CAMINÁBAMOS en silencio hacia la comisaría. Haydock acortó el paso y me dijo en voz baja:
—No me gusta el aspecto que toman las cosas. No me gusta. Hay algo que no comprendemos.
Parecía realmente preocupado.
El inspector Slack estaba en la comisaría y pocos momentos después nos encontramos cara a cara con Redding.
Estaba pálido y agotado, pero tranquilo, maravillosamente tranquilo, dadas las circunstancias. Melchett resopló.
—Mire, Redding —dijo—. Tengo entendido que ha hecho usted una declaración al inspector Slack. Dice que fue a la vicaría aproximadamente a las siete menos cuarto, encontró allí a Protheroe, discutió con él, le mató y salió de la casa.
—Sí.
—Voy a hacerle algunas preguntas. Ya ha sido advertido de que no está obligado a contestar. Su abogado ha…
Lawrence le interrumpió:
—Nada tengo que ocultar. Yo maté a Protheroe.
—Sí —dijo Melchett, resoplando—. ¿Cómo fue que tenía una pistola?
—La llevaba en el bolsillo.
—¿También cuando fue a la vicaría?
—Sí.
—¿Por qué?
—Siempre la llevaba.
Había vuelto a vacilar antes de contestar y tuve la certeza de que no decía la verdad.
—¿Por qué retrasó usted el reloj?
—¿El reloj?
Pareció asombrado.
—Si. Las manecillas señalaban las seis y veintidós.
Una expresión de temor se retrató en su cara.
—¡Oh, sí! Ah… Sí, yo…, yo lo retrasé.
Haydock habló súbitamente:
—¿Dónde disparó contra el coronel Protheroe?
—En el gabinete de la vicaría.
—Me refiero a qué parte del cuerpo.
—¡Oh! A la cabeza, creo. Sí, a la cabeza.
—¿No está usted seguro?
—No veo la necesidad de que me hagan estas preguntas, puesto que saben muy bien dónde le herí.
Sus palabras sonaban a falso. Se produjo cierta conmoción en la comisaría. Un agente trajo una nota.
—Es para el vicario. Urgente.
La abrí y la leí:
«Por favor, por favor, venga a mi lado. No sé qué hacer. Es algo terrible. Debo hablarle. Venga en seguida, por compasión, y traiga a quien quiera con usted.
Anne Protheroe».
Me volví significativamente hacia Melchett. Me comprendió. Al salir juntos, miré a Lawrence Redding brevemente. Sus ojos estaban clavados en el papel que yo tenía en la mano. Pocas veces he visto una mirada de angustia y desesperación tan terrible.
Recordé a Anne Protheroe sentada en el sofá del gabinete, diciendo: «Estoy desesperada». Entonces comprendí la posible razón de la heroica acusación que a sí mismo se hizo Redding.
Melchett habló con Slack.
—¿Ha averiguado usted los movimientos de Redding durante el día? Parece que existen motivos para creer que mató a Protheroe antes de lo que dice. Ocúpese de ello.
Se volvió hacia mí y, sin hablar palabra, le entregué la nota de Anne Protheroe. La leyó y frunció los labios, asombrado. Después me miró interrogativamente.
—¿Es esto lo que insinuó esta mañana?
—Sí. No estaba seguro entonces de si era mi deber hablar. Ahora lo estoy.
Le conté seguidamente lo que vi aquella noche en el estudio.
El coronel habló unos momentos con el inspector y después nos dirigimos hacia Old Hall. El doctor Haydock vino con nosotros. Aunque nos sorprendió que viniera.
Un mayordomo muy correcto abrió la puerta.
—Buenos días —dijo Melchett—. Haga el favor de decir a la doncella de mistress Protheroe que avise a su señora de que deseamos verla, y vuelva después aquí para contestar algunas preguntas.
El mayordomo se retiró rápidamente y no tardó en regresar diciendo que había cumplido lo ordenado.
—Vamos a hablar de lo sucedido ayer —dijo el coronel Melchett—. ¿Comió su señor en casa?
—Sí, señor.
—¿Tenía el humor de costumbre?
—No observé ningún cambio en él, señor.
—¿Qué sucedió después?
—Una vez terminada la comida, mistress Protheroe se retiró a sus habitaciones y el coronel se dirigió a su gabinete. Miss Lettice marchó a jugar un partido de tenis, en el coche de dos plazas. El coronel y la señora tomaron el té a las cuatro y media, en el salón. Pidieron el coche para las cinco y media, para ir al pueblo. Inmediatamente después de marchar ellos, míster Clement —se inclinó hacia mí— llamó y le dije que acababan de salir.
—¿Recuerda con seguridad cuándo estuvo aquí por última vez míster Redding?
—El martes por la tarde, señor.
—¿Es cierto que hubo una discusión entre él y el coronel?
—Creo que sí, señor. El coronel me ordenó que míster Redding no debía volver a ser admitido en la casa.
—¿Oyó usted las palabras que se cruzaron entre ellos? —preguntó Melchett abruptamente.
—El coronel Protheroe hablaba siempre en voz muy alta, señor, especialmente cuando estaba irritado, y no pude menos que oír algunas palabras.
—¿Las suficientes para saber la causa de la disputa?
—Me pareció comprender, señor, que era debida a un retrato que míster Redding estaba pintando; un retrato de miss Lettice.
Melchett gruñó:
—¿Vio a míster Redding cuando se retiró?
—Sí, señor. Le acompañé hasta la puerta.
—¿Parecía enfadado?
—No, señor. Si se me permite decirlo, más bien parecía divertido.
—¡Ah! ¿Estuvo aquí ayer?
—No, señor.
—¿Vino alguien ayer?
—No, señor.
—¿Y anteayer?
—Míster Dennis Clement estuvo aquí por la tarde, y también el doctor Stone. Al anochecer vino una señora.
—¿Una señora? —Melchett estaba sorprendido—. ¿Quién era?
El mayordomo no recordaba su nombre. Era una dama que no había visto con anterioridad. Sí, le dio su nombre, y cuando él le manifestó que la familia estaba cenando, dijo que esperaría. Entonces la hizo pasar al salón.
Preguntó por el coronel Protheroe. Anunció la visita al coronel y éste se dirigió al salón apresuradamente apenas acabó de cenar.
¿Cuánto tiempo había permanecido esa señora en la casa? Creía que quizá una media hora. El propio coronel la había acompañado hasta la puerta. ¡Ah, sí! Ya recordaba su nombre. La señora dijo ser mistress Lestrange.
Fue una sorpresa.
—Es curioso —dijo Melchett—, muy curioso.
No hablamos más de ello entonces, pues mistress Protheroe mandó recado que nos recibiría seguidamente.
Anne estaba en cama. Su cara era de color de la cera y los ojos le brillaban. Su rostro estaba contraído en forma que me llamó la atención, mostrando una firme determinación.
—Gracias por venir tan deprisa —dijo dirigiéndose a mí—. Veo que comprendió lo que quise decir al indicarle que podía traer con usted a quien quisiera.
Hizo una pausa.
—Es mejor ir directamente al asunto, ¿no es verdad? —sonrió extrañamente—. Supongo que es usted la persona a quien debo decírselo, coronel Melchett. Yo maté a mi marido…, se lo aseguro.
—Mi querida mistress Protheroe… —reprochó Melchett, gentilmente.
—¡Oh, es cierto! Supongo que lo he dicho muy abruptamente, pero no acostumbro a excitarme por nada. Le he odiado durante tanto tiempo y ayer no pude contenerme y le maté.
Se reclinó en la almohada y cerró los ojos.
—Esto es todo. Supongo que me detendrá y me llevará a la cárcel. Me levantaré tan pronto como pueda. Por el momento me siento bastante enferma.
—¿Sabe usted, mistress Protheroe, que míster Lawrence Redding se ha acusado a sí mismo de haber cometido el asesinato?
Anne abrió los ojos y asintió.
—Lo sé. Está muy enamorado de mí. Su gesto es muy noble, pero no por ello es menos tonto.
—¿Sabía él que fue usted quien cometió el crimen?
—Sí.
—¿Cómo lo supo?
Anne Protheroe vaciló.
—¿Se lo dijo usted?
Siguió vacilando. Por fin pareció decidirse.
—Sí, se lo dije…
Encogió los hombros con un movimiento de irritación.
—¿No pueden irse ahora? Ya se lo he dicho. No quiero seguir hablando de ello.
—¿De dónde sacó usted la pistola, mistress Protheroe?
—¿La pistola? ¡Oh! Era la de mi marido. La encontré en el cajón de su tocador.
—Comprendo. ¿La llevó consigo a la vicaría?
—Sí. Sabía que estaría allí…
—¿A qué hora fue?
—Debe haber sido después de las seis; las seis y cuarto o las seis y veinte.
—¿Cogió usted la pistola pensando matar a su esposo?
—No. Yo…, yo la quería para mí misma.
—Comprendo. Pero ¿fue usted a la vicaría?
—Sí. Me acerqué a la puerta ventana. No se oía a nadie. Miré. Vi a mi marido. Algo se apoderó de mí y disparé.
—¿Y después?
—¿Después? ¡Oh! Después me fui.
—¿A decirle a mister Redding lo que acababa de hacer?
Volví a observar la vacilación de su voz antes de hablar.
—Sí.
—¿La vio alguien entrar o salir de la vicaría?
—No. ¡Oh, sí! La vieja miss Marple. Hablé con ella unos momentos. Estaba en su jardín.
Se agitó inquieta en la almohada.
—¿No es bastante ya? Se lo he dicho todo. ¿Por qué siguen molestándome?
El doctor Haydock le tomó el pulso.
—Permaneceré a su lado —nos dijo en un susurro— mientras toman las disposiciones necesarias. Podría cometer algún acto desesperado.
Melchett asintió.
Salimos de la habitación y bajamos la escalera. Vi a un hombre delgado y de aspecto cadavérico salir de la habitación contigua e impulsivamente volví a subir la escalera.
—¿Es usted el criado del coronel Protheroe?
El hombre pareció sorprendido.
—Sí, señor.
—¿Sabe usted si su difunto señor tenía una pistola en alguna parte?
—No, señor.
—¿No podría haber tenido una en el cajón de su tocador? Haga memoria.
El criado movió la cabeza.
—Estoy completamente seguro de que no tenía ninguna, señor. De lo contrario, yo la hubiera visto.
Bajó nuevamente la escalera.
Mistress Protheroe había mentido acerca de la pistola. ¿Por qué?