EL inspector me visitó al día siguiente por la mañana. Creo que su actitud hacia mí está cambiando y que, con el tiempo, incluso olvidará el asunto del reloj.
—He averiguado el origen de la llamada que usted recibió —dijo después de saludarme.
—¿Desde dónde fue hecha? —pregunté.
—Desde el pabellón norte, que está temporalmente deshabitado. Los porteros que lo ocupan fueron jubilados y los que han de reemplazarlos no han llegado todavía. Era un lugar muy conveniente para ello. Una de las ventanas posteriores estaba abierta. No había huella alguna en el aparato telefónico, que presentaba señales de haber sido cuidadosamente limpiado. Eso es muy sugestivo.
—¿Qué quiere usted decir?
—Simplemente, que la llamada fue hecha para que usted no se encontrara en la vicaría aquella tarde, lo cual nos indica que el asesinato fue cuidadosamente preparado con anticipación. De haberse tratado de una simple broma, las huellas digitales no hubiesen sido tan cuidadosamente borradas.
—Sí, comprendo.
—También indica que el asesino conoce perfectamente Old Hall y sus alrededores. No fue mistress Protheroe quien le llamó. Sé lo que hizo por la tarde, minuto por minuto. Hay media docena de criados que pueden jurar que no salió de la casa hasta las cinco y media, cuando se dirigió al pueblo en coche con el coronel Protheroe. Su esposo fue a ver a Quint, el veterinario, para consultar acerca de uno de sus caballos. Mistress Protheroe encargó algunas cosas en el colmado y la pescadería, y desde allí tomó directamente el camino trasero, en que la vio miss Marple. Los tenderos aseguran que no llevaba bolso de mano. Miss Marple tenía razón.
—Acostumbra tenerla siempre —repuse.
—Y miss Protheroe estaba en Much Benham a las cinco y media.
—Es cierto —dije—. Mi sobrino también se encontraba allí.
—Las doncellas parecen buenas chicas, algo histéricas y trastornadas, pero ello es natural. Desde luego, no me gusta mucho el mayordomo, especialmente después de haber notificado que dejaba el servicio, pero no creo que sepa nada importante.
—Sus investigaciones parecen haber dado resultados negativos hasta el momento, inspector.
—Sí y no. Se ha presentado algo de manera inesperada.
—¿Sí?
—¿Recuerda usted la queja formulada por la mañana por mistress Price Ridley acerca de haber sido insultada por teléfono?
—Sí —repuse.
—Investigamos el origen de la llamada, sólo para calmarla. ¿Sabe usted desde dónde fue hecha?
—Desde un teléfono público, seguramente.
—No, míster Clement. La llamada se hizo desde la casa de míster Lawrence Redding.
—¿Cómo? —exclamé sorprendido.
—Sí. Es raro, ¿verdad? Míster Redding no tiene nada que ver con ella. A aquella hora, las seis y treinta de la tarde, se dirigía hacia el Blue Boar, acompañado del doctor Stone. Es sugestivo, ¿no cree usted? Alguien entró en la casa y utilizó el teléfono. ¿Quién fue? Son dos las llamadas telefónicas extrañas en un mismo día, lo cual hace creer que acaso exista alguna relación entre ellas. Estoy dispuesto a comerme el sombrero si ambas no fueron hechas por la misma persona.
—¿Con qué objeto?
—Esto es lo que debemos averiguar. No parece existir razón alguna para la segunda, pero algo debe haberla motivado. ¿Ve usted la significación? Por una parte, se llama desde la casa de míster Redding y, por otra, el asesinato se comete con su pistola. Todo ello, naturalmente, ha de hacer que las sospechas recaigan sobre él.
—Hubiera sido más sospechoso que la primera llamada hubiese sido también hecha desde allí —observé.
—He estado pensando en ello. ¿Qué acostumbraba hacer míster Redding la mayor parte de las tardes? Iba a Old Hall para pintar el retrato de miss Protheroe y para ello saldría de su casa en motocicleta, pasando después por el pabellón norte. ¿Ve usted ahora la razón por la cual la llamada no fue hecha desde su casa? El asesino es alguien que ignora la disputa entre el coronel Protheroe y míster Redding, y que tampoco sabe que éste, por tanto, ya no iba a Old Hall a pintar.
Medité un momento las palabras del inspector, que me parecieron totalmente lógicas.
—¿Había huellas dactilares en el teléfono de míster Redding? —pregunté.
—No —repuso el inspector tristemente—. Esa condenada mujer que cuida de su casa estuvo allí ayer por la mañana y lo limpió —permaneció pensativo durante unos instantes—. Es una vieja estúpida. No puede recordar cuándo vio la pistola por última vez. Pudo haber estado allí la mañana del día en que se cometió el asesinato, pero también pudo no haber estado. No lo recuerda.
Quedó un momento en silencio.
—Por simple rutina fui a ver al doctor Stone —prosiguió—. Estuvo muy amable. Él y miss Cram fueron a esa tumba que están excavando hacia las dos y media de la tarde de ayer y permanecieron allí toda la tarde. El doctor Stone regresó solo primero, y más tarde lo hizo miss Cram. El doctor dice que no oyó ningún disparo, pero admite que es muy distraído. Todo ello confirma lo que pensamos.
—Pero no ha detenido usted al asesino —dije.
—Fue una voz de mujer la que usted oyó por teléfono —siguió diciendo, sin hacer caso de mis palabras—. También probablemente de mujer era la que mistress Price Ridley oyó. Si el disparo no hubiese sido hecho casi a la misma hora que la llamada telefónica, yo sabría muy bien por qué lado investigar.
—¿Por dónde?
—Es preferible que no lo diga, señor.
Sin sonrojarme, le ofrecí una copita de oporto. Tengo algunas botellas de buena cosecha. Las once de la mañana no es una hora muy apropiada para beber vino, pero me pareció que el inspector Slack no hilaría tan delgado.
Cuando hubo bebido una segunda copa, se sintió más comunicativo y genial. Ése es el efecto que suele producir mi vino de oporto.
—No veo que sea indiscreto decírselo a usted, señor —observó—. No dudo que sabrá callar y que nadie se enterará de ello por usted.
Le aseguré que podía confiar en mí.
—Como el asesinato se cometió en su casa, tiene usted cierto derecho a saberlo.
—Eso es lo que a mí me parece.
—Bien, pues, señor. ¿Qué hay de la señora que visitó al coronel Protheroe la noche anterior al asesinato?
—¿Mistress Lestrange? —pregunté, entre asombrado e incrédulo.
El inspector me miró con reproche.
—No hable en voz alta, señor. He echado el ojo a esa mistress Lestrange. Recuerde que le hablé de chantaje.
—No creo que sea razón para asesinar a nadie. ¿No le parece que sería igual que matar a la gallina de los huevos de oro? Es decir, suponiendo que su hipótesis, que no comparto, fuera acertada.
El inspector me guiñó el ojo en forma muy vulgar.
—Es de esa clase de mujeres por quienes los caballeros toman siempre partido. Pero fíjese en lo que voy a decirle, señor. Suponga que haya estado haciendo víctima de un chantaje al viejo Protheroe en el pasado. Después de varios años de no verle, se entera del lugar en que reside y viene aquí para intentar seguir sacándole dinero. Ahora bien; entretanto, las cosas pueden haber cambiado. La ley es ahora distinta. En la actualidad se dan mayores facilidades a las víctimas de los chantajistas para que puedan querellarse criminalmente contra ellos, sin el temor de que sus nombres aparezcan en la prensa. Imaginemos que el coronel Protheroe le dice que la denunciará. La posición de esa señora sería muy difícil. Los tribunales castigan este delito con penas muy graves. Al perder ella el control de la situación, no le queda más remedio que deshacerse de él de la forma más rápida.
Permanecí en silencio. En mi fuero interno debí admitir que la teoría del inspector era plausible. Sin embargo, a mi juicio, había algo que la hacía inadmisible: la personalidad de mistress Lestrange.
—No estoy de acuerdo con usted, inspector —repuse—. No me parece que mistress Lestrange sea una chantajista en potencia. Es una señora, aunque tal palabra pueda parecer anticuada.
Me miró con lástima.
—¡Ah, señor! —exclamó, tolerantemente—. Usted es clérigo y no está al corriente de lo que sucede. ¡Conque señora! Se asombraría usted si conociera alguna de las cosas que yo sé.
—No me refiero únicamente a la posición social que la palabra «señora» suele implicar, sino al refinamiento personal.
—No la ve usted con mis mismos ojos, señor. Soy hombre, pero al mismo tiempo, soy agente de policía. El refinamiento de la gente no suele impresionarme mucho. Considero a esa mujer capaz de clavarle a uno un cuchillo por la espalda, sin inmutarse en lo más mínimo.
Es curioso que hubiera podido imaginar a mistress Lestrange culpable del asesinato, aunque no de chantaje.
—Pero, naturalmente, no puede haber estado telefoneando a mistress Price Ridley y asesinando al coronel al mismo tiempo —prosiguió el inspector.
Apenas acabó de pronunciar estas palabras, se golpeó con fuerza el muslo con la mano abierta.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. La llamada telefónica no tenía otro objeto que establecer una coartada. Ella sabía que la relacionaríamos con la primera. Voy a examinar este nuevo aspecto del asunto. Acaso haya sobornado a algún muchacho del pueblo para que telefonease a su vecina.
El inspector salió apesadumbrado.
—Miss Marple quiere verte —anunció Griselda, asomándose al gabinete—. Mandó una nota llena de sutilezas y palabras subrayadas. Al parecer, no puede salir de su casa en este momento. Date prisa y ve a ver qué quiere. Las señoras de la congregación llegarán dentro de un minuto; de lo contrario, te acompañaría. ¡Qué suerte que la encuesta se celebra esta tarde! No tendrás que asistir a la partida de cricket del club de los muchachos.
Salí rápidamente, preguntándome cuál sería la razón de aquella llamada.
Encontré a miss Marple sumamente aturdida e incoherente.
—Mi sobrino —explicó—. Mi sobrino Raymond West, el escritor. Llega hoy. ¡Tengo tantas cosas que hacer! Las doncellas no saben ni tan siquiera preparar bien una cama y desde luego, debemos tener algún plato de carne para la cena, ¿no le parece? ¡Los caballeros comen tanta carne…! Y licores. Tendrá que haber alguna botella de licor en la casa.
—Si puedo serle útil en algo… —empecé a decir.
—¡Es usted muy amable, míster Clement! No le llamé para esto. Tengo mucho tiempo todavía. Afortunadamente, trae su pipa y su propio tabaco. Y digo afortunadamente, porque así no tengo que preocuparme de averiguar qué clase de cigarrillos debería comprar, pero, al mismo tiempo, me apena, porque el olor del tabaco tarda mucho en desaparecer. Desde luego, abro bien las ventanas y agito las cortinas cada mañana. Raymond se levanta muy tarde. Supongo que todos los escritores lo hacen. Escribe libros muy interesantes, aunque no creo que la gente sea realmente tal como él la describe. Los jóvenes inteligentes conocen muy poco de la vida, ¿no lo cree así?
—¿Quiere usted traerle a cenar a la vicaría? —pregunté, sintiéndome todavía incapaz de discernir la razón de su llamada.
—No, gracias —repuso miss Marple—. Es usted una persona muy amable, míster Clement —añadió.
—Creo que…, ¡ah!…, quería usted hablarme de algo —sugerí desesperadamente.
—Sí, desde luego. Se me había olvidado por completo con toda esta excitación —se volvió hacia la puerta y llamó a su doncella—. ¡Emily, Emily! Ponga las sábanas con el monograma.
Cerró la puerta y me miró a los ojos.
—Anoche sucedió algo muy curioso —explicó—. Creo que le gustaría saberlo, aunque por el momento no parece tener sentido. No podía dormir y, cansada de dar vueltas en la cama, pensando en el asesinato, me levanté y me asomé a la ventana. ¿Qué cree usted que vi?
La miré interrogativamente.
—A Gladys Cram —dijo con énfasis—. Iba a los bosques y llevaba una maleta de mano.
—¿Una maleta?
—¿No le parece algo extraordinario? ¿Qué podía hacer en los bosques con una maleta, a las doce de la noche?
Nos miramos asombrados.
—No creo que tenga nada que ver con el asesinato —prosiguió miss Marple—, pero es algo muy raro, y creo que en estos momentos debemos preocuparnos de todas las cosas que no sean corrientes.
—Es asombroso —dije—. ¿Iría a dormir a la tumba, acaso?
—Si fue a la tumba, no se quedó allí —repuso miss Marple—, porque poco rato después regresó sin la maleta.
Nos volvimos a mirar, asombrados.