TARDÉ en reponerme de la impresión que me causó el anónimo. La basura ensucia. Sin embargo, recogí las otras tres cartas y salí rápidamente a la calle.
Me pregunté insistentemente qué era lo que «había llegado al conocimiento» de las tres señoras simultáneamente. Pensé que se trataría de la misma noticia, pero pronto averigüé que estaba equivocado.
No puedo pretender que las cosas que debía hacer me obligaran a pasar ante la comisaría de policía. Me encaminé hacia allí instintivamente. Estaba ansioso por saber si el inspector Slack había regresado de Old Hall.
Averigüé que así era y, también, que miss Cram había vuelto con él. La rubia Gladys se hallaba en el despacho del inspector. Negó en redondo haber llevado la maleta al bosque.
—Sólo porque una de esas viejas murmuradoras no tiene otra cosa que hacer que espiar toda la noche por su ventana viene usted a acusarme. Recuerde que se equivocó una vez cuando dijo que me había visto al extremo del sendero la tarde del crimen. Si se equivocó entonces, a plena luz, me pregunto cómo puede pretender haberme reconocido a la luz de la luna. Esas viejas obran con mucha malicia. Ellas dirán lo que quieran, pero yo estaba tranquilamente durmiendo en mi cama. Debieran ustedes avergonzarse de sí mismos.
—Suponga usted, miss Cram, que la patrona del Blue Boar identificara la maleta como la suya.
—Si dice tal cosa, faltará a la verdad. No hay nombre alguno escrito en ella. Casi todo el mundo tiene una maleta como ésa. ¡Y acusar al pobre doctor Stone de ser un vulgar ladrón!
—¿Se niega usted, por tanto, a darnos una explicación, miss Cram?
—No me niego a nada. Ustedes han cometido un error. Eso es todo. Ustedes y su metomentodo miss Marple. No pienso decir una palabra más, sin que mi abogado esté presente. Me voy ahora, a menos que vaya usted a detenerme.
Por toda contestación, el inspector se levantó y abrió la puerta. Con un altivo movimiento de cabeza, miss Cram salió.
—Ésta es la actitud que toma —dijo Slack, volviendo a sentarse—. Lo niega en redondo. Desde luego, esa señorita pudo haberse equivocado. Ningún jurado creería que pudo reconocer a alguien a tal distancia en una noche de luna. Puede haberse equivocado.
—Quizá sí —dijo—, pero no lo creo. Miss Marple suele tener siempre razón. Es lo que la hace tan poco popular.
El inspector sonrió.
—Eso mismo dice Hurst. ¡Oh, Dios, qué pueblos!
—¿Qué hay de la plata, inspector?
—Parece estar perfectamente en orden. Eso, desde luego, significa que uno de los dos lotes es falso. En Much Benham vive un perito en plata antigua. Le he mandado un automóvil para que venga. Pronto aclararemos este extremo y si el robo ha sido ya llevado a cabo, o se trata sólo de un intento. Ello no tendrá gran importancia, comparado con el asesinato. Esa pareja no tiene nada que ver con el crimen. Quizá sepamos por ella dónde se esconde él. Por eso le permití marcharse.
—Ya decía yo…
—Es lástima lo de míster Redding. No se encuentra uno a menudo con gente que se empeñe en hacernos un favor.
—Supongo que no —dije sonriendo levemente.
—Las mujeres ocasionan muchos líos —moralizó el inspector.
Suspiró y luego en suave tono prosiguió con gran sorpresa mía:
—Desde luego, está Archer —dijo.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Ha pensado en él?
—Claro que sí, desde el primer momento. No precisé de ningún anónimo para sospechar de él.
—Cartas anónimas —dije secamente—. ¿Ha recibido usted alguna, pues?
—No es nada nuevo, señor. Recibimos por lo menos una docena cada día. Sí, se nos habló de Archer. ¡Como si la policía no supiera su trabajo! Sospechamos de Archer desde el primer momento. Lo malo es que tiene una coartada. No es muy importante, pero tampoco podemos despreciarla del todo.
—¿Qué quiere usted decir?
—Al parecer, estuvo con un par de amigos toda la tarde. Pero eso carece de importancia. Los hombres de la clase de Archer y sus amigos están dispuestos siempre a jurar cualquier cosa, pero no debe darse mucho crédito a sus palabras. Nosotros lo sabemos, pero el público lo ignora, y el jurado sale del público, lo cual es una lástima. No saben nada y creen a pies juntillas lo que se dice desde la barra de los testigos, no importa quién sea el que lo diga. Desde luego, Archer jurará y perjurará que no lo hizo.
—No es tan amable como míster Redding —observé.
—No —repuso secamente el inspector.
—Es natural que el hombre se aferré a la vida —murmuré.
—Le asombraría saber cuántos asesinos han escapado a la horca por el corazón tierno de los jurados —dijo el inspector con tono sombrío.
—¿Cree usted realmente que Archer lo hizo?
Me había llamado la atención desde el primer momento el hecho curioso de que el inspector Slack parecía no tener opinión propia sobre el caso. La facilidad o la dificultad de lograr una condena era lo único que al parecer le preocupaba.
—Me gustaría poseer una mayor certeza —admitió—. Una huella digital o de un pie, o haber sido visto en la vecindad de la vicaría alrededor de la hora en que se cometió el asesinato. No puedo arriesgarme a detenerle sin algún motivo. Ha sido visto una o dos veces merodeando por los alrededores de la casa de míster Redding, pero afirmará que iba a hablar con su madre. Ella es una persona decente. ¡Si pudiera obtener una prueba definitiva de chantaje! Pero en este caso no existen pruebas definitivas de nada. No hay sino teoría y más teoría.
Entonces recordé las visitas que debía hacer. Fui primero a casa de miss Hartnell. Debió haberme estado mirando desde la ventana, pues la puerta se abrió antes de que yo pulsase el timbre y tomando firmemente mi mano entre las suyas me hizo entrar.
—Ha sido usted muy bueno al venir. Pase aquí. Estaremos mejor.
Penetramos en una minúscula habitación. Miss Hartnell cerró la puerta y con aire de profundo secreto me indicó una silla. Observé que estaba gozando enormemente.
—No me gusta andar con rodeos —dijo con voz alegre—. Ya sabe cómo corren las noticias en este pueblo.
—Desgraciadamente, sí.
—Estoy de acuerdo con usted. Nadie odia la murmuración tanto como yo. Pero no por ello deja de existir. Creí que era mi deber comunicar al inspector de policía que estuve en casa de mistress Lestrange la tarde del asesinato y que ella había salido. No pretendo que se me den las gracias por cumplir con mi deber, sino que me limito a cumplirlo. La ingratitud es lo primero y lo último que uno encuentra en la vida. Sólo ayer esa atrevida mistress Baker…
—Sí, es verdad —dije, intentando detener su chorro de palabras—. Es muy triste. Pero decía usted…
—Las clases inferiores no saben reconocer a sus amigos —dijo miss Hartnell—. Siempre tengo una palabra apropiada al caso cuando las visito, pero ni siquiera se me agradece.
—Estaba usted contando al inspector su visita a la casa de mistress Lestrange —insinué.
—Exactamente. Y a propósito, tampoco él me dio las gracias. Dijo que pediría informes cuando los necesitara. No usó precisamente esas mismas palabras, pero tal fue el sentido de ellas. La policía de hoy es muy distinta de la de antes.
—Probablemente —asentí—. Pero creo que iba usted a contarme algo.
—Decidí no dirigirme al inspector esta vez. Después de todo, un clérigo es un caballero. Por lo menos algunos lo son.
Supuse que yo estaba incluido en la referida clasificación.
—Si puedo serle de alguna ayuda —insinué.
—Es cuestión de deber —dijo miss Hartnell, cerrando la boca fuertemente—. No quisiera tener que decir esas palabras, pero el deber es el deber.
Aguardé a que se explicase.
—Se me ha dado a entender —continuó miss Hartnell sonrojándose—, que mistress Lestrange asegura que estuvo en su casa toda la tarde, y que no abrió la puerta… bien, porque no quiso hacerlo. ¡Se da unos aires! La visité sólo por deber de vecindad y mire usted cómo me trata.
—Ha estado enferma —dije suavemente.
—¿Enferma? ¡Narices! Le falta a usted mucho, míster Clement. Esa mujer no padece ninguna enfermedad. ¡Demasiado enferma para asistir a la encuesta! ¡Un certificado médico del doctor Haydock! Sabe hacer bailar a los hombres al son que le conviene. Cualquiera puede darse cuenta de ello. Bien, ¿qué estaba diciendo?
Lo ignoraba. Es difícil seguir las ideas de miss Hartnell.
—¡Ah, sí! Acerca de llamar a su casa aquella tarde. Miente al decir que estaba en casa. No estaba. Lo sé positivamente.
—¿Cómo puede usted estar tan segura?
La cara de miss Hartnell enrojeció algo más. En alguien menos truculento hubiera podido decirse que sentía cierto embarazo.
—Hice sonar el timbre y llamé con el picaporte —explicó—. Dos veces. No, acaso, fueran tres. Pensé que quizá el timbre no funcionaba.
Observé que no podía mirarme a la cara mientras hablaba. El mismo constructor edificó ese grupo de casas y los timbres están instalados en forma que resultan claramente audibles desde la puerta delantera. Tanto miss Hartnell como yo lo sabíamos perfectamente.
—¿Sí? —murmuré.
—No quise dejar mi tarjeta en el buzón. Pudiera haber parecido algo violento. Podré ser lo que se quiera, pero no mal educada.
Hizo esta asombrosa declaración sin que la voz le temblara.
—Por tanto —prosiguió sin sonrojarse ya—, miré por todas las ventanas, pero no había nadie.
La comprendí. Aprovechándose de que la casa estaba vacía, miss Hartnell había dado rienda suelta a su curiosidad, dando la vuelta alrededor, examinando el jardín y mirando por todas las ventanas para ver cuanto pudiera del interior. Había preferido contarme su historia a mí, esperando que yo sería un oyente más benévolo que la policía. Los clérigos deben conceder el beneficio de la duda a los miembros de sus parroquias.
No hice comentario alguno. Me limité a formular una pregunta.
—¿A qué hora fue, miss Hartnell?
—En cuanto pude recordar —repuso—, debían ser cerca de las seis. Regresé directamente a casa después llegando hacia las seis y diez, y mistress Protheroe vino alrededor de las seis y media, dejando al doctor Stone y a míster Redding en la calle, frente a mi casa, y hablamos de bulbos. Y entonces el pobre coronel estaba ya muerto. Es un mundo muy triste.
—A veces es más bien desagradable —repuse.
Me levanté.
—¿Es eso cuanto tiene que decirme?
—Creí que acaso fuera importante.
—Quizá sí —asentí.
Me despedí, rehusando quedarme más rato, aun a costa del desengaño de miss Hartnell.
Miss Wetherby, a quien visité a continuación, me recibió con grandes aspavientos.
—Mi querido vicario, es usted sumamente amable. ¿Ha tomado ya el té? ¿No le apetece otra taza? ¿Quiere un cojín para apoyar la espalda? Ha sido usted muy bueno al venir tan pronto. Usted siempre está dispuesto a sacrificarse por el prójimo.
El monólogo de miss Wetherby siguió bastante rato por este estilo antes de llegar al objeto de la llamada, al que por fin se refirió, no sin grandes circunloquios.
—Debe comprender que he sabido esto de buena fuente, se lo aseguro.
Las «buenas fuentes» de St. Mary Mead son siempre algunas sirvientas.
—¿No puede decirme quién se lo comunicó?
—Prometí no hacerlo, míster Clement. Siempre he respetado las promesas hechas.
Tenía aspecto solemne al decir esto último.
—Digamos que fue un pajarito. ¿No le parece mejor así?
Deseaba decirle que me parecía condenadamente estúpido. Me hubiera gustado ver el efecto que mis palabras causaban en miss Wetherby.
—Ese pajarito me dijo que había visto a cierta señora, a la que no nombraremos por su nombre.
—¿Otra clase de pajarito? —pregunté.
Ante mi sorpresa, miss Wetherby estalló en una ruidosa carcajada y me golpeó amistosamente el brazo.
—¡Oh, vicario! ¡Qué malo es usted!
Cuando recobró su compostura, prosiguió diciendo:
—¿A dónde imagina usted que esa cierta señora se dirigía? Tomó por el camino de la vicaría, pero antes de hacerlo miró a su alrededor en la forma más extraña, supongo que para comprobar si alguna persona conocida la estaba observando.
—¿Y el pajarito? —pregunté.
—Estaba de visita en la pescadería, en la habitación de encima de la tienda.
Ahora sé dónde algunas sirvientas pasan sus días libres.
—Y la hora —prosiguió miss Wetherby, inclinándose misteriosamente hacia delante— eran casi las seis.
—¿De qué día?
Miss Wetherby dejó escapar un gritito.
—El del asesinato, desde luego. ¿No se lo he dicho ya antes?
—Lo suponía —repuse—. ¿Cuál es el nombre de esa señora?
—Empieza por L —dijo miss Wetherby asintiendo varias veces con la cabeza.
Comprendí que sabía ya cuanto miss Wetherby tenía que decirme y me levanté.
—No permitirá que la policía me interrogue, ¿verdad? —dijo miss Wetherby patéticamente, cogiéndome una mano entre las suyas—. Odio la publicidad. ¡Y tener que comparecer en juicio!
Pude escapar.
Aún me quedaba mistress Price Ridley por ver. Ésta fue directamente al grano.
—No quiero tener nada que ver con la policía —dijo con firmeza, mientras me estrechaba la mano con frialdad—. Sin embargo, como ha sucedido algo que creo de interés, soy de opinión que las autoridades debieran tener conocimiento de ello.
—¿Se refiere a mistress Lestrange? —pregunté.
—¿Por qué había de ser así? —repuso mistress Price.
No supe qué replicar.
—Es un asunto muy simple —prosiguió—. Mi doncella, Clara, se encontraba junto a la verja en la parte delantera de la casa. Ella dice que estaba tomando un poco el fresco, aunque no creo que ése fuera el motivo de su presencia allí. Con toda seguridad estaba esperando al muchacho de la pescadería, ese pillo mal educado que, porque tiene diecisiete años, cree que puede bromear con todas las chicas. De todas maneras, como estaba diciendo, Clara se encontraba junto a la verja cuando oyó un estornudo.
—Sí —dije, esperando que siguiera hablando.
—Eso es todo. Le digo que oyó un estornudo, y no empiece a decirme que ya no soy tan joven como antes y que puedo haberme equivocado, porque fue Clara quien lo oyó, y ella sólo tiene diecinueve años.
—Pero —repuse—, ¿por qué no había ella de oír un estornudo?
Mistress Price Ridley me miró con no disimulada lástima por mi falta de inteligencia.
—Oyó un estornudo el día del crimen a una hora en que no había nadie en su casa. Sin duda el asesino estaba escondido entre los matorrales esperando su oportunidad. Deben ustedes buscar a un hombre que sufra un resfriado de cabeza.
—O aquejado de fiebre del heno —sugerí—. En realidad, mistress Price Ridley, creo que este misterio tiene una fácil solución. Nuestra cocinera Mary padece un severo resfriado de cabeza. Sus continuos estornudos nos han molestado mucho en los últimos días. Debió ser ella quien estornudó.
—Era un estornudo de hombre —repuso mistress Price Ridley, con firmeza—. Además, desde nuestra verja no se puede oír si estornudan en su cocina. Ésta queda distanciada.
—Tampoco se pueden oír los estornudos de alguien que se encuentre en mi gabinete —contesté—. Por lo menos así lo supongo.
—Dije que el hombre acaso estuviese escondido entre los matorrales —insistió mistress Price Ridley—. Sin duda, cuando Clara regresó a la casa, el hombre entró por la puerta principal.
—Desde luego, es posible —asentí.
Traté de que mi voz no tuviera un tono calmante, pero debí fracasar en ello, pues mistress Price Ridley me miró dura y fijamente.
—Estoy acostumbrada a que no se haga mucho caso de mí, pero también debo mencionar que cuando se deja una raqueta de tenis tirada en la hierba, sin haberle antes colocado la prensa, es muy probable que se estropee. Y las raquetas de tenis son muy caras en la actualidad y hay que cuidarlas.
No parecía existir razón alguna para ese ataque de flanqueo, que me sorprendió grandemente.
—Pero acaso usted no esté de acuerdo conmigo —prosiguió mistress Price Ridley.
—¡Oh, sí! Ciertamente.
—Me complace saberlo. Bien, eso es todo cuanto tengo que decir. Ahora me lavo las manos de todo ello.
Se apoyó contra el respaldo de su silla, cerrando los ojos como si estuviera fatigada. Le di las gracias y me despedí.
Ya en la puerta, interrogué a Clara acerca de las manifestaciones de su señora.
—Es cierto que oí un estornudo, señor. No era un estornudo normal; puede usted creerme.
Nada es jamás normal en un crimen. El disparo no fue un disparo normal. El estornudo tampoco era del tipo corriente. Supongo que se trataría del modelo especial para los asesinos. Pregunté a la muchacha a qué hora lo había oído, pero no fue muy clara en su contestación. Entre las seis y cuarto y las seis y media, pensaba. De todas maneras fue «antes de que la señora recibiera la llamada telefónica y sintiérase indispuesta».
Le pregunté si había oído algún tiro y dijo que los disparos habían sido terribles. Después de esto di muy poco crédito a sus manifestaciones.
Estaba llegando a la verja de mi propia casa cuando decidí visitar a un amigo.
Consulté el reloj y vi que disponía de algunos minutos antes del servicio vespertino. Me dirigí a casa de Haydock, que salió a recibirme a la puerta.
Observé su aspecto cansado y preocupado. Aquel caso parecía haberle envejecido.
—Me complace verle —dijo—. ¿Qué noticias hay?
Le conté la verdad sobre Stone.
—Eso explica muchas cosas —observó—. Debió documentarse antes de venir a este pueblo pero cometió algunos errores y Protheroe acaso se dio cuenta de ellos. Recuerde la discusión que tuvieron. ¿Qué piensa usted de la muchacha? ¿Será su cómplice?
—No hay una opinión firme a ese respecto —repuse—. Por mi parte, creo que ella nada tiene que ver con el asunto. La considero muy tonta.
—Yo no diría eso. Miss Cram es muy inteligente. Es un ejemplar muy saludable, que dará muy poco trabajo a mis colegas.
Le expliqué que estaba preocupado por Hawes y que me gustaría que se tomara una temporada de descanso fuera del pueblo.
Algo cambió en Haydock cuando pronuncié estas palabras. Su contestación no fue del todo sincera.
—Sí —repuso lentamente—. Supongo que eso sería lo mejor. Pobre hombre.
—Creí que no le era muy simpático.
—Y no me lo es, pero siento lástima por mucha gente que no me cae en gracia —tras una larga pausa añadió—. Incluso me siento apenado por Protheroe. Nadie le quiso jamás. Estaba demasiado poseído de su propia rectitud y excesivamente pagado de sí mismo. No es una mezcla muy agradable. Siempre fue así, incluso cuando era joven.
—Ignoraba que le hubiera usted conocido en su juventud.
—¡Oh, sí! Cuando él vivía en Westmorland yo tenía mi consultorio en una población vecina. Hace de eso casi veinte años.
Suspiré. Veinte años atrás, Griselda tenía sólo cinco. El tiempo es una cosa extraña…
—¿Es esto cuanto vino a decirme, Clement?
Le miré asombrado. Haydock me contemplaba fijamente.
—Hay algo más, ¿no es cierto? —dijo.
Asentí. A mi llegada estaba indeciso en cuanto a hablar francamente, pero en aquel momento decidí hacerlo. Siento verdadero aprecio por Haydock; es una magnífica persona, en todos los sentidos. Pensé que quizá le fuera de alguna utilidad lo que pudiera decirle.
Le conté mis entrevistas con miss Hartnell y miss Wetherby.
Permaneció en silencio durante un rato después que hubo hablado.
—Es cierto, Clement —dijo finalmente—. He tratado por todos los medios a mi alcance de proteger a mistress Lestrange de toda molestia. En realidad, es una vieja amiga mía, pero no es ésta mi única razón. El certificado médico presentado en la encuesta no es algo sin fundamento, como todo el mundo cree.
Hizo una pausa y luego prosiguió gravemente:
—Quede esto entre usted y yo, Clement. Mistress Lestrange no tiene salvación.
—¿Cómo dice usted?
—Se está muriendo. Le doy un mes de vida como máximo. ¿Comprende usted ahora por qué le evité las molestias e inconvenientes de un interrogatorio? —permaneció un instante en silencio—. Cuando aquella noche tomó por este sendero, venía aquí, a esta casa.
—No lo había usted mencionado con anterioridad.
—Quería evitar que se hablara de ello. No tengo el consultorio abierto de seis a siete, todo el mundo lo sabe. Pero puede usted aceptar mi palabra de que ella se encontraba aquí.
—Pero no estaba en la casa cuando mandé a Mary a buscarle; quiero decir, cuando se encontró el cadáver en la vicaría.
—No —pareció perplejo—. Había salido… para acudir a una cita.
—¿Dónde era el encuentro? ¿En su casa, quizá?
—No lo sé, Clement. Palabra de honor que lo ignoro.
Le creí, pero…
—¿Y si se ahorca a un hombre inocente? —pregunté.
Meneó la cabeza.
—Nadie será ahorcado por el asesinato del coronel Protheroe; puede usted creerlo.
Pero era exactamente lo que yo no podía creer. Sin embargo, la certidumbre reflejada en aquella voz era muy grande.
—Nadie será ahorcado —repitió.
—Ese hombre, Archer…
Hizo un gesto de impaciencia.
—Carece del sentido común necesario para borrar las huellas dactilares de la pistola.
—Acaso tenga razón —dije vacilante.
Entonces recordé algo. Saque del bolsillo el pequeño cristal pardusco que encontré en el bosque y le pregunté qué era.
—Parece ácido pícrico —dijo después de una corta vacilación—. ¿Dónde lo ha encontrado?
—Eso —repuse— es el secreto de Sherlock Holmes.
Sonrió.
—¿Qué es el ácido pícrico?
—Un explosivo.
—Sí, ya lo sé, ¿tiene algún otro uso?
Asintió.
—Se emplea en medicina, en forma de solución para quemaduras. Es algo maravilloso.
Alargué la mano y me lo devolvió con desgana.
—Probablemente no signifique nada importante, pero lo encontré en un lugar extraño —dije.
—¿No quiere usted decirme dónde?
Me negué con tenacidad casi infantil.
Haydock tenía sus secretos; también yo los tendría. Me sentí algo disgustado con él por no haber confiado en mí plenamente.