EL aspecto de Hawes me apenó. Le temblaban las manos y la cara se le contraía en movimientos nerviosos. En mi opinión debía haberse quedado en cama y así se lo dije, pero él insistió en que se encontraba perfectamente.
—Le aseguro, señor, que jamás me he sentido tan bien como ahora.
Tales palabras distaban tanto de la verdad, que no supe qué contestarle. Admiro a la persona que no se deja acoquinar por la enfermedad, pero Hawes llevaba la cosa demasiado lejos.
—Vine para decirle cuánto siento que el crimen haya ocurrido en la vicaría.
—Gracias —repuse—. No es nada agradable.
—Es terrible, terrible. Parece que, después de todo, no han detenido a míster Redding.
—No. Fue un error. Él hizo una…, ¡ah!…, bastante tonta declaración.
—¿Está la policía convencida ahora de su inocencia?
—Completamente.
—¿Por qué, si puedo preguntárselo? Es decir, ¿sospecha de alguien más?
Jamás hubiera imaginado que Hawes tomara tanto interés en los detalles de un caso de asesinato. Quizá era debido a que tuvo lugar en la vicaría. Parecía tan ansioso como un periodista.
—No lo sé. El inspector Slack es bastante reservado conmigo. No creo que sospeche de nadie en particular.
—Sí, sí…, desde luego. ¿Quién habrá podido ser capaz de hacer una cosa tan horrible?
Meneé la cabeza.
—El coronel Protheroe no gozaba de las simpatías de la gente, es cierto. ¡Pero asesinarle! Para esto se necesita un motivo muy grande…
—Eso supongo —dije.
—¿Quién podía tenerlo? ¿Tiene la policía alguna idea?
—Lo ignoro.
—Quizá tenía enemigos. Cuanto más pienso en ello, más me afirmo en la idea de que era de la clase de hombres que tienen enemigos. Se decía que era muy severo en el tribunal.
—Supongo que cumplía con su deber.
—¿No recuerda usted, señor, que ayer por la mañana le dijo que había sido amenazado por ese hombre, Archer?
—Tiene usted razón —dije—. Claro que lo recuerdo. Se encontraría usted muy cerca de nosotros en aquel momento.
—Sí. No pude evitar oír lo que decía. Siempre hablaba en voz muy alta. Recuerdo que las palabras que usted le dirigió, diciéndole que cuando llegase su hora acaso fuera medido con la vara de la justicia, en lugar de la piedad, me impresionaron profundamente.
—¿Dije eso? —pregunté, frunciendo el ceño.
Mi propio recuerdo de mis palabras era algo distinto.
—Lo dijo usted en forma impresionante, señor. Sus palabras me asombraron. La justicia es algo terrible. ¡Y pensar que el pobre hombre fue asesinado sólo pocas horas después! Parece que hubiera usted tenido una premonición de lo que iba a suceder.
—No tuve tal cosa —respondí secamente.
Me disgustaba la tendencia de Hawes al misticismo.
—¿Ha hablado usted a la policía acerca de ese Archer, señor?
—No sé nada de él.
—Quiero decir si les ha contado lo que el coronel Protheroe le dijo acerca de haberle amenazado.
—No —repuse lentamente—. No lo he hecho.
—¿Piensa usted decírselo?
Permanecí en silencio. No me gusta acorralar a quien tiene ya en su contra todas las fuerzas de la ley y el orden. No podía sospechar de Archer. Es un inveterado cazador furtivo, hombre alegre y gandul, como hay tantos en todas partes. No podía creer que pensara verdaderamente en lo que pudo haber dicho cuando le condenaron, y menos que lo llevara a cabo al salir de la cárcel.
—Usted oyó la conversación —repuse finalmente—. Si cree que su deber es decírselo a la policía, hágalo.
—Sería mejor que lo hiciera usted, señor.
—Acaso sea así, pero, a decir verdad, no tengo la menor intención de hacerlo. Quizá no hiciera otra cosa que ayudar a poner la soga al cuello de un hombre inocente.
—Pero si mató al coronel Protheroe…
—No hay prueba alguna de que hiciera tal cosa.
—Sus amenazas…
—Estrictamente hablando, las amenazas no eran suyas, sino del coronel Protheroe. Éste estaba amenazando con mostrar a Archer cuán fuerte podía ser la venganza la próxima vez que le sorprendiera cazando furtivamente.
—No comprendo su actitud, señor.
—¿No la comprende? —repuse tristemente—. Es usted un hombre joven y celoso de la justicia y el derecho. Cuando tenga mi edad, le gustará conceder a la gente el beneficio de la duda.
—No es… Quiero decir…
Hizo una pausa y le miré sorprendido.
—¿Tiene usted, acaso, alguna idea acerca de la identidad del asesino?
—¡Cielo santo, no!
Hawes persistió.
—¿Y en cuanto al motivo?
—Tampoco. ¿Y usted?
—¿Yo? No, desde luego. Solamente me lo preguntaba. Si el coronel Protheroe hubiera confiado en usted, si le hubiera hablado íntimamente de algo…
—Sus confidencias fueron oídas ayer por todo el pueblo —repuse secamente.
—Sí, sí, desde luego. ¿Y no duda usted de Archer?
—La policía se enterará de lo que Protheroe dijo acerca de él, no le quepa la menor duda —dije—. Si yo le hubiera oído por mí mismo amenazar a Protheroe el caso sería distinto. Si en realidad le amenazó, puede usted tener la seguridad que medio pueblo le oyó hacerlo, y la policía lo sabrá tarde o temprano. Naturalmente, es usted libre de obrar como le plazca.
Sin embargo, Hawes parecía curiosamente no estar dispuesto a hacer nada acerca de ello por sí mismo.
La actitud de aquel hombre era extraña y nerviosa. Recordé lo que Haydock me había dicho acerca de su enfermedad. Supuse que ella explicaba su extraño comportamiento.
Se despidió con desgana, como si tuviera algo más que decir, y no supiera cómo hacerlo.
Antes de que marchara, quedé de acuerdo con él para encargarme del servicio religioso para la Unión de Madres, seguido de una reunión con los Visitantes del distrito. Tenía varios proyectos para aquella tarde.
Borrando a Hawes y sus preocupaciones de mi mente, me dirigí a casa de mistress Lestrange.
En la mesa del salón estaban el Guardian y el Church Times, intactos.
Al caminar, recordé que mistress Lestrange se había entrevistado con el coronel Protheroe la víspera de su muerte. Es posible que algo hubiera trascendido de esa visita, que pudiera arrojar alguna luz sobre el misterio de su muerte.
Una doncella me introdujo en el salón y mistress Lestrange se levantó para recibirme. Fui nuevamente sorprendido por la maravillosa atmósfera que aquella mujer era capaz de producir. Llevaba un vestido negro que hacía resaltar la blancura de su cutis. Había algo de extrañamente muerto en su cara y sólo los ojos estaban llenos de vida. Su mirada era vigilante.
—Le agradezco mucho que haya venido, míster Clement —dijo al estrecharme la mano—. Quería hablarle el otro día pero finalmente decidí no hacerlo. Me equivoqué.
—Como le dije entonces me alegra poder serle de utilidad.
—Sí lo dijo y creo que hablaba con sinceridad. Hay muy poca gente en este mundo que haya deseado realmente ayudarme.
—Se me hace difícil creerlo, mistress Lestrange.
—Sin embargo, así es. La mayor parte de la gente, especialmente los hombres, procuran siempre obtener algo.
Había amargura en su voz.
No contesté y ella prosiguió:
—¿No quiere usted sentarse?
Tomé asiento en una silla frente a ella. Vaciló un momento y después empezó a hablar lentamente, pareciendo pensar cada palabra antes de pronunciarla.
—Me encuentro en una posición muy extraña, míster Clement, y quiero pedirle consejo. Es decir, quiero que me aconseje sobre lo que debo hacer. Lo pasado, pasado está y no puede deshacerse. ¿Me comprende?
Antes de que pudiera contestar, la doncella abrió la puerta y habló con cara asustada.
—Perdone, señora, pero ha venido un inspector de policía que quiere hablar con usted.
Se produjo una pausa. La cara de mistress Lestrange no cambió de expresión. Sólo sus ojos se cerraron muy lentamente y volvieron a abrirse. Pareció tragar una a dos veces y después habló en voz absolutamente clara.
—Hazle pasar, Hilda —dijo.
Intenté levantarme, pero ella me indicó con un gesto firme de la mano que permaneciese sentado.
—Le agradeceré que no se vaya.
Volví a tomar asiento.
—Desde luego, si así lo desea —murmuré cuando Slack entraba en la sala.
—Buenas tardes, señora —saludó.
—Buenas tardes, inspector.
Entonces me vio y frunció el ceño. No me cabe la menor duda de que no soy santo de su devoción.
—Espero que no tendrá usted que hacer objeción alguna a la presencia del vicario.
—No —dijo Slack a regañadientes—. Aunque acaso fuera mejor…
Mistress Lestrange no le prestaba atención alguna.
—¿En qué puedo servirle, inspector? —preguntó.
—Es sobre el asesinato del coronel Protheroe, señora. Estoy encargado de llevar a cabo las investigaciones.
Mistress Lestrange asintió.
—Por rutina, pregunto a todo el mundo dónde se encontraba ayer entre las seis y siete de la tarde. Es solamente un formulismo.
Mistress Lestrange no dio señal alguna de agitación.
—¿Quiere usted saber dónde estaba yo ayer, entre las seis y las siete de la tarde?
—Sí, señora.
—Vamos a ver —reflexionó un momento—. Estaba aquí en casa.
—¡Oh! —exclamó el inspector—. Supongo que su doncella podrá confirmar sus palabras.
—No. Hilda tenía el día libre.
—Comprendo.
—Por tanto, tendrá usted que creer mis palabras —dijo mistress Lestrange, con voz agradable.
—¿Declara usted firmemente que permaneció en casa toda la tarde?
—Dijo usted entre seis y siete, inspector. Salí a dar un paseo bastante temprano y regresé algo antes de las cinco.
—Entonces, si una señora, miss Hartnell por ejemplo, afirmara que vino alrededor de las seis de la tarde y pulsó el timbre sin que nadie contestara debiendo irse, diría usted que estaba equivocada, ¿no es verdad?
—¡Oh, no! —repuso mistress Lestrange, meneando la cabeza.
—Pero…
—Si la doncella hubiera estado en casa, hubiese podido contestar que había salido. Si una está sola y no quiere recibir visitas, sólo puede dejar que suene el timbre, sin dar señales de vida.
El inspector Slack parecía ligeramente asombrado.
—Las señoras de edad me aburren soberanamente —dijo mistress Lestrange—, y miss Hartnell es muy pesada. Por lo menos llamó media docena de veces y no abrí.
Sonrió con dulzura al inspector Slack.
—Entonces, si alguien afirma haberla visto en la calle…
—Pero nadie me vio —observó sagazmente su punto débil—. Nadie pudo verme en la calle, porque no salí.
—Comprendo, señora.
El inspector acercó algo más la silla.
—Creo que visitó usted al coronel Protheroe en su casa la noche anterior a su muerte, mistress Lestrange.
—Es cierto —repuso ella con calma.
—¿Puede usted indicarme la razón de su visita?
—Hablamos de un asunto particular.
—Temo que debo insistir en conocer la naturaleza de ese asunto particular.
—Y yo siento no poder decírsela. Sólo puedo asegurarle que nada de lo que en ella se dijo podía tener la más remota relación con el asesinato.
—No creo que esté usted en situación de juzgar sobre tal cosa.
—Sin embargo, deberá usted aceptar mi palabra, inspector.
—En realidad, parece que debo aceptarla en todo cuanto a usted se refiere.
—Sí, eso es —asintió ella, sin perder la calma.
El inspector enrojeció.
—Es un asunto muy grave, señora. Quiero la verdad —asestó un puñetazo en la mesa—. Y la tendré.
Mistress Lestrange permaneció en silencio.
—¿No comprende usted, señora, que se pone en situación muy delicada?
Mistress Lestrange no cambió de actitud.
—Se verá usted obligada a declarar en la encuesta.
—Sí.
Sólo pronunció este monosílabo, sin énfasis, sin ningún interés.
—¿Conocía usted al coronel Protheroe?
—Sí, le conocía.
—¿Mucho?
Mistress Lestrange pareció pensar un momento, antes de contestar.
—No le había visto durante varios años.
—¿Conocía también a mistress Protheroe?
—No.
—¿No le parece haber elegido una hora intempestiva para su visita?
—Desde mi punto de vista no.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quería ver al coronel Protheroe a solas —repuso clara y distintamente—. No deseaba ver a mistress Protheroe ni tampoco a su hija. Por lo tanto, consideré que aquélla sería la mejor hora.
—¿Por qué evitaba ver a la esposa e hija del coronel?
—Eso es sólo de mi incumbencia, inspector.
—¿Se niega usted a ser más explícita?
—Sí, me niego.
Slack se levantó.
—Corre usted el riesgo de colocarse en una posición muy difícil, señora.
Mistress Lestrange rió. Yo hubiera podido informar al inspector que ella no era de la clase de mujeres que se asustan fácilmente.
—Bien —prosiguió, tratando de hacer una retirada digna—, no diga que no la avisé. Buenas tardes, señora, y recuerde que sabremos la verdad.
Salió. Mistress Lestrange se levantó y me alargó la mano.
—Debo pedirle que se marche ya. Será mejor así. Ya es demasiado tarde para que me aconseje. He escogido mi papel.
Y repitió con voz inaudible:
—He escogido mi papel.