2. EL TEMPLO DE KASSAU

El incienso me escocía en las narices.

En el templo hacía un calor sofocante y se estaba apretujado. Había cuerpos apiñados por doquier. Costaba trabajo ver debido a las nubes de incienso que saturaban el aire.

El Sumo Iniciado de Kassau se sentaba, inmóvil, con sus vestiduras blancas y su mitra, en el trono a la diestra, tras la blanca baranda que separaba el sagrario de los Iniciados del área comunal de la nave, en donde los que no habían sido ungidos por el óleo de los Reyes Sacerdotes debían de permanecer.

Oí a una mujer que sollozaba de emoción a mi derecha.

—Glorificados sean los Reyes Sacerdotes —repetía incansable para sí, cabeceando.

Junto a ella, fastidiada, encontrábase una rubia y esbelta joven, que miraba en torno suyo. Su cabello estaba recogido en una redecilla de hilo escarlata, entretejida de hebras doradas. Sobre el hombro lucía un cuello de piel blanca, de eslín del mar del norte. Llevaba un chaleco escarlata, bordado en oro, sobre una blusa de mangas largas, de lana de la distante Ar, así como una holgada falda de la misma materia, teñida de rojo, ceñida por un cinto negro con hebilla de oro, labrado en Cos. Llevaba zapatos de pulido cuero negro, que se plegaban alrededor de sus tobillos, atados con lazo doble, primero al través del empeine y luego en torno al tobillo.

Se apercibió que la observaba, y apartó la mirada.

También había otras muchachas entre el gentío. En las aldeas del norte, en los pueblos del bosque y al norte de la costa, las mujeres no se cubrían con velos, como es frecuente en las ciudades del sur.

Kassau es la sede del Sumo Iniciado del norte, quien reclama la soberanía espiritual sobre Torvaldsland, cuya entrada se ubica, generalmente, allí donde los árboles comienzan a ralear. Esta reclamación, como muchas de los iniciados, es discutida por pocos e ignorada por la mayoría. Yo sé que los hombres de Torvaldsland, por regla general, en tanto que se inclinan a respetar a los Reyes Sacerdotes, no les otorgan una veneración especial. Se aferran a antiguos dioses y a antiguas costumbres. La religión de los Reyes Sacerdotes, institucionalizada y ritualizada por la casta de los Iniciados, había hecho pocos progresos entre los hombres primitivos del norte. No obstante, había arraigado en muchos pueblos, tales como Kassau. A menudo los Iniciados se valían de su influencia, su oro y su supremacía en el comercio para difundir sus creencias y rituales. A veces un cacique, convertido a sus prácticas, imponía sus propios compromisos a sus subordinados. Tal cosa no era en verdad insólita. Igualmente solía ocurrir que la conversión de un jefe conllevase, aun sin violencia, la de los suyos, que se sentían obligados a acatarle por lealtad. En ocasiones, también, la religión de los Reyes Sacerdotes, bajo el control de los Iniciados, que utilizaban gobernantes seglares, era propagada a sangre y fuego. A veces, los que porfiaban en conservar las antiguas costumbres, o eran atrapados haciendo la señal del puño, el martillo, sobre su cerveza, eran sometidos a tortura hasta morir. Yo sabía de uno al que cocieron vivo en una de las grandes tinas enterradas, revestidas de madera, en las que se cocía la carne para los criados. El agua se calienta por medio de colocar en ella piedras sacadas del fuego. Cuando la piedra ha estado en el agua, se la quita con un rastrillo y se la vuelve a calentar. A otro lo asaron vivo sobre un espetón, encima de un gran fuego. Se decía que no había proferido sonido alguno. Un tercero resultó muerto cuando una víbora, metida a la fuerza en su boca, le desgarró el costado de la cara para poder salir.

Miré el inexpresivo rostro, pálido y arrogante, del Sumo Iniciado en su trono.

Se hallaba escoltado por Iniciados de categoría inferior, con sus vestiduras blancas y sus rapadas cabezas.

Los Iniciados no comen carne, ni judías. Están versados en misterios de las matemáticas. Conversan entre ellos en goreano arcaico, lengua que la plebe ya no habla. Sus ceremonias se ofician asimismo en este lenguaje. Algunos fragmentos sin embargo, se traducen al goreano contemporáneo. Cuando vine por vez primera a Gor, me vi obligado a aprender ciertas extensas oraciones a los Reyes Sacerdotes, pero nunca llegué a dominarlas del todo, y, actualmente, hacía mucho que las había olvidado.

A pesar de todo, aún las reconocía al oírlas. Incluso ahora, sobre un alto estrado, detrás de la baranda blanca, un Iniciado les estaba leyendo una, en voz alta, a los fieles.

Nunca fui muy aficionado a las reuniones, las ceremonias y los rituales de los Iniciados, pero tenía un cierto interés particular en la ceremonia que hoy se oficiaba.

Ivar Forkbeard había muerto.

Conocía a este hombre de Torvaldsland sólo por su reputación. Era un pirata, un gran capitán, un mercader y un guerrero. Habían sido él y sus hombres quienes libertaran a Chenbar de Tyros, el Eslín del Mar, de un calabozo de Puerto Kar, abriéndose camino hasta él, arrancando sus cadenas de las paredes con los lomos embotados, semejantes a martillos, de sus enormes hachas curvadas de un solo filo. De él se decía que era audaz y poderoso, veloz con la espada y el hacha, aficionado a las guasas, bebedor empedernido, dueño de bonitas mozas, y que estaba loco. Pero había aceptado una recompensa de Chenbar, que consistía en el peso de éste en zafiros de Schendi. Yo no le tenía por loco.

Pero ahora Forkbeard estaba muerto.

Me habían informado de que, arrepentido de la perversidad de su vida, deseaba que le llevaran, una vez muerto, al templo de los Reyes Sacerdotes en Kassau, y que el Sumo Iniciado del mismo, si tal fuera su misericordia, trazara en sus restos mortales, con los sagrados óleos, el signo de los Reyes Sacerdotes.

Así se indicaría que él, Forkbeard, si no en la vida, había admitido en la muerte lo erróneo de sus hábitos y se había convertido a la voluntad y prudencia de la fe de los Reyes Sacerdotes.

Semejante conversión, aun cuando se cumpliera en la muerte, sería un gran éxito para los Iniciados.

Podía notar el triunfo del Sumo Iniciado en su trono, aunque su frío rostro diera pocas muestras de su victoria.

Los fieles de un lado del sagrario, enfrente del trono del Sumo Iniciado, comenzaban ahora a salmodiar las letanías de los Reyes Sacerdotes. La muchedumbre, en goreano arcaico, reiterativo y sencillo, pronunciaba los responsorios.

Kassau es un pueblo de madera, y el templo es el edificio de mayor envergadura. Se eleva muy por encima de las miserables cabañas y las más firmes viviendas de los mercaderes, que se agrupan a su alrededor. El pueblo está asimismo circundado por una muralla, con dos puertas, una grande, que da a la ensenada, la cual conduce al interior desde Thassa, y otra pequeña, que lleva al bosque de detrás del pueblo. La muralla es de troncos afilados y se halla defendida por una pasarela. Los principales recursos de Kassau son el comercio, la explotación forestal y la pesca. El parsit, un pez magro y listado, cuenta con inmensos bancos de plancton al norte del pueblo, y allí, especialmente en primavera y otoño, puede capturarse en grandes cantidades. El olor de los secaderos de pescado de Kassau llega muy lejos mar afuera. En su mayor parte el comercio consiste en pieles del norte, cambiadas por armas, barras de hierro, sal y artículos de lujo, tales como joyas y seda procedentes del sur, traídas generalmente a Kassau desde Lydius en barcos costaneros de diez remos. La madera, naturalmente, es un valioso género. Por lo común se labra y se lleva hacia el norte. Aunque pelada, Torvaldsland es inhóspita. En ella la refinada madera de Ka-la-na, por ejemplo, y la flexible madera de tem no pueden crecer. Ambos productos se aprecian en el norte, tanto es así que una vivienda construida, digamos, con madera de Ka-la-na se estima un gran lujo. Tales viviendas suelen adornarse eventualmente con preciosas tallas. Los hombres de Torvaldsland son diestros con sus manos. La población de Kassau no creo que supere las mil cien personas. En las cercanías, sin embargo, existen aldeas que utilizan Kassau como mercado y punto de encuentro. Si las contamos, quizá podría decirse que la Kassau mayor tiene en sus alrededores una población de unas dos mil trescientas almas.

No obstante, lo más destacado de Kassau era que albergaba la sede del Sumo Iniciado del norte. Era, por consiguiente, el centro espiritual de una región que se prolongaba cientos de pasangs en derredor. El sumo iniciado más próximo a Kassau estaba a centenares de pasangs al sur, en Lydius.

Los iniciados son una casta poco menos que universal, bien organizada y laboriosa. Disponen de numerosos monasterios, recintos sagrados y templos. Un iniciado puede muchas veces recorrer cientos de pasangs y pernoctar siempre en una casa de iniciados. Se tienen por la más alta de las castas, y en cuantiosas ciudades se les considera así normalmente. A menudo se producen tensiones entre ellos y las autoridades civiles, ya que cada uno se juzga soberano en las cuestiones de política y jurisprudencia de su región. Los iniciados disponen de leyes propias, y tribunales. Ordinariamente, su cultura tiene, sin duda, poco valor práctico; se centra en las autorizadas exégesis de textos dudosos y difíciles, que se pretende son las revelaciones de los Reyes Sacerdotes; los detalles u observancias de sus propios calendarios, sus interminables y enrevesados rituales y demás. Pero, paradójicamente, este tipo de estudios, por faltos de sentido que parezcan, tienen un sutil aspecto práctico, pues conducen a fusionar a los iniciados, a hacerlos interdependientes, y en gran medida distintos de los hombres comunes. Los sitúan aparte y los hacen sentirse importantes y sabios, y especialmente privilegiados. Existen muchos textos, claro está, que son secretos para la casta, y ni siquiera asequibles a los eruditos. Se dice que contienen maravillosos ensalmos y poderosa magia, en particular si se leen para atrás en ciertos días festivos. En tanto que las castas altas no suelen tomar muy en serio a los iniciados, ni tampoco los miembros más inteligentes de la población, excepto en cuestiones de alianza política, sus doctrinas y su presunta capacidad de interceder con los Reyes Sacerdotes y fomentar la prosperidad de sus partidarios sí que son vistas con respeto por muchas de las castas inferiores. Y numerosos hombres, quienes sospechan que las pretensiones de los iniciados son imposturas, evitarán, no obstante, enzarzarse con la casta. Particularmente, esto es peculiar de los dirigentes civiles, que no desean que el poder de los iniciados vuelva a las castas inferiores contra ellos. Y, después de todo, quién conoce bien a los Reyes Sacerdotes, fuera del hecho evidente de que existen. La barrera invisible que circunda Sardar es prueba de ello, y el control, por medio de la muerte llameante, de las armas e invenciones ilegales. El goreano sabe que los Reyes Sacerdotes existen, quienes o lo que sean. Ignora, desde luego, su naturaleza. Aquí es donde el papel de los iniciados adquiere su máximo poder. También se enfrenta con una casta social y económicamente potente que pretende ser capaz de mediar entre los Reyes Sacerdotes y el vulgo. ¿Y si algunas de las pretensiones de los iniciados fueran correctas? ¿Y si gozan del favor de los Reyes Sacerdotes?

El goreano común se inclina a proceder con prudencia y respetar a los Iniciados.

Frecuentemente, empero, mantendrá con ellos el menor contacto posible, lo cual no significa que no colabore en sus templos y participe con dádivas para aplacar a los Reyes Sacerdotes.

La actitud de éstos hacia los iniciados, según recordaba al haber estado en Sardar en una ocasión, es, por lo general, de desinterés. Se les juzga inocuos. Muchos Reyes Sacerdotes los consideran una evidencia de las aberraciones de la raza humana.

Es una enseñanza de los iniciados, dicho sea de paso, que sólo los de su casta pueden alcanzar la vida eterna. Nadie, a excepción de ellos, posiblemente, se la toma muy en serio. Por lo corriente, los goreanos opinan que no hay razón alguna por la que sólo los iniciados debieran de vivir eternamente. Pese al temor que suelen suscitar en las castas inferiores, a los iniciados se les considera un tanto raros y suelen figurar en los burlones chascarrillos del vulgo. Ninguna hembra, eventualmente, puede convertirse en Iniciada. Ello comporta, por tanto, que ninguna mujer puede alcanzar la vida eterna. A veces se me ha antojado que los Iniciados, de ser algo más astutos, podrían gozar de una mayor supremacía de la que poseen en Gor. Si supieran, por ejemplo, fusionar sus supersticiones, su saber popular y sus mitos con un auténtico mensaje moral, tendrían mucho más atractivo para la plebe; si hablaran con mayor sensatez la gente sería menos susceptible a sus desatinos, o les perturbarían en menor medida; además, habrían de enseñar que todos los goreanos son aptos para alcanzar la vida eterna a través de la práctica de sus rituales; esto ensancharía el atractivo de su mensaje, e, ingeniosamente, explotaría el miedo a la muerte para avivar sus proyectos; finalmente convendría granjearse la simpatía de las mujeres con mayor empeño, porque, en la mayoría de ciudades goreanas, las mujeres, de una u otra clase, cuidan e instruyen a los niños en los críticos primeros años. Éste sería el momento de inculcar en ellos, mientras son inocentes y confiados, las supersticiones que podrían controlarlos sutilmente a lo largo de toda su vida. Pero los iniciados, como muchas castas goreanas, estaban ligados a la tradición. Además, eran harto poderosos tal como estaban las cosas. Un gran número de goreanos se tomaban con cierta seriedad su pretensión de poder aplacar e influir a los Reyes Sacerdotes. Y esto era ya suficiente.

Había cundido un gran temor en Kassau cuando el barco de Ivar Forkbeard entrara en la ensenada. Pero había llegado al mediodía; de su mástil, redondo y de madera pintada, colgaba el escudo blanco, y la testa de tarn en la proa del navío había sido plegada sobre sus grandes goznes de madera, señales de que venía en paz. Sus hombres habían bogado despaciosamente, cantando una endecha a los remos.

Me había dado la vuelta e ido al templo, ya que quería disponer de sitio. Sabía que, en estos momentos, la procesión debía dirigirse allí. En el templo el incienso se condensaba alrededor de las vigas. Me escocía en los ojos y me daba náuseas.

La letanía y los responsorios de la congregación ya habían concluido, y los iniciados, unos veinte dentro del recinto que formaba la baranda, comenzaban a cantar en goreano arcaico. Yo era incapaz de entender muchos de los términos. Había un acompañamiento de sistros. Cuatro delicados muchachos, que permanecían fuera del recinto sobre un alto estrado, reanudaban fragmentos del himno. Llevaban las cabezas rapadas y lucían vestiduras parecidas a las de los iniciados. A menudo cantaban en los templos coros de tales muchachos. Eran jóvenes esclavos, adquiridos por los iniciados, castrados por las autoridades civiles y, en los monasterios, ejercitados en el canto. Yo me figuraba que, para alguien versado en música, sus voces de soprano eran muy hermosas. No me preocupaba mucho por ellos. Aquí en el lejano norte, en Kassau, el disponer de algunos de tales muchachos instruidos adecuadamente en los arcaicos himnos, indicaba una cierta riqueza. Yo no creía que tales cantores existiesen siquiera en Lydius. El Sumo Iniciado de Kassau era evidentemente un hombre de gustos caros.

Miré en derredor. La mayoría de las gentes parecían pobres: pescadores, aserradores, porteadores, campesinos. En su mayor parte vestían prendas de sencilla lana, o incluso de tela de reps. Muchos de ellos llevaban los pies liados en pieles. Menudeaban las espaldas arqueadas, los ojos estúpidos. Los ornamentos del templo eran harto espléndidos: colgaduras de oro, cadenas de oro y lamparillas de oro quemando el más refinado de los aceites de tharlarión importados. Miré los hambrientos ojos de un niño, que colgaba de un saco a la espalda de su madre. La mujer no dejaba de cabecear en su rezo. El templo en sí es bastante espacioso. Mide unos treinta y seis metros de longitud por doce de anchura y altura. El techo, enripiado con madera, descansa sobre las paredes y sobre dos hileras de columnas cuadradas. En éstas, y en partes de las paredes, había clavadas láminas de oro en las que estaban inscritas plegarias e invocaciones a los Reyes Sacerdotes. Abundaban los cirios en el sagrario. El elevado altar, de mármol, instalado sobre una plataforma del mismo material con tres anchos escalones, estaba coronado de un amplio círculo de oro, que a menudo se considera un símbolo de los Reyes Sacerdotes. No tiene principio ni fin. Supongo que representa la eternidad. Al pie del altar se sacrificaban bestias algunas veces; se las agarraba por los cuernos, se les retorcía la testa y la sangre que manaba de sus abiertos pescuezos se recogía en cuencos de oro para derramarla sobre el altar; asimismo, se quemaban allí porciones selectas de su carne, y el humo escapaba por un pequeño orificio del techo. El templo se halla orientado hacia las Sardar. Cuando el sumo iniciado se pone de cara al altar, delante del círculo de oro, mira hacia las remotas Sardar, la morada de los Reyes Sacerdotes. Inclina la cabeza y ora, y alza la carne quemada a los lejanos habitantes de aquellas misteriosas montañas.

No hay pinturas o representaciones de los Reyes Sacerdotes en el templo, ni, que yo sepa, en alguna parte de Gor. Se tiene por blasfemia el acometer un lienzo de los Reyes Sacerdotes. Los Iniciados sostienen que carecen de dimensiones y de forma. Esto es incorrecto, pero imagino que a los iniciados les convienen tales conjeturas. Yo pensaba en el aspecto que podría tener una gran pintura de Misk, colgando a un lado del templo. Me preguntaba qué sería de la religión de los Reyes Sacerdotes si alguna vez éstos decidieran darse a conocer a los hombres.

No le auguraba un brillante futuro.

Volví a mirar a la esbelta muchacha rubia. De nuevo ella me miró a su vez, y apartó la vista. Iba exquisitamente vestida. La suponía hija de un rico mercader. Había también otras mozas bien parecidas entre el gentío, por lo general rubias, como la mayoría de las jóvenes del norte, muchas de ellas con el pelo trenzado. Lucían vestidos de gala. Éste era un día festivo en Kassau.

En la muchedumbre, con los pobres, había muchos villanos de Kassau, hombres corpulentos y acaudalados, los pilares del pueblo, acompañados de sus familias. Varios de ellos permanecían sobre altos estrados, a la derecha, cerca de la entrada del templo. Yo tenía entendido que tales lugares estaban reservados para los dignatarios, los pudientes y sus familias.

Examiné a las jóvenes que se hallaban sobre el estrado. Me pareció que ninguna era tan excelente como la esbelta muchacha rubia, del cuello de piel de eslín marino. Una, empero, no carecía de interés. Era alta y escultural, arrogante y orgullosa, de ojos grises. Vestía de negro y plateado, un traje completo que le llegaba a los tobillos, de costoso terciopelo oscuro, con correas o tiras de plata que le cruzaban los pechos, ceñido en tomo a su cintura. De ella, por medio de bramantes, colgaba un bolso de plata, que se diría pesado. Su rubia melena estaba recogida de los lados y la parte posterior de su cabeza por una peineta de hueso y piel, como un triángulo isósceles invertido, la cual se hallaba sujeta por sendas cintillas negras que le rodeaban el cuello y la frente. Era, sin duda, la hija de un hombre muy rico. Tendría muchos pretendientes.

Miré de nuevo al Sumo Iniciado, un hombre inexpresivo y severo. A su alrededor, entre valiosos ornamentos, había pequeños cuencos de monedas, traídos como ofrendas por los pobres, para que los Reyes Sacerdotes, por mediación de los iniciados, les concedieran buenas cosechas, pesca abundante y la salud de sus hijos.

Qué cruel me parecía el rostro del Sumo Iniciado. Cuán ricos eran los iniciados y qué poco hacían. El campesino labraba sus campos, el pescador se hacía a la mar en su barca, el mercader arriesgaba su capital. Pero el iniciado no hacía sino explotar las supersticiones y los temores de los simples, y, no me cabía la menor duda, era consciente de ello.

El niño que su madre llevaba en un saco a la espalda prorrumpió en llanto.

—Cállate —le susurró—. ¡Cállate!

Entonces, afuera, sonó una vez la gran barra hueca que colgaba de su cadena.

En el interior los iniciados, y los muchachos, a una señal del Sumo Iniciado, una mano alzada que semejaba una garra, guardaron silencio.

Entonces el iniciado se levantó de su trono, anduvo lentamente hasta el altar y subió los escalones. Se inclinó tres veces ante Sardar y luego volvió la cara hacia la congregación.

—Que entren al recinto de los Reyes Sacerdotes —dijo.

Ahora llegaron hasta mí, procedentes del exterior, los cantos y las salmodias de los iniciados. Doce de ellos habían bajado hasta el navío, con cirios, para escoltar el cuerpo de Ivar Forkbeard hasta el templo. En estos momentos entraban dos, portando cirios. Todos los ojos se esforzaban por ver la procesión, que ahora, despaciosamente, cantando los iniciados, penetraban en el templo repleto de incienso.

Entraron cuatro hombretones de Torvaldsland, cabizbajos, con trenzadas melenas, barbudos. En los hombros transportaban una plataforma de lanzas entrecruzadas, sobre la cual, cubierto con un sudario blanco, yacía un cuerpo, un enorme cuerpo. Ivar Forkbeard, pensé para mis adentros, debía de haber sido un hombre muy alto.

—Quiero verle —susurró la muchacha rubia a la mujer con quien estaba.

—¡Silencio! —la acalló ésta.

Yo soy de elevada estatura y no me costaba mirar por encima de las cabezas de muchos de la multitud.

Así que éste es el final, pensé para mí, del gran Ivar Forkbeard.

Ser ungido por el Sumo Iniciado era su última voluntad, que ahora, tenaz y lealmente, sus afligidos hombres llevaban a cabo.

De alguna forma yo lamentaba que hubiera muerto.

Los iniciados, salmodiando, entraron en fila al templo, con sus cirios. Los iniciados que estaban ya en el interior les hicieron coro. Detrás de la plataforma de lanzas desfilaba la tripulación de Forkbeard, sin armas, escudos ni cascos. Yo sabía que no estaba permitido llevar armas al templo de los Reyes Sacerdotes.

Tenían el aire de perros apaleados. No eran como yo había esperado que fuesen los hombres de Torvaldsland.

—¿Ésos son de veras hombres de Torvaldsland? —preguntó la joven rubia, claramente decepcionada.

—Calla —le dijo la mujer mayor—. Muestra respeto por este lugar, por los Reyes Sacerdotes.

—Había pensado que serían de otra manera.

—Calla.

—Muy bien —repuso la joven, malhumorada—. Qué alfeñiques parecen.

Para el asombro de la muchedumbre, a una señal del Sumo Iniciado de Kassau, dos iniciados inferiores abrieron la puerta a la baranda blanca.

Otro iniciado, pulcro y rechoncho, untuosa su rapada cabeza, brillante a la luz de los cirios, se acercó, portando un pequeño recipiente de oro lleno de crisma, a cada uno de los cuatro hombres de Torvaldsland e hizo en sus frentes el signo de los Reyes Sacerdotes, el círculo de la eternidad.

La multitud profería exclamaciones de asombro. Era un increíble honor el que se les hacía a esos hombres, que pudieran transportar por sí mismos el cuerpo de Ivar Forkbeard hasta los elevados escalones del gran altar. Era el crisma de la autorización provisional, que, en las doctrinas de los iniciados, le permiten a alguien no consagrado al servicio de los Reyes Sacerdotes penetrar en el sagrario. En cierto sentido se considera ungimiento, si bien uno de inferior, y de eficacia provisional. Se usó por primera vez en los santuarios de camino, para permitirles el acceso a las autoridades civiles y la ejecución de los fugitivos que se hubieran refugiado en los altares. También se utiliza para los trabajadores y los artistas a los que puede emplearse para ejercer su oficio en el recinto, con objeto de mejorar el templo y glorificar a los Reyes Sacerdotes.

El cuerpo de Ivar Forkbeard no se hallaba ungido mientras era llevado a través de la puerta de la baranda.

Los finados no precisaban de ungimiento para acceder al sagrario. Sólo los vivos, se cree, pueden profanar lo sagrado.

Los cuatro hombres de Torvaldsland subieron el enorme cuerpo de Ivar Forkbeard hasta el altar. Entonces, aún bajo su blanco sudario, lo depositaron cuidadosamente en el escalón más alto.

Tras esto, los cuatro hombres retrocedieron, dos por banda, con las cabezas gachas. El Alto Iniciado comenzó entonces a entonar una compleja plegaria en goreano arcaico, a la cual, de vez en cuando, los iniciados responseaban al unísono. En cuanto el iniciado concluyó su plegaria, los demás de su casta acometieron un solemne himno, mientras el iniciado principal, en el altar, de espaldas a la congregación, empezaba a preparar, con palabras y signos, el óleo de los Reyes Sacerdotes, para el ungimiento de los restos de Ivar Forkbeard.

Cerca del frente del templo, detrás de la baranda, e incluso ante las dos puertas del mismo, junto a los grandes travesaños que las cerraban, permanecían los hombres de Forkbeard. Muchos de ellos eran gigantes, habituados al frío, avezados a la guerra y a la labor del remo, criados desde la juventud en abruptas y aisladas granjas junto al mar, endurecidos por el trabajo, la carne y los cereales. Estos hombres, desde la juventud, en fatigosos juegos, habían aprendido a correr, saltar, nadar, arrojar la lanza, manejar la espada y el hacha, a resistir impávidos ante el acero. Tales hombres serían los más duros entre los más duros, ya que sólo el más recio, el más veloz y el más experto podría ganarse un puesto en el barco de un capitán, y el hombre lo bastante colosal para dar órdenes a hombres semejantes debía de ser el primero y el más potente entre ellos, puesto que los hombres de Torvaldsland no querrían obedecer a ningún otro; y este hombre había sido Ivar Forkbeard.

Pero Ivar Forkbeard había traicionado a los antiguos dioses al acudir en la muerte al templo de los Reyes Sacerdotes para que ungieran sus restos con los óleos sagrados.

Me fijé en uno de los hombres de Torvaldsland. Era de increíble estatura, acaso unos dos metros y medio, y tan ancho como un bosko. Tenía una abundante melena, y su piel semejaba grisácea. Su mirada era vaga y fija, y tenía los labios entreabiertos. Me parecía aturdido, como si no viera u oyera nada.

Ahora el Sumo Iniciado se volvió hacia la congregación. Llevaba en las manos la cajita redondeada, de oro, en la cual se guardaba el óleo de los Reyes Sacerdotes. A sus pies yacía el cuerpo de Ivar Forkbeard.

La muchedumbre se sentó; respirando apenas, alzando las cabezas, atentos, observaron al Sumo Iniciado de Kassau. Vi a la muchacha rubia de puntillas, con sus zapatos negros, atisbando por encima de los hombros de las mujeres que había delante de ella. Sobre el estrado, los hombres de importancia y sus familias observaban asimismo al Sumo Iniciado.

—¡Loados sean los Reyes Sacerdotes! —vociferó el Sumo Iniciado.

—Loados sean los Reyes Sacerdotes —respondieron los iniciados.

Fue en aquel momento, y sólo en aquel momento, cuando detecté en el enjuto e inexpresivo rostro del Sumo Iniciado de Kassau una levísima sonrisilla de triunfo.

Se agachó, sobre una rodilla, con la cajita del óleo en la mano izquierda, y retiró con la derecha la holgada y blanca mortaja que ocultaba el cuerpo de Ivar Forkbeard.

Sin duda, fue el Sumo Iniciado de Kassau quien primero lo supo. Pareció helarse. Los ojos de Forkbeard se abrieron y le sonrió burlón.

Con un rugido de risa, arrojando de sí la mortaja, para el horror del Sumo Iniciado, los demás iniciados y la congregación entera, Ivar Forkbeard, con sus casi dos metros diez de altura, se puso en pie de un salto, empuñando en la mano derecha una enorme y curvada hacha de acero, de un solo filo.

—¡Loado sea Odín! —gritó.

Y entonces con su hacha, de un solo mandoble, salpicando de sangre las láminas de oro, seccionó la cabeza del cuerpo del Sumo Iniciado de Kassau, y de un brinco se encaramó al mismísimo altar.

Echó la cabeza atrás con una rugiente risa salvaje, la ensangrentada hacha en su mano.

Oí cómo colocaban en sus encajes los travesaños de las dos puertas, encerrando dentro a la gente. Vi cómo los hombres de Torvaldsland se desprendían de sus mantos, y empuñaban enormes hachas en ambas manos. De pronto vi que el hombrón de Torvaldsland, el de increíble estatura, parecía volver en sí, los ojos salvajes, aullando, las venas destacándose en su frente, la boca babeante, repartiendo mandobles a su alrededor casi a ciegas con una enorme hacha.

Ivar Forkbeard seguía en el elevado altar.

—¡Los hombres de Torvaldsland han caído sobre vosotros! —gritó.