CAPÍTULO XVIII

LA encuesta se celebró aquel día (sábado), a las dos de la tarde, en el Blue Boar. La excitación general era tremenda. Hacía por lo menos quince años que no se cometía crimen alguno en St. Mary Mead. En pocas ocasiones se ofrece algo tan sensacional a la gente como el asesinato de una persona de la categoría del coronel Protheroe, en el gabinete de la vicaría.

Hasta mí llegaron varios comentarios, que probablemente no estaban destinados a mis oídos.

—Ahí está el vicario. Parece pálido, ¿verdad? Me pregunto si no tuvo parte en el crimen. Después de todo, fue cometido en su casa.

—¿Cómo puedes decir eso, Mary Adams? Él estaba en casa de los Abbott cuando sucedió.

—Pero se dice que él y el coronel disputaron por algo. ¡Mira! Ahí está Mary Hill. Se da importancia, porque sirve en la vicaría. Ya llega el criminalista.

El criminalista era el doctor Roberts, de la vecina población de Much Benham. Se aclaró la garganta, procedió a ajustarse las gafas y levantó la cabeza.

La recapitulación de los hechos fue aburrida. Lawrence Redding declaró acerca de la forma en que encontró el cadáver e identificó la pistola como suya. A su mejor saber y entender la había visto por última vez el martes, dos días antes del asesinato. La guardaba en una estantería en su casa, y la puerta de su domicilio estaba corrientemente abierta.

Mistress Protheroe dijo que vio por última vez a su esposo alrededor de las seis menos cuarto, cuando se separaron en la calle del pueblo, quedando en que pasaría a recogerle por la vicaría, algo más tarde. Fue a la vicaría hacia las seis y cuarto, siguiendo el sendero que da a la parte trasera de la casa, entrando después en el jardín. No oyó a nadie en el gabinete y creyó que la habitación estaba vacía, pero su esposo pudo muy bien estar sentado ante el escritorio, en cuyo caso no le hubiera podido ver. Sí, gozaba de buena salud y su estado era normal. No sabía de nadie que pudiera guardarle rencor.

Yo declaré a continuación, hablé de mi cita con Protheroe y de la llamada que me condujo a la casa de los Abbott. Describí cómo encontré el cadáver y la llegada del doctor Haydock.

—¿Cuánta gente sabía, míster Clement, que el coronel Protheroe le visitaría aquella tarde?

—Mucha, creo. Mi esposa y mi sobrino estaban enterados de ello y el propio coronel hizo referencia a la visita cuando, por la mañana, le encontré en la calle. Supongo que bastantes personas debieron haberle oído, pues era algo sordo y acostumbraba a hablar en voz muy alta.

—¿Cree usted, pues, que su proyectada visita era del dominio público?

Asentí.

Haydock subió al estrado a continuación. Era un testigo importante. Describió cuidadosa y técnicamente el aspecto del cadáver y las heridas que presentaba. En su opinión, Protheroe fue asesinado mientras estaba escribiendo. Fijó la hora de la muerte, aproximadamente, entre las seis y veinte y las seis y treinta, pero no más tarde de las seis y treinta y cinco. Se reafirmó enfáticamente en la precisión de la hora y aseguró que no se trataba de un suicidio, por cuanto era imposible que el coronel hubiese podido causarse la herida que le produjo la muerte.

La declaración del inspector Slack fue corta y resumida. Habló de su llegada al lugar del crimen y las circunstancias en que encontró el cadáver. Presentó la carta no acabada, haciendo observar la hora —seis y veinte— que la encabezaba. Mencionó también el reloj y dijo que se había creído que la hora de la muerte era las seis y veintidós.

La policía no descubría su juego. Más tarde, Anne Protheroe me dijo que se le había pedido que insinuara una hora algo antes de las seis y veinte como la de su llegada.

Nuestra doncella Mary fue el siguiente testigo y demostró ser algo truculenta. No había oído nada, ni quería haberlo oído. Los caballeros que visitaban al vicario no solían ser muertos a mano airada. Tenía su propio trabajo que hacer. El coronel Protheroe llegó exactamente a las seis y cuarto. No, no miró el reloj. Había oído el de la iglesia dar la hora apenas hizo entrar al coronel en el gabinete. No oyó ningún disparo. Sí, de haber habido uno, lo hubiera oído. Claro, sabía que debió dispararse un tiro, puesto que el caballero fue encontrado muerto de un balazo, pero ella no oyó ninguno.

El criminalista no insistió. Me di cuenta que él y el coronel Melchett estaban trabajando de común acuerdo.

Mistress Lestrange fue citada para declarar, pero se presentó un certificado medico firmado por el doctor Haydock, en el cual se afirmaba que su estado de salud era delicado y ello le impedía asistir a la encuesta.

Sólo quedaba otro testigo, una mujer entrada en años, que hacía la limpieza en la casa de Lawrence Redding.

Mistress Archer reconoció la pistola que le mostró como la que había visto en una estantería de la casa de míster Redding. La última vez que la vio fue el día del asesinato. Estaba allí a la hora de la comida del martes. Aquel día salió de la casa a la una menos cuarto.

Recordé lo que el inspector me había dicho y me sentí algo sorprendido. A pesar de lo incoherente que pudo parecer cuando él la interrogó, en la encuesta se mostró completamente segura de sus palabras.

El criminalista resumió las declaraciones, y el jurado dio su veredicto casi inmediatamente.

«Asesinato cometido por persona o personas desconocidas».

Al salir, observé un grupo de hombres jóvenes, de aspecto decidido y todos ligeramente parecidos. Conocía a algunos por haber estado rondando la vicaría durante los últimos días. Al tratar de escapar de ellos, volví a entrar en el Blue Boar y tuve la fortuna de encontrar al arqueólogo doctor Stone, a cuyo brazo me agarré con firmeza.

—Periodistas —dije breve, pero expresivamente—. ¿Puede usted ayudarme a salvarme de ellos?

—Naturalmente, míster Clement. Venga arriba conmigo.

Me precedió por una estrecha escalera y llegamos a su salita, en la que miss Cram estaba sentada aporreando las teclas de una máquina de escribir. Me saludó con una sonrisa de bienvenida y aprovechó la oportunidad para hacer un alto en su trabajo. Separóse de su máquina y sentóse.

—Es horrible, ¿verdad? —dijo—. Quiero decir, no saber quién lo hizo. Me siento bastante disgustada por la encuesta.

—¿Estuvo usted también presente? —pregunté al doctor Stone, tratando de librarme de las bromas de miss Cram.

—No. Estas cosas no me interesan. Soy un hombre muy ocupado en mi trabajo.

—Debe ser muy interesante —dije.

—¿Entiende usted de arqueología?

Me vi obligado a admitir que no tenía el menor conocimiento de esa ciencia.

El doctor Stone no se arredró ante mi confesión de ignorancia. El resultado fue igual que si hubiera dicho que la excavación de tumbas antiguas era mi afición predilecta. Habló largo y tendido de tumbas rectangulares y redondas, la edad de piedra, la edad de bronce, del paleolítico, del neolítico. De su boca salía un interminable chorro de palabras. Yo me limitaba a asentir, tratando de parecer inteligente. El doctor Stone seguía hablando. Era un hombre bajo, de cabeza calva, cara redonda y sonrosada, que miraba a través de unas gruesas gafas. Jamás he conocido a persona alguna capaz de hablar con tanto detalle sobre un tema desconocido para su oyente.

Después me explicó minuciosamente su diferencia de opinión con el coronel Protheroe.

—Era un patán tozudo —afirmó—. Sí, ya sé que no se debe hablar mal de los muertos, pero su desaparición no altera los hechos. Se creía un perito en la materia porque había leído algunos libros y olvidaba que yo he dedicado toda mi vida al estudio de las tumbas. Toda mi vida, míster Clement; toda mi vida.

Estaba verdaderamente excitado. Gladys Cram le volvió a la realidad con una sola frase.

—Perderá usted el tren —observó.

—¡Oh! —exclamó, sacando un reloj de bolsillo—. ¡Qué tarde es ya!

—Se olvida usted del tiempo cuando habla. Me gustaría saber qué haría usted si no estuviera a su lado para recordárselo.

—Tiene usted razón, querida, tiene razón —repuso, golpeándola afectuosamente en el hombro—. Es una chica maravillosa, míster Clement. Nunca se olvida de nada. Me considero muy afortunado de tenerla conmigo.

—Me hará usted sonrojar, doctor Stone —dijo ella—. Pero dése prisa.

—Sí, sí, ya voy.

Desapareció en la habitación vecina y volvió a salir con una maleta en la mano.

—¿Se marcha usted? —pregunté sorprendido.

—Tengo que ir a la ciudad por un par de días —explicó—. Debo ver mañana a mi madre y a mis abogados el lunes. Regresaré el martes. A propósito, espero que la muerte del coronel Protheroe no altere el acuerdo a que llegamos acerca de la tumba. Supongo que mistress Protheroe no tendrá inconveniente en que prosiga las excavaciones.

—No creo que tenga nada que objetar.

Mientras él hablaba, me pregunté quién mandaría en Old Hall en el futuro. Pensé que acaso Protheroe lo hubiera dejado a Lettice. Sería interesante conocer el contenido del testamento del coronel Protheroe.

—La muerte suele causar muchas complicaciones en las familias —afirmó miss Cram.

—Ya es hora de partir —dijo el doctor Stone, tratando infructuosamente de no perder el control de la maleta, un paquete y el paraguas.

Acudí en su ayuda, pero él protestó:

—No se moleste usted. Puedo arreglarme perfectamente. Además, abajo habrá seguramente alguien que me ayude a llevar todo esto.

Pero en la planta baja no había nadie a quien encomendar el transporte del equipaje del doctor Stone. Sospecho que los caballeros de la prensa acaparaban la atención general. Se hacía tarde y nos dirigimos juntos hacia la estación. El doctor Stone llevaba la maleta y yo el paquete y el paraguas.

—Es usted muy amable —dijo el doctor Stone, respirando afanosamente a causa de la rapidez de nuestros pasos—. Espero no perder el tren… Gladys es una muchacha muy buena… No era muy feliz en su casa… Tiene un corazón de oro… A pesar de la diferencia de edades, tenemos mucho en común…

Vimos la casita de Lawrence Redding al tomar el camino de la estación. Está aislada de las demás. Observé la presencia de dos jóvenes elegantes junto a la puerta, y de otros dos que miraban al interior por las ventanas. Los caballeros de la prensa estaban muy ocupados.

—Buena persona el joven Redding —comenté, para observar la reacción del doctor Stone.

Respiraba tan afanosamente que sólo pudo pronunciar confusamente la palabra, que no comprendí bien.

—Peligroso —dijo, cuando le pedí que repitiera lo dicho.

—¿Peligroso?

—Mucho. Muchachas inocentes… no saben distinguir…, se enamoriscan de un individuo como él… Mala persona.

De ello deduje que el único hombre joven del pueblo no había pasado inadvertido para la encantadora Gladys.

—¡Dios santo! —exclamó el doctor Stone—. ¡El tren!

Estábamos ya cerca de la estación y corrimos. El convoy procedente de Londres estaba en andenes, y el que se dirigía a la capital entraba en agujas.

Al acercarnos a la taquilla chocamos con un joven elegante, en quien reconocí al sobrino de miss Marple, que llegaba en aquel momento. No le gusta, según parece, que la gente choque con él. Se enorgullece de su porte y aires de despego, y no hay duda alguna de que un contacto vulgar causa detrimento en el porte de la persona. El golpe le hizo tambalearse. Me excusé apresuradamente y entramos. El doctor Stone subió al vagón y yo le alargué el equipaje por la ventanilla cuando el tren arrancaba.

Le despedí con un gesto de la mano y me volví. Raymond West no se encontraba ya en la estación, pero el farmacéutico local, Cherubin, se dirigía hacia el pueblo y me uní a él.

—¿Cómo fue la encuesta, míster Clement? —me preguntó.

Le dije cuál había sido el veredicto.

—Así lo esperaba yo —repuso—. ¿Adónde va el doctor Stone?

Le repetí lo que me había dicho.

—Ha tenido suerte de no perder el tren. En esta línea nunca se sabe a qué hora llegan. Es una verdadera vergüenza, míster Clement. El tren en que yo he venido llevaba diez minutos de retraso. Y eso que hoy es sábado y el tráfico es menor. Y el miércoles… no, el jueves… Recuerdo una enérgica carta de protesta a la compañía, pero las noticias del crimen me hicieron olvidarme de ello. El jueves asistía a una reunión de la Sociedad de Farmacéuticos. ¿Cuánto retraso supone usted que llevaba el tren de las seis y cincuenta? ¡Media hora! Exactamente media hora. ¿Qué le parece? Diez minutos no tienen importancia, pero media hora… Si el tren no llega hasta las siete y veinte, no es posible estar en casa antes de las siete y media. ¿Por qué le llamarán el tren de las seis y cincuenta, me pregunto?

—Tiene usted razón —observé.

Deseando interrumpir aquel monólogo, me separé de él con la excusa de tener que hablar con Lawrence Redding, que venía en nuestra dirección.