AL dirigirme a casa me encontré con miss Hartnell que me entretuvo unos diez minutos quejándose, con su voz profunda, de la ingratitud de las clases inferiores. Parece que los pobres no querían a miss Hartnell en sus casas. Mis simpatías estaban completamente de su parte. Mi posición social me impide expresar mis sentimientos con la misma franqueza que ellos.
La calmé lo mejor que pude y me dirigí apresuradamente a la vicaría.
Haydock me alcanzó en su coche junto a la esquina.
—Acabo de llevar a mistress Protheroe a su casa —dijo al pasar.
Me esperó frente a su casa.
—Entre un momento —me invitó.
Accedí.
—Es un asunto extraordinario —observó mientras arrojaba el sombrero sobre una silla y abría la puerta del consultorio.
Se dejó caer en un derrengado sillón de cuero. Parecía preocupado.
Le informé que habíamos podido fijar la hora del disparo. Me escuchaba con aire abstraído.
—Eso deja libre de sospechas a Anne Protheroe —exclamó—. Me alegro de que no se trate de ninguno de los dos. Me son simpáticos.
Creía sus palabras, pero no pude menos que preguntarme por qué, si, como decía, sentía simpatía por ellos, el hecho de que estuvieran libres de sospechas parecía sumirle en un estado de abatimiento. Por la mañana había tenido el aspecto de un hombre a quien le hubieran quitado un peso de encima, pero en aquel momento me pareció preocupado.
Sin embargo, estaba convencido de la veracidad de sus palabras. Sentía realmente simpatía por Anne Protheroe y Lawrence Redding. ¿Por qué, pues, aquella melancolía?
—Quiero hablarle de Hawes —dijo haciendo un esfuerzo—. Todos estos sucesos le han medio enloquecido.
—¿Está realmente enfermo?
—Nada hay radicalmente mal en él. Desde luego, supongo que debe usted saber que ha padecido encefalitis letárgica, la enfermedad del sueño, como comúnmente se le llama.
—No —repuse con gran sorpresa—; no sabía nada de ello. Él nunca lo mencionó. ¿Cuándo tuvo esa enfermedad?
—Hace cosa de un año. Se repuso, es decir, en el grado en que algunos de los que la sufren logran reponerse. Es una extraña enfermedad, que produce un raro efecto moral. El carácter del enfermo puede cambiar completamente.
Permaneció en silencio durante un momento.
—Nos entristecemos cuando pensamos en los tiempos en que quemábamos las brujas en la hoguera. Creo que llegará el día en que la humanidad se horrorizará al pensar que ahorcamos a los criminales —prosiguió.
—¿No es usted partidario de la pena de muerte?
—No es eso, exactamente —repuso, e hizo una pausa. Luego habló lentamente—. Prefiero mi trabajo al suyo.
—¿Por qué?
—Porque el suyo trata extensamente acerca de lo que llamamos bien y mal, y no estoy muy seguro de que tales cosas existan. Suponga que todo ello no sea sino una cuestión de secreción glandular. Una glándula demasiado grande y otra demasiado pequeña, y quizá este simple hecho produzca el asesino, el ladrón, el criminal empedernido. Clement, creo que llegará el tiempo en que nos horrorizaremos al pensar en los siglos que hemos dedicado a lo que acaso pueda llamarse reprobación moral y que hemos matado a gentes que sufren enfermedades contra las que nada pueden hacer. No se ahorca a un hombre por el solo hecho de padecer tuberculosis.
—No es peligroso para la sociedad.
—En cierto sentido, sí. Contagia a otra gente. Tome al desgraciado que se cree emperador de China. No se le considera malo por este sencillo hecho. Sé a lo que se refiere cuando habla de la sociedad; debe ser protegida. Encierre a esa gente donde no puedan causar daño alguno, elimínelos en forma misericordiosa, pero no llame castigo a eso. No haga caer la vergüenza sobre esos desgraciados y sus familias.
Le miré curiosamente.
—Nunca le había oído hablar así.
—No acostumbro a exponer mis teorías. Hoy hago una excepción. Usted es persona inteligente, Clement. No todos los clérigos lo son. No admitirá, me parece, que no existe aquello que técnicamente es conocido como «pecado», a pesar de lo cual está dispuesto a considerar la posibilidad de tal cosa.
—Va contra la misma raíz de nuestras ideas —repuse.
—Sí. Formamos parte de una humanidad de mente estrecha y que cree ser buena, ansiosa de juzgar aquellas cosas acerca de las cuales nada sabemos. Yo creo sinceramente que el crimen es asunto que debe ser tratado por el médico y no por el policía o el sacerdote. Quizá en el futuro ya no exista.
—¿Lo habrán curado ustedes?
—Sí. Es un pensamiento magnífico. ¿Ha estudiado alguna vez las estadísticas del crimen? Muy poca gente lo ha hecho. Se sorprendería al ver lo importante que es la delincuencia juvenil. Ahí tenemos otra vez las glándulas. El joven Neil, el asesino de Oxfordshire, mató a cinco niñas antes de que se sospechara de él. Era un muchacho simpático, que nunca se había metido en lío alguno. Lily Rose, la muchacha de Cornualles, mató a su tío porque le compraba demasiados caramelos. Le asesinó con un martillo cuando dormía. Regresó a su casa y quince días más tarde mató a su hermana mayor, que la molestó por una tontería. Ninguno de los dos fue ahorcado, desde luego, sino enviados a un manicomio. Quizá más tarde se curen, o acaso no. Dudo que la muchacha sane. Lo único que le importa es ver matar cerdos. ¿Sabe usted a qué edad es más corriente el suicidio? Entre los quince y los dieciséis años. Hay muy poca distancia entre autoasesinato y el asesinato de los demás. No es debido a un defecto moral, sino físico.
—¡Es terrible!
—No, sólo es nuevo para usted. Debemos enfrentarnos con las nuevas verdades que se descubren. Hemos de reajustar nuestras ideas, lo que, algunas veces, hace la vida difícil.
Permaneció sentado, con el ceño fruncido, sin que le abandonara aquella actitud pesarosa.
—Si usted sospechara, si usted supiera, Haydock —exclamé—, que alguien es culpable de asesinato, ¿entregaría esa persona a las autoridades o se sentiría tentado de protegerla?
No estaba preparado para el efecto que había de causarle mi pregunta. Haydock se volvió hacia mí, irritado.
—¿Qué le hace preguntar tal cosa, Clement? ¿Qué idea se le ha ocurrido? Hable claro, hombre.
—¡Oh, nada en particular! —repuse bastante sorprendido—. Sólo que el recuerdo del asesinato no nos abandona. Únicamente me preguntaba cuál será su reacción si por un azar alcanzara a descubrir la verdad.
Su irritación se aplacó.
—Si sospechara…, si supiera…, cumpliría con mi deber, Clement. Por lo menos, confío en que lo haría.
—La cuestión estriba en qué lado cree usted que su deber se encuentra.
Me miró con ojos inescrutables.
—Creo que todo el mundo, en algún momento de su vida, se hace esa misma pregunta, Clement. Y cada hombre debe contestarla por sí mismo.
—¿No lo sabe usted?
—No, no lo sé.
Creía que lo mejor sería cambiar de tema.
—Mi sobrino se está divirtiendo mucho con este caso —dije—. Se pasa los días buscando huellas.
Haydock sonrió.
—¿Qué edad tiene?
—Dieciséis años. A esa edad no se concede importancia a las tragedias. Para ellos todo se reduce a Sherlock Holmes y Arsenio Lupin.
—Es un muchacho de magnífico aspecto —dijo Haydock pensativamente—. ¿Qué piensa hacer de él?
—No puedo permitirme mandarle a la universidad. Él quiere ingresar en la marina mercante. Falló los exámenes de ingreso para la Armada.
—Es una vida dura, pero otras hay peores y se siguen.
—Debo irme —dije, viendo la hora en el reloj—. Hace media hora que debe estar la comida lista.
Mi familia se estaba sentando a la mesa cuando llegué. Me pidieron cuenta detallada de las actividades de la mañana. Satisfice su curiosidad, sintiendo, al hacerlo, que la mayor parte de lo sucedido tenía la naturaleza de un anticlímax.
Sin embargo, Dennis se divirtió mucho con el relato de la llamada telefónica de mistress Price Ridley y estalló en fuertes carcajadas cuando mencioné el choque nervioso que había sufrido y la necesidad de reconfortarse con una copa de ginebra.
—Le está muy bien empleado —exclamó—. Tiene la lengua más mordaz del pueblo. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí llamarla y asustarla. ¿Y si le diéramos una segunda dosis, tío Len?
Le rogué que se abstuviera de hacerlo. Nada hay más peligroso que los bien intencionados esfuerzos de la generación más joven, encaminados a ayudarle a uno y a demostrar su simpatía.
El humor de Dennis cambió súbitamente. Frunció el ceño y adoptó aire de hombre de mundo.
—He pasado con Lettice la mayor parte de la mañana —dijo—. Está verdaderamente muy preocupada. No quiere dejar que se trasluzca, pero lo está.
—Es natural —observó Griselda con un movimiento de cabeza.
Mi esposa no tiene mucha simpatía por Lettice.
—No creo que seas muy justa con Lettice.
—¿No?
—Mucha gente no lleva luto.
Griselda y yo permanecimos silenciosos.
—No habla mucho con la gente —prosiguió Dennis—, pero sí conmigo. Está muy preocupada por lo sucedido y cree que algo debiera hacerse.
—No le costará trabajo averiguar que el inspector Slack comparte su opinión —dije—. Esta tarde irá a Old Hall y probablemente amargará la vida a todos en la casa con sus esfuerzos por llegar al fondo de la verdad de todo.
—¿Cuál crees tú que es la verdad, Len? —preguntó mi esposa.
—Es difícil decirlo, querida. En este momento no tengo ninguna idea acerca de ello.
—¿No dijiste que el inspector iba a averiguar la procedencia de la llamada telefónica que te hizo ir a casa de los Abbott?
—Sí.
—¿Crees que podrá hacerlo? ¿No es algo muy difícil?
—Creo que no. En la central deben tener una lista de las llamadas.
—¡Oh! —exclamó mi esposa, sumiéndose en sus pensamientos.
—¿Por qué se enfadó usted conmigo esta mañana, tío Len —preguntó Dennis—, cuando bromeé diciendo que usted deseaba la muerte del coronel Protheroe?
—Porque hay un momento para cada cosa —repuse—. El inspector Slack carece de sentido del humor. Tomó tus palabras seriamente y probablemente volverá a interrogar a Mary y obtendrá una orden de detención contra mí.
—¿Es que no sabe cuándo alguien habla en broma?
—No —repuse—. No lo sabe. Ha alcanzado su posición actual trabajando duramente y poniendo una celosa atención a su deber. Eso no le ha dejado tiempo para los pequeños goces de la vida.
—¿Le es simpático, tío Len?
—No, no me es simpático. Desde el primer momento me repelió. Pero no tengo la menor duda de que es un hombre de gran éxito en su profesión.
—¿Cree que averiguará quién mató a Protheroe?
—Si no lo logra, no será porque no lo intente.
En aquel momento apareció Mary.
—Míster Hawes que quiere verle —dijo—. Le he hecho pasar al salón. Han traído esta nota —prosiguió, alargándome un sobre—. Esperan contestación. Puede ser verbal.
Rasgué el sobre y leí su contenido.
«Querido míster Clement:
Le agradeceré venga a verme esta tarde, lo antes posible. Necesito de sus consejos.
Le saluda atentamente,
Estelle Lestrange».
—Diga que iré dentro de una media hora —informé a Mary.
Entonces fui al salón para recibir a Hawes.