AL regresar a la vicaría encontré a Hawes esperándome en el gabinete. Paseaba por él agitadamente y cuando entré en la habitación se detuvo como si le hubieran disparado un tiro.
—Debe perdonarme —dijo, secándose el sudor de la frente—. Mis nervios están totalmente destrozados.
—Mi querido amigo —repuse—, debe usted cambiar de aires por una temporada. De lo contrario, acabará ciertamente mal.
—No puedo abandonar mi puesto —dijo—. Nunca haré tal cosa.
—No se trata de deserción. Está usted enfermo. Estoy seguro de que Haydock estaría de acuerdo conmigo.
—Haydock, Haydock. ¿Qué clase de médico es? Un ignorante medicucho de pueblo.
—Creo que se muestra usted injusto con él. Ha sido siempre considerado como un hombre muy inteligente en su profesión.
—Quizá sí, pero no me gusta. No es eso lo que vine a decirle. Quiero pedirle que tenga la bondad de predicar esta noche en mi lugar. No me siento capaz de hacerlo hoy.
—Claro que lo haré. Esté usted tranquilo. Me encargaré del servicio.
—No, no. Es sólo el sermón. Me asusta la idea de subir al púlpito, de enfrentarme con la mirada de toda esa gente…
Cerró los ojos y tragó convulsivamente.
No me cabía la menor duda de que algo no andaba muy bien con Hawes. Pareció comprender mis pensamientos, por cuanto abrió los ojos y dijo rápidamente:
—No me sucede nada. Son sólo esos dolores de cabeza, esos terribles dolores. ¿Quiere darme un vaso de agua?
—Desde luego.
Fui yo mismo a buscarla. Agitar la campanilla constituye en mi casa un gesto totalmente inútil.
Le llevé el agua y me dio las gracias. Sacó del bolsillo una pequeña caja de cartón, la abrió y extrajo de ella una cápsula que tragó con un sorbo de agua.
—Para el dolor de cabeza —explicó.
Me pregunté si Hawes era morfinómano. Ello explicaría muchas de sus rarezas.
—Espero que no tome demasiadas cápsulas —dije.
—No. El doctor Haydock me previno contra su uso excesivo. Son maravillosas. Alivian en seguida.
Estaba ya más calmado y compuesto.
—¿Accede usted a predicar esta noche, señor? —preguntó, levantándose—. Es usted muy bueno.
—Sí, y además insisto en hacerme cargo del servicio. Váyase a casa y acuéstese. No me replique.
Me dio las gracias nuevamente.
—¿Ha estado usted hoy en Old Hall? —preguntó entonces, mirando hacia la ventana.
—Sí.
—Perdone que se lo pregunte, pero ¿le llamaron desde allí?
Mi mirada sorprendida le hizo enrojecer.
—Lo siento, señor. Pensé que acaso se hubiese presentado algo nuevo y que ésta fue la razón de que mistress Protheroe le llamara.
No tenía la menor intención de satisfacer la curiosidad de Hawes.
—Quería hablar conmigo acerca del entierro y de un par de cosas sin importancia —dije.
—¡Oh! Ya comprendo.
No hablé. Balanceó el cuerpo primero sobre un pie y luego sobre el otro.
—Míster Redding vino a verme anoche. No puedo imaginarme qué le impulsó a ello —dijo.
—¿No se lo contó él?
—Sólo dijo que pasaba por delante de mi casa y decidió entrar. Parece que se sentía solo. Jamás había hecho tal cosa con anterioridad.
—Creo que es un compañero muy agradable —dije.
—¿Por qué vendría a verme? No me gusta —su voz era chillona—. Habló de volver en otro momento. ¿Por qué? ¿Qué idea cree usted que se le ha metido en la cabeza?
—¿Por qué se imagina que tiene un ulterior motivo? —pregunté.
—No me gusta —repuso Hawes obstinadamente—. Nunca he estado contra él. Jamás sugerí que fuese culpable. Incluso cuando él mismo se acusó, comenté que todo ello me parecía totalmente incomprensible. Si de alguien he sospechado, ha sido del pobre Archer, pero no de él. Archer es otra cosa. Es un rufián que no cree en Dios y un borracho consuetudinario.
—¿No cree usted que es algo acerbo en sus opiniones? —pregunté—. Después de todo, sabemos muy pocas cosas de él.
—Es un cazador furtivo, que entra y sale continuamente de la cárcel, y a quien creo capaz de cualquier cosa.
—¿Supone usted realmente que fue él quien asesinó al coronel Protheroe? —pregunté con curiosidad.
Hawes acostumbra desdeñar las contestaciones claras y definidas. Lo he observado repetidamente en estos últimos tiempos.
—¿No cree usted, señor, que es la única solución posible? —preguntó a su vez.
—En cuanto sé, no existe la menor prueba contra él.
—Sus amenazas —repuso Hawes animadamente—. Olvida usted sus amenazas.
—Estoy ya cansado de oír hablar de las amenazas de Archer. No existe la menor prueba de que en realidad las hiciera.
—Estaba decidido a vengarse del coronel Protheroe. Tomó ánimos con la bebida y después disparó contra el coronel.
—Esto no es sino una simple suposición.
—Sí, pero debe usted admitir que es perfectamente probable.
—No, no puedo admitirlo.
—¿Posible, en vez de probable, pues?
—Posible, sí.
Hawes me miró de reojo.
—¿Por qué no cree usted que sea probable?
—Porque un hombre como Archer no emplearía una pistola para matar a un semejante. No es el arma que encaja en su modo de ser.
Hawes pareció sorprendido por mis palabras. No constituían seguramente la clase de objeción que esperaba.
No dijo nada más. Me dio nuevamente las gracias y salió.
Le acompañé hasta la puerta y al regresar vi cuatro notas encima de la mesa del recibidor. Poseían ciertas características comunes. La escritura era inequívocamente femenina, todas ostentaban muy visibles las palabras «A mano, urgente», y la única diferencia que pude observar era que una de ellas estaba más sucia que las demás.
Su semejanza me produjo un curioso sentimiento de ver, no doble, sino cuádruple.
Mary salió de la cocina cuando las estaba ya contemplando.
—Han sido traídas a mano después de la comida —explicó—. Todas menos una, que encontré en el buzón.
Asentí con la cabeza, las cogí y me dirigí al gabinete.
La primera decía así:
«Querido míster Clement:
Algo, que creo debe usted saber, ha llegado a mi conocimiento. Se refiere a la muerte del pobre coronel Protheroe. Le agradecería mucho su consejo sobre si debo o no dirigirme a la policía. Desde la muerte de mi querido esposo, temo cualquier clase de publicidad. Quizá le sería a usted posible venir a verme esta tarde.
De usted atentamente,
Marta Price Ridley».
Abrí la segunda.
«Querido míster Clement:
Me siento muy turbada y tengo la mente confusa, pues ignoro lo que debo hacer. Algo me ha sido dicho que creo debiera usted saber. ¡Siento tal horror ante la idea de tener que enfrentarme con la policía! ¡Estoy tan deprimida! ¿Sería mucho pedirle, querido vicario, que pase a verme durante unos minutos para solucionar mis dudas y perplejidades en la asombrosa forma con que siempre lo hace? Perdone la molestia que le ocasiono.
Sinceramente suya,
Caroline Wetherby».
Me pareció que podía conocer el contenido de la tercera incluso sin mirarla.
«Querido míster Clement:
Algo muy importante ha llegado a mi conocimiento y creo que debe usted ser el primero en saberlo. Tenga la bondad de pasar a verme esta tarde. Le esperaré.
Esta militante epístola estaba firmada:
Amanda Hartnell».
Abrí la cuarta. Afortunadamente sólo en contadas ocasiones he sufrido la molestia de recibir cartas anónimas. Esta clase de epístolas constituye, en mi opinión, la forma más baja y cruel de atacar a alguien. No era una excepción. Se pretendió darle el aspecto de haber sido escrita por una persona poco culta, pero varias cosas me inclinaron a no creer tal cosa.
«Querido vicario:
Creo que debe usted saber Lo Que Pasa. Su señora ha sido vista cuando salía subrepticiamente de la casa de míster Redding. Usted sabe lo que quiero decir. Los dos Se Entienden, creo que debiera saberlo.
Un amigo»
Lancé una exclamación de disgusto y, arrugando el papel con una mano, lo tiré al hogar en el momento en que Griselda entraba en la habitación.
—¿Qué es lo que arrojas con tanto desprecio? —preguntó.
—Basura.
Saqué una cerilla del bolsillo, la encendí y me incliné. Sin embargo, Griselda fue más rápida que yo. Se agachó, cogió el papel y lo alisó antes de que pudiera impedírselo.
Lo leyó, murmuró unas palabras de desprecio y me lo alargó, volviéndose al hacerlo. Le prendí fuego y me quedé mirándole mientras ardía.
Griselda se había separado y estaba junto a la ventana, de cara al jardín.
—Len —dijo sin volverse.
—Sí, querida.
—Quiero decirte algo. Sí, déjame hacerlo. Cuando Lawrence Redding vino aquí, te dejé creer que sólo le había conocido ligeramente antes. No es verdad. Le conocía bastante bien. En realidad, antes de que aparecieses tú en mi vida, estuve enamorada de él. Llegué a estar bastante loca por él. No, no le escribí cartas comprometedoras ni las tonterías que se dicen en las novelas. Pero le quise bastante en un tiempo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté.
—No lo sé. A veces una comete tonterías sin saber por qué. Sólo porque eres mucho mayor que yo supones que bien puedo sentirme inclinada a querer a otra persona. Creí que quizá te disgustaría saber que Lawrence y yo habíamos sido amigos.
—Eres muy hábil para esconder cosas —dije, recordando lo que me había dicho en aquella habitación menos de una semana antes, y la ingenuidad natural con que había hablado.
—Sí, siempre he sabido esconder las cosas. En cierto modo, me gusta hacerlo.
En su voz había como un dejo de placer infantil.
—Pero lo que dije es verdad. Ignoraba lo de Anne y me pregunté por qué se mostraba Lawrence tan distinto. Quiero decir, por qué no se fijaba en mí. No estoy acostumbrada a ello.
Se produjo una pausa.
—¿Me comprendes, Len? —preguntó con ansiedad.
—Sí —repuse—. Te comprendo.
¿La comprendí?