CAPÍTULO XXVIII

ME apresuré por la calle del pueblo. Eran las once y a esa hora, en domingo por la noche, St. Mary Mead parece muerto. Sin embargo, vi luz en una ventana de un primer piso, y suponiendo que Hawes estaba aún levantado, me detuve y llamé a la puerta.

Después de lo que pareció un tiempo interminable, mistress Sadler, la patrona de Hawes, descorrió ruidosamente dos cerrojos, quitó la cadena, dio la vuelta a la llave y me miró sospechosamente.

—¡Es el vicario! —exclamó.

—Buenas noches —dije—. Quiero ver a míster Hawes. Hay luz en su ventana, por lo que debe estar todavía levantado.

—Quizá sí. No lo he visto desde que le subí la cena. Ha pasado una noche tranquila. Nadie ha venido a verle, y no ha salido.

Asentí y me dirigí rápidamente hacia las escaleras. Hawes tiene un dormitorio y un saloncito en el primer piso.

Hawes estaba dormido, echado en un sillón. Mi entrada no le despertó. Tenía al lado una caja vacía de sellos medicinales y un vaso medio lleno de agua.

En el suelo, junto al pie izquierdo, había una arrugada nota de papel con algo escrito en ella. La recogí y la alisé.

Empezaba: «Mi querido Clement…»

La leí, lancé una exclamación y la guardé en el bolsillo. Entonces me incliné sobre Hawes y le examiné cuidadosamente.

Después descolgué el teléfono que estaba junto a su oído y llamé a la vicaría. Melchett debía estar aún tratando de localizar la llamada, pues la central me dijo que el número comunicaba. Les pedí que me llamaran cuando se desocupara y colgué.

Llevé la mano al bolsillo para examinar una vez más el papel que había recogido del suelo, y con él saqué la nota que encontré en el buzón de la vicaría, y que aún no había abierto.

Su aspecto me resultó terriblemente conocido. La escritura era enteramente igual a la del anónimo recibido aquella tarde.

La leí una o dos veces sin acabar de comprender su significado.

Empezaba a leerla por tercera vez cuando sonó el teléfono. Como en sueños levanté del soporte el auricular y hablé.

—Diga.

—Oiga.

—¿Es usted, Melchett?

—Sí. ¿Dónde está usted? He localizado aquella llamada. El número es…

—Ya conozco el número.

—¡Magnífico! ¿Me habla usted desde él?

—Sí.

—¿Qué hay de esa confesión?

—Ya la tengo.

—¿Quiere usted decir que tiene al asesino?

Tuve entonces la mayor tentación de mi vida. Miré a Hawes, la arrugada nota y la carta anónima. También posé la mirada en la vacía caja de sellos medicinales. Recordé una conversación casual.

Hice un intenso esfuerzo.

—Yo… no lo sé —dije—. Será mejor que venga usted en seguida.

Y le di la dirección.

Entonces tomé asiento en la silla, frente a Hawes y medité.

Tenía dos minutos para ello. Transcurrido aquel tiempo, Melchett llegaría.

Leí el anónimo por tercera vez.

Entonces cerré los ojos y pensé…