgard de Scagnar, te presento a Svein Diente Azul, Jarl de Torvaldsland.

Hilda inclinó la cabeza por respeto al Jarl.

Nuevamente se profirieron grandes gritos de entusiasmo.

—¡Pobre muchacha! —exclamó Bera—. ¡Cuánto debes de haber sufrido!

Hilda agachó la cabeza. No le respondió a Bera. Me pareció que sonreía.

—Nunca había creído que llegase a tener a Hilda, prisionera, delante del asiento mayor de mi casa —confesó Svein Diente Azul.

—Ante vos, yo soy más que una prisionera, mi Jarl —repuso ella.

—No lo entiendo —dijo Svein Diente Azul.

Ella no levantó la cabeza.

—No hace falta que te dirijas a mí como tu Jarl, querida —dijo Svein—. Yo no soy tu Jarl.

—Pero todos los hombres libres son Jarl para mí —replicó—. ¿Veis, mi Jarl? —dijo, irguiendo orgullosa la cabeza y descubriéndose la mitad de los hombros—. Llevo el collar de Ivar Forkbeard.

—¡Te has atrevido a ponerle collar a la hija de Thorgard de Scagnar! —gritó Bera a Ivar Forkbeard.

—Mi dueño hace lo que le da la gana, señora —replicó Hilda.

Me pregunté lo que diría Bera si supiese que a Hilda la habían puesto en el remo y enseñado a acompañar; que la habían azotado y enseñado a obedecer; que la habían acariciado, y enseñado a reaccionar.

—¡Silencio, esclava! —gritó Bera.

Hilda agachó la cabeza.

—¡Y pensar que he expresado preocupación por una muchacha con collar! —exclamó Bera.

Hilda no osó decir palabra. Para una esclava, el hablar en semejante situación podía acarrearle una condena a muerte. Se estremeció.

Furiosamente, Bera, remangándose la falda hasta los tobillos, se retiró a su aposento.

—¡Le has puesto collar! —exclamó Svein Diente Azul, frotándose las manos risueño—. ¡Levanta la cabeza, muchacha! —le ordenó. Su actitud hacia Hilda había cambiado completamente.

Ella obedeció.

—¿Es bonita? —preguntó Svein.

—Quítate las zapatillas —le mandó Forkbeard.

La muchacha lo hizo. No llevaba medias.

Entonces, bruscamente, Forkbeard le arrancó las vestiduras de encubrimiento.

Los hombres y las esclavas gritaron de placer y admiración.

Hilda permaneció de pie orgullosamente, con la cabeza erguida, en medio de la pila de oro y joyas.

Forkbeard la había marcado hacía unos días. Ahora era una muchacha cuyo vientre yacía bajo la espada.

—Parece —dijo Svein— que el precio está bien pagado.

—Sí —repuso Forkbeard—, eso parece.

—Por la mañana anunciaré que tu proscripción ha sido levantada.

Me relajé. Parecía que, después de todo, saldríamos con vida de la casa de Svein Diente Azul. Éste, como yo temiera, no nos había tendido trampa alguna. Era un hombre que mantenía su palabra.

—Creo que hay algún error —dijo Ivar Forkbeard.

Gemí para mis adentros.

—¿A qué te refieres? —preguntó Diente Azul.

—¿Cómo es que el precio está pagado? —preguntó Ivar Forkbeard.

Diente Azul, con aire perplejo, señaló las joyas, el oro y la muchacha.

—Aquí está todo cuanto te exigí para pagarlo —dijo.

—Eso es cierto —repuso Forkbeard. Entonces se irguió en toda su considerable altura—. ¿Pero quién os ha dicho que quiera pagarlo?

De improviso, los hombres que se hallaban en la casa, tanto los de Forkbeard como los de Svein Diente Azul, prorrumpieron en vítores. Yo me había levantado y estaba entre ellos. Nadie lo había sospechado y, sin embargo, era lo que cabría esperar de un hombre como Forkbeard.

—Antes que aceptar el perdón de un Jarl como vos, Svein Diente Azul —dijo Ivar Forkbeard—, elijo lo que ha de elegir un hombre libre. ¡Me quedo con el eslín, el bosque y el mar!

Svein Diente Azul le miró fijamente.

—No pago el precio —concluyó Forkbeard—. Prefiero continuar proscrito.

Una vez más hubo grandes gritos de entusiasmo. Di palmadas en los hombros a Forkbeard. Hilda estaba arrodillada a sus pies, los labios apretados contra sus botas. «¡Mi Jarl! ¡Mi Jarl!», sollozaba.

Entonces se hizo el silencio en la casa.

Todos los ojos se volvieron hacia Diente Azul.

Éste se hallaba de pie, ante el asiento mayor de su casa.

Se dispuso a hablar. De pronto levantó la cabeza. Yo, y varios de los hombres lo percibimos también: era humo.

—¡La casa está ardiendo! —gritó un hombre. Las llamas, sobre y detrás de nosotros, trepaban por el ángulo sureste del tejado interior, por encima de las puertas, propagándose a la derecha de éstas. El humo comenzaba a penetrar, procedente de las estancias laterales. Vimos que algo se movía a través de él.

—¿Qué ocurre? —exclamó otro.

Las puertas, detrás de nosotros, se abrieron de repente.

En el umbral, destacándose contra las llamas, vislumbramos a enormes y peludas figuras negras.

Una de ellas, entonces, se introdujo en la casa de un salto. En una zarpa empuñaba una gigantesca hacha, y en el brazo llevaba un gran escudo redondo, de hierro, con doble correa: era el Kur que se había dirigido a la asamblea.

Echó la cabeza hacia atrás y abrió las fauces, con ojos centelleantes, y profirió el bestial rugido del Kur sediento de sangre; entonces se inclinó, observándonos, los hombros encorvados, las uñas desenvainadas, las orejas gachas.

Nadie podía moverse.

El otro Kur apareció al poco detrás de él; lanzó un grito agudo, los belfos retraídos, un horrible sonido que, de algún modo, interpreté como una señal de placer, de avidez. Este chillido, como un estímulo, actuó asimismo sobre los otros; casi al instante, los demás se sumaron a él; la casa se llenó entonces de sus aterradores aullidos hasta que, enloquecidos por ellos, saltaron hacia delante, blandiendo las hachas.