CAPÍTULO XVI

AL salir me crucé con Haydock en el umbral. Miró fijamente a Slack, que salía de la puerta del jardín.

—¿Ha estado interrogándola? —preguntó.

—Sí.

—Espero que lo habrá hecho en forma cortés.

En mi opinión, la cortesía es un arte que el inspector Slack desconoce, pero presumí que, en su propia opinión, se había comportado debidamente. De todas maneras, no quería que Haydock se molestara. Parecía bastante preocupado y, por tanto, le tranquilicé al respecto.

Haydock asintió y entró en la casa. Tomé por la calle y pronto alcancé al inspector, que creo caminaba despacio a propósito. Aunque no soy persona de su agrado, no es hombre capaz de dejar que sus sentimientos le impidan obtener la información que necesita.

—¿Sabe usted algo acerca de esa señora? —preguntó abruptamente.

Le afirmé que nada sabía.

—¿Le ha manifestado los motivos de su residencia en este pueblo?

—No.

—Sin embargo, usted la visita.

—Lo hago con todos mis feligreses. Es mi deber —contesté, evitando observar que había sido llamado.

—Sí, supongo que sí —permaneció en silencio durante unos instantes, y luego, incapaz de evitar charlar de su fracaso, prosiguió—. Me parece un asunto muy sucio.

—¿Lo cree usted así?

—En mi opinión, se trata de chantaje. No deja de parecer muy raro, teniendo en cuenta la opinión en que se tenía a Protheroe. Pero ya sabe usted que no se puede poner la mano en el fuego por nadie. No sería el primer hombre que llevara doble vida.

Recordé las observaciones que sobre el mismo tema había hecho miss Marple.

—¿Cree usted realmente que se trata de eso?

—Los hechos parecen indicarlo así, señor. ¿Por qué había de venir a vivir a este pueblucho una señora elegante y hermosa? ¿Por qué le visitó a hora tan intempestiva? ¿Por qué no fue a la luz del día? ¿Por qué evitó ver a la esposa e hija del coronel? Todo ello parece encajar. Claro que ella no lo admitirá. El chantaje es un delito. Pero lograremos sacarle la verdad. Puede guardar estrecha relación con el asesinato. Si el coronel hubiera tenido algún secreto pecaminoso en su vida imagínese las perspectivas que se abrirían ante nosotros.

Pensé que tenía razón.

—He tratado de hacer hablar al mayordomo. Acaso haya oído algo de la conversación entre el coronel y mistress Lestrange. Los mayordomos suelen siempre estar bien enterados de lo que sucede en las casas en que trabajan, pero éste jura que no tiene la menor idea de lo hablado. Por cierto que a causa de ello pierde su empleo. El coronel se irritó por haber permitido la entrada de mistress Lestrange, y él replicó avisando que dejaba el servicio. Dice que de todas maneras no le gustaba la casa y que hacía ya algún tiempo que había pensado en despedirse.

—¡Ajá!

—Por tanto, eso nos da otra persona que tenía un resentimiento contra el coronel.

—Supongo que no irá usted a sospechar de él, como quiera que se llame.

—Su nombre es Reeves y no digo que sospeche de él. Sin embargo, nunca se sabe. No me gustan sus modales untuosos.

Me pregunté cuál sería la opinión de Reeves acerca de los modales del inspector.

—Ahora interrogaré al chófer.

—Puesto que va usted a Old Hall, quizá quiera usted llevarme en su coche. Quiero hablar con mistress Protheroe.

—¿Acerca de qué?

—Del entierro.

—¡Oh! —el inspector se sintió sorprendido—. La encuesta se celebrará mañana sábado.

—Eso supongo. El funeral tendrá lugar el martes.

El inspector pareció avergonzado de su brusquedad. Me alargó un ramo de olivo en señal de paz en forma de una invitación para asistir al interrogatorio del chófer Manning.

Manning era un muchacho agradable, de unos veinticinco años de edad.

—Quiero que me dé alguna información, muchacho —dijo el inspector.

—Sí, señor —tartamudeó el chófer, algo asustado, por encontrarse en presencia del policía—. Desde luego, pregunte, señor.

No hubiera estado más alarmado si hubiera cometido él mismo el crimen.

—¿Llevó a su señor al pueblo ayer?

—¿Sí, señor?

—¿A qué hora?

—A las cinco y media.

—¿Fue mistress Protheroe?

—Sí, señor.

—¿Se detuvieron en alguna parte?

—No, señor.

—¿Qué hicieron al llegar?

—El coronel dijo que no me necesitaría más y que regresaría a casa a pie. Mistress Protheroe debía hacer algunas compras. Dejó los paquetes en el coche y dijo que también volvería a pie. Entonces regresé aquí.

—¿La dejó en el pueblo?

—Sí, señor.

—¿Qué hora era entonces?

—Las seis y cuarto, señor.

—¿Dónde la dejó?

—Junto a la iglesia, señor.

—¿Dijo el coronel a dónde se dirigía?

—Mencionó algo acerca de que tenía que ver al veterinario para que examinara a uno de los caballos.

—Comprendo. ¿Regresó usted directamente a Old Hall?

—Sí, señor.

—Se puede llegar a Old Hall por dos partes: el pabellón del norte y del sur. Supongo que al ir al pueblo tomaron por el pabellón del sur.

—Sí, señor. Siempre vamos por ese camino.

—¿Regresó también por allí?

—Sí, señor.

—Bien. Eso es todo. ¡Ah! Aquí está miss Protheroe.

Lettice se dirigía lentamente hacia nosotros.

—Necesito el Fiat, Manning —dijo—. Póngalo en marcha, ¿quiere?

—Muy bien, señorita.

Se dirigió hacia un coche de dos asientos y levantó el capó.

—Un momento, miss Protheroe —dijo Slack—. Es necesario que conozca los movimientos de todo el mundo ayer por la tarde. Le ruego no tome mis preguntas a mal.

Lettice le miró fijamente.

—Yo nunca sé la hora que es —repuso.

—Creo que usted salió ayer poco después de comer, ¿no es verdad?

Lettice asintió con la cabeza.

—¿A dónde fue?

—A jugar al tenis.

—¿Con quién?

—Con los Hartley Napier.

—¿En Much Benham?

—Sí.

—¿A qué hora volvió?

—No lo sé. Nunca sé la hora.

—Regresó hacia las siete y media —dijo él.

—Creo que sí —repuso Lettice—. En plena algarabía. Anne tenía un ataque de nervios y Griselda la sostenía.

—Gracias, señorita —dijo el inspector—. Eso es todo cuanto quiero saber.

—¡Qué extraño! —repuso Lettice—. Lo que le he dicho no tiene ningún interés a mi parecer.

Se dirigió hacia el Fiat.

El inspector se llevó un dedo a las sienes en inequívoca señal.

—¿Algo ida, quizá? —sugirió.

—En absoluto —dije—. Pero le gusta que la gente lo crea.

—Voy a interrogar a las doncellas, ahora.

Aunque Slack no sea ciertamente simpático, uno no puede menos que admirar su energía.

Nos separamos y pregunté a Reeves si podía ver a mistress Protheroe.

—Está acostada, señor.

—Entonces será mejor no molestarla.

—Quizá, si quiere usted esperarse, señor, mistress Protheroe le reciba. Creo que quiere verle. Durante la comida habló de ello.

Me introdujo en la sala y encendió las luces, pues las ventanas estaban cerradas.

—Es un asunto muy triste —dije.

—Sí, señor.

Su voz era fría y respetuosa.

Le miré. ¿Qué sentimientos se escondían bajo aquella impasibilidad? ¿Qué era lo que sabía y qué pudo habernos dicho? Nada hay menos humano que la máscara de un buen criado.

—¿Desea algo el señor?

¿Había acaso una ligera nota de ansiedad por salir, detrás de aquella correcta expresión?

—No, gracias —dije.

Tuve que esperar un poco. Anne Protheroe se presentó y hablamos de los arreglos para el funeral.

—¡El doctor Haydock es una persona magnífica!

—No conozco a nadie mejor que él —corroboré.

—Ha sido extremadamente bondadoso conmigo, pero parece muy triste, ¿verdad?

Jamás se me había ocurrido que Haydock pudiera estar triste y medité un instante aquellas palabras.

—No creo haberme dado nunca cuenta de ello —repuse.

—Lo advertí hoy.

—Las penas propias algunas veces aguzan la vista —dije.

—Es cierto.

Hizo una pausa.

—Hay algo que no puedo de ninguna manera comprender —prosiguió—. ¿Por qué no oí el disparo que mató a mi esposo, si fue hecho con seguridad inmediatamente después de yo dejarle?

—La policía parece tener razones para creer que fue hecho más tarde.

—¿Y la hora «6.20» en la cabecera de la nota?

—Posiblemente fue escrita por el propio asesino.

Sus mejillas se tornaron pálidas.

—¡Oh!

—¿No le llamó la atención que la hora no estuviese escrita por su mano?

—Tampoco el resto de la nota me pareció suyo.

Había algo de verdad en la observación. Se trataba de unos garabatos casi ilegibles, que carecían de la precisión con que Protheroe solía escribir.

—¿Está usted seguro de que no siguen sospechando de Lawrence?

—Creo que está totalmente libre de sospechas.

—¿Quién puede estarlo, míster Clement? Lucius no gozaba de las simpatías de la gente, pero no creo que tuviera verdaderos enemigos, quiero decir, enemigos que llegaran hasta ese extremo.

Meneé la cabeza.

—Es un misterio.

Pensé meditativamente en los siete sospechosos de miss Marple. ¿Quiénes podían ser?

Después de despedirme de Anne, procedí a poner en ejecución cierto plan.

Salí de Old Hall siguiendo el sendero particular. Al llegar al portillo, volví sobre mis pasos y cuando me encontré en un lugar donde me pareció que la vegetación presentaba señales de haber sido separada, salí del sendero y me adentré en los matorrales. El bosque era espeso. Avanzaba lentamente. De pronto me di cuenta de que alguien se encontraba no lejos de mí. Me detuve, vacilante, y Lawrence Redding apareció, llevando una gran piedra.

Supongo que en mi rostro debió retratarse la sorpresa, pues estalló en una fuerte carcajada.

—No —dijo—. No es ningún indicio, sino una oferta de paz.

—¿Una oferta de paz?

—Llamémosle una base para las negociaciones. Quiero una excusa para visitar a su vecina, miss Marple, y tengo entendido que agradece mucho que se le lleven piedras para el jardín japonés que está construyendo.

—Es cierto —dije—. Pero ¿qué quiere usted de esa señora?

—Simplemente esto. Si algo había ayer que debiera ser visto, los ojos de miss Marple lo percibieron. No me refiero a algo necesariamente relacionado con el asesinato, o que ella creyera que tiene que ver con él, sino a algún incidente extraño o fuera de lo normal, así como también un suceso aparentemente sin importancia que pudiera darnos la clave que nos conduzca a la verdad, y que ella creyera poco digno de ser comunicado a la policía.

—Supongo que es posible que así haya sido.

—Vale la pena averiguarlo. Estoy decidido a descubrir la realidad de lo sucedido, Clement, aunque no sea sino por Anne. Además, Slack no me inspira mucha confianza. Es un individuo celoso de su deber, pero el celo no puede nunca reemplazar a la inteligencia.

—Veo que es usted un detective aficionado —dije—. No creo que en la vida real puedan los detectives de novela competir con los profesionales.

Me miró fijamente y estalló en una carcajada.

—¿Qué está usted haciendo en el bosque? —preguntó.

Me ruboricé.

—Lo mismo que yo, supongo —prosiguió—. Ambos estamos obsesionados por la misma idea. ¿Cómo pudo el asesino llegar al gabinete? Primer camino: por el sendero y la puerta del jardín. Segundo camino: por la puerta principal. Tercer camino… ¿Hay en realidad un tercer camino? Mi intención era averiguar si la vegetación presentaba huellas de pasos o señales de haber sido pisoteada en alguna parte cerca del muro del jardín correspondiente a la vicaría.

—Ésa era precisamente mi idea —admití.

—Sin embargo, en realidad no había empezado a averiguarlo —prosiguió Lawrence—, pues se me ocurrió que preferiría ver a miss Marple primero, para cerciorarme de que nadie pasó por el sendero ayer por la tarde, mientras nosotros estábamos en el estudio.

Meneé la cabeza.

—Miss Marple afirmó que nadie había transitado por el camino.

—Sí, alguien a quien ella consideraba «nadie». Parece una locura, pero he aquí lo que quiero decir: quizá pasó por él alguna persona como el cartero, el lechero, o el muchacho de la carnicería, alguien cuya presencia allí fuera tan normal que ella ni tan siquiera la considerara digna de mención.

—Creo que ha leído usted a G. K. Chesterton —dije, y Lawrence no lo negó.

—¿No cree usted que puede haber sido así?

—No niego tal posibilidad —admití.

Nos dirigimos hacia la casa de miss Marple. Estaba trabajando en su jardín y nos llamó cuando llegamos al portillo.

—Lo ve todo —murmuró Lawrence.

Nos recibió amablemente y se mostró muy complacida con Lawrence por la gran piedra que le llevaba, de la cual él le hizo entrega con gran solemnidad.

—Se lo agradezco mucho, míster Redding. Es usted muy amable.

Animado por estas palabras, Lawrence inició su interrogatorio. Miss Marple le escuchaba atentamente.

—Sí, comprendo lo que quiere decir y estoy de acuerdo con usted en que la presencia de tales personas me hubiera parecido tan natural que ni siquiera las hubiera mencionado, pero puedo asegurarle, sin embargo, que no transitó ninguna persona. Nadie en absoluto por aquel entonces.

—¿Está usted segura, miss Marple?

—Completamente.

—¿Vio usted a alguien que desde el sendero pasara a los bosques aquella tarde? —pregunté—. ¿O que viniera de ellos?

—¡Oh, sí, mucha gente! El doctor Stone y miss Cram, por ejemplo. Es el camino más corto para llegar a la tumba. Fue alrededor de las dos de la tarde. Y el doctor Stone regresó por el mismo camino, como usted sabe, míster Redding, puesto que se unió a usted y a mistress Protheroe.

—A propósito —dije— supongo que míster Redding y mistress Protheroe debieron oír también el disparo que usted oyó, miss Marple.

Miré interrogativamente a Lawrence.

—Sí —repuso él, frunciendo el ceño—. Creo haber oído algunos tiros. ¿No fueron uno o dos?

—Sólo oí uno —dijo miss Marple.

—Recuerdo esos detalles sólo muy vagamente —murmuró Lawrence—. Quisiera que se hubieran quedado grabados en mi mente con mayor claridad. Estaba tan absorto con…

Se detuvo, embarazado.

Tosí discretamente, y miss Marple, con gazmoñería, cambió el tema.

—El inspector Slack ha estado tratando de hacerme decir claramente si oí el disparo antes o después de que míster Redding y mistress Protheroe salieran del estudio. He debido admitir que no podía decirlo con seguridad, aunque tengo la impresión, que parece afirmarse cuando pienso en ello, de que fue después.

—Entonces eso libra de sospechas al célebre doctor Stone —dijo Lawrence con un suspiro—. No creo que en ningún momento se haya sospechado de él como asesino del coronel Protheroe.

—Yo siempre encuentro prudente sospechar un poco de todo el mundo —arguyó miss Marple—, pues, en realidad, una nunca sabe…

Esa actitud era típica en miss Marple. Pregunté a Lawrence si estaba de acuerdo con ella acerca del disparo.

—No lo sé. Comprenda que se trata de un ruido muy natural. Sin embargo, me siento inclinado a creer que fue hecho mientras estábamos en el estudio. El sonido hubiera llegado hasta nosotros bastante amortiguado.

Pensé que las razones para que no lo hubiesen oído claramente eran muy distintas.

—Debo preguntárselo a Anne —prosiguió—. Quizá ella se acuerde. A propósito, parece haber un hecho curioso que necesita ser explicado. Mistress Lestrange, la dama misteriosa de St. Mary Mead, visitó al viejo Protheroe el miércoles por la noche, después de la cena. Nadie parece saber a qué fue debida esa visita. Protheroe no habló de ella ni a su esposa, ni a su hija.

—Quizá el vicario conozca el motivo —sugirió miss Marple.

¿Cómo podía saber aquella mujer que yo había visitado a mistress Lestrange aquella tarde? Es rara la forma en que se entera de todo.

Meneé la cabeza y dije que no podía arrojar ninguna luz sobre el asunto.

—¿Qué piensa el inspector Slack? —preguntó miss Marple.

—Ha hecho cuanto ha podido para hacer hablar al mayordomo pero, al parecer, no fue lo bastante curioso para quedarse escuchando detrás de la puerta. Por tanto, nadie sabe nada de la visita.

—Sin embargo, espero que alguien alcanzara a enterarse de algún detalle, ¿no cree usted? —dijo miss Marple—. Quiero decir, alguien siempre sabe algo. Creo que es por ese camino que míster Redding debiera investigar. No me refiero a ella —continuó miss Marple—, sino a las criadas. No gustan de hablar con la policía, pero un joven de buen aspecto, perdóneme, míster Redding, que ha sido creído culpable, podría hacerlas hablar.

—Lo intentaré esta tarde —dijo Lawrence con firmeza—. Gracias por la sugerencia, miss Marple. Iré después… bien, después que el vicario y yo hayamos terminado cierto trabajo.

Se me ocurrió pensar que sería mejor hacerlo de una vez. Nos despedimos de miss Marple y nos adentramos en el bosque nuevamente.

Primero seguimos por el camino hasta que llegamos a un nuevo lugar donde parecía que alguien hubiera salido del sendero por el lado derecho. Lawrence me explicó que él había ya seguido esas huellas y que no conducían a ninguna parte, pero dijo que podíamos examinarlas de nuevo. Quizá se hubiera equivocado.

Era como había dicho. Unas diez o doce yardas más allá cesaban las señales. Fue desde ese punto que Lawrence había vuelto al sendero cuando se encontró conmigo más temprano aquella misma tarde.

Salimos de nuevo al camino y seguimos recorriéndolo, llegando a otro lugar en el que también se apreciaban señales de que alguien se había adentrado en la maleza. No estaban muy claras, pero a mi parecer eran inequívocas. Esta vez las huellas eran más prometedoras. Dando un rodeo, conducían hasta la vicaría. Las seguimos y llegamos hasta el muro del jardín, junto al cual la maleza era más espesa. El muro era alto y estaba cubierto, en su parte superior, con fragmentos de vidrio. Si alguien había colocado una escalera de mano contra él, no tardaría en encontrar las señales.

Caminábamos despacio cuando hasta nosotros llegó el ruido de una ramita al romperse. Apresuré el paso, abriéndome camino, y di de manos con el inspector Slack.

—Conque es usted —dijo—. Y míster Redding. ¿Qué están haciendo?

Ligeramente alicaídos, se lo explicamos.

—No siendo los miembros de la policía tan tontos como se nos cree —repuso—, yo tuve la misma idea que ustedes. He estado aquí más de una hora. ¿Les gustaría enterarse de algo?

—Sí —repuse humildemente.

—El asesino del coronel Protheroe no llegó a la vicaría por este camino. Ni a este lado del muro, ni al otro, hay huella alguna. El asesino entró por la puerta principal. Era el único camino que pudo utilizar.

—¡Imposible! —exclamé.

—¿Por qué? La puerta de la casa está siempre abierta y no hay más que empujarla para entrar. Desde la cocina no se ve a quienes llegan. El asesino sabía que usted estaba fuera y que su esposa se encontraba en Londres. Míster Dennis estaba jugando al tenis. No puede ser más sencillo. Tampoco necesitó ir por el pueblo, desde el cual se puede penetrar en el bosque y salir donde uno quiera. A menos que mistress Price Ridley saliera por la puerta de su casa en el preciso instante, nadie vería a quien tal cosa intentara. Además, es mucho más fácil que escalar muros. Pueden tener la certeza de que entró por la puerta principal.

Realmente, parecía que estaba en lo cierto.