GRISELDA y Dennis no habían regresado aún. Pensé entonces que lo más natural hubiera sido ir con miss Marple a su casa a buscarles, pero tanto ella como yo estábamos tan preocupados por el misterio, que habíamos olvidado cuanto en el mundo existía.
Estaba de pie en el recibidor pensando si debía ir a buscarles, cuando el timbre de la puerta sonó.
Me dirigí hacia ella y vi una carta en el buzón. Creyendo que el objeto de la llamada había sido atraer mi atención sobre ella, la saqué sin abrir la puerta.
El timbre volvió a sonar y antes de abrir me guardé la carta en el bolsillo.
Era el coronel Melchett.
—Hola, Clement. Me iba ya a casa en el coche, cuando de pronto pensé que acaso quisiera usted invitarme a una copa.
—Encantado —contesté—. Vamos al gabinete.
Se quitó el abrigo de cuero y me siguió. Traje la botella de whisky, un sifón y dos vasos. Melchett estaba de pie ante el hogar, con las piernas abiertas, acariciándose el recortado bigote.
—Tengo que comunicarle una cosa, Clement. Es la cosa más asombrosa que jamás haya oído, pero la dejaremos para más tarde. ¿Cómo van las cosas por aquí? ¿Hay alguna otra señora que tenga alguna pista nueva?
—No se portan del todo mal —repuse—. Una de ellas cree que quizá haya solucionado el caso.
—Debe tratarse de nuestra amiga miss Marple, ¿no es verdad?
—Efectivamente.
—Las mujeres como ella siempre creen saberlo todo —dijo el coronel Melchett.
Sorbió un whisky con soda.
—Quizá cometa una indiscreción —dije—, pero supongo que alguien debe haber interrogado al muchacho de la pescadería. Quiero decir, si el asesino salió por la puerta principal, existe la posibilidad de que él lo viera.
—Slack le ha interrogado, desde luego —repuso Melchett—, pero el muchacho no vio a nadie. No me extraña. El asesino no intentaría llamar la atención. Hay muchos sitios donde esconderse por aquí. Antes de salir de la carretera debió cerciorarse de que nadie le veía. El muchacho tenía que venir aquí, a la vicaría, y luego a casa de Haydock y a la de mistress Price Ridley. Hubiera sido muy fácil esquivarle.
—Sí, supongo que sí.
—Por otra parte —prosiguió Melchett—, si ese pillo de Archer cometió el asesinato y el joven Fred Jackson le vio por estos alrededores, dudo mucho que este último nos hubiese comunicado este detalle. Archer es primo suyo.
—¿Sospecha usted realmente de Archer?
—No olvide que Protheroe le había metido en la cárcel más de una vez y que entre ellos existía gran animosidad. Protheroe no acostumbraba a perdonar.
—No —dije—. Era un hombre implacable.
—Vive y deja vivir, es lo que yo digo —observó Melchett—. Desde luego, la ley es la ley, pero a veces es conveniente conceder al acusado el beneficio de la duda. Y Protheroe no lo hizo nunca.
—Se vanagloriaba de ello —recordé.
Se produjo una pausa y después pregunté:
—¿Cuál es esa noticia que ha prometido darme?
—¿Recuerda la nota inacabada que Protheroe estaba escribiendo? —repuso.
—Sí.
—Se la entregamos a un experto para que dictaminara si la hora «6.20» fue añadida por una mano distinta. Desde luego, le facilitamos muestras de la escritura del coronel. ¿Sabe usted cuál ha sido su dictamen? Esa carta no ha sido escrita por Protheroe.
—¿Quiere decir que se trata de una falsificación?
—Sí. Creen que la hora «6.20» fue escrita por una mano distinta, aunque no están muy seguros de ello. La tinta del encabezamiento no es igual a la demás, pero la carta en sí es una falsificación. No fue escrita por Protheroe.
—¿Está seguro el perito?
—Tan seguro como se puede estar en un caso parecido. Ya sabe usted lo que son los expertos.
—Es sorprendente —dije.
Entonces algo me vino a la memoria.
—Recuerdo que cuando la encontramos, mistress Protheroe dijo que no se parecía a la escritura de su marido, y no presté atención a sus palabras.
—¿Cómo dice?
—Supuse que se trataba de una de las tontas observaciones que a veces hacen las señoras. Si algo parecía seguro, era que Protheroe hubiese escrito la nota.
Nos miramos en silencio.
—Es curioso —dije después lentamente—. Mis Marple estaba diciendo esta misma noche que la nota estaba mal, que no encajaba.
—Pero ella no podía saber más del caso que si hubiese cometido el asesinato.
En aquel momento sonó el timbre del teléfono. Sonaba insistentemente y parecía tener un siniestro significado.
Tomé el auricular.
—Aquí es la vicaría —dije—. ¿Quién llama?
Una voz extraña e histérica llegó hasta mi oído por el hilo.
—Quiero confesar —decía—. Dios mío, quiero confesar.
—¡Hola! —dije—. ¡Hola! Oiga, me ha cortado la comunicación. ¿Qué número ha llamado?
Una voz lánguida repuso que lo ignoraba, añadiendo que sentía me hubiese molestado.
Colgué y me volví hacia Melchett.
—En una ocasión dijo que se volvería loco si alguien más se acusara del crimen —observé.
—¿Por qué dice esto?
—Quien ha llamado decía que quería confesar… Y la central ha cortado la comunicación.
Melchett se levantó y descolgó el auricular.
—Yo les hablaré.
—Quizá a usted le hagan caso —dije—. Yo voy a salir. Me parece haber reconocido la voz.