EL coronel Melchett es un hombre pequeño y delgado, que acostumbra a resoplar súbita e inesperadamente. Su cabello es rojizo y sus ojos azules son vivos y brillantes.
—Buenos días, vicario —dijo—. Feo asunto, ¿verdad? Pobre Protheroe. No es que fuera amigo mío, por cierto. Creo que nadie le apreciaba. Su muerte le habrá causado a usted muchos inconvenientes, supongo. Espero que su esposa lo haya tomado con calma.
Repuse que Griselda no estaba más excitada de lo normal.
—Mejor. Es muy desagradable que sucedan cosas así en la casa de uno. Debo admitir que me ha sorprendido el joven Redding, haciendo tal cosa. No se ha preocupado por los sentimientos de los demás.
Me invadió un loco deseo de reír pero, evidentemente, el coronel Melchett no veía nada extraño en la idea de que un asesino debiera tener en cuenta los sentimientos de la gente.
—Debo admitir que me sorprendí cuando me informaron que fue a la comisaría a entregarse —prosiguió el coronel Melchett, dejándose caer en una silla.
—¿Cómo ocurrió?
—Anoche, alrededor de las diez, se presentó, tiró la pistola encima de la mesa y dijo: «Yo le maté». Así, tal como suena.
—¿Qué motivo alegó?
—Ninguno. Se le previno, naturalmente, que sus palabras podrían ser empleadas contra él, pero se limitó a reír. Dijo que había venido a verle a usted y que encontró a Protheroe. Discutieron y le mató. Se niega a manifestar el motivo de la querella. Oiga, Clement, de usted para mí, ¿sabe usted algo de ello? He oído rumores de que se le había prohibido la entrada en Old Hall. ¿Por qué? ¿Sedujo quizá a la hija? Queremos evitar mezclarla en la encuesta, en cuanto sea posible. ¿Fue ése el motivo?
—No —repuse—. Puede usted creer que fue algo completamente distinto, pero nada más puedo decirle en este momento.
Asintió con la cabeza y se levantó.
—Prefiero que sea así. La gente habla mucho. Hay demasiadas mujeres en esta parte del mundo. Debo irme. He de ver a Haydock. Salió a visitar un enfermo, pero ya debe estar de regreso. No me importa decirle que me apena lo de Redding. Siempre le creí un buen muchacho. Quizá los abogados encuentren una buena base para su defensa. Debo irme. ¿Quiere acompañarme?
Dije que sí y salimos juntos.
La casa de Haydock está al lado de la mía. Su criada dijo que el doctor acababa de regresar y nos hizo pasar al comedor, donde Haydock se disponía a engullir un plato de huevos con jamón.
Me saludó con una amable inclinación de cabeza.
—Siento no haber estado en casa antes —dijo—. Se trataba de un caso grave. He permanecido levantado la mayor parte de la noche a causa del asesinato. He extraído la bala.
Puso una cajita encima de la mesa. Melchett la examinó.
—¿Calibre veinticinco?
Haydock asintió.
—Reservaré los detalles técnicos para la encuesta —dijo—. Cuanto necesita usted saber por ahora es que la muerte fue instantánea. ¡Muchacho estúpido! ¿Por qué lo haría? A propósito, es extraño que nadie oyera el disparo. Me sorprende de veras.
—Sí —asintió Melchett—. Es realmente sorprendente.
—La ventana de la oficina da al otro lado de la casa —dije—. Con la puerta del estudio cerrada, y cerradas también las de la despensa y de la cocina, no me extraña que nadie lo oyera. La cocinera estaba sola en casa.
—De todas maneras —insistió Melchett—, es raro. Me pregunto si la vieja miss Marple lo oiría. La ventana del gabinete estaba abierta.
—Quizá sí —dijo Haydock.
—No lo creo —afirmé—. Hace poco rato estuvo en la vicaría y no habló de ello. No hubiera dejado de mencionarlo, en caso contrario.
—Acaso oyó el disparo, pero no le dio importancia. Pudo pensar que era producido por el escape de un coche.
Me llamó la atención que Haydock estuviera tan jovial y de buen humor aquella mañana. Tenía el aspecto de una persona que trata de reprimir un desacostumbrado buen humor.
—¿No han pensado ustedes en un silenciador? —añadió—. Eso solucionaría el asunto. Nadie hubiera podido oír el disparo.
Melchett negó con la cabeza.
—Slack no encontró ninguno. Se lo preguntó a Redding, pero éste pareció no saber de qué le hablaban y negó rotundamente haber empleado uno. Supongo que podemos creer sus palabras.
—Sí, claro que sí.
—¡Condenado muchacho! —exclamó el coronel Melchett—. Lo siento, Clement; pero, realmente, lo hizo. No puedo imaginármelo como un asesino.
—¿Algún motivo? —preguntó Haydock, apurando la taza de café y echando hacia atrás la silla.
—Dijo que discutieron, se excitó y disparó contra él.
—Acaso quiere que se le acuse de homicidio y no de asesinato —observó el médico, meneando la cabeza—. No hubo ninguna discusión.
—No creo que tuvieran tiempo de discutir —dije, recordando las palabras de miss Marple—. Acercarse a él cautelosamente, disparar, poner el reloj a las seis y veintidós y salir le debió ocupar todo el tiempo que estuvo en la casa. Jamás olvidaré su cara cuando le vi junto a la verja, ni la forma en que me dijo: «¿Debe ver a Protheroe? ¡Ya le verá!» Eso hubiera debido hacerme sospechar lo que unos momentos antes había sucedido en el gabinete.
Haydock me miró.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Cuándo cree usted que Redding le mató?
—Unos minutos antes de llegar yo a la casa.
—Imposible, totalmente imposible. Hacía mucho más tiempo que había muerto.
—Pero usted dijo que media hora era solamente un cálculo aproximado —dijo el coronel Melchett.
—Media hora, treinta y cinco minutos, veinticinco, acaso, pero no menos. De lo contrario, el cuerpo hubiera estado aún caliente cuando yo llegué.
Nos miramos asombrados. La cara de Haydock cambió de color. Me pregunté a qué se debería.
—Pero, amigo Haydock —repuso el coronel—, Redding admite haberle asesinado a las siete menos cuarto.
Haydock se puso en pie.
—¡Le digo que es imposible! —exclamó—. Si Redding afirma que mató a Protheroe a las siete menos cuarto, miente. Soy médico y sé lo que digo. La sangre había empezado a coagularse.
—Si Redding miente… —empezó a decir Melchett.
Calló y meneó la cabeza dubitativamente.
—Será mejor que vayamos a la comisaría y le interroguemos —dijo.