6. LA AMPLIA CASA DE IVAR FORKBEARD

Los hombres de Ivar Forkbeard gritaban entusiasmados. La serpiente viró poco a poco en medio de los altos acantilados, y penetró en la cala.

Aquí y allá había líquenes adheridos a la roca, y pequeños arbustos, e incluso árboles enanos. El agua debajo de nosotros era profunda y gélida.

Yo notaba una brisa procedente del interior, que venía al encuentro del mar.

Los remos se alzaban y caían.

La vela colgaba floja, y crujía, agitada en el viento calmoso.

Los hombres de Torvaldsland la arrizaron bien alta a la verga.

Al poco, las vigorosas gargantas de la tripulación de Forkbeard entonaron una potente y alegre canción de remo.

Ivar Forkbeard, en la proa, se llevó a los labios un grande y curvado cuerno y dio un trompetazo. Lo oí resonar por entre las escarpaduras.

Las esclavas, apiñadas en mitad del navío, de pie, miraban la nueva tierra, formidable y escabrosa, que iba a ser su hogar.

Escuché, quizás a un pasang de distancia, el toque de un cuerno.

Supuse que pronto recalaríamos en el embarcadero de Forkbeard.

—Ponla en la proa —dijo Forkbeard, señalando a la esbelta rubia.

Ésta fue rápidamente separada del hatajo y desencadenada. Gorm le ciñó una soga al cuello y la arrastró hasta allí. Mientras otro hombre la sujetaba, Gorm la ató a la proa, con la espalda doblada sobre ella; le amarró las muñecas y los tobillos a los lados de la misma; le ensogó, también, el vientre y el cuello.

De nuevo Ivar Forkbeard tocó el gran cuerno de bronce. Al cabo de varios segundos un trompetazo de respuesta resonó por entre los acantilados. Los remos se alzaban y se hundían.

Los hombres cantaban.

—¡Colgad el oro por todo el navío! —gritó.

De la proa suspendieron ciriales y vasos; a martillazos clavaron las láminas en el mástil. Las colgaduras de oro cubrieron las regalas como estandartes.

Entonces el barco traspuso un recodo y, para mi asombro, vi un muelle de disparejos troncos, cubiertos de tablas desbastadas, y una extensa área de tierra en pendiente, de varios acres, verde aunque sembrada de guijarros, con hierba corta. Había una empalizada de troncos, de unos cien metros a partir del muelle. En lo alto del acantilado distinguí a un vigía, un hombre con un cuerno en la mano. Sin duda era él a quien habíamos oído. Se puso en pie y agitó el cuerno de bronce. Forkbeard le devolvió el saludo.

Vi a cuatro pequeños boskos de leche que pacían en la hierba. A lo lejos, por encima de los campos, pude ver montañas coronadas de nieve. Un rebaño de verros pastoreado por una muchacha con un bastón daba la vuelta, balando en la empinada ladera. Ella se llevó la mano a los ojos para protegerse del sol. Era rubia e iba descalza; llevaba un vestido de lana blanca, sin mangas, que le llegaba a los tobillos, abierto hasta el vientre. Observé que un negro aro de metal le rodeaba el cuello.

Hombres procedentes de la empalizada y los campos corrían ahora en dirección al muelle. Llevaban descubierta la cabeza; algunos vestían zamarras y otros pantalones de piel y túnicas de lana teñida. Vi asimismo colmenas, árboles frutales y cobertizos con techo de tablas.

Entre los hombres, cuya condición de esclavos —patentizada por la banda de hierro con una argolla soldada que les ceñía el cuello— les prohibía abandonar los campos so pena de muerte, corrían excitadas esclavas. A éstas se les permite dar la bienvenida a su dueño a su llegada. A los hombres del norte les agradan los ojos brillantes, los cuerpos alborozados, los agasajos de sus esclavas.

Imaginé que hoy sería un día festivo en la casa de Ivar Forkbeard.

Ahora éste, de un barrilete de madera, se sirvió un enorme pichel de cerveza, diríase de una capacidad de unos cinco galones. Cerró entonces el puño sobre el mismo. Era el signo del martillo, el signo de Thor. Luego el pichel, que tenía dos grandes asas de bronce, pasó de mano en mano entre los remeros, quienes echaban la cabeza hacia atrás y bebían cerveza, derramándosela por el cuerpo. Era la cerveza de la victoria.

Después el propio Forkbeard apuró lo que quedaba en el pichel, lo arrojó al pie del mástil y entonces, para mi asombro, saltó desde el navío sobre los remos en movimiento, y luego, mientras la serpiente avanzaba paralela al muelle, haciendo las delicias de los que le vitoreaban en la orilla, ejecutó gozoso la danza de los remos del pirata de Torvaldsland. No es realmente una danza, claro está, sino una proeza atlética de no poca valentía, que requiere un ojo espléndido, un fantástico equilibrio y una increíble coordinación. Ivar Forkbeard, vociferando, saltaba de un remo a otro, de proa a popa y luego viceversa, hasta que por fin, elevando los brazos, dio un brinco que le llevó de nuevo al interior del barco. Entonces se quedó en la proa, a mi lado, sudando y sonriendo. En la orilla brindaban por él con jarras de cerveza. Los hombres aplaudían. Oía gritar a las esclavas.

La serpiente de Ivar Forkbeard se deslizó suavemente sobre los rollos de piel colgados en el borde del muelle. Manos impacientes competían para asir las amarras.

Los remos penetraron en el navío; los tripulantes colgaron sus escudos en los flancos de la serpiente.

Los hombres del muelle dieron gritos de placer al contemplar la afligida belleza de la esbelta rubia, tan cruelmente amarrada a la proa.

—¡Traigo a dieciocho de nuevas! —bramó Ivar Forkbeard.

Sus hombres, riendo, empujaron a las otras muchachas hasta la baranda, obligándolas a tenerse en pie sobre los bancos de remo.

—¡Calienta los hierros! —gritó Forkbeard.

—¡Ya están calientes! —repuso un musculoso hombretón del muelle, con mandil de cuero.

Las muchachas se estremecieron. Iban a marcarlas con hierro candente.

—¡Lleva el yunque al tajo de marcar! —dijo Forkbeard.

Entonces comprendieron que les pondrían collares.

—¡Ya está allí! —repuso riendo el hombretón, sin duda un herrero.

Gorm acababa de desatar a la esbelta rubia de la proa. La puso a la cabeza del hatajo. Aelgifu, con su traje de terciopelo negro arrugado, manchado y roto en algunos puntos, ocupó la cola. Gorm no volvió a engrilletar a la rubia, si bien la ató por el cuello al hatajo. Además quitó los grilletes también a las otras, Aelgifu incluida.

Tras esto empujaron la plancha por encima de la baranda hasta que cayó en el pesado muelle de tablas.

La esbelta rubia, que Forkbeard cogía por el brazo, fue a parar de un empellón a la cabeza de la plancha. Miró abajo, hacia los entusiasmados hombres.

Gorm se puso entonces al lado de Ivar Forkbeard. En el hombro, colgada de una correa, llevaba una alta y oscura vasija, repleta de líquido.

Los hombres de la orilla se echaron a reír.

Había una copa de oro con dos asas enganchadas a la vasija por una ligera cadena. Sonriente, Gorm abrió el pitorro de la vasija y llenó la copa de un líquido oscuro.

—Bebe —ordenó Forkbeard poniendo bruscamente la copa en las manos de la rubia.

Ella la tomó. Estaba decorada: en su contorno, artificiosamente labrados, había dibujos de esclavas encadenadas. Un dibujo de una cadena decoraba también el borde y, en cinco lugares, veíase la imagen de un látigo de esclavos de cinco colas.

Ella miró el líquido oscuro.

—Bebe —repitió Forkbeard.

La muchacha se la llevó a los labios y lo probó. Al punto cerró los ojos y torció el gesto.

—Está muy amargo —gimió.

Inmediatamente sintió el cuchillo de Forkbeard en el vientre.

—Bebe —le ordenó.

Ella echó la cabeza hacia atrás y bebió el asqueroso brebaje. Comenzó a toser y a sollozar. Le desataron del cuello la soga del hatajo.

—Llevadla al tajo de marcar —dijo Forkbeard. De un empujón tiró de la plancha a la joven, que cayó entre los brazos de los hombres que esperaban; se la llevaron del muelle a toda prisa.

Se obligó a las presas de Ivar Forkbeard, incluso a la rica y arrogante Aelgifu, a beber una a una el vino de las esclavas. Luego las separaban del grupo y las conducían al tajo de marcar.

Después Ivar Forkbeard, precedido de Gorm, yo y sus hombres, bajó de la plancha. Le saludaron efusivamente con palmadas en la espalda y apretones de manos, a los que él respondió con idénticas muestras de afecto.

—¿Hubo buena suerte? —preguntó un hombre con un aro de plata en espiral en el brazo.

—Bastante —admitió Forkbeard.

—¿Quién es éste? —preguntó otro, señalándome—. Veo que no lleva el pelo cortado, ni cadenas de esclavo.

—Éste es Tarl Pelirrojo —repuso Forkbeard.

—¿A quién pertenece? —inquirió el hombre.

—A mí mismo —dije.

—¿No tienes Jarl? —preguntó.

—Soy mi propio Jarl —repuse.

—¿Sabes manejar el hacha?

—Enséñame tú.

—Tu espada es muy pequeñita. ¿Se utiliza para pelar sules?

—Es muy veloz —repuse—. Pica como la serpiente.

Alargó la mano hacia mí y entonces me agarró de pronto por la cintura. Su intención era, sin duda, arrojarme al agua para divertirse. No consiguió moverme. Gruñó con sorpresa.

Yo también le cogí por la cintura. Nos tambaleamos sobre las tablas de madera. Los hombres retrocedieron para dejamos espacio.

—A Ottar le encanta jugar —dijo Forkbeard.

Con una súbita presa le hice perder el apoyo y le tiré al agua.

Empapado y escupiendo, Ottar nadó hasta el muelle.

—Mañana —dijo riendo— te enseñaré a manejar el hacha. —Nos estrechamos la mano. Ottar, durante la ausencia de Ivar Forkbeard, le cuidaba a éste el ganado, la hacienda, la granja y las cuentas.

—Juega un excelente Kaissa —dijo Forkbeard.

—Yo le ganaré —repuso Ottar.

—Ya lo veremos —dije.

Una esclava se abrió paso a empujones por entre la multitud.

—¿Ya no se acuerda mi Jarl de Gunnhild? —preguntó. Gimoteó y corrió a su lado, abrazándole, alzando los labios para besarlo en la garganta, debajo de la barba. Un collar de hierro negro, remachado, con una argolla soldada a la que podía engancharse una cadena, le rodeaba el pescuezo.

—¿Y Morritos qué? —dijo otra muchacha, arrodillándose frente a él y levantando los ojos hacia los suyos. A veces a las esclavas se les da nombres descriptivos. Ésta, que era rubia, tenía labios carnosos y sensuales. Olía a verro. Era sin duda la que había visto en la ladera pastoreando verros.

—Morritos ha sufrido mucho esperando el regreso de su Jarl —gimoteó. Forkbeard le meneó la cabeza con sus manazas.

—¿Y Olga qué? —sollozó otra muchacha, bonita y robusta de moreno cabello.

—No os olvidéis de Lindos Tobillos, mi Jarl —dijo una quinta, una criaturilla deliciosa que tal vez no pasara de los dieciséis. Sacando los labios con avidez, le mordisqueó el vello del dorso de su mano.

—¡Largo de aquí, mozas! —exclamó Ottar riendo—. ¡Forkbeard trae nuevas presas, carne más fresca a la que hincar el diente!

Furiosa, Gunnhild se remangó el vestido hasta el cuello con ambas manos, y se irguió altiva ante Forkbeard, sacando los pechos, que eran adorables.

—¡Ninguna de ellas sabe complaceros tan bien como Gunnhild! —afirmó.

Él la asió entre sus brazos y le violó los labios con un beso, mientras le recorría el cuerpo con la mano; la apartó de sí arrojándola contra las tablas del muelle.

—¡Preparad un banquete! —dijo—. ¡Que se prepare un banquete!

—¡Sí, mi Jarl! —gritó ella, y se puso en pie de un salto, echando a correr hacia la empalizada.

—¡Sí, mi Jarl! —gritaron las demás muchachas, yendo raudas tras ella para iniciar los preparativos del banquete.

Entonces Forkbeard dirigió su atención a la serpiente, y al desembarque de las riquezas que sus hombres cargaban sobre sus espaldas, en medio de las voces de júbilo y admiración de los congregados.

Concluida la operación, acompañé a Forkbeard a un lugar situado tras una herrería. Allí había un gran tajo, hecho con un árbol caído. Junto a éste, una detrás de otra, con el hombro derecho en contacto con él, se arrodillaban las nuevas esclavas y Aelgifu. Había también algunos hombres en derredor, así como el musculoso hombretón, el herrero. El yunque descansaba sobre una gran piedra plana, para evitar que se hundiera en el suelo. A pocos metros hallábanse dos braseros incandescentes con hierros en su interior, entre los carbones al rojo. El aire, por medio de un pequeño fuelle que manejaba un joven esclavo, se hacía pasar por un tubo en la base de cada uno.

—Ella primero —dijo Forkbeard, señalando a la esbelta rubia.

Un individuo agarró a la gimiente muchacha y la echó boca abajo sobre el descortezado tronco. Dos hombres le sujetaron los brazos y otros dos las piernas. Un quinto hombre, con un grueso guante de piel, extrajo uno de los hierros del fuego; el aire en tomo a su punta vibraba con el calor.

—¡Por favor, mi Jarl! —gritó ella—. ¡No marquéis a vuestra servidora!

A una señal de Forkbeard, el hierro se aplicó profundamente a las carnes de la muchacha, y permaneció allí, humeando, durante cinco ihns. Ella solamente gritó en cuanto se le hubo retirado. Había cerrado los ojos y apretado los dientes, tratando de no gritar. Había intentado oponer su voluntad contra el hierro; pero su arrogancia y su empeño fueron vanos; había gritado de dolor, larga y penosamente, delatándose como poco más que otra muchacha marcada. La cogieron del brazo y la apartaron a rastras del tajo. Ella echó la cabeza hacia atrás, la cara bañada en lágrimas, y volvió a gritar de dolor. Miró la marca de identificación que ya ostentaba su cuerpo. Una mano le aferró el brazo y la arrojó contra el yunque, al lado del cual cayó de rodillas.

—Levanta la cara y mírame —dijo el herrero.

Ella lo hizo, con lágrimas en los ojos.

Él abrió el engoznado collar de hierro negro y se lo ciñó al cuello.

—Pon la cabeza junto al yunque —dijo.

La asió por el pelo y tiró de él, haciendo que su cuello descansara en el lado izquierdo del yunque. Sobre éste reposaban las junturas de las dos piezas del collar. El interior de éste quedaba separado unos cinco centímetros del cuello. Desde donde me encontraba, podía ver el fino vello de la nuca de la muchacha.

Enérgicamente, el herrero pasó un remache de metal por los tres agujeros del collar.

—No muevas la cabeza, esclava —le advirtió.

Entonces, con fuertes martillazos, remachó el collar de hierro en torno a su cuello.

Hecho esto, un hombre la aferró por el pelo y la arrojó a un lado del yunque. Ella se quedó allí tendida, sollozando.

—La siguiente —gritó Forkbeard.

Echaron a otra llorosa muchacha sobre el tajo de marcar. Al final sólo quedaba Aelgifu.

Forkbeard, con el talón de su bota, dibujó un círculo de las esclavas en el suelo.

Ella lo miró.

Entonces, ante la hilaridad de los hombres, con la cabeza alta, remangándose la falda, caminó hasta el círculo y, con la cara vuelta hacia Forkbeard, quedose dentro de él.

—Quítate la ropa, bonita —dijo Ivar Forkbeard. Ella se llevó la mano a la nuca, desabrochó el vestido de terciopelo negro y se lo quitó por la cabeza. Tras esto quedó ante nosotros vestida tan sólo con una fina camisa de seda. Se despojó también de ella y la tiró al suelo.

Entonces, escultural y arrogante, siguió de pie inmóvil.

Ivar se lamió los labios. Varios de sus hombres gritaron con deleite, otros se golpearon el hombro izquierdo con la mano derecha. Dos, que iban armados de escudo y lanza, aporrearon con la hoja de esta última el escudo de madera.

—¿No será realmente un sabroso bocado? —preguntó Ivar Forkbeard a sus hombres.

Éstos vocearon con entusiasmo, y repitieron sus expresivas manifestaciones de placer.

El miedo penetró en los ojos de la arrogante Aelgifu.

—Ve de prisa al hierro, muchacha —ordenó de súbito Ivar Forkbeard, ásperamente. Gimiendo, Aelgifu corrió desde el círculo hasta el tajo de marcar, sobre el que la echaron boca abajo. En un momento el acero la había mordido. Su alarido hizo reír a algunas de las esclavas. Luego la empujaron hasta el yunque y la forzaron a arrodillarse junto a él.

Vi a un joven esclavo, de anchos hombros, que había permanecido a un lado, acercarse a la esbelta rubia y levantarla.

—Veo, Thyri —dijo— que ahora eres una mujer cuyo vientre yace bajo la espada.

—Wulfstan —dijo ella.

—Aquí me llaman Tarsko —replicó.

Le tocó el collar.

—¡La orgullosa Thyri una esclava! —dijo. Y sonrió—. Rechazaste mi oferta de matrimonio. ¿Te acuerdas?

Ella no dijo nada.

—Eras demasiado buena para mí —dijo. Se echó a reír—. Ahora sin duda te arrastrarías ante cualquier hombre que te liberase.

Ella le miró furiosa.

—¿No lo harías? —le preguntó él.

—Sí, Wulfstan —repuso—, ¡lo haría!

Él la sujetó por el collar.

—Pues no te liberarán, Thyri —dijo—. Seguirás llevando esto. Eres una esclava.

Ella bajó la vista.

—Me alegro de que estés aquí —dijo. Dio un paso atrás.

Ella levantó los ojos, enfurecida, para mirarle.

—Una marca —dijo él— embellece a una mujer. A ti te embellece, Thyri. Y también tu collar; el hierro contra la suavidad de tu cuerpo te sienta bastante bien.

—Gracias, Wulfstan —repuso ella.

—Las mujeres están hechas para los collares.

Los ojos de Thyri llamearon.

—A veces —dijo él—, para disciplinar a una esclava se la arroja desnuda entre los esclavos. —Sonrió—. No temas. Si te hacen eso a ti, yo por mi parte te trataré bien, esclava. Muy bien.

Ella se apartó de él.

Sonaron los últimos martillazos del herrero y, agarrándola por el pelo, retiraron del yunque a Aelgifu, que ya llevaba un collar de hierro negro.

—¡De prisa, esclavas! —gritó Ivar Forkbeard—. ¡De prisa, holgazanas! ¡Hay un banquete que preparar!

Las esclavas, Thyri y Aelgifu entre ellas, huyeron, cual una manada de aterrados tabuks, a través de la corta hierba semejante a césped, hasta la puerta de la empalizada, para que las pusieran a trabajar.

Ivar Forkbeard se rió con grandes carcajadas, echando la cabeza hacia atrás. En su regazo, desnuda, se sentaba la que fuera Aelgifu, rodeándole el cuello con los brazos, los labios en su sien; ahora la llamaban Budín. Al otro lado, igualmente desnuda, abrazada a la cintura de Forkbeard, restregándose contra él, hallábase la esclava Gunnhild.

Yo tenía en la mano el gran vaso en forma de cuerno que se utilizaba en el norte.

—No hay forma de que se tenga derecho —le dije desconcertado.

Él prorrumpió de nuevo en carcajadas.

—¡Si no puedes apurarlo —dijo—, dáselo a otro!

Eché bruscamente la cabeza hacia atrás y apuré el cuerno.

—¡Espléndido! —gritó Forkbeard.

Le tendí el cuerno a Thyri, que estaba de hinojos a mis pies, desnuda, entre dos de los bancos.

—Sí, Jarl —dijo, y corrió a llenarlo de la gran tinaja. ¡Cuán magníficamente bella es una mujer desnuda y con collar!

—Tu casa —le dije a Forkbeard— apenas es como había esperado.

—Bueno, soy un proscrito.

—No lo sabía.

—Éste es uno de los motivos de que mi casa no sea de madera, sino de piedra y turba.

—Toma, Jarl —dijo Thyri, devolviéndome el cuerno. Estaba repleto del hidromiel de Torvaldsland, elaborado con espesa miel fermentada.

Las dos esclavas, Lindos Tobillos y Morritos, desnudas para el banquete como las demás, se esforzaban por acarrear sobre las espaldas un tarsko asado y espetado, a través de la humosa y oscura estancia. Los hombres les daban palmadas, metiéndoles prisa. Ellas se reían gozosas. Llevaban las espaldas protegidas con rollos de cuero para que no las quemara el espetón de metal. Arrojaron el tarsko asado sobre nuestra mesa. Con su cuchillo de cinto, rechazando a Budín y a Gunnhild, Ivar Forkbeard se aplicó a cortar la carne.

Repartió trozos a lo largo de la mesa.

Procedentes de la oscuridad que se extendía tras de mí, a más de doce metros de distancia, en el altozano, oía los gritos de una muchacha a la que estaban violando. Era una de las recién llegadas. Había visto cómo la arrastraban por el pelo en aquella dirección. Sus gritos eran de placer.

—Comprendo —dije—. Pero al menos tienes una empalizada.

Me tiró una porción de carne.

Cortó dos trozos pequeños y los metió en la boca de Budín y de Gunnhild.

Ellas, sus favoritas, comieron obedientemente.

—La empalizada —explicó— es baja, y las grietas están rellenadas con barro.

Arranqué un trozo de la carne que Forkbeard me había dado y se la tendí a Thyri. Ella me sonrió. Ponía mucho empeño en aprender cómo satisfacer a un hombre.

—Gracias, mi Jarl —dijo. Tomó la carne, delicadamente, con los dientes. Yo sonreí con lujuria, y ella bajó la vista sobrecogida. Sabía que pronto le enseñarían de veras cómo satisfacer a los hombres.

—Eres rico —dije—, y dispones de muchos hombres. Seguramente podrías tener una casa de madera, si quisieras.

—¿Por qué viniste a Torvaldsland? —preguntó Forkbeard de súbito.

—Con ánimo de venganza. Persigo a uno de los Kurii.

—Son peligrosos.

Me encogí de hombros.

—Uno ha atacado aquí —dijo Ottar de repente.

Ivar le miró.

—El mes pasado —siguió Ottar—, se llevó uno de los verros.

Entonces supe que no podía ser el Kur que yo buscaba.

—Lo perseguimos, pero no logramos encontrarlo.

—No cabe duda de que ha abandonado la región —dijo Ivar.

—¿Os molestan a menudo las bestias? —pregunté.

—No —respondió Ivar—. Raramente vienen a cazar tan lejos del sur.

—Son racionales —le expliqué—. Tienen un lenguaje.

—Ya lo sé —dijo Ivar.

No le conté a Ivar que esos que conocía como Kurii, o las bestias, eran en realidad ejemplares de una raza alienígena, que en sus naves combatían encarnizadamente con los Reyes Sacerdotes por el dominio de dos mundos: Gor y la Tierra. En tales batallas, desconocidas para la mayoría de los hombres, aun de Gor, alguna que otra nave de los Kurii había sido destruida y había caído a la superficie. Era costumbre de los Reyes Sacerdotes el desintegrar los pecios de dichas naves, pero, al menos por lo común, no trataban de perseguir y exterminar a los supervivientes. Si los Kurii aislados obraban de acuerdo con las normas armamentistas y tecnológicas de los Reyes Sacerdotes, se les permitía sobrevivir como a los humanos, otra forma de vida. Los Kurii que había conocido eran bestias de salvajes y terribles instintos, que tenían a los humanos, y a las demás bestias, por carnaza. La sangre, como para el tiburón, constituía un excitante para sus organismos. Eran en extremo poderosos, y altamente inteligentes, si bien sus capacidades intelectuales, como las de los humanos, estaban muy por debajo de las de los Reyes Sacerdotes. Aficionados a matar, y tecnológicamente avanzados, eran, a su modo, dignos adversarios de los Reyes Sacerdotes. Muchos de ellos vivían en naves, los lobos de acero del espacio, y sus instintos, hasta cierto punto, veíanse refrenados por La Lealtad de la Nave, La Ley de la Nave. Creíase que su mundo había sido destruido. Esto parecía verosímil a poco que uno tomaba en cuenta su ferocidad y su gula, y cómo podían ponerlas en práctica en virtud de una avanzada tecnología. Con su propio mundo destruido, ahora los Kurii deseaban otro.

Naturalmente, los Kurii con los cuales los hombres de Torvaldsland acaso se habían enfrentado, pudieran llevar generaciones separados de los Kurii de las naves. Sin embargo, se consideraba uno de los grandes peligros de la guerra que los Kurii de las naves pudieran contactar con los Kurii de Gor y servirse de ellos para sus planes.

Los hombres y los Kurii, en donde se encontraban, que normalmente era sólo en el norte, se tenían mutuamente por mortales enemigos. No era infrecuente que los Kurii se alimentasen de humanos, y los humanos, en consecuencia, tratasen de acosar y matar a las bestias. Por lo común, empero, debido a la fuerza y ferocidad de las éstas, los humanos las perseguían solamente hasta las fronteras de sus propias regiones, en particular sólo cuando estaba en juego la pérdida de un bosko o un esclavo. Solía considerarse más que suficiente, incluso por los hombres de Torvaldsland, expulsar a una de las bestias de la propia región. Sentíanse especialmente satisfechos cuando habían logrado desterrar a una al territorio de un enemigo.

—¿Cómo conocerás al Kur que andas buscando? —preguntó Ivar.

—Creo que él me conocerá a mí —respondí.

—Eres un valiente o un necio —replicó.

Bebí más hidromiel, y comí también más tarsko asado.

—Tú eres del sur —dijo Ivar—. Tengo un proyectó, un plan.

—¿Cuál es? —inquirí.

Un remero pasó junto a nosotros llevando en el hombro a la esclava Olga, que reía y pateaba en vano.

Vi a varias de las esclavas en los brazos de los hombres de Ivar. En medio de ellas, pugnando algunas por resistir, estaban las nuevas. Un remero, tras haberle sujetado las manos, estaba azotando con su cinturón a una que le había enfurecido. En cuanto la soltó, ella comenzó a besarle, gimoteando, con el afán de complacerle. Los hombres rieron. A otra de las recién llegadas la arrojaron sobre uno de los bancos; quedó tendida de espaldas, con la cabeza colgando, y su negro cabello, largo y desordenado, se esparció por el suelo, entre la tierra y los juncos; sacudió la cabeza de un lado a otro, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, con lo que yo veía sus dientes.

—¡No paréis, mi Jarl! —imploró—. ¡Vuestra esclava os suplica que no paréis!

—Soy un proscrito —dijo Ivar—. En un duelo maté a Finn Cintoancho.

—Fue en un duelo —dije.

—Finn Cintoancho era el primo de Jarl Svein Diente Azul.

—Ah —repuse. Svein Diente Azul era el Sumo Jarl de Torvaldsland, lo cual significaba que, en general, se le tenía por el más poderoso. Se decía que en su casa daba albergue a más de un millar de hombres. Fuera de esto, se decía también que sus heraldos podían llevar la flecha de guerra a diez mil granjas. Diez barcos tenía en su muelle, y se aseguraba que podía solicitar cien más.

—¿Es él tu Jarl? —pregunté.

—Lo fue.

—Tu precio debió de ser alto —especulé.

Forkbeard me miró y esbozó una sonrisa burlona.

—Lo pusieron tan alto —dijo—, a pesar de las protestas de los sacerdotes rúnicos y de sus hombres, que nadie, a su entender, podría pagarlo.

—¿Y de este modo tu proscripción permanecería vigente hasta que te arrestaran o te asesinaran?

—Él pretendía expulsarme de Torvaldsland.

—Pues no lo ha logrado —repuse.

Ivar sonrió.

—No sabe dónde estoy. Si lo supiera, un centenar de barcos entrarían en la cala.

—¿A cuánto asciende el precio? —pregunté.

—A cien piedras de oro.

—Has ganado mucho más en el saqueo del templo de Kassau.

—Y el peso de un hombre adulto en zafiros de Schendi —dijo Forkbeard.

No repliqué.

—¿No estás sorprendido? —preguntó.

—Parece una exigencia absurda —admití, sonriendo.

—¿Sabes, sin embargo, lo que hice en el sur? —preguntó.

—Es bien conocido que liberaste a Chenbar, el Eslín Marino, Ubar de Tyros, de las cadenas de una mazmorra de Puerto Kar, y que se te recompensó con el peso de éste en zafiros de Schendi.

No le mencioné a Forkbeard que había sido yo, como Bosko de Puerto Kar, almirante de la ciudad, el responsable del encarcelamiento de Chenbar.

Con todo yo admiraba la audacia del hombre de Torvaldsland, aunque su acto, al liberar a Chenbar para que tomara medidas contra mí, casi me había costado la vida el año pasado en los bosques del norte. Sarus de Tyros, actuando bajo sus órdenes, había emprendido una maniobra para capturar tanto a Marlenus de Ar como a mí. Yo había salido bien librado de la misma y, finalmente, había conseguido poner en libertad a Marlenus, junto con sus hombres y los míos y vencer a Sarus.

—Ojalá que ahora Svein Diente Azul duerma peor entre sus pieles —dijo riendo Forkbeard.

—Ya has acumulado cien piedras de oro y el peso de Chenbar en zafiros de chendi.

—Pero hay otra cosa que me exigió Diente Azul —repuso.

—¿Las lunas de Gor? —pregunté.

—No —replicó él—, la luna de Scagnar.

—No lo entiendo.

—La hija de Thorgard de Scagnar, Hilda la Altiva.

Me eché a reír.

—Thorgard de Scagnar —dije— goza de un poder comparable al del propio Diente Azul.

—Tú eres de Puerto Kar —dijo.

—Mi casa se halla en esa ciudad.

—¿Acaso no es Thorgard de Scagnar un enemigo de los portokarenses? —inquirió.

—Los de Puerto Kar —dije— solemos evitar las disputas con los de Scagnar, pero es cierto que los barcos de ese Thorgard han hecho estragos en nuestras flotas. A muchos hombres de Puerto Kar los ha mandado al seno de Thassa.

—¿Dirías pues que es enemigo tuyo?

—Sí —afirmé—, lo diría.

—Tú persigues a uno de los Kurii.

—Sí.

—Puede ser peligroso y difícil —sentenció.

—Es harto posible —admití.

—Podría ser una buena diversión tomar parte en semejante cacería.

—Eres muy dueño de acompañarme —dije.

—¿Te concierne a ti el que la hija de Thorgard de Scagnar lleve un collar?

—No me importa, que lo lleve o no.

—Creo que pronto su hija podría ingresar en la casa de Ivar Forkbeard.

—Será difícil y peligroso —sentencié.

—Es harto posible —admitió.

—¿Soy dueño de acompañarte? —pregunté.

Él sonrió divertido.

—Gunnhild —ordenó—, ve rápido a por un cuerno de hidromiel.

—Sí, mi Jarl —dijo ella, y se fue a toda prisa de su lado.

Al poco regresó a través de la humosa estancia, portando un gran cuerno de hidromiel.

—Mis Jarls —dijo.

Forkbeard lo cogió y, a un tiempo, lo apuramos.

Luego nos estrechamos las manos.

—Eres muy dueño de acompañarme —dijo. Entonces se puso en pie tras la mesa—. ¡Bebed! —les gritó a sus hombres—. ¡Bebed hidromiel por Hilda la Altiva, hija de Thorgard de Scagnar!

Sus hombres prorrumpieron en carcajadas. Las esclavas, desnudas, se desperdigaron por doquier, llenando cuernos de hidromiel.

—¡Comed! —vociferó Ivar Forkbeard—. ¡Comed!

Se comió mucha carne; se vaciaron muchos cuernos.

Aunque su casa estaba construida sólo con turba y piedra, y aunque era un proscrito, Ivar Forkbeard me había recibido a la puerta de la misma, luego de haberme ordenado que esperase fuera, con sus más elegantes atavíos de oro y escarlata, portando una jofaina de agua y una toalla. «Bienvenido a la casa de Ivar Forkbeard», había dicho. Yo me había lavado las manos y la cara en la jofaina, sostenida por el propio dueño de la casa, y me había enjugado con la toalla. Después de invitarme a pasar me habían sentado frente a él en el lugar de honor. A continuación me había obsequiado, de sus arcas, con un largo y ensortijado manto de piel de eslín marino; una lanza con punta de cobre; un escudo de madera pintada de rojo, reforzado con tachones de hierro amarillos; un casco cónico de hierro, con cadena colgante y visera de acero, que podía alzarse y bajarse en sus correas; y además, una camisa y unos pantalones de piel, un hacha al estilo de Torvaldsland: curvada y de hoja única, y cuatro aros de oro, que podían ceñirse al brazo.

—Mi agradecimiento —le dije.

—Juegas un excelente Kaissa —había dicho él.

Yo suponía que la ayuda de Forkbeard, en las inhóspitas regiones de Torvaldsland, podría ser de incalculable valor. Él conocería las guaridas de los Kurii, así como los dialectos del norte, algunos de los cuales difieren bastante del goreano corriente; los hábitos y tradiciones de las casas y pueblos norteños le resultarían familiares; yo no tenía el menor deseo de que me arrojaran atado bajo las azadas de los esclavos porque, inadvertidamente, hubiera insultado a un hombre de armas libre o violado una costumbre, acaso tan simple como usar la mantequilla en presencia de alguien que se sentara más cerca que yo de los pilares del asiento mayor. Tenía más importancia aún el hecho de que fuera un poderoso guerrero, un hombre valiente, una mente astuta; me complacía el contar, para mi tarea en el norte, con tan formidable aliado.

El poner un collar a la hija del cruel Thorgard de Scagnar, quien nos había perseguido en su barco, me parecía un nimio tributo por la ayuda de tan potente compañero.

Que Hilda la Altiva se andara con cuidado.

Miré a Forkbeard. Con un brazo rodeaba la rolliza cintura de Budín, la hija del administrador de Kassau, y con el otro la de la deliciosamente pechugona Gunnhild.

—Probad vuestro Budín, mi Jarl —suplicaba Budín. Él la besó.

—¡Gunnhild! ¡Gunnhild! —protestó Gunnhild, cuya mano se hallaba oculta entre las pieles que vestía Forkbeard. Él se volvió y apretó su boca contra la suya.

—¡Dejad que Budín os dé gusto! —gimió Budín.

—¡Dejad que Gunnhild os dé gusto! —gritó Gunnhild.

—¡Yo os satisfaré mejor! —exclamó Budín.

—¡Yo os satisfaré mejor! —gritó Gunnhild. Ivar Forkbeard se levantó; las dos esclavas irguieron la cabeza, sin dejar de manosearle.

—¡Id corriendo al lecho! —ordenó Ivar—. ¡Las dos!

Las muchachas se escabulleron a toda prisa hacia el lecho de pieles de Forkbeard.

Él pasó con cuidado por encima del banco y fue tras ellas. Las alcobas, situadas en el centro de la estancia, están provistas de troncos longitudinales a los lechos, de los que cuelgan cadenas terminadas en grilletes.

Gunnhild tendió el tobillo; Forkbeard la encadenó; un momento después hizo lo propio con Budín. Ivar se quitó la zamarra. Oyose un crujir de cadenas cuando ambas esclavas se volvieron, cada una a un lado, esperando que su dueño se acostara entre ellas.

A lo largo de la mesa oía reír a los hombres. Habían tendido de espaldas sobre ella a una de las recién llegadas de Kassau. Yacía en medio de la carne y el hidromiel, dando coces y riendo, intentando zafarse de los hombres que oprimían su cuerpo. Vi a uno que agarraba a otra muchacha y la arrojaba a la oscuridad de las alcobas. Vislumbré fugazmente su níveo cuerpo pugnando por huir a rastras; pero el que la había tirado sobre su lecho la aferró por el tobillo y la atrajo hacia sí, montándola sin piedad, sujetándola por los hombros bajo su cuerpo que gozaba ya del premio que era su belleza. Vi que se erguía y buscaba los labios del hombre con los suyos, pero éste la tumbó de un empujón y ella gimió, revolviéndose indefensa, su cuerpo bajo el de él, a su entera disposición. Cuando él levantó su boca de la suya, ella le rodeó el cuello con los brazos, y se irguió de nuevo, los labios entreabiertos. «¡Mi Jarl! —gimió—. ¡Mi Jarl!». Él la tumbó otra vez en el lecho, con tal ímpetu que le hizo gritar, y entonces, con brusquedad e inusitada fuerza, penetró hasta lo más hondo de ella. Vi su cuerpo embestido despiadadamente, sin que la mujer dejara de abrazar a su verdugo, que no le daba cuartel. Las esclavas reciben un trato despiadado.

—¡Os amo, mi Jarl! —gritó ella.

Los hombres se rieron a su costa, derramando hidromiel y escupiendo carne masticada.

Ella gemía y chillaba de placer.

En cuanto el remero se hubo saciado con ella y regresaba a la mesa, la muchacha trató de retenerle. Él le asestó un golpe que la mandó de nuevo al lecho. Gimoteando, ella alargó los brazos en su dirección. El hombre volvió a su hidromiel.

Vi entonces a otro remero andar a gatas hasta ella y, agarrándola por el pelo, hacerla caer entre sus brazos. Al poco, su vientre se oprimía y restregaba afanosamente contra la gran hebilla del cinto de su dueño. También él, entonces, la tendió de espaldas.

—¡Os amo, mis Jarls! —gimió—. ¡Os amo!

Sonaron estruendosas carcajadas.

Miré a un lado; allí, en un banco, letárgico y soñoliento, como una gran piedra o un larl dormido, sentábase Rollo, el de gran estatura. Llevaba el pecho desnudo. Un alambre de oro trenzado, con un medallón del mismo material con la forma de una hacha, le rodeaba el cuello. No parecía ser consciente del desenfreno del banquete; no parecía oír las risas y los gritos de las complacientes esclavas; se hallaba sentado con las manos en las rodillas y los ojos cerrados. Una esclava, al pasar por su lado portando hidromiel, le rozó sin querer. Sobrecogida, se apresuró a alejarse. Los ojos del gigante no se abrieron.

Rollo dormía.

—¡Oh, no! —oí exclamar a Budín.

Me volví para mirar hacia el lecho de Forkbeard. Éste le había quitado del cuello la cadena de plata que fuera el símbolo del oficio de Gurt, Administrador de Kassau. A la fuerza habíale puesto las manos a la espalda y, retorciendo hábilmente la cadena, le había atado allí las muñecas.

Sentada en las pieles, miraba temerosa a Forkbeard. Entonces él la tumbó boca arriba de un empujón.

—No os olvidéis de Gunnhild —gimoteó Gunnhild, apretando los labios contra el hombro de Forkbeard.

A los esclavos se les ata toda la noche en los establos de los boskos; a las esclavas se las tiene en la casa para el placer de los hombres libres. A menudo pasan del uno al otro. Incumbe al último que se solaza con ellas el asegurarlas.

Oía gritos de placer.

Miré a Thyri, que estaba arrodillada junto a mi banco. Ella alzó los ojos y me miró, asustada. Era una hermosa muchacha, con hermosas facciones. Era delicada y sensible. Sus ojos, bellos e intensos, reflejaban una gran inteligencia. Un collar de negro hierro estaba remachado a su cuello.

—Ve deprisa al lecho, esclava —le dije ásperamente.

Thyri se levantó de un salto y fue rauda a mis pieles, gimiendo. Apuré un cuerno de hidromiel, me puse en pie y me dirigí a mi alcoba.

Ella estaba allí tendida, con las piernas alzadas.

—El tobillo —le dije.

La miré. Sus ojos medrosos estaban posados en los míos. Su cuerpo frágil, blanco y sinuoso contrastaba con la oscurecida rojez y negrura de las pieles suaves y espesas en las que yacía. Temblaba.

—El tobillo —repetí.

Ella extendió su bien formado pie.

Yo lo tomé y lo ceñí con el grillete de negro hierro.

Entonces me uní a ella sobre las pieles.