CAPÍTULO XXVI

ESTABA de un extraño humor cuando subí al púlpito aquella noche.

La iglesia se hallaba desacostumbradamente llena. No puedo creer que tanta gente se hubiese sentido atraída por la posibilidad de oír un sermón predicado por Hawes; suelen ser aburridos y dogmáticos. Si se hubiese corrido la voz de que yo iba a hacerlo en su lugar, tampoco sería suficiente motivo para ello, porque mis sermones son aburridos y escolásticos. Y tampoco, temo, puedo atribuir tal hecho a la devoción.

Aquellas personas, supuse, se habían reunido para ver quiénes acudirían y asimismo, posiblemente, para hacer después algunos comentarios a la puerta de la iglesia.

Haydock se encontraba allí, cosa desacostumbrada, al igual que Lawrence Redding. Con gran sorpresa, junto a Lawrence vi el rostro demacrado de Hawes. Anne Protheroe había también venido, pero ella acostumbraba a acudir a los servicios vespertinos dominicales, aunque no esperaba verla aquel día. Me sorprendió mucho más comprobar la presencia de Lettice. El coronel Protheroe exigía que los miembros de su familia acudiesen sin falta a los servicios religiosos del domingo por la mañana, pero jamás había visto a Lettice en la iglesia a aquellas horas.

También Gladys Cram hizo acto de presencia, resaltando escandalosamente su juventud contra el telón de fondo compuesto por murmurantes solteronas. Me pareció que una figura borrosa, que llegó con algún retraso, era mistress Lestrange.

No necesito decir que mistress Price Ridley, miss Hartnell, miss Wetherby y miss Marple estaban presentes. Casi todo el pueblo se había dado cita en la iglesia. No recuerdo haber visto jamás tanta gente en un servicio religioso.

Las muchedumbres producen curiosos fenómenos. Había una atmósfera magnética aquella noche, y la primera persona en sentirla fui yo mismo.

Acostumbro a preparar mis sermones con anticipación. Lo hago poniendo en ello gran cuidado y los repaso detalladamente, pero nadie observa sus deficiencias mejor que yo.

Aquella noche me vi obligado a predicar ex tempore. Cuando posé la mirada en aquel mar de cabezas, una súbita locura se apoderó de mi mente. Había dejado de ser un ministro del Señor y me convertí en actor. Tenía un auditorio ante mí y quería conmoverlo. Además, sentía el poder de hacerlo.

No me siento orgulloso de lo que hice aquella noche. Me porté como un exaltado y delirante evangelista.

Pronuncié lentamente el tema de mi sermón.

No he venido a hablar de los justos, sino a llamar a los pecadores al arrepentimiento.

Lo repetí dos veces y oí mi propia voz, resonante y llamativa y en nada parecida a la de Leonard Clement.

Vi la mirada de sorpresa de Griselda y el asombro retratado en la cara de Dennis, sentado a su lado.

Contuve la respiración durante un instante y luego empecé a hablar.

Mis oyentes se encontraban en un estado de gran emoción, que les predisponía a la influencia de mis palabras. Exhorté a los pecadores al arrepentimiento y una y otra vez movía mi mano acusadora, reiterando la frase:

—Te hablo a ti.

Y cada vez que lo hacía, de distintas partes de la iglesia se elevaban suspiros de sorpresa.

Puse término a mi sermón con aquellas hermosas y espeluznantes frases de la Biblia:

—«Esta noche tu alma puede ser llamada…»

Cuando regresé a la vicaría volvía a ser el de siempre. Griselda estaba bastante pálida.

—Estuviste terrible esta noche, Len —dijo, cogiéndome del brazo—. No me gustó. Jamás habías predicado de tal forma.

—No creo que vuelvas a oírme parecidas palabras —exclamé, dejándome caer pesadamente en el sofá.

Estaba cansado.

—¿Qué te impulsó a hacerlo?

—Una súbita locura se apoderó de mí.

—¡Oh! ¿No era algo especial?

—¿Qué quieres decir con «algo especial»?

—Me pregunté… Tienes reacciones muy extrañas, Len. Algunas veces creo no conocerte.

Cenamos frío aquella noche, pues Mary estaba ausente.

—Hay una nota para ti en el recibidor —dijo Griselda—. ¿Quieres ir a buscarla, Dennis?

Éste, que había permanecido en silencio, obedeció.

La tomé de sus manos y gruñí. En la parte superior izquierda aparecían las siguientes palabras: «A mano. Urgente».

—Debe de ser de miss Marple —observé.

Mi suposición era exacta.

«Querido míster Clement:

Me gustaría mucho hablar un rato con usted acerca de un par de cosas que me han sucedido. Creo que todos debemos cooperar a la solución de este desgraciado misterio. Si me lo permite iré a su casa alrededor de las nueve y media y llamaré a la puerta ventana de su gabinete. Acaso la querida Griselda quiera tener la amabilidad de venir a mi casa y hacer compañía a mi sobrino. Dennis será asimismo bien recibido si quiere acompañarla. Si no recibo noticias suyas en sentido contrario, esperaré la llegada de su esposa y sobrino y le visitaré a la hora dicha.

Atentamente suya,

Jane Marple».

Entregué la nota a Griselda.

—Claro que iremos —dijo alegremente—. Una copita o dos de licor casero es lo que uno necesita los domingos por la noche.

Dennis no pareció tan contento ante aquella perspectiva.

—Está bien para vosotros dos —dijo, dirigiéndose a su tía—. Podéis hablar de arte y libros. Yo siempre me siento un tonto, sentado, escuchándoos.

—Así te colocas en el lugar que te corresponde —repuso Griselda serenamente—. De todas maneras, no creo que míster Raymond West sea tan inteligente como pretende.

—Muy pocos de nosotros lo somos —dije convencido.

Me pregunté sobre qué querría miss Marple hablarme. La consideraba la más inteligente de todas las señoras de mi congregación. No sólo ve y oye prácticamente cuanto sucede, sino que saca de ello asombrosas y exactas deducciones.

Si alguna vez quisiera emprender la carrera del crimen, me sentiría más temeroso de miss Marple que de la ley.

Griselda y Dennis salieron poco después de las nueve. Mientras esperaba la llegada de miss Marple, entretuve mis ocios preparando una lista de los hechos relacionados con el asesinato, arreglándolos, en cuanto me fue posible, por orden cronológico. No soy una persona muy puntual, pero sí muy metódica en mis cosas.

A las nueve y media en punto oí una llamada en la puerta ventana y me levanté para permitir la entrada de miss Marple.

Llevaba la cabeza y los hombros cubiertos por un bonito chal, y parecía más bien vieja y frágil. Llegó llena de pequeñas observaciones.

—Es usted muy amable al permitirme venir… y la querida Griselda… Raymond la admira mucho… ¿Quiere que me siente aquí? ¿No lo estoy haciendo en su silla? ¡Oh, gracias! No, no necesito taburete para los pies.

Coloqué su chal en una silla y volví a sentarme.

—Supongo que debe usted preguntarse por qué me muestro tan interesada en estas cosas. Acaso crea que es algo muy poco femenino. No, por favor. Me gustaría explicarlo.

Hizo una ligera pausa. El rubor asomó a sus mejillas.

—Cuando una persona vive sola, como yo, en este rincón del mundo —empezó a decir—, debe procurarse alguna distracción. Se puede hacer calceta, ayudar a las muchachas de la sección femenina de los exploradores o dibujar, pero mi predilección es, y ha sido siempre, la naturaleza humana. ¡Es tan variada y fascinante! Desde luego, en un pequeño pueblo, sin nada para distraerse, uno tiene amplia oportunidad de adquirir grandes conocimientos de aquello que estudia. Empieza por clasificar a la gente, como si se tratara de pájaros o flores. Algunas veces se cometen errores, que son menores a medida que transcurre el tiempo. Y entonces uno se prueba a sí mismo. Se toma un pequeño problema como, por ejemplo, aquel caso del cesto de camarones que constituyó un misterio sin importancia, pero absolutamente incomprensible a menos que uno encuentre la solución adecuada. O el caso de las pastillas para la tos y del paraguas de la esposa del carnicero, este último de una rara significación a menos que se suponga que el verdulero no se comportaba con la debida decencia con la esposa del carnicero, como así era en realidad. Es grandemente fascinante aplicar las teorías propias y averiguar que uno ha acertado.

—Y usted acostumbra siempre a estar en lo cierto —dije sonriendo.

—Lo cual temo que me haya hecho algo vanidosa —confesó miss Marple—. Pero siempre me he preguntado si sería capaz de descifrar un misterio verdaderamente importante. Lógicamente, no debiera ser más difícil que cuando se trata de algo insignificante. Después de todo, un modelo reducido de torpedo no deja de ser un torpedo.

—Quiere usted decir que todo es cuestión de relatividad, ¿no es cierto? —dije lentamente—. Por lógica, habría de serlo, pero ignoro si en realidad lo es.

—Supongo que debe ser igual —observó miss Marple—. Los factores, como los llamábamos en la escuela, son idénticos. Existe el dinero, y la mutua atracción entre personas de…, ¡ah!…, distinto sexo, y la locura. Mucha gente está algo loca. En realidad, todos lo estamos si se nos estudia cuidadosamente. La gente normal hace a veces cosas asombrosas, mientras que los anormales, por contra, actúan en algunas ocasiones de una manera completamente lógica. En realidad, todo se reduce a comparar a la gente con otras personas que uno ha conocido. Se asombraría al comprobar los pocos tipos distintos de gente que existen.

—Me asusta usted —dije—. Me parece encontrarme bajo la lente de un microscopio.

—Naturalmente, no osaría hablar así con el coronel Melchett. Es muy autocrático, ¿verdad? O con el inspector Slack, que es exactamente como la dependienta de la zapatería que quiere venderle a uno zapatos de piel de becerro porque los tiene a nuestra medida, y no toma en consideración que lo que uno quiere, en realidad, son zapatos de ante.

Era una magnífica descripción de Slack. Continuó:

—Pero estoy segura de que usted, míster Clement, sabe tanto acerca del asesinato como el propio inspector. Pensé que si pudiéramos trabajar juntos…

—Supongo que todos, en el fondo de nuestros corazones, nos creemos unos Sherlock Holmes —repuse.

Entonces le hablé de las tres llamadas que recibí aquella tarde y del descubrimiento hecho por Anne del cuadro acuchillado; de la actitud de miss Cram en la comisaría de policía, describiendo, asimismo, la identificación que Haydock hizo del cristal que encontré en el bosque.

—Puesto que lo encontré yo mismo —dije—, me gustaría que tuviera alguna importancia, pero probablemente nada tendrá que ver con el caso.

—He estado leyendo muchas novelas americanas de detectives en la biblioteca pública, esperando poder encontrar en ellas algo que pudiera ayudarme —dijo miss Marple.

—¿Leyó en ellas algo acerca del ácido pícrico?

—Temo que no. Recuerdo haber leído, hace mucho tiempo, una novela en la que un hombre fue envenenado con ácido pícrico que le fue frotado por el cuerpo, en forma de ungüento.

—Pero como nadie ha sido envenenado aquí, ésta no parece ser la cuestión —observé.

Entonces cogí la lista que había preparado y se la alargué.

—He tratado de recapitular los hechos del caso en la forma más clara y detallada que me ha sido posible —dije.

RELACIÓN DE LOS HECHOS

Jueves, día 21

12.30 — El coronel Protheroe cambia la hora de la cita, de las seis a las seis y cuarto. Probablemente medio pueblo le oyó decirlo.

12.45 — Pistola vista en su sitio por última vez (Esto es dudoso, pues mistress Archer había previamente dicho que no podía recordarlo con exactitud).

5.30 (aprox.) — El coronel y su esposa salen de Old Hall en dirección al pueblo, en coche.

5.30 — Falsa llamada telefónica hecha desde el pabellón norte de Old Hall.

6.15 (o uno o dos minutos antes) — El coronel Protheroe llega a la vicaría. Mary le hace pasar al gabinete.

6.20 — Mistress Protheroe viene por el sendero de atrás y cruza el jardín hasta la puerta ventana del gabinete.

6.29 — Llamada hecha desde la casa de Lawrence Redding a mistress Price Ridley (según la central).

6.30 a 6.35 — Se oye el disparo. (Aceptando como correcta la hora de la llamada telefónica). Las declaraciones de Lawrence Redding, Anne Protheroe y del doctor Stone parecen indicar una hora más temprana, pero mistress P. R. probablemente está en lo cierto.

6.45 — Lawrence Redding llega a la vicaría y encuentra el cadáver.

6.49 — Hallo el cadáver.

6.55 — Haydock examina el cadáver.

Nota. — Miss Cram y mistress Lestrange son las únicas personas que no tienen coartada alguna de las 6.30 a las 6.35. Miss Cram dice que se encontraba en la excavación de la tumba, pero nadie lo confirma. Parece razonable, sin embargo, no considerarla sospechosa, pues nada indica que tenga relación con el caso. Mistress Lestrange salió de la casa del doctor Haydock algo después de las seis para acudir a una cita. ¿Dónde fue y con quién estaba citada? No es probable que fuera con el coronel Protheroe, pues éste tenía ya un compromiso conmigo. Es cierto que mistress Lestrange se encontraba cerca del lugar de autos a la hora en que se cometió el asesinato, pero parece dudoso que tuviera motivo alguno para quitarle la vida. Su muerte en nada le beneficiaba, y no puedo aceptar la teoría del inspector de que se trataba de un caso de chantaje. Mistress Lestrange no es de esa clase de mujeres. También parece improbable que hubiese podido hacerse con la pistola de Lawrence Redding.

—Muy claro —dijo miss Marple, asintiendo en señal de aprobación—. Está todo muy claro. Los caballeros siempre preparan sus notas con cuidadoso detalle.

—¿Está usted de acuerdo con lo que he escrito? —pregunté.

—¡Oh, sí! Lo ha incluido usted todo.

Entonces hice la pregunta que desde el principio deseaba hacerle.

—¿De quién sospecha usted, miss Marple? —dije—. En cierta ocasión dijo que había siete sospechosos.

—Sí, hay muchos sospechosos —repuso con aire ausente—. Supongo que cada uno de nosotros ha hecho su propia elección.

No me preguntó de quién sospechaba yo.

—La cuestión estriba —prosiguió— en que uno debe encontrar una explicación para cada cosa, y esta explicación debe ser totalmente satisfactoria. Si uno tiene una teoría que encaja en cada hecho, entonces debe ser correcta, pero eso es muy difícil. Si no fuera por esa nota…, en fin, ya veremos.

—¿La nota? —dije sorprendido.

—Sí. Recuerde que se lo dije. No ha dejado de preocuparme un solo momento. Hay en ello algo que no encaja.

—Pero eso parece haber sido ya explicado —repliqué—. Fue escrita a las seis y treinta y cinco, y otra mano, la del asesino, la encabezó «6.20»; lo que nos causó gran confusión. Creo que eso está ya claramente establecido.

—Pero incluso así hay algo que no está bien —insistió miss Marple.

—Pero ¿por qué?

—Escúcheme usted —miss Marple se inclinó hacia mí—. Como le dije, mistress Protheroe pasó junto a mi jardín, vino hacia la puerta ventana del gabinete, miró adentro y no vio al coronel Protheroe.

—Porque estaba sentado al escritorio, escribiendo —dije.

—Y esto es lo que no encaja, lo que está mal. Eran entonces las seis y veinte. Estamos todos de acuerdo en que no se dispondría a escribir que no podía esperar más tiempo hasta después de las seis y media, con toda probabilidad. ¿Por qué, pues, estaba sentado al escritorio en aquel momento?

—Nunca pensé en ello —dije lentamente.

—Vamos a examinarlo juntos, míster Clement. Mistress Protheroe viene hasta la puerta ventana y cree que la habitación está vacía. Debió haberlo pensado así, pues de lo contrario no se hubiera dirigido al estudio para encontrarse con míster Redding. Hubiese sido algo arriesgado hacerlo. Si ella creyó que no había nadie en el gabinete, probablemente se debió a que reinaba en él un silencio absoluto. Y esto nos ofrece tres alternativas, ¿no cree usted?

—¿Quiere usted decir…?

—La primera sería que el coronel Protheroe estaba ya muerto, aunque no creo que ello fuera así en realidad. Sólo hacía unos cinco minutos que él se encontraba allí y ella y yo hubiéramos oído el disparo; además, volvemos a tropezar con la hipótesis de que estaba sentado en el escritorio. La segunda es, naturalmente, que estaba escribiendo una nota que, por supuesto, debió ser completamente distinta de la que encontró. No podía ser una en que dijese que no le era posible seguir esperando. Y la tercera…

—¿Sí?

—Que mistress Protheroe tenía razón y que no había nadie en la habitación.

—¿Quiere usted decir que, después que vino, volvió a salir y regresó más tarde?

—Sí.

—Pero ¿por qué habría hecho tal cosa?

Miss Marple hizo un gesto de incomprensión.

—Esto nos obligaría a examinar el caso desde un punto de vista completamente distinto —dije.

—Uno se ve obligado a hacer tal cosa en muchas ocasiones. ¿No es usted de mi parecer?

No contesté. Sopesaba cuidadosamente las tres alternativas sugeridas por miss Marple.

La anciana señorita se levantó, suspirando levemente.

—Debo regresar. Me place mucho haber sostenido esta pequeña charla, aunque no hemos avanzado mucho, ¿verdad?

—En realidad —repuse, mientras le alargaba el chal— este caso me parece un incomprensible rompecabezas.

—Yo no diría eso. Creo, por el contrario, que existe una hipótesis que encaja casi en todo. Esto, por supuesto, en el caso de que se admita una coincidencia, y creo que puede hacerse con cierto margen de seguridad. Aunque no creo que hubiera más de una.

—¿Lo cree usted realmente? Quiero decir, en cuanto a la hipótesis.

—Debo admitir que hay una pequeña grieta en ella, algo que no puedo explicarme. Si esa nota hubiese tratado de algo distinto…

Suspiró y meneó la cabeza. Se dirigió hacia la puerta ventana y con gesto distraído levantó la mano y tocó la planta que estaba colocada en un tiesto encima de un soporte.

—Querido míster Clement, creo que debiera usted regarla más a menudo. Necesita mucha agua. Su criada debiera hacerlo cada día. Supongo que ella es quien se encarga de estas cosas.

—En el mismo grado que de las demás —repuse.

—Está algo verde todavía —sugirió miss Marple.

—Sí —asentí—. Y Griselda se niega tercamente a que madure. Cree que sólo una cocinera totalmente indeseable podrá quedarse con nosotros. Sin embargo, la propia Mary se despidió hace unos días.

—Creí que les quería mucho a ustedes.

—No me he dado cuenta de tal cosa —dije—. En realidad, fue Lettice Protheroe quien la molestó. Mary regresó bastante descompuesta de la encuesta y cuando llegó encontró aquí a Lettice y tuvieron algunas palabras.

—¡Oh! —exclamó miss Marple.

Se disponía a salir, pero se contuvo súbitamente. Diversas expresiones se retrataron en su cara.

—¡Oh, por Dios! —dijo para sí misma—. He sido verdaderamente tonta. ¡Conque era eso!

—¿Cómo dice usted?

Me miró con aspecto preocupado.

—Nada. Se me acaba de ocurrir una idea. Debo ir a casa y meditar el caso cuidadosamente. Creo que he sido casi increíblemente tonta.

—Me cuesta mucho creer tal cosa de usted —repuse galantemente.

La acompañé hasta la verja del jardín.

—¿Puede usted decirme cuál es la idea que acaba de ocurrírsele? —pregunté.

—Preferiría no hacerlo por el momento. Existe una posibilidad de que esté equivocada, pero no lo creo. Ya hemos llegado. Muchas gracias por acompañarme, pero no debe molestarse en seguir más allá.

—¿Sigue la nota constituyendo un escollo? —pregunté mientras cerraba el portillo de su verja.

Me miró distraída.

—¿La nota? La que se encontró no era la verdadera. Jamás creí que lo fuera. Buenas noches, míster Clement.

Se dirigió rápidamente hacia la casa, dejándome sin saber qué pensar.