11. EL TORVALDSBERG

El Kur irguió la testa y contempló la congregación de hombres libres. Las pupilas de sus ojos, a la luz del sol, eran extremadamente pequeñas y negras. Semejaban puntos en la córnea amarillo verdosa. Yo sabía que en la oscuridad podían dilatarse, como lunas negras y llenar casi por completo la cavidad ocular. Se hallaba de pie en el montecillo que dominaba el prado de la asamblea. De la ladera de dicho montecillo sobresalían piedras semicirculares, como gradas, en las que había Jarls de categoría inferior, hombres ilustres y sacerdotes rúnicos. A poca distancia de la cima había una plataforma que acogía a Svein Diente Azul y a varios de sus oficiales.

—¡Compañeros racionales! —bramó el Kur.

Al principio resultó difícil de entender, pues era como tener que distinguir toscas aproximaciones a los fonemas de tu lengua nativa en los rugidos de un tigre. Me estremecí.

—Hombres de Torvaldsland —gritó—. Venimos en son de paz. —Los presentes intercambiaron miradas.

Detrás de él se encontraban dos Kurii más. Llevaban amplios escudos y hachas de doble hoja. El orador no iba armado, salvo por su natural ferocidad.

—Matémoslos —oí que un hombre le cuchicheaba a otro.

—Al norte, en las nieves —prosiguió el Kur—, hay un grupo de mi especie.

Los hombres se agitaron inquietos. Yo escuché atentamente.

Sabía que la inmensa mayoría de los Kurii no habitan en zonas frecuentadas por el hombre. Por otra parte, los Kurii de la plataforma, y otros con los que me había topado, tenían la piel oscura, pardusca o rojiza. Pero si estos Kurii que decían venir en son de paz estaban adaptados a la nieve, su piel no sugería tal cosa.

—¿Cuántos hay? —preguntó Svein Diente Azul, que compartía la plataforma con los Kurii.

—Tantos como piedras a orillas del mar —dijo el Kur.

—¿Qué queréis? —gritó uno de los hombres del campo.

—Venimos en son de paz —repitió la criatura.

—No tienen la piel blanca —le dije a Ivar Forkbeard, que estaba ahora a mi lado—. No es probable que vengan de la región de las nieves.

—Naturalmente que no —repuso Forkbeard.

—¿No convendría hacer llegar esta información a Svein Diente Azul?

—Diente Azul no es tonto. No hay un solo hombre que se crea que los Kurii están agrupados en la región de las nieves. No hay suficiente caza para mantener a tantos de ellos en un lugar así.

—¿Entonces a qué distancia debiera encontrarse? —pregunté.

—No se sabe —admitió Forkbeard.

—Desgraciadamente —prosiguió el Kur— sólo nos conocéis a través de nuestros proscritos, infelices que expulsamos de nuestras cavernas al considerarlos indignos de las finuras de la civilización, a través de nuestros enfermos, nuestros inadaptados y dementes, a través de aquellos que, a pesar de nuestros esfuerzos y benevolencia, no lograron asimilar nuestra disposición a la paz y a la armonía.

Los hombres de Torvaldsland parecían anonadados.

Miré las grandes hachas en las zarpas de los Kurii que acompañaban al orador.

—Con demasiada frecuencia nos hemos enfrentado en guerras y matanzas —continuó—. Pero vuestra parte de culpa es también muy grande. Cruelmente y sin escrúpulos, nos habéis hostigado; y cuando buscábamos vuestra amistad de compañeros racionales, vosotros preferisteis matarnos.

—Matémoslos —murmuró más de uno—. Son Kurii.

—Aún ahora —dijo el Kur, con la piel descubriendo sus colmillos—, hay algunos entre vosotros que desean nuestra muerte, que incitan a nuestra destrucción.

Los hombres guardaron silencio. El Kur había oído y entendido sus palabras, aun cuando se hallara muy lejos de nosotros. No pude sino admirar la agudeza de su oído.

Nuevamente la piel se retrajo de sus colmillos. Me pregunté si era una tentativa de simular una sonrisa humana.

—Venimos amistosamente. —Miró en derredor—. Somos un pueblo sencillo y pacífico —declaró—, y nuestro único afán es dedicarnos a la agricultura.

Svein Diente Azul, un hombretón barbudo, con aire de gran inteligencia, echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en carcajadas. En aquel momento lo tuve por un hombre valiente. En pocos instantes todo el mundo lo secundó.

Me pregunté si el estómago o estómagos de los Kurii podrían digerir vegetales.

Al Kur no pareció molestarle la risa. Me dije si la comprendería. Para el Kur pudiera ser sólo un sonido humano, tan carente de sentido como los gritos de las ballenas para nosotros.

—Te diviertes —dijo la criatura.

Así que, por lo visto, los Kurii tenían una cierta comprensión de la risa. Sus propios belfos, entonces, se retrajeron una vez más, revelando los colmillos. En aquel momento supe con toda claridad que aquel gesto se trataba de una sonrisa.

Que los Kurii poseyeran sentido del humor no me alentaba respecto de su naturaleza. El que una especie se ría indica su inteligencia, su capacidad de razonar, no su bondad o su inocuidad.

—No siempre fuimos simples granjeros —dijo el Kur. Abrió la boca, aquel horrible orificio dotado de dos hileras de blancos y curvados colmillos—. No —prosiguió—. En otro tiempo fuimos cazadores y nuestros cuerpos aún ostentan, como advertencias, las trazas de nuestro cruel pasado. —Agachó la testa—. Esto —dijo, y entonces levantó la zarpa izquierda, sacando de pronto las uñas— nos recuerda que hemos de perseverar en nuestros intentos de vencer una a veces obstinada naturaleza. —Contempló a la congregación—. Pero no tenéis que emplear nuestro pasado contra nosotros. Lo que importa es el presente. Lo que importa no es lo que fuimos, sino lo que somos, lo que nos esforzamos por llegar a ser. Ahora sólo queremos ser simples granjeros, cultivar la tierra y llevar vidas de rústica tranquilidad.

Los hombres de Torvaldsland intercambiaron miradas.

—¿Cuántos de vosotros os habéis reunido? —volvió a preguntar Svein Diente Azul.

—Tantos como piedras hay a orillas del mar —repitió el Kur.

—¿Qué queréis? —preguntó.

—Queremos atravesar vuestra región a fin de dirigirnos al sur.

—Sería una locura —me dijo Forkbeard— permitir a un cuantioso número de Kurii la entrada en nuestras tierras.

—Vamos al sur en busca de terrenos disponibles para cultivarlos —explicó el Kur—. De vuestras tierras sólo ocuparemos lo que permita la amplitud de nuestras filas, y sólo durante el tiempo que invirtamos en recorrerlas.

—Vuestra petición suena razonable —admitió Svein Diente Azul—. Tenemos que deliberarla.

El Kur se reunió con los otros Kurii. Hablaron entre ellos en una de sus lenguas. Apenas oí algo de lo que decían. Percibí no obstante, que sonaba más como los gruñidos de los larls que como el conversar de criaturas racionales.

—¿De qué cultivo son más partidarios los Kurii en sus intereses agrícolas? —preguntó Ivar Forkbeard.

Vi que las orejas del Kur se agachaban rápidamente sobre su cabeza. Luego se relajó. Sus belfos descubrieron sus colmillos.

—De Sa-Tarna —respondió.

Los hombres del campo rezongaron su conformidad. Éste era el principal cultivo de Torvaldsland. Era una respuesta verosímil.

Entonces Ivar habló rápidamente con uno de sus hombres.

—¿Qué nos pagaréis por atravesar nuestras tierras? —preguntó uno de los hombres libres de Torvaldsland.

—Negociemos las retribuciones —dijo la bestia— en cuanto las negociaciones sean convenientes.

—Tras esto dio un paso hacia atrás.

Varios hombres se levantaron entonces para dirigirse a la asamblea. Algunos de ellos estuvieron a favor de concederles el permiso a los Kurii, y otros muchos en contra.

Por último se decidió que influía sobremanera en la resolución el saber qué ofrecerían los Kurii para obtener el permiso.

Se me ocurrió que este viaje podría ser el primer paso hacia una invasión, que culminaría con el aterrizaje de plateadas astronaves en las playas de Gor. De este modo el planeta podría convertirse en un mundo Kur, en el cual, con el apoyo de los aliados dispersos por todas las regiones, los Reyes Sacerdotes serían por fin aislados y destruidos. Ésta era, a mi modo de ver, la más temeraria y peligrosa maniobra de los Otros —los Kurii— hasta la fecha.

También era posible, naturalmente, que los Kurii se hubieran convertido en bestias apacibles y todos sus propósitos fueran sinceros. Quizá, con el tiempo, podríamos aprender mucho de ellos y construir juntos un mundo más plácido.

—¿Qué nos daréis a cambio del permiso para atravesar nuestras tierras, suponiendo que dicho permiso se os conceda? —preguntó Svein Diente Azul.

—Nosotros nos quedaremos con poco o nada —repuso el Kur—, y por ello no debéis de exigirnos pago alguno.

Un murmullo de cólera se elevó de la congregación.

—Pero dado que somos tantos —continuó el Kur—, nos harán falta provisiones, que esperamos nos suministréis vosotros.

—¿Que os las suministremos nosotros? —preguntó Svein Diente Azul. Vi que se alzaban puntas de lanza entre el gentío.

—Necesitaremos, como provisiones para cada día de viaje —dijo el Kur—, un centenar de verros, un centenar de tarskos, un centenar de boskos, un centenar de hembras en cautiverio sanas, de la clase que denomináis esclavas.

—¿Cómo provisiones? —preguntó perplejo Svein Diente Azul.

—Sí —respondió el Kur.

Svein Diente Azul se echó a reír.

Esta vez diríase que el Kur no le vio la gracia.

—No os pedimos alguna de vuestras preciosas mujeres libres —repuso.

Yo sabía que los Kurii consideraban la suave carne de la hembra humana un manjar exquisito.

—Nosotros aprovechamos a las esclavas para cosas mejores que servirlas en bandeja a los Kurii.

La congregación prorrumpió en carcajadas.

Yo no ignoraba, empero, que de acceder a tal cláusula los hombres de Torvaldsland se limitarían a encadenar a las muchachas y, como otras tantas cabezas de ganado, éstas engrosarían entre los víveres de los Kurii. Las esclavas están por completo a merced de sus dueños.

Pero no esperaban que los hombres del norte las sacrificaran. Eran demasiado atractivas.

—También necesitaremos —prosiguió el Kur—, un millar de esclavos como porteadores, que en su momento utilizaremos de provisiones.

—Y si consentimos a todo esto —preguntó Svein Diente Azul—, ¿qué nos concederéis vosotros a cambio?

—Vuestras vidas —respondió el Kur.

Hubo un furioso clamor y se blandieron armas. La sangre de los hombres de Torvaldsland empezaba a hervir. Eran hombres libres, y hombres libres de Gor.

—Considerad cuidadosamente vuestra respuesta, amigos míos —recomendó el Kur—. Al fin y al cabo, nuestras demandas son razonables.

Parecía confundido por la hostilidad de los hombres. Al parecer, consideraba generosas sus condiciones.

Yo suponía que para uno de los Kurii ciertamente lo eran. ¿Seríamos los humanos tan generosos con un rebaño que se interpusiera entre nosotros y un destino codiciado?

Vi entonces al hombre de Ivar Forkbeard, a quién éste había mandado a alguna parte un poco antes, encaramarse a la plataforma. Llevaba un cubo de madera y otro objeto, envuelto en piel. Departió un momento con Svein Diente Azul, y éste esbozó una sonrisa.

—Aquí tengo un cubo de grano de Sa-Tarna —anunció Svein Diente Azul—. En señal de hospitalidad, se lo ofrezco a nuestro invitado.

El Kur miró el grano amarillo que contenía el cubo. Vi aparecer brevemente las uñas de su zarpa izquierda y hundirse de golpe en la blandura del mismo.

—Doy las gracias al ilustre Jarl —dijo la bestia—; es un grano excelente. Deseamos encarecidamente gozar de tan buena fortuna con nuestros cultivos en el sur. Pero debo abstenerme de probar vuestro obsequio, ya que nosotros, al igual que los hombres, y al contrario que los boskos, no comemos grano crudo.

El Jarl tomó entonces el objeto que sostenía el hombre de Forkbeard.

Era una hogaza de pan de Sa-Tarna.

El Kur la miró. No pude descifrar su expresión.

—Come —invitó Svein Diente Azul.

El Kur cogió la hogaza.

—La llevaré a mi campamento —dijo— como una muestra de buena voluntad de los hombres de Torvaldsland.

—Come —repitió Svein Diente Azul.

Los dos Kurii que guardaban las espaldas del orador gruñeron quedamente, como larls irritados.

Al oírlos se me erizó el vello del cogote, por cuanto sabía que se habían dicho algo.

El Kur miraba la hogaza, como podría haber mirado un montón de hierba, un trozo de madera o el caparazón de una tortuga.

Luego, lentamente, se la metió en la boca. Apenas la había tragado, cuando dio un bramido de asco y la vomitó.

Entonces supe que este Kur, si no todos, era carnívoro.

La bestia permaneció en la plataforma, con los hombros encorvados; vi que descubría las uñas y agachaba las orejas; sus ojos refulgían.

Una lanza se le acercó demasiado. El Kur la asió, arrebatándola de las manos del hombre y, de un solo mordisco partió el astil en dos, como podría haberlo hecho con una ramita seca. Entonces irguió la testa y, con los colmillos desnudos, como un larl enloquecido, rugió de furia. Creo que no hubo ni un solo hombre en el campo que, en aquel instante, no quedara paralizado por el terror. El rugido de la bestia debió de llegar hasta los barcos.

—¡Hombres libres de Torvaldsland! —gritó Svein Diente Azul—. ¿Les permitimos a los Kurii atravesar nuestras tierras?

—¡No! —exclamó uno.

—¡No! —corearon otros.

Al poco rato el campo entero se había inflamado con gritos de hombres enfurecidos.

—¡Mil de vosotros podéis morir bajo las garras de un solo Kur! —amenazó la bestia.

Los gritos y el blandir de armas aumentaron. El Kur giró sobre sí mismo y emprendió la retirada, seguido por los otros dos.

—¡Retroceded! —gritó Svein Diente Azul—. ¡La paz de la asamblea los ampara!

Los hombres retrocedieron y, en medio de ellos, pasaron apresuradamente los tres Kurii con paso desmañado.

—Hemos acabado con ellos —dijo Ivar Forkbeard.

—¡Mañana —tronó Svein Diente Azul— entregaremos los trofeos a los ganadores de las pruebas! —Se rió—. ¡Y por la noche celebraremos un banquete!

Hubo gritos de entusiasmo y jubiloso blandir de armas.

—He ganado seis tálmits —me recordó Ivar Forkbeard.

—¿Te atreverás a reclamarlos? —le pregunté.

Él me miró como si yo estuviera loco.

—Naturalmente —repuso—. Son míos.

Al abandonar el prado de la asamblea distinguí, a lo lejos, una alta montaña coronada de nieve.

—¿Qué montaña es ésa? —pregunté.

—Es el Torvaldsberg, o monte de Torvald —explicó Ivar Forkbeard—. Dice la leyenda que Torvald duerme allí —sonrió—, y que despertará sólo cuando se le necesite en Torvaldsland una vez más.

Me pasó el brazo por los hombros.

—Ven a mi campamento —dijo—. Aún tienes que descubrir cómo romper el gambito del Hacha de Jarl.

Sonreí. Aún no había ideado una defensa contra este poderoso gambito del norte.