CAPÍTULO XIX

ME complace mucho encontrarme con usted —dijo Lawrence—. Acompáñeme a casa.

Cruzamos el portillo de la rústica verja, recorrimos el corto sendero y Lawrence sacó una llave del bolsillo y la insertó en la cerradura.

—Veo que cierra la puerta ahora —observé.

—Sí —repuso, riendo amargamente—. Es un poco tarde para hacerlo, ¿no le parece? A burro muerto… —abrió la puerta y me cedió el paso—. Hay algo acerca de todo esto que no me gusta en absoluto. Alguien conocía la existencia de mi pistola, lo que significa que el asesino, quienquiera que sea, ha estado en esta casa y posiblemente tomado una copa conmigo.

—No necesariamente —repuse—. Todos los habitantes de St. Mary Mead saben exactamente el lugar en que guarda su cepillo de dientes y qué marca de dentífrico usa.

—¿Por qué ha de interesarles mi vida?

—No lo sé —dije—, pero les interesa. Si decide cambiar de jabón de afeitar, su decisión será comentada.

—Deben tener muy pocos temas de conversación.

—Supongo que debe ser eso. Nunca sucede nada en este pueblo.

—Pero ahora ha ocurrido algo sensacional.

Asentí.

—¿Y quién les cuenta esas cosas, como lo del dentífrico y jabón de afeitar?

—Probablemente mistress Archer.

—¿Ese vejestorio? Está medio loca, según parece.

—Ése es el camuflaje de los pobres —expliqué—. Se refugian tras una máscara de estupidez. Probablemente algún día averiguará que no es lo que aparenta. A propósito, ahora parece hallarse muy segura de que la pistola estaba en su sitio el mediodía del jueves. ¿Qué habrá sucedido para que esté tan segura de ello?

—No tengo la menor idea.

—¿Cree usted que tiene razón?

—Tampoco puedo asegurarlo. No hago inventario de mis pertenencias todos los días.

Miré a mi alrededor. Las estanterías y la mesa estaban repletas de cosas. Lawrence vivía en un artístico desarreglo que me hubiera enloquecido.

—A veces se me hace algo difícil encontrar lo que busco —dijo, observando mi mirada—. Pero, por otra parte, todo está a mano.

—Desde luego, nada está guardado —asentí—. Quizá hubiera sido preferible que la pistola no hubiese estado tan a la vista.

—Casi pensé que el criminalista dijera algo por el estilo —observó—. Incluso creí que me censuraría por mi descuido.

—¿Estaba cargada?

Lawrence meneó la cabeza.

—Mi descuido no llega a tal extremo. Estaba descargada, pero junto a ella había una caja de balas.

—Parece que tenía seis en el cargador y que una fue disparada.

Lawrence asintió con la cabeza.

—¿Quién apretó el gatillo? A menos que se descubra al asesino se sospechará de mí siempre, siempre hasta el día de mi muerte.

—No diga eso, amigo mío.

Calló y frunció el ceño. Un momento después pareció salir de su ensimismamiento.

—Deje que le cuente lo de anoche. Esa vieja miss Marple parece adivinar las cosas.

—Creo que ese don la convierte en persona muy poco popular con la gente.

Lawrence procedió a contarme su historia.

—Siguiendo el consejo de miss Marple, fui a Old Hall. Con la ayuda de Anne interrogué a la camarera.

Anne dijo sencillamente:

—Míster Redding quiere hacerle algunas preguntas, Rose.

Y después salió de la habitación.

Lawrence se había sentido algo nervioso. Rose, hermosa muchacha de unos veinticinco años, posó en él su mirada límpida, que le causó algún desconcierto.

—Es… es acerca de la muerte del asesinado coronel Protheroe.

—Sí, señor.

—Estoy muy ansioso por conocer la verdad.

—Sí, señor.

—Creo que puede haber…, que alguien pudo…, que… que algún incidente…

Entonces Lawrence sintió que no se estaba precisamente cubriendo de gloria y maldijo a miss Marple y sus sugerencias.

—Quizá pueda usted ayudarme.

—Lo haré con mucho gusto, señor.

La compostura de Rose seguía siendo la propia de la perfecta camarera, cortés, deseando ser útil pero sin demostrar interés alguno.

—¡Al cuerno! —exclamó Lawrence—. ¿No han hablado ustedes de ello en la cocina?

Este sistema de ataque hizo tambalear ligeramente a Rose. Su compostura se vino abajo.

—¿En la cocina, señor?

—O en la habitación del ama de llaves, o dondequiera hablen ustedes. Deben hacerlo en alguna parte u otra.

Rose se mostró propicia a reír sofocando la voz, con lo que Lawrence cobró ánimos.

—Mire, Rose; es usted una muchacha muy buena. Estoy seguro de que comprende mis sentimientos. No quiero que me ahorquen. Yo no asesiné a su patrón, pero mucha gente cree que lo hice. ¿Puede usted ayudarme de alguna manera?

Puedo imaginar que el aspecto de Lawrence debía, en aquel momento, ser en extremo suplicante. Su hermosa cabeza estaría echada hacia atrás, y sus azules ojos irlandeses mirarían, anhelantes. Rose se ablandó y capituló.

—¡Oh, señor! Estoy segura que si cualquiera de nosotros pudiera ayudarle… No creemos que usted lo hiciera, señor. No lo creemos.

—Ya lo sé, querida Rose, pero su opinión no me será de ninguna ayuda con la policía.

—¡La policía! —exclamó Rose despectivamente—. Nuestra opinión sobre ese inspector Slack es muy pobre, señor.

—Sin embargo, es poderoso. Ahora, Rose, haga o diga algo que pueda ayudarme. No puedo menos que pensar que hay muchas cosas que desconocemos. Por ejemplo, la visita de la señora que vino a ver al coronel Protheroe la víspera de su muerte.

—¿Mistress Lestrange?

—Sí, mistress Lestrange. Me parece que hay algo raro en su llegada a aquella hora.

—Esto es lo que nosotros también creemos, señor.

—¿Sí?

—Vino tarde y preguntó por el coronel. Se ha comentado mucho, especialmente porque nadie la conocía. En opinión de mistress Simmons, el ama de llaves, no es mujer decente. Sin embargo, después de saber lo que Gladdie dijo, no sé qué pensar.

—¿Qué dijo Gladdie?

—¡Oh, nada, señor! Sólo estábamos hablando.

Lawrence la miró fijamente. Sintió que había algo importante escondido detrás de aquellas palabras.

—Me pregunto cuál fue el motivo de su entrevista con el coronel Protheroe.

—Sí, señor.

—Creo que usted lo sabe, Rose.

—¿Yo? ¡Oh no, señor! ¿Cómo podría yo saberlo?

—Mire, Rose. Dijo que me ayudaría. Quizá oyó algo a lo que no dio importancia, pero que puede tenerla. Le agradeceré mucho que me lo diga. Después de todo, a veces uno, casualmente, puede enterarse de algo.

—Yo no oí nada, señor.

—Si no lo oyó usted, alguien pudo oírlo —dijo Lawrence con firmeza.

—Bien, señor.

—Dígamelo, Rose.

—No sé lo que Gladdie diría.

—Con toda seguridad Gladdie querría que me lo contara. A propósito, ¿quién es Gladdie?

—Es la ayudante de la cocinera. Salió un momento para hablar con un amigo y pasó junto a la ventana del gabinete. El señor se encontraba allí con aquella señora. El señor hablaba siempre en voz muy alta y, naturalmente, ella se sintió algo curiosa…, quiero decir…

—Naturalmente, desde luego —dijo Lawrence—. Uno no podría menos que oír, por casualidad.

—Claro que ella no contó nada a nadie, excepto a mí. Ambas nos sentimos muy extrañadas. Gladdie no podía decir nada, pues si se hubiera sabido que había salido de la casa para encontrarse con… con un amigo, hubiese tenido un disgusto con mistress Pratt, la cocinera, señor. Sin embargo, estoy segura de que accederá a contárselo a usted, señor Lawrence.

—¿Puedo ir a la cocina para hablar con ella?

Rose se horrorizó ante esa idea.

—¡Oh no, señor! No debe usted hacerlo. Además, Gladdie es una muchacha muy nerviosa.

Un momento después, y tras solucionar algunas dificultades, se arregló un encuentro en el jardín.

A su debido tiempo, Lawrence se reunió con la nerviosa Gladdie, más parecida a un tembloroso conejo que a un ser humano. Tardó diez minutos en lograr que la muchacha se tranquilizara, mientras ella aseguraba que nunca pensó que Rose la descubriera, que salió sin mala intención y que tendría un disgusto con mistress Pratt si la cocinera se enteraba de ello.

Lawrence la colmó de promesas y la persuadió para que hablara.

—Si usted está seguro de que lo que diga no ha de ser repetido a nadie, señor…; si usted me promete callar…

—Se lo prometo.

—¿No se me obligará tampoco a declararlo en un tribunal?

—Claro que no.

—¿No se lo contará a la señora?

—De ninguna manera.

—Si llegara a oídos de mistress Pratt…

—No llegará. Cuéntemelo, Gladdie.

—¿Está usted seguro de que no obré mal?

—Desde luego. Estoy seguro, además, de que algún día se alegrará de haberme salvado de la horca.

Gladdie se estremeció.

—No quisiera que le sucediera nada malo, señor. ¡Ah…! Fue muy poco lo que oí, y por casualidad.

—Comprendo.

—El señor estaba muy enfadado. «Después de todos esos años —decía— osas venir aquí. Tu conducta es indigna». No pude oír la contestación de la señora, pero un momento después él dijo: «Me niego rotundamente». No puedo recordar cuanto dijeron, pero parecía que ella quería que él hiciera algo, y él se negaba. «Es una desgracia que se te haya ocurrido venir aquí». Recuerdo que el señor dijo: «No la verás, te lo prohíbo». Cuando oí estas palabras, se me puso la piel de gallina. Parecía como si la señora quisiera contar algo a mistress Protheroe y que él estuviera asustado de ello. Recuerdo que pensé que el señor, a pesar de su rigidez, tenía algo que esconder. Más tarde le dije a mi amigo que todos los hombres son iguales, pero él no estuvo de acuerdo, aunque admitió que estaba asombrado por lo que oía, siendo el coronel profesor de la escuela dominical. «El lobo se pone a veces la piel de cordero», le dije recordando las palabras de mi madre.

Gladdie hizo una pausa para recobrar aliento y Lawrence trató sagazmente de hacerle hablar de lo que había oído.

—¿Oyó usted algo más?

—Es difícil recordarlo exactamente, señor. Parece que hablaban siempre de lo mismo. Una o dos veces él dijo: «No lo creo». Así, tal como suena. «Aunque Haydock lo diga, no lo creo».

—¿Eso dijo él: «Aunque Haydock lo diga, no lo creo»?

—Sí, y aseguró que se trataba de un complot.

—¿No oyó usted hablar a la señora?

—Sólo al final. Debió haberse levantado para partir, y quizá se acercó a la ventana. Cuando oí lo que dijo, la sangre se me heló en las venas. «Mañana a esta hora puedes estar muerto». Y lo dijo en una forma… Cuando me enteré de la noticia, no pude menos que recordar estas palabras.

Lawrence se preguntaba cuánto del relato de Gladdie podía ser creído. Aunque no dudaba de la esencia de las palabras, temía que hubieran sido, hasta cierto punto, tergiversadas a raíz del asesinato. Dudaba especialmente de la última observación.

Dio las gracias a Gladdie, la recompensó con largueza y le aseguró que mistress Pratt jamás sabría que había salido de la casa para ver a su amigo. Cuando se alejó de Old Hall tenía mucho en que pensar.

Quedaba fuera de toda duda que la entrevista de mistress Lestrange con el coronel Protheroe no había sido cordial, y que él, celosamente, procuró que su esposa no se enterara de lo tratado.

No pude menos que recordar el caso de la doble vida mencionada por miss Marple. ¿Se trataría de algo semejante?

Me pregunté qué papel representaba Haydock en todo ello. Evitó que mistress Lestrange compareciera en la encuesta para declarar y la protegió lo mejor que pudo de la policía. ¿Hasta dónde llevaría su protección? ¿La seguiría escudando aunque la creyera culpable del asesinato? Algo en mi interior me decía: «¡No puede ser ella!» ¿Por qué? Y un duendecillo en mi cerebro replicaba: «Porque es una mujer muy bella y atractiva».

Como miss Marple diría, hay mucha naturaleza humana en nosotros.